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Authors: Honoré de Balzac

Tags: #Clásico

Las ilusiones perdidas (9 page)

BOOK: Las ilusiones perdidas
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En medio de las cinco o seis personas que compartían su afición por las artes y las letras, éste porque rascaba un violín, aquel porque ensuciaba más o menos el papel blanco con alguna sepia, uno en su calidad de presidente de la Sociedad de Agricultura, el otro en virtud de una voz de bajo que le permitía cantar en forma de tocata de caza el
Se fiato in corpo habete
; entre estas figuras caprichosas, la señora del Bargeton se encontraba como un hambriento ante una comida de teatro, en donde los manjares son de cartón. De esta forma, nada podría describir su alegría cuando se enteró de esta noticia. Quiso ver a este poeta, ¡a este ángel!, se excitó, se entusiasmó y habló de ello durante dos horas completas. A la mañana siguiente, el antiguo correo diplomático había negociado a través del prefecto la presentación de Lucien en casa de la señora de Bargeton.

Sólo vosotros, pobres islotes de provincias para quienes las distancias sociales son más largas a recorrer que para los parisienses, a cuyos ojos se acortan de día en día, vosotros sobre los que tan duramente pesan las rejas entre las que cada uno de los diferentes mundos del mundo se anatematiza y se llama roca, sólo vosotros llegaréis a comprender el trastorno que se operó en el cerebro y el corazón de Lucien Chardon cuando su imponente prefecto le dijo que ¡las puertas del palacio de Bargeton se iban a abrir ante él!, ¡la gloria las había hecho girar sobre sus goznes! Sería bien recibido en esta casa cuyos viejos aguilones atraían su mirada cuando por la noche se paseaba por Beaulieu junto con David, diciéndose que sus nombres tal vez nunca llegarían a sus oídos, duros y sordos para una ciencia que viene desde tan abajo. Sólo su hermana fue enterada del secreto. Como buena ama de casa y divina adivinadora, Ève sacó algunos luises del tesoro para comprar zapatos finos a Lucien en el mejor zapatero de toda Angulema y un traje nuevo en el mejor sastre. Le adornó su mejor camisa con una chorrera que ella misma almidonó y planchó. ¡Qué alegría cuando le vio vestido!, ¡qué orgullosa se sintió de su hermano!, ¡cuántas advertencias! Adivinó mil pequeñas tonterías. El entrenamiento de la meditación había proporcionado a Lucien la costumbre de acodarse en cuanto se sentaba, llegaba al extremo de traer hacia sí una mesa para apoyarse en ella; Ève le prohibió que en el santuario se abandonara a modales desenvueltos. Le acompañó hasta la puerta de Saint-Pierre, llegó casi enfrente de la catedral y le vio dirigirse por la calle de Beaulieu para llegar hasta la Alameda, en donde le esperaba el señor du Châtelet. Luego, la pobre muchacha permaneció conmovida como si se tratara de algún gran acontecimiento. Lucien en casa de la señora de Bargeton era para Ève la aurora de la fortuna. La santa criatura ignoraba que donde empieza la ambición, cesan los sentimientos espontáneos y desinteresados.

Al llegar a la calle de Minage el aspecto exterior no extrañó a Lucien en absoluto. Este Louvre al que su imaginación había atribuido dimensiones gigantescas era una casa construida en piedra caliza, abundante en la región, y que el tiempo había dorado. El aspecto, de bastante tristeza en la calle, era en su interior muy sencillo: era el patio de provincias, frió y bien cuidado; una arquitectura sobria, casi monástica, bien conservada. Lucien subió por una vieja escalera con balaustrada de castaño, cuyos escalones dejaban de ser de piedra en el primer piso. Tras de atravesar una mezquina antecámara y un gran salón poco iluminado, encontró a la soberana en un saloncito revestido de madera tallada al gusto del siglo pasado y pintada de color gris. La parte superior de las puertas era de camafeo. Un viejo damasquinado rojo, mezquinamente acompañado, decoraba los entrepaños. Los muebles, de formas antiguas, se escondían lastimosamente bajo fundas a cuadros rojos y blancos.

El poeta vio a la señora de Bargeton sentada en un canapé con un pequeño colchón de piqué, ante una mesa redonda cubierta con un tapete verde e iluminada con un quinqué antiguo de dos bujías y pantalla. La reina no se levantó, se agitó agradablemente en su asiento, sonriendo al poeta, a quien aquel serpenteo causó mucho efecto, encontrándolo distinguido. La gran apostura de Lucien, la timidez de sus ademanes, su voz, todo él, causó una gran impresión en la señora de Bargeton. El poeta era ya poesía. El joven examinó con discretas ojeadas a esta mujer que le pareció en armonía con su reputación; no se sentía defraudado en ninguna de sus ideas acerca de una gran dama. La señora de Bargeton llevaba, siguiendo una nueva moda, un gorrito acuchillado de terciopelo negro. Este tocado, que mantiene una reminiscencia de la Edad Media, impone a un joven, ampliando, por así decirlo, a la mujer; se escapaba un cabello rebelde de un rubio casi rojizo, dorado a la luz y ardiente alrededor de los rizos. La noble dama tenía el resplandeciente rostro con el cual una mujer compensa los pretendidos inconvenientes de tal aleonado color. Sus grises ojos chispeaban y estaban perfectamente coronados por la masa blanca, perfectamente tallada, de su frente un tanto arrugada ya; cercados por un margen nacarado en donde, a cada lado de la nariz, unas venas azules hacían resaltar la blancura de este delicado encuadre. La nariz era de una curvatura borbónica que contribuía al fuego de un rostro alargado, presentándolo como un punto brillante en donde se pintaba el real ascendiente de los Conde. La cabellera no ocultaba el cuello completamente. El vestido, cruzado descuidadamente, dejaba ver un pecho níveo en donde el ojo adivinaba unos senos intactos y bien colocados.

