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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

Las fieras de Tarzán (23 page)

BOOK: Las fieras de Tarzán
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Justo a tiempo, porque apenas había conseguido encaramarse y ponerse a salvo en la rama cuando dos fauces hambrientas chasquearon malévolas inmediatamente debajo de él. Tarzán descansó unos minutos en el árbol que tan oportunamente le había procurado la salvación. Los ojos del hombre-mono examinaron el río corriente abajo, en toda la longitud que la tortuosa corriente permitía, pero no divisó el menor rastro del ruso ni de su canoa.

Tras vendarse la pierna y descansar un poco, emprendió la persecución de la canoa arrastrada por la corriente. Se encontraba en la ribera contraria a la que ocupaba cuando se lanzó al agua, pero como la persona a la que iba siguiendo navegaba por el centro del río, al hombre-mono le daba lo mismo la orilla por la que tuviera que marchar en pos de su presa.

Le contrarió mucho comprobar que la pierna herida se encontraba en un estado bastante peor de lo que había supuesto, lo cual le impedía avanzar con la soltura y rapidez que hubiera deseado. A duras penas y con enorme esfuerzo podía marchar a pie y en seguida se percató de que saltar de árbol en árbol no sólo le resultaba arduo, sino realmente peligroso.

La anciana negra, Tambudza, le había dicho algo que ahora colmaba de dudas y desconfianza el cerebro de Tarzán. Al comunicarle la muerte del niño, la vieja añadió que la mujer blanca, con todo y sentirse abatida por el dolor, le había confiado que el niño no era suyo.

Tarzán no imaginaba qué motivos pudiera tener Jane para considerar aconsejable ocultar su verdadera identidad o la del crío. La única explicación que se le ocurría al hombre-mono era la de que, al fin y a la postre, tal vez Jane no fuese realmente la mujer blanca que acompañó a su hijo y al sueco al interior de la jungla.

Cuantas más vueltas le daba en la cabeza a aquel asunto, más firme era su convicción de que su hijo había muerto y su esposa aún continuaba en Londres, sana, salva, y ajena al terrible destino sufrido por el primogénito del matrimonio.

Después de todo, pues, la interpretación que dio Tarzán a la siniestra bravata de Rokoff era errónea, y estuvo soportando innecesariamente la carga de un doble e infundado temor… Al menos, así lo pensaba ahora el hombre-mono. Esta creencia aliviaba levemente el atenazante dolor que la muerte de su hijo había proyectado sobre su espíritu.

¡Y una muerte como aquella! Hasta la fiera salvaje que anidaba en el auténtico Tarzán, acostumbrada a los horrores y sufrimientos propios de la jungla implacable, se estremeció al pensar en el fin espeluznante que se había abatido sobre el inocente chiquillo.

Mientras avanzaba penosamente hacia la costa, dejó vagar sin descanso su imaginación por el infierno de los atroces crímenes que contra sus seres queridos había perpetrado el ruso, y la ancha cicatriz de la frente del hombre-mono mantenía de modo continuo el vívido tono escarlata que indicaba sus raptos de cólera furibunda y bestial. A veces, llegaba a alarmarse a sí mismo, cuando los involuntarios gritos y rugidos que se escapaban de su garganta hacían que huyeran despavoridos hacia sus escondrijos los animales menores o más asustadizos de la selva.

¡Como llegara a echar el guante al ruso!

Durante el trayecto hacia la costa, belicosos guerreros indígenas salieron de sus aldeas en plan amenazador, dispuestos a cortarle el paso, pero cuando el alarido desafiante del mono macho estallaba en el aire y en los oídos de los negros y el gigante blanco se lanzaba al ataque, sin dejar de rugir, a los indígenas les faltaba tiempo para salir de estampida y refugiarse en la jungla, de la que no se aventuraban a reaparecer hasta que Tarzán había pasado.

Aunque al hombre-mono su marcha le parecía mortificantemente lenta, puesto que comparaba su ritmo de avance con el que conseguían como velocidad media simios de menor tamaño, lo cierto era que casi iba tan deprisa como la canoa en la que Rokoff circulaba por delante de él, de forma que llegó a la bahía y a la vista del océano poco después de que hubiese caído la noche del mismo día en que Jane Clayton y Rokoff terminaron su huida desde el interior.

La oscuridad que envolvía el tenebroso río y la jungla que lo flanqueaba era tan densa que a Tarzán, cuyos ojos estaban más que acostumbrados a las tinieblas, le resultaba imposible distinguir nada que se encontrase a unos pocos metros de distancia. Tenía la intención de explorar la ribera aquella misma noche, en busca de indicios del ruso y de la mujer que, estaba seguro, le precedieron río Ugambi abajo. Ni por asomo se le ocurrió pensar en que el
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o cualquier otro barco estuviese fondeado a un centenar de metros de donde se encontraba él, ya que a bordo del vapor no brillaba ninguna luz.

