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Authors: Jerry Sohl

Tags: #Ciencia ficción

Las haploides (23 page)

BOOK: Las haploides
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—Aquí dentro —dijo— conservamos en su temperatura correspondiente unidades que fueron obtenidas muchos años atrás. Tenemos óvulos de mujeres desarrollados hace más de veinte años en una suspensión adecuada. Billones de óvulos. Nunca podremos desaparecer.

Desde el fondo del corredor llegó un sonido característico que Travis reconoció inmediatamente. Eran teletipos. La doctora observó su interés por saber para qué los usaban.

—Es nuestro centro de comunicaciones —dijo entrando en la habitación.

El doctor y Travis la siguieron. Era una habitación espaciosa en la que había varios escritorios, teletipos y varias mujeres. Fueron recibidos con las acostumbradas miradas hostiles de las atareadas haploides.

—Todo en regla, chicas —dijo la doctora Garner con voz tranquilizadora.

Avanzó hasta una mesa alargada en la que se apilaban numerosos informes telegráficos. Tomó algunos al azar.

—La oficina de Chicago informa que la Comisión Federal de Comunicaciones se ha visto obligada a interrumpir la nueva instalación de maquinaria para rayos gamma. Las autoridades han cortado la electricidad, pero nuestras compañeras son capaces de ponerlas en marcha con la ayuda de baterías o generadores portátiles. En cuanto los hombres empiecen a agonizar, iniciarán el servicio de haploides voluntarias, como siempre. Aquí es donde se lucen las haploides. Siempre habrá voluntarias. Millares de haploides voluntarias están listas para realizar su misión en cuanto el azote se cierne sobre las ciudades.

La doctora Garner rió una vez más y depositó el informe junto a los otros.

—¿Se dan cuenta de que en este momento hay medio millón de haploides de dieciocho a treinta años desparramadas por todo el mundo? En los únicos países donde no hemos penetrado todavía es en Rusia y en algunos de sus países satélites. ¿Qué probabilidades puede tener el hombre de salvarse? —Señaló el informe con un gesto y continuó—: Hace un momento me reí porque aquí nos notifican que Estados Unidos ha aplazado el proyecto de ensayar una nueva y terrible arma que puede destruir un país entero en una fracción de segundo. Alegan el peligro que esto significa para todos, pero es una mentira evidente. Estados Unidos teme un ataque de Rusia en un momento en que nuestra población masculina disminuye a ojos vista. Que Rusia ataque; la destruiremos también.

—Doctora Garner —dijo el doctor Leaf—, ¿qué sucede cuando descubren a alguna de ustedes? Cuando, por ejemplo, Alice Gilburton cayó en manos de la policía, se envenenó con una droga que no se pudo encontrar…

—Sí, doctor Leaf, tomó empitenal, un producto de nuestros laboratorios. Cada haploide lleva consigo una pequeña ampolla para utilizarla si se ve en una situación difícil. Así consigue una muerte rápida y sin sufrimiento.

Una joven irrumpió en la habitación y casi tropezó con el grupo. La doctora Garner la miró con dureza.

—¡Señorita Pease! —exclamó Travis.

Era la enfermera que había conocido en el hospital, la que trabajaba a las órdenes de la inspectora Nelson.

—Ustedes se conocen, según parece…

—Sí, doctora —dijo la muchacha, enrojeciendo—, me vi forzada a interceptar su camino cuando se dirigía a la habitación del doctor Tisdial en persecución de Betty.

—¡Ni más ni menos! —gritó Travis—. ¡Usted se interpuso en mi camino!

—Había olvidado ese asunto —dijo la doctora observando a Travis con renovado interés—. Usted es el que podía delatar a mi hija. Yo la había enviado en su busca…

—¿Su hija?

—Una haploide —dijo la doctora con tono inflexible—. De la generación de mil novecientos veintinueve. ¿Dónde se encuentra? —preguntó a la señorita Pease.

