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Authors: Edith Wharton

Las hermanas Bunner (9 page)

BOOK: Las hermanas Bunner
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—No hace falta terminarlo.

—¿De qué estás hablando, Evelina Bunner?

—Lo que acabo de decir. Que se acabó.

—¿Que se acabó? ¿El qué se ha acabado?

—Nuestra boda. No puede llevarme a San Luis. No tiene dinero suficiente. —Pronunció esas palabras con el tono monótono de un niño que recita la lección.

Ann Eliza cogió otra franja de cachemira y empezó a alisarla.

—No lo entiendo —declaró al fin.

—Pues está bastante claro. El viaje es carísimo y nos tiene que quedar algo con que empezar a vivir cuando lleguemos. Hemos hecho cuentas, no dispone del dinero necesario, y sanseacabó.

—Pero creía que le habían ofrecido un puesto espléndido...

—Así es, pero el salario es muy bajo durante el primer año, y la vivienda resulta muy cara en San Luis. Acaba de recibir otra carta de su amigo alemán, ha estado dándole vueltas a la cuestión, y tiene miedo de que salga mal la cosa. Tendrá que ir solo.

—Pero está mi dinero... ¿Se te había olvidado? Los cien dólares del banco.

Evelina hizo un ademán de impaciencia:

—Claro que no se me había olvidado. Pero no basta. Lo gastaríamos todo en comprar muebles, y, si se pusiera enfermo y se quedara sin trabajo de nuevo, no nos quedaría ni un centavo. Dice que tiene que ahorrar otros cien dólares; hasta entonces, no quiere que vaya.

Ann Eliza sopesó un momento esa sorprendente afirmación y después observó:

—Pues creo que lo debería haber pensado antes.

Evelina montó en cólera:

—Él sabe lo que se hace. Antes muerta que ser una carga para él.

Ann Eliza no respondió. El freno de una duda no formulada impidió que expresase las palabras que estaba a punto de pronunciar. Había albergado la intención, el día de la boda de su hermana, de darle la otra mitad de los ahorros comunes; pero algo le dijo que no debía contárselo en aquel momento.

Las hermanas se desvistieron en silencio. Después de acostarse y de apagar la luz, le llegó en la oscuridad el sonido del llanto de Evelina, pero se quedó inmóvil en su lado de la cama, sin tocar el cuerpo convulso de su hermana. Nunca se había sentido tan fríamente alejada de ella.

Las horas nocturnas transcurrieron lentamente, puntuadas con cansina insistencia por aquel reloj que había desempeñado un papel tan importante en sus vidas. Los sollozos de Evelina agitaban la cama a intervalos cada vez más separados, hasta que a Ann Eliza le pareció que dormía. Al alba, sin embargo, las miradas de las hermanas se encontraron; al ver el rostro de su hermana, a Ann Eliza se le cayó el alma a los pies.

Se incorporó y le tendió una mano implorante:

—No llores así, cariño. No llores.

—Oh, no lo soporto, no lo soporto —gimió Evelina.

Ann Eliza le acarició el hombro tembloroso:

—No llores, no llores —repitió—. Si coges los otros cien, ¿bastará? Ya tenía pensado dártelos. Pero no quería decírtelo hasta el día de tu boda.

IX

La boda de Evelina tuvo lugar el día previsto. Se celebró por la tarde, en la capilla de la iglesia a la que acudían las hermanas, y una vez terminada los pocos invitados presentes se dirigieron al establecimiento de las Bunner, donde los aguardaba un convite nupcial. Ann Eliza, con la ayuda de la señorita Mellins y de la señora Hawkins, y siendo consciente de que toda la calle le brindaba un apoyo sentimental, había puesto todas sus energías en la decoración de la tienda y la trastienda. En la mesa se alzaba un jarrón de crisantemos blancos entre un plato de naranjas y plátanos y una tarta glaseada, adornada con una corona de azahar que la novia había confeccionado. Unas rosas de papel rodeadas de hojas otoñales engalanaban la estantería y la cromolitografía de la Roca de la Eternidad, y una guirnalda de siemprevivas amarillas se enroscaba en torno al reloj que Evelina reverenciaba, pues lo consideraba el misterioso agente de su felicidad.

