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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

Las fieras de Tarzán (6 page)

BOOK: Las fieras de Tarzán
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Akut era el más próximo a Sheeta.

El enorme felino se encontraba agazapado sobre una gruesa rama y el denso follaje lo ocultaba a la vista del mono. La pantera aguardaba pacientemente a que el antropoide entrara en su radio de acción, se pusiera al alcance de su salto.

Con toda la precaución propia del caso, Tarzán tomó posiciones en el mismo árbol en que estaba Sheeta, un poco por encima de la pantera. Empuñaba en la mano izquierda el fino cuchillo de piedra. Hubiera preferido emplear la cuerda, pero la densidad de la fronda que rodeaba al felino no garantizaba ni mucho menos que el lanzamiento del lazo fuese certero.

Akut se había aproximado mucho, casi estaba debajo de la rama donde la muerte le aguardaba. Sheeta distendió un poco más las patas traseras y, de súbito, al tiempo que emitía un rugido espantoso, se abalanzó sobre el gigantesco simio. Pero una décima de segundo antes de que el felino saltara, otro animal de presa se dejó caer encima de él y el alarido de éste se mezcló con el salvaje rugido de la pantera.

Cuando el sobresaltado Akut alzó la cabeza, se vio a la pantera casi encima y, sobre el lomo de la misma, al mono blanco que le había vencido aquel día cerca de la corriente de agua grande.

Los dientes del hombre-mono estaban hundidos en el cuello de Sheeta y su brazo derecho se ceñía en torno al cuello de la fiera, mientras la mano izquierda, que esgrimía un afilado cuchillo de piedra, subía y bajaba repetidamente, descargando golpes furiosos en el costado del felino, por detrás de la paletilla izquierda.

Akut tuvo el tiempo justo para dar un salto lateral y evitar así verse cogido entre aquellos dos monstruos de la jungla enzarzados en feroz combate.

Cayeron estruendosamente a los pies del simio. Sheeta gruñía, chillaba y rugía de forma espeluznante, pero el mono blanco seguía tenaz y silenciosamente aferrado al cuerpo de su presa, que no cesaba en sus sacudidas frenéticas.

De modo constante, implacable, el cuchillo de piedra atravesaba una y otra vez la lustrosa piel de la pantera… Una y otra vez se hundía profundamente en el cuerpo del felino, hasta que éste, tras un último salto, acompañado de un aullido de agonía, rodó sobre un costado y quedó tendido allí, sin vida, completamente yerto e inmóvil, salvo por las vibraciones espasmódicas de los músculos.

El hombre-mono levantó entonces la cabeza, erguido sobre el cadáver del derrotado adversario, y, de nuevo, el salvaje grito retador, anuncio de la victoria, hizo estremecer el aire de la jungla.

Convertidos en asombrados espectadores, Akut y sus simios contemplaron, entre el temor y la maravilla, el cuerpo inerte de Sheeta y la ágil y erguida figura del hombre que la había matado.

Tarzán fue el primero en hablar.

Había salvado la vida a Akut con un objetivo y, conocedor de las limitaciones intelectuales del mono, no ignoraba que debía explicar ese propósito con sencillez y claridad al antropoide, si quería que le sirviera de acuerdo con sus esperanzas.

—Soy Tarzán de los Monos —dijo—. Poderoso cazador. Luchador formidable. Junto a la corriente de agua grande perdoné a Akut la vida cuando podía habérsela arrebatado y erigirme en rey de la tribu de Akut. Ahora he salvado a Akut de morir bajo los colmillos desgarradores de Sheeta.

»Cuando Akut o la tribu de Akut esté en peligro, llamad a Tarzán así…

El hombre-mono lanzó al aire el aterrador alarido con el que la tribu de Kerchak convocaba a los miembros ausentes cuando surgía algún peligro.

—Y cuando oigáis que Tarzán os llama —continuó—, recordad lo que ha hecho por Akut. Acudid con la máxima rapidez que podáis. ¿Haréis lo que os dice Tarzán?

—¡Jiu! —asintió Akut. Los demás integrantes de la tribu emitieron un unánime «¡Jiu!».

A continuación, reanudaron su descanso y búsqueda de cosas que llevarse a la boca, como si nada hubiese ocurrido. En esa tarea alimenticia les acompañó John Clayton, lord Greystoke.

Observó, con todo, que Akut se mantenía siempre cerca de él y que a menudo se le quedaba mirando con una extraña expresión de perplejidad en sus ojillos inyectados en sangre. Llegó incluso a hacer algo que, en los largos años que había vivido en la tribu de antropoides, Tarzán no había visto hacer a ninguno de ellos una sola vez: al encontrar un bocado de los que los simios consideraban exquisito, se lo tendió a Tarzán.

Durante las cacerías, el reluciente cuerpo del hombre-mono se mezclaba con las pieles de color pardo y cubiertas de pelo de sus compañeros, con frecuencia se rozaban o tropezaban, al cruzarse, pero los monos ya daban por normal la presencia de Tarzán entre ellos y lo consideraban uno más, tan miembro de la tribu como el propio Akut.

