Read Las tres heridas Online

Authors: Paloma Sánchez-Garnica

Tags: #Drama

Las tres heridas (37 page)

BOOK: Las tres heridas
4.96Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Sí, ¿don Eusebio Cifuentes, por favor? —calló un instante—. Soy Honorio Torrejón, médico y compañero de profesión de su padre. ¿Cuándo sería posible hablar con él? —escuchó atento lo que le decía Teresa Cifuentes, su interlocutora—. Ya, comprendo. ¿Mañana sería posible…? —de nuevo calló un instante, interrumpido por Teresa—. Es algo muy urgente, señorita… ¿Con su madre? Sí, por supuesto, se lo ruego, pásemela.

Mientras esperaba, el médico miró a su mujer con un gesto grave.

—Sí, encantado de hablar con usted, doña Brígida, soy Honorio Torrejón, médico de Móstoles. Necesito hablar urgentemente con su esposo, es algo importante… —enmudeció, y bajó los ojos al suelo—. Ya, pero es algo de lo que no puedo hablar por teléfono. Verá, mañana recibirán ustedes una visita. Les ruego que la atiendan.

En silencio, escuchaba atento la voz cansina de doña Brígida, dando someras explicaciones sobre la situación laboral de su esposo. Don Honorio, condescendiente, intentaba imaginarse el sufrimiento de aquella mujer a la espera de las noticias de su hijo, pero no se atrevió ni siquiera a mencionarlo. Ya le había advertido su hermano Crescencio (que, a pesar de haber sido apartado de su puesto de director del periódico, seguía teniendo muy buenos contactos en Madrid) que fuera muy prudente al hablar por teléfono porque se estaban interviniendo muchas líneas con el fin de hallar cualquier elemento afecto a la sublevación. Había tenido noticias del amago de incendio en la cárcel Modelo, y de las drásticas medidas que se estaban adoptando con el fin de calmar a una población enardecida, hambrienta de sangre y venganza, tras conocer las escalofriantes noticias sobre la represión perpetrada por los sublevados en la ciudad de Badajoz, así como de las matanzas indiscriminadas allá donde llegaba el Ejército rebelde apoyados por la acción violenta de moros y falangistas. La misma noche del incendio se habían celebrado juicios sumarios a presos políticos, militares y gentes tildadas de fascistas. Las ejecuciones fueron también sumarias y, de ese modo, medio centenar de hombres murieron acusados de intentar provocar el incendio en la cárcel. La fuga del hijo del doctor Cifuentes, utilizando una identidad falsa, le convertía en un proscrito. A esas horas, le debían de estar buscando en cada rincón de la zona. Muy a su pesar, por el bien de todos, don Honorio se veía en la obligación de ocultar a aquella madre la noticias de que su hijo se encontraba vivo y a salvo.

—Está bien, mañana a primera hora le llegará mi recado. Le ruego lo atienda con premura, señora Cifuentes, ya le digo que es muy importante. Su domicilio sigue estando en la calle del General Martínez Campos, número 25… Sí, principal derecha. Eso es, sí, lo tenía apuntado en mi agenda. Le agradezco su atención, doña Brígida, salude usted a su esposo de mi parte; a sus pies, señora.

Cuando colgó el teléfono, se volvió hacia su mujer, constreñido. Luego, se dirigió a su hija, que se encontraba junto a su madre.

—Genoveva, avisa al primo Benito, dile que venga de inmediato, tengo que hablar con él.

La niña salió de la estancia. Cuando estuvieron solos, don Honorio se acercó a doña Eloísa y puso la mano sobre su hombro.

—Voy a enviar a Mercedes y a su madre a Madrid. Saldrán esta misma noche.

—¿Adónde irán?

—A una buena casa. No te preocupes, estarán bien.

—¿Puedo ir a verlas?

—Será mejor que no.

—Pero… me gustaría despedirme de ellas.

—Saldrán de madrugada; entonces podrás verlas. Cuanto menos movimiento vean en torno a la casa mejor para todos. Yo voy a decirles que se preparen. Si viene Benito, le dices que me espere.

