Las cinco personas que encontrarás en el cielo (6 page)

BOOK: Las cinco personas que encontrarás en el cielo
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La segunda persona que Eddie encuentra en el cielo

Eddie notaba que sus pies tocaban el suelo. El cielo volvía a cambiar, de azul cobalto a gris carbón vegetal, y Eddie ahora estaba rodeado de árboles caídos y escombros ennegrecidos. Se agarró los brazos, hombros, muslos y pantorrillas. Se notaba más fuerte que antes, pero cuando trató de tocarse los dedos de los pies, ya no pudo hacerlo. La flexibilidad había desaparecido. Ya no existía la sensación infantil de ser de goma. Cada músculo que tenía estaba tan tenso como una cuerda de piano.

Paseó la vista por el terreno sin vida que le rodeaba. En una colina cercana había una carreta destrozada y los huesos podridos de un animal. Eddie notó un viento ardiente que le azotaba la cara. El cielo explotó en llamaradas amarillas.

Y una vez más, Eddie corrió.

Ahora corría de modo diferente, con los pesados pasos bien medidos de un soldado. Oyó un trueno —o algo parecido a un trueno, explosiones o estallidos de bombas— y se tiró instintivamente al suelo. Cayó sobre el estómago y se arrastró apoyándose en los antebrazos. El cielo se abrió violentamente y soltó borbotones de lluvia; un chaparrón espeso y pardusco. Eddie agachó la cabeza y reptó por el barro, escupiendo el agua sucia que le llegaba a los labios.

Finalmente notó que la cabeza le chocaba contra algo sólido. Alzó la vista y vio un fusil clavado en el suelo, con un casco puesto encima y unas cuantas chapas de identificación colgando del portafusil. Parpadeando en medio de la lluvia, pasó los dedos por las chapas de identificación, luego gateó enloquecido hacia atrás metiéndose en la porosa pared de enredaderas fibrosas que colgaban de un enorme ficus. Se hundió en su espesura. Se sentó encogido sobre sí mismo. Trató de contener la respiración. El miedo se había apoderado de él, incluso en el cielo.

El nombre de una de las placas de identificación era el suyo.

Los jóvenes van a la guerra. Unas veces porque tienen que ir, otras veces porque quieren. Siempre creen que todos esperan que vayan. Eso tiene su origen en las tristes, en las complicadas historias de la vida, que durante los siglos han considerado que el valor está asociado con coger las armas, y la cobardía con dejarlas a un lado.

Cuando este país participó en la guerra, Eddie despertó temprano una mañana lluviosa, se afeitó, se peinó el pelo hacia atrás y fue a alistarse. Otros estaban combatiendo. Él haría lo mismo.

Su madre no quería que fuera. Su padre, cuando le comunicó la noticia, encendió un pitillo y soltó el humo lentamente.

—¿Cuándo? —fue lo único que preguntó.

Como nunca había disparado con un fusil de verdad, Eddie empezó a practicar en el tiro al blanco del Ruby Pier. Pagabas cinco centavos y el aparato empezaba a zumbar, apretabas el gatillo y disparabas contra siluetas metálicas con dibujos de animales de la selva, como un león o una jirafa. Eddie iba todas las tardes, después de ocuparse de la palanca del freno del Mini-trén Infantil. El Ruby Pier había añadido unas cuantas atracciones nuevas y más pequeñas, porque las montañas rusas, después de la Depresión, se habían vuelto demasiado caras. El Minitrén era una de esas atracciones nuevas; sus vagones no eran más altos que el muslo de un hombre adulto.

Eddie, antes de alistarse, había estado trabajando para ahorrar dinero con el que estudiar ingeniería. Aquél era su objetivo; quería construir cosas, aunque su hermano Joe no dejaba de decir:

—Venga, Eddie, tú no eres lo bastante listo para eso.

