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Authors: Frank McCourt

Tags: #Biografía, drama

Las cenizas de Ángela (56 page)

BOOK: Las cenizas de Ángela
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Mamá suplica en la oficina de correos que vuelvan a admitirme. Se niegan. Nunca habían oído una cosa así. Un chico de telégrafos que manosea un cadáver. Un chico de telégrafos que huye llevándose el jamón y el jerez. No volverá a pisar la oficina de correos. No.

Mi madre consigue que el párroco escriba una carta. «Admitan al chico», dice el párroco. «Ah, sí, padre, desde luego», dicen en la oficina de correos. Me dejarán seguir trabajando hasta el día en que cumpla los dieciséis años, ni un momento más.

—Por otra parte —dice la señora O'Connell—, si se tiene en cuenta lo que nos hicieron los ingleses durante ochocientos años, ese hombre no tenía derecho a quejarse por un poco de jamón y de jerez. ¿Qué es un poco de jamón y de jerez comparado con la Gran Hambruna? Si viviera mi pobre marido y yo le contase lo que has hecho, te diría que has dado un buen golpe, Frank McCourt, que has dado un buen golpe.

Todos los sábados por la mañana juro que iré a confesarme y a contar al cura los actos impuros que cometo en casa, en las laderas solitarias de los alrededores de Limerick mientras me contemplan las vacas y las ovejas, en las alturas de Carrigogunnell con el mundo a mis pies.

Le contaré lo de Theresa Carmody y cómo la envié al infierno, y entonces estaré perdido, me expulsarán de la Iglesia.

Theresa me atormenta. Cada vez que entrego un telegrama en su calle, cada vez que paso por delante del cementerio, siento que el pecado crece dentro de mí como un tumor, y si no voy a confesarme pronto no seré más que un tumor que va en bicicleta mientras la gente me señala y se dicen unos a otros:

—Allí está, ése es Frankie McCourt, el inmundo que envió al infierno a Theresa Carmody.

Miro a la gente que comulga los domingos, todos en gracia de Dios, todos vuelven a sus sitios llevando a Dios en la boca, en paz, tranquilos, preparados para morirse en cualquier momento y subir derechos al cielo o para volver a sus casas y comerse la panceta y los huevos sin la menor preocupación del mundo.

Estoy agotado de ser el peor pecador de Limerick. Quiero librarme de este pecado y comer panceta y huevos sin sentimientos de culpa, sin estar atormentado. Quiero ser normal.

Los curas nos dicen siempre que la misericordia de Dios es infinita, pero ¿cómo va a absolver un cura a uno como yo, que entrega telegramas y acaba en estado de excitación en un sofá verde con una muchacha que se está muriendo de tisis galopante?

Recorro todo Limerick con telegramas y me detengo en todas las iglesias. Paso por la iglesia de los redentoristas, por la de los jesuitas, por la de los agustinos, por la de los dominicos, por la de los franciscanos. Me arrodillo ante la imagen de San Francisco de Asís y le suplico que me ayude, pero creo que está demasiado asqueado de mí. Me arrodillo con la gente que espera en los bancos próximos a los confesonarios, pero cuando me toca a mí no puedo respirar, me dan palpitaciones, tengo frío en la frente y sudor frío y huyo corriendo de la iglesia.

Juro que iré a confesarme en Navidad. No puedo. En Semana Santa. No puedo. Pasan las semanas y los meses y hace un año que murió Theresa. Pienso confesarme en su aniversario, pero no puedo. Ya tengo quince años y paso por delante de las iglesias sin pararme. Tendré que esperar a ir a América, donde hay sacerdotes como Bing Crosby en
Siguiendo mi camino
que no me echarán a patadas del confesionario como los curas de Limerick.

Sigo teniendo dentro el pecado, el tumor, y espero que no me mate del todo antes de que pueda hablar con el cura americano.

Entrego un telegrama a una mujer mayor, la señora Brigid Finucane.