Si se acercaba más de la cuenta a una madre joven con su hijo pequeño, la hembra le enseñaba los dientes y gruñía en tono amenazador. A veces, un macho joven con tendencia a lo truculento, si mientras estaba comiendo se le acercaba Tarzán, le rugía a guisa de ominosa advertencia. Pero en todo eso no reaccionaban de manera distinta a como lo hacían cuando se trataba de cualquier otro miembro de la tribu.

Por su parte, Tarzán se sentía a sus anchas entre aquellos feroces y velludos progenitores del hombre primitivo. Con ágil rapidez se ponía fuera del alcance de toda hembra agresiva, ya que esa es la forma de actuar de los monos en tales circunstancias y, en cuanto a los tremebundos simios jóvenes, les pagaba en la misma moneda: les enseñaba los dientes y les devolvía los gruñidos. Así, casi sin darse cuenta, regresó Tarzán a su antiguo sistema de vida, con tan natural facilidad como si nunca hubiera saboreado la convivencia con seres de su propia especie.

Durante cerca de una semana deambuló por la selva con sus nuevos amigos, en parte a causa de su deseo de tener compañía y en parte porque pretendía que su persona se grabara de forma indeleble en la memoria de los antropoides, en los que, en el mejor de los casos, los recuerdos nunca permanecen mucho tiempo. Por su pasada experiencia, Tarzán sabía que podía resultarle muy útil estar en buenas relaciones y contar con una tribu de animales tan poderosos y terribles, a los que llamar para que acudieran en su ayuda.

Una vez tuvo el convencimiento de que había logrado, hasta cierto punto, imprimir su personalidad en el entendimiento de los simios, tomó la decisión de reanudar sus exploraciones. A tal objeto, un día se puso en marcha, a primera hora de la mañana, rumbo al norte, y avanzó con paso rápido en paralelo a la playa hasta que casi se había hecho de noche.

Cuando salió el sol a la mañana siguiente comprobó que se remontaba en el cielo un tanto a su derecha y, como estaba en la playa, le extrañó no encontrárselo de frente, surgiendo al otro lado del agua, como siempre. Razonó entonces que la línea de la costa tendía hacia el oeste. Continuó su veloz marcha a lo largo de la segunda jornada y cuando Tarzán de los Monos quería ir deprisa, se desplazaba por el nivel intermedio de las enramadas, con la rapidez de una ardilla.

Aquella noche el sol se puso por el mar, al otro lado de la tierra, lo que hizo adivinar por fin al hombre-mono la verdad que llevaba cierto tiempo sospechando.

Rokoff le había desembarcado en una isla.

¡Tenía que haberse dado cuenta! Si existía un plan que elevara al máximo las dificultades de la situación, haciendo ésta insuperablemente terrible, no cabía duda de que el ruso lo iba a adoptar, ¿y qué podía ser más horroroso que dejarle abandonado en una isla desierta, condenado a una tensión, una incertidumbre y una angustia vitalicias?

Sin duda, Rokoff había puesto proa al continente, donde le resultaría relativamente fácil dar con el modo de poner al niño Jack en manos de unos padres adoptivos salvajes y crueles que, como amenazaba el ruso en su nota, se encargarían de criar al chico.

Un estremecimiento sacudió a Tarzán al pensar en los espantosos sufrimientos que soportaría el pequeño en el curso de semejante existencia, incluso aunque cayera en poder de individuos cuyas intenciones hacia él fueran de lo más afectuoso. El hombre-mono había tenido suficiente experiencia con las tribus salvajes africanas de la escala humana inferior para saber que incluso entre ellas podían encontrarse las virtudes de la misericordia y la humanidad, en su más tosco aspecto; pero la vida de los mismos era un encadenamiento de terribles privaciones, peligros y sufrimientos.

Luego estaba el horrendo futuro que le aguardaba al muchacho a medida que fuera desarrollándose rumbo al estado adulto. Sólo las espantosas costumbres que formarían parte de su educación le proscribirían para siempre de todo contacto con las personas de su propia raza y estado social.

¡Un caníbal! ¡Su hijo reducido a la condición de salvaje antropófago! Era demasiado pavoroso para imaginárselo.

Dientes afilados, nariz partida, la carita pintarrajeada de modo repelente.

A Tarzán se le escapó un gemido. ¡Si pudiera cerrar sus dedos de acero sobre la garganta de aquel miserable ruso!

¡Y Jane!

¡Qué atroces tormentos estaría sufriendo a causa de la duda, la incertidumbre y el miedo! Comprendió que la situación en que él se encontraba era infinitamente menos terrible que la de ella, porque al menos él sabía que uno de sus seres queridos estaba a salvo en la patria, mientras que Jane ignoraba por completo el paradero de su esposo y de su hijo.

Para Tarzán no dejó de ser una suerte ignorar la verdad, porque conocerla hubiera centuplicado su dolor.

Mientras avanzaba despacio a través de la selva virgen, absorta la mente en sombríos pensamientos, llegaron a sus oídos unos extraños roces, como arañazos, cuya naturaleza no podía determinar.