—Creo que se encuentra en el archivo.

—Dígale que venga, por favor.

Betty salió de un cuartito pequeño frente a la oficina de comunicaciones. Se quedó inmóvil al encontrarse con Travis.

«Qué hermosa está con su vestido blanco», fue el primer pensamiento de Travis. Pero inmediatamente le dio un vuelco el corazón. ¡Una haploide! Haploide o no, era una joven encantadora cuya vista regocijaba su corazón. «¡Cómo puede ser una haploide con esos ojos, ese maravilloso cabello dorado, esos labios rojos!», se decía para sus adentros.

Enseguida reaccionó. ¿Qué importaba, después de todo? De acuerdo con los planes de la doctora muy pronto dejaría de existir. A menos de que la joven persistiera en su deseo de ayudarle.

—¿Conoces al señor Travis? —preguntó la madre.

—Desde luego —contestó Betty sin dejar traslucir el menor sentimiento.

La doctora sonrió ligeramente mirando fijamente a su hija.

—Ahora puede que ideemos juntas un método conveniente para acabar con él y sus amigos.

—Me parece muy bien —dijo Betty con frialdad.

—No hablemos de ello aquí —dijo la doctora Garner—. Lo estudiaremos cuando regresemos al despacho.

Betty, los dos hombres, la doctora y las guardianas que les escoltaban salieron de nuevo al corredor. De pronto, una joven salió precipitadamente de la oficina de comunicaciones y llamó a la doctora.

—Un momento —dijo ésta—. Ustedes sigan.

El grupo caminó lentamente por el corredor; los hombres iban delante, las guardianas los seguían de cerca y Betty Garner marchaba a un lado. Caminaba muy erguida y reconcentrada. Permanecía en silencio.

¿En qué estaba pensando? Travis trataba de adivinarlo. ¿Intentaría salvarlos? ¿Habría terminado por convencerse de que, realmente, las haploides iniciaban un mundo nuevo y mejor? Si tenía la menor oportunidad, intentaría saberlo, antes de que regresara la doctora.

Al llegar a la puerta del despacho la miró. Los ojos de Betty permanecían impávidos.

—¿Podría hablar a solas contigo, Betty? —preguntó.

Ella le miró con severidad.

—No creo que sea necesario.

—Se trata de algo que es preciso que sepas.

Se detuvo, dubitativa. Luego se volvió hacia las guardianas:

—Voy a hablar con el señor Travis. Los demás que esperen aquí.

Mientras entraban en el escritorio, el corazón de Travis latía violentamente. Ella cerró la puerta mientras él la estaba contemplando.

—Ya sé lo que quieres —dijo ella antes de que él despegara los labios—. Esperas ayuda de mi parte. Es imposible.

Él hizo ademán de aproximarse, pero ella se refugió detrás del escritorio.

—Por favor —dijo—, dejemos esto. Estoy de acuerdo con todo. Admito que tu presencia me ha impresionado, pues, francamente, creí que no volvería a verte nunca más. No me explico cómo has sobrevivido. Me han hablado del grupo sanguíneo AB. Nuestra tarea se complica.

—Pero, Betty, tú eres muy distinta de esta gente. He visto ternura en tu mirada. Tienes una naturaleza dulce y noble. No puedes, en conciencia, participar en una empresa como ésta.

—¿Qué sabes tú si puedo o no participar? —Sus ojos azules relampagueaban—. Apenas me conoces.

—Sé que eres una haploide, si a eso te refieres. Pero no me importa. ¿No significa nada para ti que te quiera a pesar de todo?

—¡Qué fácil es hacer discursos! —dijo ella con impertinencia—. ¡Qué fácil, cuando nos va en ello la vida!

Travis suspiró.

—No pensaba en eso ahora. Sólo pienso en que si me quisieras, comprenderías. No se debe ir en contra de las leyes de la naturaleza.