—¿Cuántos años tienes, muchacho?

—Quince y medio, señora Finucane.

—Eres lo bastante joven para hacer el tonto y lo bastante mayor para saber que no debes hacerlo. ¿Eres listo, muchacho? ¿Tienes algo de inteligencia?

—Sé leer y escribir, señora Finucane.

—Arrah,
allí en el manicomio hay gente que sabe leer y escribir. ¿Sabes escribir una carta?

—Sí.

Quiere que le escriba cartas para sus clientes. Si necesitas un traje o un vestido para un niño, puedes acudir a ella. Ella te entrega un vale y a ti te dan la ropa con el vale. A ella le hacen un descuento, y te cobra el precio completo y encima intereses. Le devuelves el dinero en pagos semanales. Algunos de sus clientes se retrasan en los pagos y ella tiene que enviarles cartas amenazadoras.

—Te daré tres peniques por cada carta que escribas —me dice—, y otros tres peniques si cobro gracias a ella. Si quieres el empleo, ven aquí los jueves y los viernes por la noche y tráete tu propio papel y sobres.

Necesito ese trabajo desesperadamente. Quiero ir a América. Pero no tengo dinero para comprar papel y sobres. Al día siguiente entrego un telegrama en los almacenes Woolworth y allí está la solución, todo un departamento lleno de papel y de sobres. No tengo dinero, de modo que tendré que cogerlos por mi cuenta. Pero ¿cómo? Dos perros me salvan la situación, dos perros en la puerta de Woolworth trabados después de la excitación. Ladran y corren en círculo. Los clientes y los vendedores sueltan risitas nerviosas y fingen mirar para otro lado, y mientras se ocupan de fingir yo me meto papel y sobres debajo del jersey, salgo por la puerta y me voy en bicicleta, me alejo de los perros unidos.

La señora Finucane me mira con desconfianza.

—Este papel y estos sobres que traes son muy elegantes. ¿Son de tu madre? Los devolverás cuando tengas dinero, ¿no, muchacho?

—Ah, sí.

Me dice que desde ahora no debo entrar nunca en su casa por la puerta principal. Detrás de la casa hay un callejón, y yo debo entrar por la puerta trasera por miedo a que me vea alguien.

Me presenta en un gran libro de cuentas los nombres y las direcciones de seis clientes que están retrasados en los pagos.

—Amenázales, muchacho. Haz que se mueran de miedo.

Mi primera carta:

Estimada señora O'Brien:

Habida cuenta que no ha tenido a bien pagarme lo que me debe, puedo verme obligada a recurrir a los tribunales. Veo a su hijo Michael pasearse por el mundo luciendo su traje nuevo que yo pagué, mientras yo apenas tengo un mendrugo de pan para mantener un hálito de vida. Estoy segura de que no querrá pudrirse en las mazmorras de la cárcel de Limerick, separada de sus amigos y de su familia. Su segura servidora que espera demandarle,

Señora Brigid Finucane.

—Es una carta grandiosa, muchacho —me dice—, mejor que todo lo que se lee en el
Limerick Leader.
Eso de «habida cuenta» mete el miedo en el cuerpo. ¿Qué significa?

—Creo que significa que ésta es su última oportunidad.

Escribo cinco cartas más y ella me da dinero para los sellos. Mientras vuelvo a la oficina de correos pienso: «¿Por qué voy a derrochar el dinero en sellos cuando tengo dos piernas para entregar yo mismo las cartas en plena noche?». Cuando uno es pobre, una carta amenazadora es siempre una carta amenazadora, sin que importe cómo entra por la puerta.

Corro por las calles de Limerick metiendo cartas por debajo de las puertas y rezando por que nadie me vea.

A la semana siguiente, la señora Finucane está dando chillidos de alegría.

—Han pagado cuatro. Ah, siéntate ahora mismo a escribir más, muchacho. Dales un susto de muerte.