En el preciso momento en que iniciaba la búsqueda, un ruido que no había captado antes despertó súbitamente su atención: el furtivo chapoteo de las palas de unos remos que agitaban el agua a cierta distancia de la orilla, poco más o menos enfrente del punto donde él se encontraba. Permaneció inmóvil como una estatua, a la escucha del tenue sonido.

El ruido se interrumpió de pronto y lo sustituyó un rumor que el adiestrado oído del hombre-mono supo que sólo podía tener un origen: era el roce de unos pies con calzado de cuero que ascendían por la escala de cuerda de un buque. Sin embargo, los ojos de Tarzán no habían podido localizar allí ningún barco… y posiblemente no hubiera ninguno ni a mil millas de distancia.

Mientras continuaba allí, escudriñando, forzando la vista en un obstinado intento de atravesar las negruras de una noche encapotada, llegó a sus oídos, por encima de las aguas, como una bofetada en pleno rostro, tan súbito e inesperado fue, el agudo repiqueteo de un intercambio de disparos, al que siguió un chillido de mujer.

Aun herido como estaba y con el recuerdo de su reciente experiencia intensamente vivo en su memoria, Tarzán de los Monos no titubeó un segundo cuando las notas de aquel grito de terror rasgaron destempladas y penetrantes el tranquilo aire nocturno. Franqueó de un salto los matorrales que le separaban de la orilla, resonó el chasquido liquido de una zambullida cuando el agua se cerró en torno a él, y con potentes brazadas surcó nadando la noche impenetrable, sin más norte en su rumbo que el del recuerdo de aquel grito, más o menos ilusorio, ni más acompañamiento que el de los sobrecogedores habitantes de un río ecuatorial.

El bote que había llamado la atención a Jane, mientras montaba guardia en la cubierta del
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también lo habían visto Rokoff, desde la ribera en que se encontraba, y Mugambi, situado en la orilla contraria. El ruso había conseguido avisar a los de la canoa para que fueran primero a recogerle, y luego, tras un breve diálogo con los marineros, la canoa se dirigió hacia el
Kincaid
. Pero antes de que hubiese cubierto la mitad de la distancia entre la orilla y el vapor, un rifle dejó oír su voz en la cubierta del barco y el marinero que iba en la proa de la embarcación se desplomó y fue a hundirse en el agua.

La prudencia aconsejó entonces a los de la canoa reducir el ritmo, pero después, cuando una segunda bala del rifle encontró en su camino el cuerpo de otro marinero, la canoa se retiró a la orilla y allí permaneció, a la espera de que la noche, con su llegada, apagase la luz del día.

La gruñona, rugiente y salvaje horda de la ribera opuesta la capitaneaba en su misión perseguidora el guerrero negro Mugambi, jefe de los wagambis. Sólo él sabía quién era amigo y quién era enemigo de su extraviado señor.

Si hubieran tenido ocasión de caer sobre la canoa o de poner pie en el
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, en un santiamén habrían dado buena cuenta de los que hubieran encontrado allí, pero la sima de negras aguas abierta ante ellos les impedía el paso con la misma efectividad que si de su presa los separase el ancho océano.

Mugambi conocía bastantes detalles de los sucesos que condujeron al desembarco de Tarzán en la Isla de la Selva y después a la persecución de los blancos río Ugambi arriba. Sabía que su selvático amo buscaba a su esposa y a su hijo, raptados por el malvado hombre blanco al que siguieron hacia el interior del continente y luego de vuelta hasta el mar.

Creía igualmente el negro que aquel mismo hombre blanco había matado al gigante blanco al que él, Mugambi, llegó a respetar y a querer como no había respetado ni querido a ninguno de los jefes más importantes de su propia tribu. Y en el amplio y salvaje pecho de Mugambi ardía la firme resolución, la férrea voluntad, de plantarse ante el malvado hombre blanco y hacerle sentir todo el cruel peso de la venganza, para que expiara así el asesinato del hombre-mono.

Pero cuando vio la canoa que descendía por el río y observó que Rokoff subía a ella, cuando comprobó que se dirigía al
Kincaid
, Mugambi se dio cuenta de que sólo si dispusiera de una canoa podía albergar la esperanza de transportar las fieras de la cuadrilla que dirigía hasta ponerlas lo bastante cerca del enemigo como para tenerlo a su alcance y caer sobre él.

Así fue que, incluso antes de que Jane Clayton disparase por primera vez contra la canoa de Rokoff, las fieras de Tarzán habían desaparecido ya en la selva.

Cuando el ruso y su partida, formada por Paulvitch y varios de los hombres que quedaron en el
Kincaid
con el encargo de repostar carbón, se retiraron ante el fuego de la muchacha, Jane comprendió que aquello no seria más que un respiro momentáneo, y como estaba convencida de ello, decidió que lo mejor era intentar un golpe temerario que la liberara definitivamente de la escalofriante amenaza que representaban las diabólicas intenciones de Rokoff.