Entró en la casa del tío Manolo por la puerta del patio. La señora Nicolasa estaba frente al fuego, removiendo un caldero con garbanzos que cocía a borbotones.

—Nicolasa, al amanecer mi sobrino Benito os llevará a Madrid.

—No conocemos a nadie en Madrid.

En ese momento, entró en la estancia el viejo Manolo. Los dos hombres se miraron un instante.

—Ya tengo un sitio donde pueden ir las mujeres.

Tanto la señora Nicolasa como el viejo lo miraron expectantes. El médico se dirigió a la alcoba donde se encontraba Mario. Los dos lo siguieron.

—¿Cómo estás, Mario?

—Bien, ¿ha hablado con mi familia?

—Sí. Pero no les he dicho que estabas aquí.

Los ojos de Mario se abrieron en un gesto de incomprensión.

—Comprendo que estés ansioso por que tengan noticias tuyas, pero no he querido mencionarte por teléfono. He oído que hay muchas líneas intervenidas, y no me extrañaría que lo estuviera el teléfono de tu casa. Además, desde aquí la comunicación es por medio de telefonista y pueden escuchar todas las conversaciones. Me ha parecido arriesgado.

—No me creo tan importante.

—Es posible. Pero en los tiempos que corren es mejor ser prudente. Dime una cosa, Mario, ¿crees que tus padres tendrían algún inconveniente en acoger a Mercedes y a su madre en tu casa? Sería por unos días, hasta que todo esto se calme. Ellas también se encuentran en peligro, un peligro tan injusto como el tuyo.

Mario miró desconcertado, primero al médico, luego a la señora Nicolasa que estaba detrás de él, y por último a Mercedes, que entraba en la estancia en ese momento, y al tío Manolo, que se encontraba en el quicio de la puerta. Alzó los hombros.

—Bueno…, no creo que haya ningún problema. La casa es grande…

—Está bien. Serán ellas las que le lleven la noticia a tus padres. Voy a prepararlo todo para que puedan salir esta misma noche; cuando lleguen a tu casa, tu familia sabrá que estás vivo y bien atendido, así nadie correrá ningún peligro —se volvió hacia las dos mujeres, que miraban atónitas y aturdidas—. Estad preparadas. Saldréis al amanecer.

Cuando el carro de Benito se detuvo frente al portal número 25 de la calle del General Martínez Campos, Mercedes levantó los ojos y miró el edificio; sintió un escalofrío a pesar de que el sol de la mañana ya caldeaba el ambiente.

—Hemos llegado —dijo Benito, dando un salto desde el pescante al suelo—, ésta es la dirección.

—Vamos, hija —dijo la señora Nicolasa, descendiendo de la parte de atrás del carro—, debes estar muy cansada.

Lo estaba, cansada y dolorida por el traqueteo del carro. Habían salido de Móstoles cuando todavía era noche cerrada. Salieron sigilosas, llorosas, como si fueran furtivas, escondidas bajo mantas y ocultas entre varios sacos de lana, dejando atrás todo lo que hasta entonces había sido su vida, portando tan sólo un hato con algo de ropa que cargaba la señora Nicolasa; Mercedes, en el último momento había cogido la foto que, un mes antes, Andrés y ella se habían hecho en la fuente de los Peces. Durante el tortuoso viaje a Madrid la había estado mirando hasta la saciedad, intentando asimilar lo que había sucedido en tan poco tiempo. Quedaba tan lejana la placidez de aquel domingo de julio. Hacía cuatro días que se habían llevado a Andrés y a Clemente, y nada se sabía sobre su paradero. Un angustioso miedo se había instalado de pronto en su vida, el miedo por Andrés, por su cuñado, por su madre, pero sobre todo, miedo por el bebé que llevaba en su vientre. La amenaza de que los hombres enviados por Merino la encontrasen hacía urgente su salida de Móstoles, y la solución había llegado con ese muchacho herido que se había colado en el patio del tío Manolo. Cambio de favores, le había dicho con firmeza don Honorio: ellos mantendrían bien cuidado al vástago de la familia Cifuentes y, a cambio, aquella familia no tendría inconveniente en atender a las dos mujeres que también huían de la muerte, al menos eso era lo que él pensaba.