Al ir pasando las semanas, mis cartas amenazadoras se vuelven cada vez más afiladas. Empiezo a usar palabras que apenas entiendo yo mismo.

Estimada señora O'Brien:

Habida cuenta que no ha sucumbido a la inminencia de la demanda de nuestra epístola anterior, ha de saber que hemos emprendido consultas con nuestro abogado susodicho de Dublín.

La señora O'Brien paga a la semana siguiente.

—Llegó temblando, con lágrimas en los ojos, y me prometió que no volvería a retrasarse en ningún pago.

Los viernes por la noche, la señora Finucane me manda a la taberna por una botella de jerez.

—Tú eres demasiado joven para el jerez, muchacho. Puedes hacerte una buena taza de té, pero tendrás que volver a usar las hojas del té de esta mañana. No, no puedes tomarte un trozo de pan, con lo caro que está. ¿Conque pan, eh? Sólo te falta pedir un huevo.

Se mece junto al fuego, bebiéndose el jerez a traguitos, contando el dinero que hay en el monedero que tiene en su regazo, apuntando los pagos en su libro de cuentas antes de guardarlo todo bajo llave en el baúl que tiene bajo la cama en el piso de arriba. Después de tomarse varias copas de jerez me explica lo bonito que es tener un poco de dinero para poder dejárselo a la Iglesia para que te digan misas por el reposo de tu alma. Le da mucha felicidad pensar que los curas dirán misas por su alma cuando lleve muchos años muerta y enterrada.

Algunas veces se queda dormida y se le cae al suelo el monedero. Yo cojo algunos chelines más por las horas extraordinarias y por haber usado tantas palabras nuevas e imponentes. Habrá menos dinero para los curas y para sus misas, pero ¿cuántas misas necesita un alma? y ¿no tengo derecho a quedarme algunas libras después de que la Iglesia me diera con la puerta en las narices? No me dejaron que fuese monaguillo, estudiante de secundaria, misionero con los Padres Blancos. No me importa. Yo tengo una cuenta postal de ahorros, y si sigo escribiendo cartas amenazadoras que consiguen su objetivo, si sigo quedándome algún que otro chelín del monedero de ella y guardándome el dinero, de los sellos, tendré el dinero que necesito para huir a América. Yo no tocaría ese dinero que guardo en Correos aunque toda mi familia se estuviera cayendo de hambre.

Con frecuencia tengo que escribir cartas amenazadoras dirigidas a vecinas y amigas de mi madre, y tengo miedo de que me descubran. Se quejan delante de mamá:

—Esa vieja perra, la Finucane, que vive ahí abajo en el barrio de Irishtown, me ha enviado una carta amenazadora. Tiene que ser un demonio del infierno para atormentar a su propia gente con un tipo de carta que tampoco tiene pies ni cabeza, llena de palabras que no había oído decir en la vida. La persona capaz de escribir una carta así es peor que Judas o que cualquier delator a sueldo de los ingleses.

Mi madre dice que cualquiera que escriba cartas así debería ser hervido en aceite y deberían arrancarle las uñas los ciegos.

Yo lo siento por ellos, pero no tengo otra manera de ahorrar el dinero para ir a América. Sé que algún día seré un yanqui rico y que enviaré a mi casa centenares de dólares, y mi familia no tendrá que volver a preocuparse por las cartas amenazadoras.

Algunos chicos de telégrafos temporales van a examinarse en agosto para ser fijos. La señora O'Connell dice: —Deberías examinarte, Frank McCourt. Tienes algo de cerebro y aprobarías sin problemas. Llegarías a cartero enseguida, y serías una gran ayuda para tu pobre madre.

También mamá dice que debo examinarme, llegar a cartero, ahorrar, ir a América y ser cartero allí; dice que sería una vida estupenda.

Entrego un telegrama en la taberna de South un sábado y allí está sentado el tío Pa Keating, todo negro como de costumbre.