En torno a la mesa se hallaban la señorita Mellins, profusamente envuelta en lentejuelas y pulseras; su costurera principal, una pálida chiquilla que había echado una mano en la confección del vestido de Evelina; el señor y la señora Hawkins con Johnny, su hijo mayor; y la señora Hochmüller con su hija.

La amplia figura rubia de esta última pareció adueñarse de la estancia y ocultar a los huéspedes de proporciones menos rotundas. Su figura resultaba aún más impresionante gracias a un vestido de popelín de color carmesí que al separarse de su cuerpo formaba pliegues que parecían extremidades; y Linda, a la que Ann Eliza recordaba como una muchacha burda de mirada algo torva, le sorprendió al haber accedido de pronto a una de esas elegancias femeninas que a veces se derivan de una niñez desgarbada. Las Hochmüller, de hecho, fueron el alma de la fiesta. junto a ellas Evelina, anormalmente pálida con el vestido de cachemira gris y el sombrero blanco, parecía un esbozo algo desdibujado al lado de una cromolitografía brillante; y el señor Ramy, abocado a la tradicional insignificancia del papel del novio, no realizó esfuerzo alguno por cambiar esa circunstancia. Hasta los destellos y los tintineos de la señorita Mellins resultaron vanos al lado de la masa carmesí de la señora Hochmüller, y Ann Eliza, con una vaga sensación ominosa, vio que el convite nupcial se centraba en las dos invitadas que más había deseado excluir de él. Después sería incapaz de recordar lo que se dijo o lo que se hizo mientras estaban sentados en torno a la mesa: esas largas horas se convirtieron en su memoria en un torbellino de colores chillones y de voces estridentes, del cual la pálida presencia de Evelina emergía de tanto en tanto como el rostro de un ahogado en un mar teñido por el ocaso.

A la mañana siguiente, el señor Ramy y su esposa emprendieron el viaje a San Luis, y Ann Eliza se quedó sola. En apariencia, el primer dolor de la separación quedó atemperado por la llegada de la señorita Mellins, de la señora Hawkins y de Johnny, que acudieron para ayudar a quitar las guirnaldas y adecentar la trastienda. Ann Eliza, como es natural, les agradeció esa amabilidad, pero los «comentarios de los acontecimientos» que ellos evidentemente esperaban le resultaban muy desagradables, y detrás del cariño familiar de sus presencias divisó la figura de la Soledad en la puerta.

Ann Eliza era una persona muy insignificante para una invitada tan importante, y una temblorosa sensación de insuficiencia se apoderó de ella. No tenía elevadas reflexiones que ofrecer a su nueva compañera de hogar. Hasta entonces, todos sus pensamientos habían girado en torno a Evelina y habían adoptado la forma de unas palabras sencillas y hogareñas; del abrumador discurso del silencio no conocía ni la menor sílaba.

El segundo día después de la marcha de Evelina le pareció que todo en la trastienda y en la tienda se había vuelto frío y desconocido. El aspecto de todo aquel lugar se había trastocado a raíz del cambio en sus condiciones de vida. La primera clienta que abrió la puerta la sobresaltó como si hubiera sido una aparición; daba vueltas toda la noche en su lado de la cama, sumiéndose de vez en cuando en un duermevela incierto del que se despertaba de pronto mientras buscaba a Evelina con la mano. En ese nuevo silencio que la rodeaba las paredes y los muebles empezaron a hablar y a asustarla a la caída del sol y a medianoche con suspiros extraños y susurros sigilosos. Unas manos fantasmales movían las contraventanas o hacían chirriar el pestillo de la calle; en una ocasión se quedó helada al oír unas pisadas parecidas a las de Evelina que atravesaban cautelosamente la tienda oscura y desaparecían en el umbral. Al cabo del tiempo, claro está, encontró una explicación para esos ruidos: se dijo que el armazón de la cama estaba combado, que en el piso de arriba la señorita Mellins daba pisotones o que el estruendo de los carros de cerveza que pasaban agitaba el pestillo; pero las horas que desembocaron en esas conclusiones estuvieron llenas de esos terrores fugitivos que acaban convirtiéndose en una aprensión continua. Lo peor de todo eran las comidas en soledad, en las que seguía apartando distraída el mayor pedazo de bizcocho para Evelina y en las que dejaba que el té se le enfriase mientras esperaba a que su hermana se sirviese la primera taza. La señorita Mellins, que apareció en uno de esos tristes ágapes, le propuso que comprara un gato, pero ella negó con la cabeza. No estaba acostumbrada a los animales, y. sentía el leve rechazo de los beatos ante las criaturas de las cuales la separaba el abismo de la carencia de alma.