Benito se despidió de ellas y se encaminó con su carro de nuevo hacia Móstoles. Mercedes y su madre empujaron la puerta que daba acceso al portal de la casa, y antes de que hubieran puesto un pie en el interior, Modesto salió a su encuentro.

—¿Puedo preguntar adónde vais? —inquirió con gesto arisco a la vista de las dos extrañas.

La señora Nicolasa miró el sobre que llevaba en la mano, y que le había entregado don Honorio, con una nota en su interior dirigida a don Eusebio Cifuentes, y le dijo alto y claro:

—A la casa de don Eusebio Cifuentes Barrios —levantó los ojos y los clavó en la cara rancia del portero.

—Pues no se encuentra.

—¿Y la señora Cifuentes, se encuentra en casa?

—¿Para qué la queréis?

—No es a ti a quien venimos a ver.

—Yo soy el portero de la finca, y el responsable de quien entra y quién sale. Así que, si no me dices a lo que venís, pues no os dejo pasar.

La señora Nicolasa levantó el mentón altiva, mirando a Modesto con gesto orgulloso. Resopló con serenidad.

—Está bien —añadió. Se volvió hacia su hija, la tomó del brazo y la arrastró hacia el interior con suavidad, dejando que se cerrase la puerta tras de sí con un golpe seco—. Esperaremos a que el señor Cifuentes regrese. A ver qué opina él de todo esto.

Con resolución, la señora Nicolasa avanzó por la oscura portería, dejó el hato de tela que llevaba en su mano y se sentó en el escalón que daba acceso a la escalera. Mercedes, menos resuelta que su madre, se quedó de pie.

—Aquí no os podéis quedar —acertó a decir el portero, algo desconcertado.

—Ni tenemos prisa, ni sitio a donde ir.

Después de unos instantes de duda, y ante la perspectiva de que se quedasen ahí, en su portería todo el día, se rindió.

—Don Eusebio no está, pero doña Brígida sí se halla en la casa, ¿si ella os sirve?

La señora Nicolasa lo miró un momento con un leve gesto de satisfacción. Luego, se levantó con alguna dificultad. Cogió de nuevo el hato y se lo colgó en el brazo.

—Vamos, Mercedes, hija.

—Es el principal derecha —dijo Modesto mientras las dos mujeres emprendían el ascenso de los escalones.

—Gracias.

Mercedes se volvió y le dedicó una sonrisa tímida. Llevaba la foto pegada a su tripa, sin más equipaje que su vestido suelto y amplio, porque todo le apretaba ya, y una fina toquilla sobre los hombros que le había protegido del relente de la mañana.

El timbre resonó al otro lado de la puerta, rasgando el aire.

—No te preocupes, hija, ya verás como aquí estamos bien.

A pesar de las palabras de ánimo de su madre, la tristeza que Mercedes arrastraba desde hacía días no se desprendía de sus ojos.

La puerta se abrió y apareció la cara regordeta y colorada de Joaquina. Miró a las dos mujeres de arriba abajo sin decir nada.

—¿La señora está? —preguntó Nicolasa, con la seguridad de las mujeres curtidas por los años y la dureza del campo.

—¿Quién pregunta?

—Venimos de parte de don Honorio Torrejón, médico de Móstoles. Según creo, la señora habló con él por teléfono ayer por la tarde.

Joaquina, desde un resquicio abierto de la puerta, volvió a mirar, remisa, a las dos mujeres. Una voz femenina se oyó en el interior preguntando quién había llamado. Joaquina cerró la puerta sin decir nada y las dejó en el descansillo. Mercedes se sentía mareada y con ganas de vomitar, y con una mano puesta sobre los riñones doloridos, se sentó en la escalera.

—¿Estás bien?

—Sí, madre, no es nada, es que estoy algo molesta por el viaje, y hace tanto calor.