—Tómate una gaseosa, Frankie —me dice—, ¿o prefieres una pinta, ahora que vas a cumplir dieciséis años?

—Una gaseosa, tío Pa, gracias.

—Querrás tomarte tu primera pinta el día que cumplas los dieciséis, ¿no?

—Sí, pero no estará aquí mi padre para dármela.

—No te preocupes por eso. Ya sé que no es lo mismo sin el padre de uno, pero yo te daré tu primera pinta. Es lo que haría si tuviera un hijo. Ven aquí la noche antes de que cumplas los dieciséis años.

—Vendré, tío Pa.

—He oído decir que te vas a examinar para Correos.

—Así es.

—¿Por qué vas a hacer una cosa así?

—Es un buen trabajo, y llegaría a cartero enseguida, con derecho a pensión.

—Ah, pensión, y una mierda. Con dieciséis años y ya estás hablando de pensiones. ¿Es que me estás tomando el pelo? ¿Me has oído, Frankie? Pensión, y una mierda. Si apruebas el examen te quedarás en Correos a gusto y con seguridad el resto de tu vida. Te casarás con una Brígida y tendrás cinco catoliquitos y cultivarás rositas en tu jardín. Tendrás la cabeza muerta antes de cumplir los treinta años y se te secarán los huevos el año anterior. Toma tus propias decisiones de una puñetera vez y que se vayan a la porra las seguridades y los resentidos. ¿Me oyes, Frankie McCourt?

—Sí, tío Pa. Eso es lo que decía el señor O'Halloran.

—¿Qué decía?

—Que tomásemos nuestras propias decisiones.

—Tenía razón el señor O'Halloran. Ésta es tu vida, toma tus propias decisiones y a la porra los resentidos. En todo caso, y al fin y al cabo, te irás a América, ¿no es así?

—Sí, tío Pa.

El día del examen me dispensan de ir a trabajar. En la cristalera de una oficina de la calle O'Connell hay un letrero:
SE NECESITA CHICO LISTO, CON BUENA LETRA, QUE VALGA PARA LAS CUENTAS, RAZÓN AQUÍ, PRESENTARSE AL DIRECTOR, SEÑOR MCCAFFREY, EASONS S
.
L
.

Me quedo de pie ante el edificio donde se va a celebrar el examen, la sede de la Asociación de Jóvenes Protestantes de Limerick. Llegan chicos de todo Limerick a examinarse, suben por los escalones y un hombre que está en la puerta les va dando hojas de papel y lápices y les dice a voces que se den prisa, que se den prisa. Miro al hombre de la puerta, pienso en el tío Pa Keating y en lo que me dijo, pienso en el letrero que estaba en la oficina de Easons,
SE NECESITA CHICO LISTO
. N
O
quiero entrar por esa puerta y aprobar ese examen, pues si lo hago seré un chico de telégrafos fijo, con uniforme, después seré cartero, después empleado y venderé sellos el resto de mi vida. Me quedaré en Limerick para siempre, cultivando rosas con la cabeza muerta y con los huevos secos.

El hombre de la puerta me dice:

—Tú, ¿vas a entrar o te vas a quedar ahí pasmado?

Me dan ganas de decir al hombre que me bese el culo, pero todavía me quedan algunas semanas de trabajo en la oficina de correos y podría dar parte. Sacudo la cabeza y subo por la calle en la que necesitan a un chico listo.

El director, el señor McCaffrey, me dice:

—Me gustaría ver una muestra de tu letra, ver, en suma, si tienes un puño aceptable. Siéntate en esa mesa. Escribe tu nombre y tu dirección y escríbeme un párrafo en el que expliques por qué has venido a solicitar este trabajo y cómo piensas ascender en el escalafón de Easons e Hijo, S.L. gracias a tu perseverancia y a tu ahínco, pues en esta empresa hay grandes oportunidades para un muchacho que no pierda de vista la bandera al frente y que proteja sus flancos del canto de sirena del pecado.

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