Pero una vez que empezó la guerra, el parque de atracciones iba mal. Ahora la mayoría de los clientes de Eddie eran mujeres solas con niños cuyos padres estaban combatiendo. A veces los niños le pedían que los levantara hasta su cabeza, y cuando Eddie accedía, veía las tristes sonrisas de las madres: suponía que les gustaba que levantaran a sus hijos, pero creía que habrían preferido que fueran otros los brazos que lo hicieran. Él, pensaba Eddie, pronto se uniría a aquellos hombres lejanos, y su vida de engrasador de raíles y controlador de palancas de freno terminaría. La guerra era su llamada a la edad adulta. Y a lo mejor, hasta alguien le echaba en falta.

Una de aquellas últimas tardes, Eddie estaba apoyado en el pequeño puesto de tiro al blanco disparando profundamente concentrado. ¡Pum! ¡Pum! Intentaba imaginar que disparaba a un enemigo de verdad. ¡Pum! ¿Harían ruido cuando los alcanzase —¡pum!— o simplemente caerían, como los leones y las jirafas?

¡Pum! ¡Pum!

—Practicando para matar, ¿eh, chaval?

Mickey Shea se había detenido detrás de él. Tenía el pelo del color de helado de vainilla, húmedo de sudor, y la cara se le había puesto roja debido a lo que hubiera estado bebiendo. Eddie se encogió de hombros y volvió a disparar. ¡Pum! Otro blanco. ¡Pum! Otro.

—Oye —protestó Mickey.

A Eddie le apetecía que Mickey se largara y le dejase mejorar su puntería. Notaba al viejo borracho a su espalda. Oía su trabajosa respiración, los siseos del aire que le entraban y salían por la nariz, como una bicicleta a la que hinchaban con una bomba.

Eddie siguió disparando. De pronto, notó que le agarraban el hombro con fuerza.

—Escucha, chaval. —La voz de Mickey era un gruñido grave.— La guerra no es un juego. Si es preciso disparar, se dispara, ¿entiendes? No te sientes culpable. No hay que dudar. Uno dispara y dispara, y no piensa ni contra quién, ni si lo mata, ni por qué, ¿entendido? Si quieres volver a casa, limítate a disparar, no pienses.

Apretó con más fuerza.

—Lo que mata es el pensar.

Eddie se dio la vuelta y miró fijamente a Mickey. Éste le dio una bofetada fuerte en la mejilla y Eddie, instintivamente, alzó el puño para responder. Pero Mickey eructó y dio un tumbo tambaleante hacia atrás. Luego miró a Eddie como si estuviera a punto de echarse a llorar. El fusil del tiro al blanco dejó de zumbar. Los cinco centavos de Eddie se habían terminado.

Los jóvenes van a la guerra, unas veces porque tienen que ir, otras veces porque quieren. Unos días después, Eddie metió sus cosas en una bolsa de lona y dejó atrás el parque de atracciones.

Dejó de llover. Eddie, temblando y mojado debajo del ficus, soltó una larga y profunda exhalación. Apartó las lianas y vio el casco y el fusil todavía clavado en el suelo. Recordó por qué hacían eso los soldados: era para señalar las tumbas de sus muertos.

Salió avanzando a cuatro patas. A lo lejos, bajo unas pequeñas ondulaciones, estaban los restos de una aldea, bombardeada y quemada, reducida a poco más que escombros. Durante un momento, Eddie miró fijamente, con la boca algo abierta, enfocando mejor la escena con los ojos. Entonces el pecho se le encogió igual que el de un hombre que acabara de recibir malas noticias. Aquel sitio. Lo conocía. Se le había aparecido en sueños.

—Viruela —dijo de pronto una voz.

Eddie se dio la vuelta.

—Viruela. Tifus. Tétanos. Fiebre amarilla.

Venía de arriba, de algún punto del árbol.

—Nunca he sabido lo que era la fiebre amarilla. Demonios. Nunca he conocido a nadie que la tuviera.