Se abanicó con la foto, resoplando. La puerta volvió a abrirse, esta vez de par en par, y junto a la criada apareció doña Brígida, con los brazos cruzados bajo su regazo, evidenciando una mueca entre adusta y arrogante. La señora Nicolasa se acercó hasta ella.

—¿Es usted la señora Cifuentes?

—Yo soy.

—Venimos de parte…

—Ya, ya me ha dicho mi criada, pero ¿qué quieren?

—Ayer habló usted con don Honorio, y le dijo que hoy recibiría una visita.

—Así es.

—Mi hija y yo somos la visita que esperan.

Doña Brígida no pudo, ni quiso, ocultar su gesto de desagradable sorpresa.

—Y… ¿se puede saber a qué debo… su visita?

La pregunta la hizo con cierto retintín, mirando a la señora Nicolasa de arriba abajo, displicente.

La señora Nicolasa entendió desde el primer momento la reticencia de doña Brígida y no intentó luchar contra ella. Las noticias que traían sobre su hijo harían caer cualquier actitud hostil a la idea de acoger a dos extrañas. Eso era, al menos, lo que le había dicho don Honorio.

—Verá, traigo esta carta de don Honorio para su señor esposo.

Doña Brígida tomó el sobre con remilgos.

—Se lo entregaré en cuanto regrese.

—En ella explica la razón de nuestra presencia aquí.

—Ya, entiendo. No se preocupe, yo se la entrego.

Doña Brígida hizo un amago de cerrar la puerta, pero la señora Nicolasa se lo impidió con un movimiento brusco de su mano.

—Señora, hemos hecho un viaje muy largo, y mi hija necesita descansar.

Doña Brígida, visiblemente irritada, movió el cuello como queriendo evitar una mala contestación.

—Lo entiendo, pero comprenderá usted que no es mi problema…

—Sí señora, sí que es problema suyo, y le aseguro que le conviene dejarnos pasar.

—¿Cómo se atreve a molestar a la gente decente?

—Madre —Mercedes intervino irritada por las impertinencias y por la sensación de agobio que tenía—, dígaselo de una vez y, si no tiene corazón, que nos eche a la calle como si fuéramos perros.

En el descansillo se hizo un silencio extraño. Doña Brígida miró a Mercedes entre el desconcierto y la exasperación; luego, miró a la puerta de enfrente, en cuya mirilla intuyó el ojo avizor de doña Encarnación, la vecina, a la escucha de todo lo que sucedía al otro lado de la puerta.

La señora Nicolasa adivinó los temores de doña Brígida. Ya le había advertido don Honorio que anduvieran con mucha cautela de lo que decían y dónde lo decían, porque Madrid se había llenado de chivatos a los que cualquier noticia les podía valer para denunciar y, con ello, salvar su propio pellejo.

—Si nos permite pasar, le explicaré…

—Ya le he dicho que le entregaré esto a mi esposo en cuanto llegue. Perdonen mi impertinencia, pero no las conozco de nada y en los tiempos que corren…

La señora Nicolasa se acercó todo lo que pudo sin hacer caso del visaje agrio que adoptó doña Brígida, y le susurró al oído:

—Se trata de su hijo Mario.

El silencio volvió a hacerse espeso, tenso. Doña Brígida abrió tanto los ojos que parecía que se le iban a salir de sus órbitas; su boca se abrió pero no pronunció palabra. Miró a la señora Nicolasa con fijeza intentando encontrar en sus ojos alguna noticia sobre su querido hijo Mario, del que no sabían nada desde el sábado. Nadie les daba cuenta de él, si estaba vivo o muerto. Se habían acercado a la cárcel el mismo domingo por la mañana, para intentar obtener información de Mario, pero lo único que recibieron fueron malas contestaciones o negros augurios sobre su suerte.

BOOK: Las tres heridas
4.96Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Big Dirt Nap by Rosemary Harris
I See You (Oracle 2) by Meghan Ciana Doidge
Strip Tease by Carl Hiaasen
Club Fantasy by Joan Elizabeth Lloyd
Adam of Albion by Kim McMahon, Neil McMahon
An Awkward Commission by David Donachie
Desert Heat by Lindun, D'Ann