—¿Quién eres tú para opinar sobre las leyes de la naturaleza? —replicó la muchacha—. La doctora Garner tiene razón. Tú y los hombres como tú son los que nos conducirán al exterminio con su insensatez y su vanidad.

—No voy a negar que las guerras son una plaga de nuestra civilización. Pero hasta entre las hormigas existe la guerra.

—Y dices que nuestro programa es contrario a las leyes de la naturaleza. Supongo que si tienes un ataque de apendicitis, querrás que te extirpen el apéndice infectado. No, Travis, los hombres son una maldición sobre la tierra. Constituyen la parte enferma de sus habitantes.

—Repites las palabras de la doctora. No puedo entender cómo te han convencido de semejante patraña.

—Será una patraña para ti —dijo Betty con seriedad—. Para mí no, por cierto. No puedes opinar sobre el asunto porque eres hombre, y, por lo tanto, uno de los perjudicados.

Las mejillas de la joven se colorearon intensamente, y Travis, al verlo, se animó.

—No crees en lo que estás diciendo —declaró con seguridad.

Ella le miró. Sus labios se mantenían firmemente apretados, pero no se leía en sus ojos la misma determinación.

Travis rodeó la mesa, abrazó a la chica con furia y la besó.

Nuevamente se encontraba ella en sus brazos, estrechándose contra él.

—Travis —susurró—, me acordaba de ti, rezaba por ti… Estás vivo, ¡gracias a Dios! Recordaba tus caricias…

—Yo tampoco podía olvidarte —dijo él cariñosamente—. ¿Por qué no me seguiste cuando te lo pedí?

—Me hubieran encontrado rápidamente. ¡Oh! Ignoras hasta qué punto están organizadas… Nos hubieran encontrado en seguida para matarnos.

Él aflojó el brazo y, expresó:

—¿Cómo nos arreglaremos para salir de aquí?

Ella sacudió la cabeza, apesadumbrada, y dijo:

—Mantengo lo que te dije al principio: no te ayudaré.

—¿Cómo puedes hablar así? ¡Por Dios!

—¡Oh, Travis! —exclamó la joven, con cansancio—. Tú no puedes saber cuánto significa para mí la doctora. Y esto es su vida. Ha pasado toda su vida esperando lo que va a tener lugar esta noche. No puedo traicionarla.

Travis la separó de sí para hablarle mejor:

—Querida mía, la doctora no está en su sano juicio, ¿no te das cuenta?

—No importa. Siempre ha sido buena conmigo. Ella cree sinceramente en su obra.

—Pero es una obra personal surgida de su delirio, con la cual obtiene beneficios egoístas, que mantiene por medio del terror y con unas leyes crueles hasta para las mismas haploides que ha creado. ¿Acaso crees que el mundo mejoraría si su sistema triunfara?

—¡Oh! ¡No sé, no puedo saberlo!

Betty se apretaba las sienes con las manos como si quisiera evitar hasta el sonido de su propia voz:

—He reflexionado tanto como me ha sido posible y no puedo resolver nada.

—¿Crees que las haploides llegarán a ser felices en un mundo sin hombres? ¿No temes que lleguen a lamentar una decisión que privará a la Tierra del género masculino?

—A veces algunas compañeras hablan sobre esto, te lo confieso —dijo Betty—. Algunas tienen dudas. Pero todo se lo debemos a la doctora Garner: ella nos trajo al mundo, por ella vivimos y hemos crecido. Ella es nuestro jefe.

—Un jefe que legislará con mano férrea. ¿Y crees acaso que la guerra y la lucha concluirán cuando sólo perdure una raza única, la raza de las haploides? —Travis sacudió la cabeza—. No lo creo. Cada mujer, haploide o no, tiene en su ser elementos varoniles suficientes para engendrar conflictos.

La estrechó nuevamente en sus brazos y prosiguió:

—¿Comprendes que no estoy pensando en nosotros solamente? Pienso en toda la humanidad, incluyendo a las haploides. Todos podríamos ser felices.