Con esa idea en la cabeza entabló negociaciones con los dos marineros a los que tenía encerrados en el castillo de proa, y cuando —a la fuerza ahorcan— ambos accedieron a secundar sus planes, bajo pena de muerte si les daba por intentar alguna traidora deslealtad, les abrió la portilla en cuanto la oscuridad tendió su manto alrededor del buque.

Listo y amartillado el revólver, para imponerles obediencia, los dejó salir uno tras otro, los obligó a permanecer manos arriba y los cacheó minuciosamente para comprobar que no llevaban armas ocultas. Una vez tuvo la completa certeza de que iban desarmados les ordenó que procedieran a cortar el cable que mantenía el
Kincaid
sujeto a su fondeadero, porque el plan de Jane consistía, ni más ni menos, en dejar que el vapor flotase a la deriva hasta salir a mar abierto, donde quedaría a merced de los elementos. Confiaba no serían más crueles que Nicolás Rokoff, caso de que éste volviera a ponerle las manos encima.

Cabía también la esperanza de que algún barco que navegara por allí avistase al
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, y como iban bien provistos de agua y de víveres —los marineros le habían garantizado esa circunstancia— y la estación de las tormentas ya había concluido, Jane tenía todos los motivos posibles para confiar en el éxito de su plan.

Era una noche entoldada, negros nubarrones bajos cubrían la selva y las aguas… Sólo hacia occidente, donde el océano se ensanchaba, más allá del estuario que formaba la desembocadura del río, se vislumbraba un tono de oscuridad menos tenebroso.

La noche perfecta para que Jane Clayton pudiese llevar a feliz término las intenciones que albergaba.

Sus enemigos no podrían ver la actividad que se desarrollaba a bordo, ni observar el desplazamiento del buque cuando la rápida corriente le impulsara al océano. Antes de que amaneciese, la marea habría introducido al
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en la corriente de Benguela, que fluye en dirección norte-noroeste a lo largo de la costa occidental de África, y como predominaba el viento sur, Jane tenía la esperanza de encontrarse fuera de la vista de la desembocadura del Ugambi antes de que Rokoff se hubiera percatado de la marcha del vapor.

De pie junto a los afanosos marineros, la joven dejó escapar un suspiro de alivio cuando se quebró el último cabo del cable y vio que la nave se ponía en movimiento y se aprestaba a dejar a popa la desembocadura del salvaje Ugambi.

Continuaba manteniendo a sus dos prisioneros sometidos a la influencia coactiva del rifle y les ordenó que subieran a cubierta, con intención de recluirlos otra vez en el castillo de proa, pero al final se permitió el lujo de dejarse influir por sus promesas de lealtad y por las alegaciones de los hombres, quienes manifestaron que, si los dejaba en cubierta, podían serle útiles.

Durante varios minutos, el
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se desplazó rápidamente, impulsado por la corriente. Luego, con una chirriante sacudida, se detuvo en mitad de ella. El buque había encallado en un banco de arena que dividía el canal, a unos cuatrocientos metros del océano.

Permaneció inmovilizado allí y por último, tras girar hasta que la proa apuntó a la ribera, se puso de nuevo a flote y se deslizó otra vez a la deriva.

En aquel preciso instante, cuando Jane Clayton se congratulaba por el hecho de que el vapor se hubiese librado de la barra de arena, a sus oídos llegó desde un lugar río arriba, aproximadamente donde había permanecido anclado el
Kincaid
, una descarga de fusilería y un grito femenino: agudo, desgarrador, penetrante, saturado de miedo.

Los marineros también oyeron los disparos y como estaban seguros de que predecían la inminente llegada de su patrón y, en lo que a ellos afectaba, maldita la gracia que les hacía el plan de Jane, que los obligaba a estar en la cubierta de un barco a la deriva, cuchichearon entre sí y se pusieron rápidamente de acuerdo para someter a la joven y avisar a Rokoff y a sus compañeros a fin de que acudieran a rescatarlos.

Todo indicaba que el destino parecía dispuesto a echarles una mano, porque la descarga de los rifles había desviado la atención de Jane que, en vez de vigilar a sus fingidamente voluntariosos colaboradores, como se había propuesto, corrió hacia la proa del
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para escudriñar la oscuridad en dirección al punto del centro del río donde parecía estar el origen del estruendo.

Al ver que había bajado la guardia, los dos marineros se le acercaron sigilosamente por la espalda.

La joven se sobresaltó al oír el chirrido que produjeron los zapatos de uno de ellos. Adivinó repentinamente el peligro, pero la advertencia le llegaba demasiado tarde.

Antes de que acabara de volverse, los dos marineros se le echaron encima, la derribaron sobre la cubierta y en el momento que se desplomaba bajo ambos hombres, la muchacha vio recortada contra la penumbra ligeramente menos oscura del océano la silueta de otro individuo que saltaba por la borda del costado del
Kincaid
.

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