La voz era potente, con un leve acento sureño y un tanto ronca, como la de un hombre que llevara horas gritando.

—Me pusieron inyecciones para todas esas enfermedades y de todos modos he muerto aquí, y estaba tan sano.

El árbol se agitó. Un fruto pequeño cayó delante de Eddie.

—¿Te gustan las manzanas? —dijo la voz.

Eddie se levantó y se aclaró la voz.

—Sal de ahí —dijo.

—Sube tú —dijo la voz.

Y Eddie estaba en el árbol, cerca de la copa, que era tan alta como un edificio de oficinas. Las piernas le colgaban de la rama donde estaba sentado y la tierra de debajo parecía una gota muy lejana. Entre las ramas más pequeñas y las delgadas hojas, Eddie distinguía la forma en sombra de un hombre en traje de faena, apoyado en el tronco del árbol. Tenía la cara cubierta con una sustancia negra como el carbón. Los ojos le brillaban como pequeñas bombillas.

Eddie tragó con dificultad.

—¿Mi capitán? —susurró—. ¿Es usted?

Habían servido juntos en el ejército. El capitán era el oficial al mando de Eddie. Combatieron en Filipinas y se separaron en Filipinas, y nunca se habían vuelto a ver. Eddie había oído que murió en combate.

Apareció una espiral de humo de cigarrillo.

—¿Te han enseñado las ordenanzas, soldado?

Eddie bajó la vista. Vio la tierra muy abajo, aunque se daba cuenta de que no se podía caer.

—Estoy muerto —dijo.

—Tienes derecho a eso.

—Y usted está muerto.

—También tengo ese derecho.

—Y usted es… ¿mi segunda persona?

El capitán sostenía su cigarrillo en la mano. Sonrió como queriendo decir: «¿Te puedes creer que esté fumando aquí arriba?», luego dio una larga calada y soltó una nubecilla de humo blanco.

—No me esperabas, ¿verdad que no?

Eddie aprendió muchas cosas durante la guerra. Aprendió a ir subido encima de un carro de combate. Aprendió a afeitarse con agua fría que ponía en su casco. Aprendió a tener cuidado cuando disparaba desde un pozo de tirador, no fuera que alcanzara un árbol y se hiriera a sí mismo con un proyectil desviado.

Aprendió a fumar. Aprendió a desfilar. Aprendió a cruzar un puente colgante de cuerdas mientras cargaba —todo a la vez— con un impermeable, una radio, una carabina, una máscara de gas, un trípode de ametralladora, una mochila y varias cananas colgadas del hombro. Aprendió a tomar el peor café que había probado nunca.

Aprendió unas cuantas palabras de otros idiomas. Aprendió a escupir muy lejos. Aprendió a escuchar la charla nerviosa de un soldado que ha sobrevivido a su primer combate, cuando los hombres se dan palmaditas en la espalda unos a otros y sonríen como si todo hubiera terminado «¡Ahora podemos volver a casa!», y aprendió a soportar la depresión de un soldado después de su segundo combate, cuando se da cuenta de que la guerra no se termina con una batalla, que habrá más y más después de aquélla.

Aprendió a silbar entre los dientes y a dormir en suelo pedregoso. Aprendió que la sarna son unos ácaros que pican mucho y se te entierran en la piel, especialmente si llevas la misma ropa sucia durante una semana. Aprendió que los huesos de un hombre son blancos cuando asoman por entre la piel.

Aprendió a rezar a toda velocidad y en qué bolsillo guardar las cartas para su familia y para Marguerite, por si acaso sus compañeros lo encontraban muerto. Aprendió que a veces estás sentado junto a un amigo en una trinchera, hablando en voz baja del hambre que tienes, y al instante siguiente hay un pequeño gusss y el amigo se desploma y el hambre que tienes deja de importar.

Aprendió, mientras un año se convertía en dos y dos se convertían casi en tres, que incluso los hombres fuertes y musculosos se vomitan las botas cuando el avión de transporte los va a descargar, y que hasta los oficiales hablan en sueños la noche antes del combate.