Al fin, después de diez días vacíos, llegó la primera carta de Evelina.

Querida hermana —le escribía con una caligrafía apretada e inclinada—, se me hace raro hallarme en esta gran ciudad tan lejos de casa, sola con aquel a quien me he unido de por vida, pero el matrimonio impone unas solemnes obligaciones que aquellos que lo desconocen jamás podrán entender y, quizá más felices debido a ello, la vida solo guarda para ellos tareas y placeres sencillos, pero los que se ven obligados a pensar en los demás deben estar preparados para cumplir con su cometido en cualquier circunstancia que el Todopoderoso haya decidido presentarles. No es que tenga motivo de queja; mi querido esposo es todo amor y devoción, pero, como pasa fuera todo el día en el trabajo, no puedo evitar sentirme a veces sola, y el poeta ya dice que para los amados la separación resulta penosa, y muchas veces me pregunto, querida hermana, si te las apañas sola en la tienda; ojalá nunca llegues a conocer la sensación de soledad que estoy viviendo desde mi llegada. Ahora nos alojamos en una casa de huéspedes, pero esperamos encontrar pronto unas habitaciones y cambiar de residencia: entonces tendré que encargarme del cuidado de la casa, pero ese es el sino de aquellas que unen su suerte a la de otra persona, para ellas es imposible escapar de las cargas que nos impone la vida, y tampoco lo deseo; no viviré para siempre, pero mientras viva rezaré siempre para que no me falten las fuerzas para llevar a cabo mis obligaciones. Esta ciudad no es en absoluto tan grande ni tan hermosa como Nueva York; no obstante, aunque mi destino me lleve a un páramo espero no lamentarme, pues mi carácter nunca ha sido ese, y aquellas que sacrifican su independencia en aras del hermoso apelativo de esposa deben estar dispuestas a descubrir que no es oro todo lo que reluce, y tampoco quiero navegar el río de la vida, como tú, libre y serena como una nube de verano; ese no es mi destino y pase lo que pase no dejaré de mostrar un espíritu resignado y piadoso. Esperando que al recibo de la presente te encuentres tan bien como yo ahora, me despido, hermana, con gran cariño.

Afectuosamente,

EVELINA B. RAMY

Ann Eliza siempre había admirado en secreto el tono oratorio e impersonal de las cartas de Evelina, aunque las pocas que había leído hasta el momento, dirigidas a compañeras de clase o a parientes lejanos, se le habían antojado más cercanas a una composición literaria que a la crónica de una experiencia personal. Tampoco podía dejar de desear que Evelina hubiera renunciado a esas frases tan largas en favor de un estilo más acorde con la narración de los incidentes domésticos. Leyó la carta una y otra vez en busca de una señal de lo que su hermana hacía y pensaba en realidad, pero después de cada lectura salía impresionada aunque confusa del laberinto de la elocuencia de Evelina.

En las primeras semanas de invierno recibió dos o tres cartas de la misma índole: todas contenían, bajo esa cáscara huera de contenido, una pequeña dosis de información. Gracias a una paciente lectura entre líneas, Ann Eliza dedujo que Evelina y su marido, tras varios experimentos costosos en casas de huéspedes, habían acabado en un cuarto de una casa de vecindad; que la vida en San Luis era más cara de lo que suponían; que el señor Ramy regresaba del trabajo a altas horas de la noche (¿cómo, en una joyería?, pensó Ann Eliza), y que su puesto le brindaba menos satisfacciones de las que le habían inducido a esperar. En febrero las cartas se espaciaron, y finalmente dejaron de llegar.