Se encaminó cautelosamente hacia el lugar de donde emanaban y unos segundos después encontraba una enorme pantera que se debatía bajo el árbol caído que la aprisionaba contra el suelo.

Al acercarse Tarzán, la fiera, rugiente, se revolvió para mirarle y bregó frenética, loca por zafarse de lo que la retenía allí, pero la gruesa rama atravesada sobre su lomo y la maraña de follaje y otras ramas mantenían inmóviles sus patas y sólo pudo adelantar unos centímetros en dirección a Tarzán.

El hombre-mono se detuvo frente al impotente felino y colocó una flecha en el arco, dispuesto a despachar a la fiera que, de todas formas, iba a morir de inanición. Pero cuando tensaba el arco una idea, tan repentina como caprichosa, detuvo su mano.

¿Por qué privar a aquella pobre criatura de la vida y la libertad, cuando tan fácil resultaba restituirle ambas cosas? La pantera agitaba las cuatro extremidades en su inútil intento de liberarse, lo que hizo comprender a Tarzán que su espina dorsal no había sufrido daño alguno y, por la misma razón, supo que tampoco tenía rota ninguna pata.

Aflojó la cuerda del arco, volvió a poner la flecha en el carcaj, se echó el arco al hombro y se acercó hasta la aprisionada fiera.

De los labios del hombre-mono brotó el suave ronroneo tranquilizador que suelen emitir los felinos cuando se sienten felices y contentos. Era lo más parecido a un gesto de amistad que podía ofrecer en el lenguaje de Sheeta.

La pantera dejó de gruñir y observó atentamente al hombre-mono. Para alzar el enorme peso del árbol que sujetaba al animal, Tarzán tenía que situarse al alcance de las largas y fuertes garras, aparte de que, cuando hubiese levantado el árbol, quedaría totalmente a merced de la bestia salvaje. Para Tarzán, sin embargo, el miedo era algo que desconocía por completo.

Una vez tomada la decisión, actuó rápidamente.

Se metió sin vacilar en el enredo de follaje y ramas, al costado de la pantera, sin suspender su amistoso ronroneo conciliador. El felino volvió la cabeza para no apartar los ojos del hombre…, lo miró fija e interrogadoramente. Enseñaba los largos colmillos, pero más a la defensiva que en plan amenazador.

Al aplicar el hombro al tronco del árbol, por debajo de éste, la pierna de Tarzán tocó el sedoso costado de la pantera, tan cerca estaba el hombre del gran felino.

Poco a poco, Tarzán fue tensando sus músculos gigantescos.

El enorme árbol y la maraña de su enramada se levantaron gradualmente, separándose de la pantera que, al notar que aquel peso inmovilizador se le quitaba de encima, se apresuró a deslizarse para salir de la trampa. Tarzán dejó caer el árbol en el suelo y las dos selváticas criaturas dieron media vuelta para contemplarse mutuamente.

Una torva sonrisa curvaba los labios del hombre-mono, sabedor de que había puesto su vida al albur del capricho de aquella salvaje criatura de la jungla a la que acababa de liberar. No le hubiera sorprendido lo más mínimo que el felino se abalanzase sobre él en cuanto se vio liberado.

Pero no lo hizo. Sheeta permaneció quieta a unos pasos del árbol, mientras observaba los movimientos con que el hombre se desembarazaba de las ramas y salía de aquel dédalo vegetal.

Fuera ya de él, Tarzán se encontró a menos de tres pasos de la pantera. Podía haberse elevado velozmente hacia las copas de los árboles del lado contrario, ya que Sheeta no podía llegar a las alturas que normalmente alcanzaba Tarzán, pero algo inexplicable, acaso afán de fanfarronería, impulsó al hombre-mono a acercarse a Sheeta, como si deseara comprobar la posibilidad de que la pantera experimentase un sentimiento de gratitud que le indujese a mostrarse amistosa.

Cuando estaba a punto de llegar al impresionante felino, éste se apartó precavidamente a un lado, y Tarzán pasó de largo junto a él, a cosa de un palmo de las abiertas fauces. El hombre-mono continuó hacia el bosque y entonces la pantera echó a andar tras él y le siguió como un perro.

Transcurrió bastante tiempo antes de que Tarzán pudiera precisar si la fiera le seguía inducida por el afecto o simplemente iba tras él a la espera de que se le despertara el apetito. Finalmente, Tarzán no tuvo más remedio que dar por cierto que era el sentimiento de amistad lo que impulsaba a Sheeta a comportarse así.

Entrado aquel día, el olor a venado lanzó a Tarzán a las frondas de las alturas y, cuando el lazo se cerró en torno al cuello del ciervo, convocó a Sheeta mediante un ronroneo similar al que había empleado anteriormente para apaciguar a la fiera y ahuyentar sus recelos, aunque esta vez el tono era un poco alto y estridente.

Muy semejante al que había oído producir a las panteras después de haber cobrado una pieza, cuando salían a cazar por parejas.

Casi al instante crujió la maleza a escasa distancia y apareció a la vista de Tarzán el cuerpo alargado y elástico de su insólita compañera.

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