Con sus dedos afilados y delgados, pero cuidados, la señora de Bargeton hizo al joven poeta un gesto amistoso para indicarle la silla que se encontraba junto a ella. El señor du Châtelet tomó un sillón. Lucien se dio cuenta entonces de que se encontraban solos. La conversación de la señora de Bargeton embriagó al poeta del Houmeau. Las tres horas que pasó junto a ella fueron para Lucien uno de esos sueños que quisieran eternizarse. Encontró a esta mujer más bien adelgazada que delgada, amante sin amor, enferma a pesar de su vitalidad; los defectos que su comportamiento exageraba, le gustaron, ya que la juventud empieza por gustar de la exageración, esa mentira de las almas nobles. No se fijó en lo ajado de sus mejillas, con barrillos en los pómulos y a los que los disgustos y algunos sufrimientos habían dado un tono color ladrillo. Su imaginación se adueñó en un principio de aquellos ojos de fuego, de aquellos elegantes bucles por donde se desparramaba la luz, de aquella brillante blancura, puntos luminosos en los que se embelesó como una mariposa en una bujía. Por otra parte, aquella alma habló demasiado a la suya para que pudiera juzgar a la mujer. La animación de esta exaltación femenina, el verbo de las frases un tanto viejas que desde hacía mucho tiempo repetía la señora de Bargeton, pero que a él le parecieron nuevas, le fascinaron tanto más cuanto que él estaba empeñado en encontrarlo todo bien. No había traído ninguna poesía para poder leer, pero no hubo necesidad de ello: había olvidado sus versos para así tener una nueva escusa para volver; la señora de Bargeton no había hablado de ello para comprometerle a hacer una lectura cualquier otro día. ¿No era éste un primer acuerdo? El señor Sixte du Châtelet quedó descontento con aquella recepción. Un tanto tardíamente se dio cuenta de que en aquel apuesto joven podía haber un rival, por lo que le acompañó a la vuelta hasta la primera curva de la cuesta hacia Beaulieu, en un afán de someterle a su diplomacia. Lucien no quedó ni medianamente extrañado al oír al director de contribuciones indirectas vanagloriarse de haberle introducido y dándole, en consecuencia, algunos consejos.

—Quiera Dios que fuese mejor tratado que él —decía el señor du Châtelet—. La corte era menos impertinente que esta sociedad de patanes. En ella se recibían mortales heridas y había que encajar tremendos desdenes. La revolución de 1789 volvería de nuevo si aquellas gentes no se corregían. En cuanto a él, si continuaba yendo a aquella casa era por la señora de Bargeton, la única mujer limpia que había en Angulema y a la que había hecho el amor a causa del ocio y de la que estaba locamente enamorado. La iba a poseer muy pronto, pues todo presagiaba que era correspondido. La sumisión de esta reina orgullosa sería la única venganza que obtendría de aquella necia casa de hidalgüelos.

Châtelet expresó su pasión como hombre capaz de matar a un rival, si es que encontraba alguno. La vieja mariposa imperial cayó con todo su peso sobre el pobre poeta, tratando de aplastarle con su importancia y darle miedo. Se hinchó, contando los peligros de su viaje, ciertamente aumentados; pero si causó cierto efecto a la imaginación del poeta, no asustó en absoluto al amante.

Después de esta velada, y a pesar del viejo fatuo, no obstante sus amenazas y su continente de espadachín burgués, Lucien había vuelto a casa de la señora de Bargeton, primero con la discreción de un habitante del Houmeau, pero luego bien pronto se familiarizó con lo que en un principio le había parecido un enorme favor y vino a verla cada vez más frecuente mente. El hijo de un farmacéutico fue tomado por aquellas gentes como un ser sin importancia. En un principio, si algún gentilhombre o algunas mujeres de visita en casa de Naïs se encontraban con Lucien, tenían todos la abrumadora cortesía de las personas conforme es debido para con los inferiores.