Al principio Ann Eliza escribió, tímida pero insistentemente, rogando noticias más frecuentes; después, a medida que una petición tras otra fueron sumiéndose en el misterio del prolongado silencio de Evelina, unos miedos imprecisos empezaron a apoderarse de la hermana mayor. Quizá Evelina estaba enferma, ¡y la única persona que podía cuidarla era un hombre que ni siquiera sabía prepararse una taza de té! Ann Eliza recordó la capa de polvo del establecimiento del señor Ramy, y las imágenes de un desastre doméstico se fundieron con la visión más dolorosa de una enfermedad de su hermana. Aunque, si Evelina estuviera enferma, seguramente él le habría escrito. Tenía una caligrafía pequeña y ordenada, y la comunicación epistolar no suponía una humillación insuperable para él. La alternativa más probable era que la infortunada pareja hubiera quedado postrada por una enfermedad que les impedía pedirle que acudiera a verlos, ¡pues no cabe duda de que eso habrían hecho, pensó Ann Eliza con un cinismo inconsciente, si ella o sus pequeños ahorros les hubieran podido ser de utilidad! Cuanto más se esforzaba por escudriñar el misterio, más oscuro se volvía este, y la falta de iniciativa que la aquejaba, esa incapacidad de vislumbrar qué pasos había que dar para encontrar a los desaparecidos en lugares remotos, le infundían un sentimiento de perplejidad e impotencia.

Al fin surgió de algún rincón de sus atribulados recuerdos el nombre de la joyería de San Luis para la que trabajaba el señor Ramy. Al cabo de muchas dudas y de un esfuerzo considerable, les pidió razón de su cuñado tímidamente, y recibió una contestación antes de lo esperado:

Estimada señora:

En respuesta a su carta del día 29 del mes pasado nos vemos obligados a comunicarle que la persona a la que hace mención fue despedida hace un mes. Lamentamos no poder procurarle su dirección.

Atentamente,

LUDWIG Y HAMMERBUSCH

Ann Eliza leyó y releyó esa breve declaración sumida en una angustiada estupefacción. Había perdido la última referencia de Evelina. Esa noche no durmió; estuvo considerando el formidable proyecto de ir a San Luis en busca de su hermana; aunque sopesó sus escasos medios económicos con la pericia de una mente acostumbrada a tejer a base de retales, al llegar el alba se enfrentó con la dura realidad de que no tenía dinero suficiente para el pasaje. El regalo de boda de Evelina la había privado de todo recurso que no procediera de las ganancias diarias, que habían ido mermando de manera continuada en el transcurso del invierno. Hacía mucho tiempo que había renunciado a su visita semanal a la carnicería y había reducido los otros gastos al mínimo posible, pero la más sistemática de las frugalidades no le había permitido ahorrar. A pesar de su empeño por sostener la prosperidad de la tiendecita, la ausencia de su hermana ya se había notado en el negocio. Ahora que ella tenía que llevar en persona los fardos al tintorero, las clientas que llegaban en su ausencia, al ver el establecimiento cerrado, muchas veces recurrían a otro. Además, después de varios intentos serios pero inútiles tuvo que renunciar a adornar sombreros, actividad que, en manos de Evelina, había constituido la parte más lucrativa y más interesante del negocio. Ese cambio, a ojos de las mujeres que pasaban, despojaba al escaparate de su principal atractivo, y, cuando la dolorosa experiencia convenció a las clientas habituales de Hermanas Bunner de la falta de pericia de Ann Eliza en cuestión de sombreros, empezaron a perder la fe en su capacidad para rizar una pluma o para «dar frescura» a un ramo de flores. Llegó un momento en que Ann Eliza casi se decidió a hablar con la dama de mangas abullonadas, que siempre la había tratado con gran cariño y que en una ocasión le había encargado un sombrero a Evelina. Cabía la posibilidad de que esa dama le pudiera encomendar algunas sencillas labores de costura o que recomendase la tienda a amigas suyas. Considerando esa posibilidad, hurgó en un cajón y sacó las pocas y mugrientas tarjetas de visita que las hermanas se habían hecho en el primer ímpetu de su aventura comercial; no obstante, cuando la dama apareció al fin se hallaba completamente de luto y presentaba un semblante tan triste que Ann Eliza no osó decir nada. Entró a comprar unos carretes de hilo negro y seda, y en la puerta se dio la vuelta para anunciar: «Mañana me marcho de viaje durante mucho tiempo. Espero que pase usted un buen invierno». Y cerró la puerta a su paso.

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