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Authors: Paloma Sánchez-Garnica

Tags: #Drama

Las tres heridas (75 page)

BOOK: Las tres heridas
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En el último de los controles antes de entrar a Segovia, Jorge preguntó cómo llegar al hospital del Asilo. Era ahí donde, según sus pesquisas, se encontraba internado el marido de Mercedes. Un solícito soldado se subió a una moto y nos guió hasta la misma puerta del centro. Nada había averiguado sobre el estado en el que se encontraba Andrés Abad Rodríguez, tan sólo le habían confirmado que estaba vivo y la fecha de su ingreso, el 27 de febrero. Desconocíamos por tanto lo que nos íbamos a encontrar.

El hospital estaba atendido por un grupo de monjas con pesados hábitos negros y grandes tocas aladas, blancas e impolutas. Jorge preguntó en la recepción a una de ellas, una mujer de la que sólo se vislumbraba la palidez del óvalo de su rostro, que no era ni vieja ni joven, ni alta ni baja, ni gorda ni flaca; ella misma nos guió por un pasillo ancho, sin ventanas, envuelto en la fría luz de viejas lámparas colgadas del techo, a tramos exactos y separados; ascendimos por unas escaleras tras los pasos de la monja que parecía levitar al desplazarse bajo su atuendo oscuro, empujaba por el aire recogido en la rigidez acartonada de su cofia. Mis tacones desgastados repiqueteaban las baldosas, y Jorge, a mi lado, hacía resonar sus botas con paso marcial. Accedimos a una nave de techos altos y grandes ventanales a los que les faltaban muchos cristales, suplidos por cartones. Al entrar, me sentí sobrecogida. A ambos lados, dejando un ancho pasillo en el centro, con la cabecera pegada a la pared entre ventana y ventana, se disponían dos hileras de una veintena de camas ocupadas todas ellas por hombres de aspecto desahuciado, heridos de soledad y apatía, vendados, demacrados, desterrados del mundo. El aire era espeso, agrio, y se aspiraba un intenso olor a formol y a sangre resecada que parecía incrustarse para siempre en cada pliegue de la ropa. El silencio resultaba estremecedor, y el taconeo de los que acabábamos de llegar retumbaba aún más en aquel espacio diáfano, atrayendo la atención de los que dormitaban envueltos en la desidia de la enfermedad. Avanzamos por el pasillo central, siguiendo la estela invisible de la religiosa, dejando atrás las camas, una tras otra, hasta llegar a una de las últimas. La monja, que había permanecido muda todo el trayecto, sin dejar de andar, se volvió hacia nosotros de una manera extraña, como si la mitad superior del cuerpo fuera un bloque imposible de doblar.

—Está muy grave —dijo en voz muy tenue—, pero al menos ahora se comunica. Apenas habla, ya se lo digo, monosílabos si acaso y poco más, está siempre en un estado como de letargo —se dirigió a la penúltima cama—. Aquí está —se puso a colocar las sábanas y los brazos del enfermo, su pelo, su pijama, atusándolo adecuadamente para recibir la visita—. Lo trajeron inconsciente y así ha permanecido durante todo este tiempo. Hace apenas una semana que despertó, pero, ya les digo, habla muy poquito. Dice el doctor que está muy débil, y o no quiere o no puede recordar qué le pasó. Es muy posible que sufra algo de amnesia, en estos tiempos es algo muy normal, un trauma, el cerebro se obliga a veces a olvidar para sobrevivir. Nos llegan hombres con graves heridas físicas, pero sobre todo con profundas heridas en el alma. Apenas sabemos nada de él; su nombre y poco más. A veces llama a una tal Mercedes, que debe de ser su esposa porque es el nombre escrito en una foto que traía entre la ropa —abrió el cajón de una mesilla pintada de blanco, sobre la que había un vaso de agua y unas gasas. Sacó una foto y me la tendió, pero antes la miró—. He pensado que era usted, pero ya veo que no.

Cogí el retrato y observé la imagen de Mercedes en la fuente de los Peces, el mismo escenario que la que ella tenía como oro en paño, en esa caja de hojalata que yo le había dado y que después de tantos años, desconozco por qué cauces, acabó en un puesto del Rastro y que, milagrosamente, ha llegado hasta usted. El cartón estaba muy deteriorado, los bordes desgastados y algo rotos, y una mancha oscurecía su vestido hasta la cintura, como una sombra turbia que hubiera querido borrar la imagen sin llegar a conseguirlo. Si Mercedes hubiera podido estar ahí…

Noté que mi corazón se aceleraba. Era la foto que me había llevado de la buhardilla. Pero desterré de mi mente ese pensamiento, para retomar el diálogo entre Teresa y la monja de cofia alada.

—¿Conoce usted a la mujer de la foto? —me preguntó la hermana.

—Sí, la conozco. Es su esposa. Ella no ha podido venir —mis ojos se posaron en el hombre que yacía inmóvil en la cama—. Se lo llevaron cuando empezó la guerra y no ha sabido nada de él. Pobrecita… —me di cuenta de que, por primera vez, aquella mujer con la cara embutida en una cofia, esbozó una sonrisa que dulcificaba aún más su gesto.