Lucien, al principio, encontró a este mundo muy gracioso, pero más tarde adivinó el sentimiento de donde procedían aquellas falaces consideraciones. Bien pronto sorprendió algunos aires protectores, que removieron su hiel y le confirmaron en las odiosas ideas republicanas por las que muchos de estos futuros patricios se inician en la alta sociedad. Pero cuántos sufrimientos no hubiese aceptado a causa de Naïs, a la que oía llamar así, ya que entre los íntimos de ese clan, al igual que entre los Grandes de España o la
creme
de Viena, se llamaban, mujeres y hombres, por sus diminutivos, último matiz inventado para poner una distinción en el corazón de la aristocracia angulemina.

Naïs fue amada como todo joven ama a la primera mujer que le adula, ya que Naïs auguraba un gran porvenir, una inmensa gloria a Lucien. La señora de Bargeton echó mano de toda su habilidad para establecer en su casa a su poeta: no solamente le exaltaba fuera de toda medida, sino que le presentaba como un muchacho sin fortuna al que quería dar una situación y le empequeñecía a fin de poder conservarlo; hacía de él su lector, su secretario, pero le amaba más de lo que creía poder amar tras el desgraciado incidente que le había ocurrido. En su fuero interno se trataba muy duramente, se decía que sería una locura querer a un joven de veinte años que ya por su misma posición se encontraba tan lejos de ella. Sus familiaridades eran caprichosamente desmentidas por la altanería que le inspiraba sus escrúpulos. Se mostraba unas veces altanera, otras protectora; unas tierna, otras aduladora.

En un principio, intimidado por el alto rango de esta mujer, Lucien fue presa de todos los terrores, esperanzas y abatimientos que acompañan al primer amor y lo sitúan de forma tan preeminente en el corazón por los golpes que alternativamente proporcionan el dolor y el placer. Durante dos meses vio en ella una bienhechora que se iba a ocupar de él maternalmente. Pero pronto comenzaron las confidencias. La señora de Bargeton llamó a su poeta querido Lucien; luego, simplemente querido. El poeta, enardecido, llamó a esta gran dama Naïs. Al oír que la llamaba de ese modo, fue presa de una de esas cóleras que tanto gustan a los niños; le reprochó usar un nombre que todo el mundo utilizaba. La altiva y noble Nègrepelisse ofreció a este bello ángel aquel de sus nombres que aún se encontraba inédito y quiso ser Louise para él. Lucien alcanzó el tercer cielo del amor. Una tarde, Lucien entró en el momento en que Louise contemplaba un retrato, que rápidamente ocultó, y él quiso verlo. Para calmar la desesperación de un primer ataque de celos, Louise le enseñó el retrato del joven Cante-Croix, y le contó, no sin llanto, la dolorosa historia de sus amores, tan puros y ahogados con tanta crueldad. ¿Imaginaba ser causante de una infidelidad para con su muerto, o había pensado hacer a Lucien un rival de este retrato? Lucien era muy joven para analizar a su amada y se desesperó ingenuamente, ya que ella se lanzó a la campaña durante la cual las mujeres hacen batirse en la brecha a escrúpulos fortificados más o menos ingeniosamente. Sus discusiones acerca de los deberes, de las conveniencias, sobre la religión, son como plazas fuertes que les gusta ver tomadas por asalto. El inocente Lucien no tenía necesidad de todas estas coqueterías, hubiese guerreado de forma completamente inocente.

—Yo no moriré —le dijo un día Lucien audazmente, queriendo acabar con el señor de Cante-Croix—, yo viviré para usted. Y le dirigió una mirada en la que se leía una pasión que llegaba a su paroxismo.

Asustada por los progresos que este nuevo amor hacía en ella y en su poeta, Louise le pidió los versos prometidos para la primera página de su álbum, buscando un motivo de disputa en el retraso que ponía en componerlos. ¿Qué experimentó al leer estas dos estrofas, que, naturalmente, encontró más bellas que las mejores de Canalis, el poeta de la aristocracia?

El mágico pincel, las musas lisonjeras,

no siempre adornarán, de mis hojas ligeras

su fiel blancura;

y el lápiz furtivo de la bella amada mía

me confiará a menudo su secreta alegría

o su muda locura.

Ahí, cuando sus dedos más torpes a mis páginas marchitas

pidan rasan de las horas exquisitas

que le depara el futuro,

quiera entonces el amor que de este bello viaje

el recuerdo seguro

sea agradable como el firmamento sin celaje.

—¿Soy yo, verdaderamente, quien se las ha inspirado? —preguntó ella.

Esta sospecha, dictada por la coquetería de una mujer que se complacía en jugar con fuego, hizo asomar una lágrima a los ojos de Lucien; ella le calmó besándole por primera vez en la frente. Decididamente, Lucien fue un gran hombre que ella quiso formar; pensó enseñarle el italiano y el alemán, perfeccionar sus modales, y así encontró una excusa para tenerle siempre en casa, ante las barbas de sus pesados cortesanos, siempre tan aburridos. Su vida se llenó de interés. Se dedicó de nuevo a la música a causa de su poeta, a quien descubrió el mundo musical, le interpretó algunos bellos pasajes de Beethoven y le encantó; dichosa con su alegría, le decía hipócritamente, viéndole medio pasmado:

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