Ella le interrumpió.

—Pretendes que me convierta en una traidora. Nunca haré tal cosa.

—Muy bien —dijo Travis con calor—. Entre tanto, millones de personas sufrirán atrozmente. Niños nacidos de padres enloquecidos que se cubrirán de manchas rojas y se volverán grises, cancerosos como aquel viejo…

—¡Cállate! ¡Cállate! ¡No puedo soportarlo!

—¿Los has visto? ¿Conoces su tortura? ¡Oh!, dejemos a los hombres: pensemos en los chicos que corretean con tirachinas, que van a hacer recados para su madre, que juegan; en todos los muchachitos de ojos brillantes, llenos de esperanza, en la inocencia de sus corazones y su mente. Éstos son los seres vivos que destruye la doctora; no pensemos en los hombres… Por supuesto, los hombres padecen también. Pero es peor aún para los niños. Los niños no entienden. Las niñas verán sufrir a sus hermanitos en la cuna, con el rostro y las manos grises, respirando dificultosamente, implorando auxilio con la mirada. Las madres y hermanas, impotentes, sólo podrán esperar la muerte del pequeño desdichado.

—¡Oh, Travis! —Betty se había refugiado en sus brazos y apoyaba la cabeza en su hombro—. Es horrible, lo sé.

—Está en tus manos salvarlos —dijo él con dulzura, acariciando su cabello—. Debes hacerlo por ellos, por los niños, por las madres, por los padres.

Aflojó otra vez el abrazo y ella permaneció con la cabeza baja; sus largos y rubios cabellos rozaban el brazo de Travis.

Entonces se abrió la puerta del despacho y Travis se apartó rápidamente de la joven.

—La doctora Garner —anunció una de las guardianas. Tras ella entraron otra guardiana y el doctor Leaf, el cual miraba a Travis con curiosidad, sin decir nada. Betty se sentó en una silla próxima al escritorio. Travis, a su vez, tomó asiento y encendió un cigarrillo.

La doctora Garner entró a grandes pasos y ocupó su sitio ante la mesa.

—Tengo el gusto de comunicarles que hemos recibido de Chicago los primeros informes positivos —dijo—. Los hombres están enloquecidos. —Se frotó las manos con satisfacción—: En este momento otras ciudades populosas se encuentran en idéntica situación. Primero les mataremos a todos ustedes y después nos desplazaremos hacia las regiones de menor densidad de población.

Consultó su reloj.

—Son las dos y veinte. Pronto llegará el día. —Dirigió miradas de triunfo, primero hacia Travis y luego hacia el doctor—. Recuerdo una promesa que les hice y que debo cumplir esta mañana. Ahora las guardianas les acompañarán nuevamente a su celda. Betty y yo tenemos que conversar, ¿no es cierto, Betty? El grupo sanguíneo AB no puede ser invulnerable a todos los ataques. En último extremo se puede recurrir a algo tan contundente como un disparo.

14

Aquel sótano inspiraba una lúgubre sensación, provocada por las estrechas hendiduras que servían de ventanas, los crujidos de las puertas y la luz mortecina de la lamparilla. Se diría que las haploides habían inventado una radiación especial que producía la depresión del espíritu y originaba un sentimiento de desesperanza. Los hombres permanecían tendidos en el suelo, hablaban poco y tenían la mirada perdida, manteniéndose en un estado de postración y abatimiento.

Ya no se jugaba a las cartas, nadie contaba chistes ni se esforzaba por levantar el ánimo con una palabra de aliento. Travis y el doctor refirieron lo que habían visto y oído. Todos estaban de acuerdo en que las haploides, disciplinadamente organizadas, los liquidarían en cuanto tuvieran deseos de hacerlo. La única novedad era que la doctora parecía dispuesta a cumplir su promesa aquella misma mañana.

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