—Su presencia puede ser de mucha ayuda. El doctor Martínez insiste mucho en que encontremos a los familiares; su compañía y cuidados pueden suponer la vida para estos hombres. Nosotras, como usted comprenderá, hacemos todo lo que está en nuestra mano, pero no es suficiente, son demasiados y nosotras muy pocas. Todavía hay tanta confusión, tanto jaleo con la identidad de los heridos, y tantos muertos sin nombre a los que no nos queda más remedio que enterrar, eso sí, en estos casos, siempre intentamos recoger y clasificar sus objetos personales, su ropa, y apuntar su aspecto, por si acaso… —chascó la lengua, torció el gesto, y pasó la mano por su rostro persignándose, con los ojos puestos en Andrés, que parecía dormitar, ajeno a la conversación que se mantenía junto a su cama—. Muchas familias desconocen que sus hijos, padres, maridos o hermanos están aquí, esperando la vida o una muerte lenta y solitaria. Es terrible. Ahora que ha terminado la guerra, parece que nos están haciendo algo más de caso y hay voluntad de agilizar las cosas para encontrar familiares que se hagan cargo de los heridos, o de los muertos —calló un instante—. Bueno, yo les dejo con él —volvió a colocar las sábanas, y se irguió, tiesa, posicionando sus manos en su vientre, juntas, como las había traído—. Iré a buscar al doctor Martínez para que venga a hablar con ustedes. Él les podrá informar de su estado con más precisión.

Se movió sigilosa, sin dar la espalda.

—Tengan mucha paciencia con él, y procuren no alterarlo.

Se despidió con una venia apenas sutil. Su rostro parecía de cera, sin embargo tenía un aspecto delicado y apacible, apreciado en sus movimientos y sobre todo en su voz y su presencia.

Me acerqué hasta rozarle la mano que reposaba sobre la colcha blanca, impoluta como las tocas aladas de las monjas, como el aire de aquella sala. Me impactó su rostro macilento. Nada tenía que ver con el joven erguido, fuerte, de aspecto sano y vital que tenía en la foto del matrimonio que Mercedes atesoraba —bajó los ojos hacia la caja que permanecía sobre sus piernas, acariciada de vez en cuando por sus manos, como algo valioso y apreciado—. Parecía un viejo prematuro: los ojos hundidos, el pelo ralo, los pómulos salientes; le sobresalía la nariz del rostro, y los labios resecos apenas mostraban algo de color. Tenía los ojos cerrados, pero al sentir el tacto de mi mano, los abrió, lánguido; me miró un instante como si estuviera haciendo un esfuerzo extraordinario, y volvió a cerrarlos. Tragó saliva y la nuez le subió y le bajó por el cuello raquítico.

—Andrés, soy Teresa Cifuentes, amiga de Mercedes, tu mujer…

Los ojos de Andrés se abrieron de nuevo, me miró fijamente. Me pareció que su boca sonreía, apenas un visaje, una mueca esforzada.

—Ella está bien —le dije—. Te ha estado buscando todo este tiempo. No ha podido venir, pero estará a tu lado muy pronto. Se va a poner tan contenta cuando se lo diga.

Andrés cerró los ojos y su mano se aferró a la mía con una débil fuerza, casi frugal, pero enérgica, revelando su emoción.

—Tienes que resistir, Andrés, ella vendrá muy pronto, y volveréis a ser felices. Ya lo verás. Todo va a salir bien, pero tienes que resistir.

Unos pasos firmes y huecos retumbaron en la enormidad de la sala. Me volví para ver cómo se acercaba un hombre delgado, alto, vestido con una bata blanca, impecable, y un fonendoscopio colgado al cuello. Tenía unas gafas diminutas con montura de concha negra que le daban un aire de serena gravedad. Su pelo era hirsuto y su piel estaba tachonada de manchas parduscas.

Jorge Vela permanecía erguido a los pies de la cama, las manos en la espalda, observando la escena sin inmutarse. Cuando llegó el doctor hasta nosotros, se echó un paso atrás dando a entender que debía dirigirse a mí y no a él.

—Soy el doctor Eutimio Martínez —me tendió la mano y yo se la estreché laxa, mirándome a los ojos, cortés y distante—. Me ha dicho la hermana Emilia que conocen a Andrés.

—Bueno, en realidad, a él no le conocía. Soy amiga de su esposa —mostré un instante la foto que mantenía en mi mano—. Hemos pasado la guerra juntas en mi casa de Madrid. No sabíamos dónde estaba, hasta ahora.

El doctor Martínez tenía el rostro serio.

—No le voy a mentir, señorita…

—Teresa, Teresa Cifuentes Martín.

—Señorita Cifuentes, Andrés está muy mal. No creo que pueda superar las heridas.

Sus palabras se hundieron en mi mente como una fría puñalada. Me ahogaba la idea de que, una vez encontrado con vida, se escapase la suerte que tan esquiva había sido para aquella pareja, y la muerte impostora se lo llevase arrancándolo de los brazos en el mismo instante del anhelado encuentro.