Aprendió a hacer prisioneros, aunque nunca aprendió a ser uno. Luego, una noche, en una isla de Filipinas, su grupo quedó atrapado bajo un intenso fuego, y se dispersaron buscando abrigo y el cielo estaba encendido y Eddie oyó a uno de sus compañeros, metido en una zanja, que sollozaba como un niño, y él le gritó: «¡Cállate de una vez!», y se dio cuenta de que el hombre sollozaba porque había un soldado enemigo de pie delante de él apuntándole con un rifle a la cabeza, y Eddie notó algo frío en la nuca porque también había otro enemigo detrás de él.

El capitán apagó su pitillo. Era mayor que los hombres del grupo de Eddie, un militar de carrera de andar desgarbado y mandíbula prominente que le hacían parecerse a un actor de cine del momento. A la mayoría de los soldados les gustaba bastante, aunque tenía poco aguante y la costumbre de gritarte a unos centímetros de la cara, de modo que le veías los dientes, ya amarillentos por el tabaco. Con todo, el capitán siempre prometía que él nunca «abandonaría a nadie», pasara lo que pasara, y a los hombres eso les daba seguridad.

—Mi capitán… —volvió a decir Eddie, todavía asombrado.

—Afirmativo.

—Señor.

—Eso no es necesario. Pero muy agradecido.

—Ha sido… Usted parece…

—¿Igual que la última vez que me viste? —Sonrió, luego escupió por encima de la rama del árbol. Vio la confundida expresión de Eddie.— Tienes razón. Aquí no hay motivo para escupir. Uno tampoco se pone malo. El aliento de uno siempre es el mismo. Y el rancho es increíble.

¿
El rancho
? Eddie no entendía nada de aquello.

—Mi capitán, mire usted. Hay algún error. Todavía no sé por qué estoy aquí. Fui un don nadie en la vida, ¿sabe? Era un operario de mantenimiento. Viví años y años en el mismo apartamento. Estaba encargado de las atracciones, norias, montañas rusas y estúpidos cohetes tripulados. Nada de lo que estar orgulloso. Sólo era una especie de vagabundo. Lo que yo decía es…

Eddie tragó saliva.

—¿Qué estoy haciendo aquí?

El capitán le miró con aquellos rojos ojos brillantes y Eddie aguantó las ganas de hacerle la otra pregunta que ahora se hacía después de lo del Hombre Azul: ¿también había matado él al capitán?

—Oye, me he estado preguntando —dijo el capitán pasándose la mano por la barbilla—. Los hombres de nuestra unidad… ¿Habéis seguido en contacto? ¿Willingham? ¿Morton? ¿Smitty? ¿Los has vuelto a ver?

Eddie se acordaba de los nombres. La verdad era que no se habían mantenido en contacto. La guerra podía unir a los hombres como un imán, pero como un imán también los podía separar. Las cosas que vieron, las cosas que hicieron. A veces sólo querían olvidar.

—Para ser sincero, señor, todos perdimos el contacto. —Se encogió de hombros.— Lo siento.

El capitán hizo un gesto de asentimiento como si ya se lo esperara.

—¿Y tú? ¿Volviste a aquel parque de atracciones donde todos prometimos ir si salíamos vivos? ¿Viajes gratis para todos los soldados? ¿Dos chicas para cada uno en el Túnel del Amor? ¿No es eso lo que dijiste?

Eddie casi sonrió. Eso fue lo que él había dicho. Lo que decían todos. Pero cuando terminó la guerra, no fue nadie.

—Sí, volví —dijo Eddie.

—¿Y?

—Y… nunca más lo dejé. Lo intenté. Hice planes… Pero esta condenada pierna. No sé. Nada salió bien.

Eddie se encogió de hombros. El capitán le examinó la cara. Los ojos se le empequeñecieron. Bajó el volumen de su voz.

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