—¿Qué tiene? —atiné a preguntar.

—Sobre todo una extrema debilidad. Recibió un balazo muy cerca del corazón, debió de ser a bocajarro; tuvo la suerte de que la bala le salió por la espalda. También tiene un fuerte golpe en la cara. Lo trajeron unos soldados a finales de febrero; venía en un estado lamentable. Lo encontraron junto a un montón de cadáveres en un sanatorio abandonado cercano a la carretera de La Coruña. En principió, le dieron por muerto, pero alguien se dio cuenta de que su corazón tenía un ligero latido; según me dijeron fue un milagro, porque los cadáveres llevaban varios días a la intemperie y el proceso de enterramiento se hizo a marchas forzadas; si ese alguien anónimo no hubiera reparado en el ligero hálito de vida que todavía le quedaba lo hubieran echado a la fosa común junto al resto de sus desafortunados compañeros. Primero lo llevaron a un hospital de campaña en las Rozas, y de allí lo trasladaron aquí. Cuando ingresó estaba en coma. Su despertar no ha hecho más que confirmar su gravedad. Disponemos de muy pocos medios y le aseguro que hacemos todo lo que podemos, pero está muy débil, demasiado para superarlo. Se lo digo porque debe avisar a su esposa cuanto antes; si quiere verlo con vida, no debe tardar. Siento haber sido tan frío, me gustaría darles otras noticias, pero creo que mi obligación es hablarles con franqueza.

Apenas hubo más palabras. El doctor Martínez se marchó de inmediato (el exceso de trabajo lo desbordaba y no podía dedicarnos más tiempo) haciendo una leve venia a la que respondió Jorge juntando los tacones de sus botas (lo que provocó un sonido hueco y seco) y alzando el brazo enhiesto. De nuevo me acerqué a Andrés con la emoción contenida en la garganta. Acababa de conocer a aquel hombre, sin embargo, sentía una profunda ternura hacia él, tal vez como reflejo del intenso amor que Mercedes había mostrado por él durante tantos meses de convivencia entre nosotras, era tanto, tan intenso, tan incondicional, que me llegó a conmover en más de una ocasión. Y ahora que podía estar a su lado, ahora que la pesadilla estaba a punto de terminar, cuando ya casi se rozaba una normalidad posible, todo se desmoronaba de nuevo como un endeble castillo de naipes movido por el viento: ella injustamente detenida y él muriéndose en soledad en un asilo de Segovia.

Fui incapaz de sacar ni una sola palabra de los labios de Andrés, pero supe, por sus gestos, que me escuchaba. Hubiera querido quedarme más tiempo a su lado, pero Jorge tenía que entregar unos papeles en la Comandancia Militar y debía estar de regreso en Madrid a media tarde. Me prometió, no obstante, avisarme cuando tuviera que viajar de nuevo a la ciudad, cosa muy probable en pocos días, además de confirmarme que indagaría sobre la situación de Mercedes y su detención.

Teresa Cifuentes enmudeció al oír los pasos de su hijo acercándose hacia nosotros.

—¿Os traigo otro café?

Teresa Cifuentes me miró y alzó las cejas.

—Nos vendrá bien, ¿no?

—Si no es molestia —dije comedido.

—Gracias, hijo.

Miguel salió como había venido, con pasos sigilosos y elegantes andares. Llevaba un pantalón de tela gris y una chaqueta de color beis sobre una camisa blanca. Teresa Cifuentes le observó mientras salía, sonriente.

—Vive conmigo desde hace un año. Se quedó viudo. Los dos estamos solos. Da clases de filosofía en la universidad. Nos hacemos compañía.

—¿Vive sola?, quiero decir, aparte de con su hijo.

—Yo también me quedé viuda hace cinco años, sólo entonces decidí regresar a Madrid.

—¿Se casó con Arturo Erralde?

Ella sonrió ladina, achicando los ojos, torció la cabeza ligeramente y suspiró.

—Sí, hace seis años.

La miré extrañado y ella me miró al bies consciente de mi desconcierto.

—No podía hacer otra cosa, si me hubiera casado antes me habrían acusado de bigamia.

—Entonces, ¿estuvo antes casada con otro? Pensé que Miguel era…

—Miguel y sus tres hermanos son hijos de Arturo, pero hay otro hijo más de mi matrimonio con Jorge Vela.

—¿Se casó con Jorge Vela?

—Qué remedio, o eso, o la muerte segura de Arturo y posiblemente mi paso por la cárcel. No tuve opción. Creo que no me equivoqué, aunque le aseguro que fueron los siete años más amargos de mi vida. Ni siquiera los rigores y carencias que sufrí durante la guerra tuvieron comparación con lo que tuve que soportar el tiempo que pasé junto a ese hombre.

—Entonces, se separó de él.

—Yo no diría eso, en aquella época no se podía uno separar así como así, y mucho menos una mujer. Simplemente, me esfumé, desaparecí. Fue gracias a la oportuna aparición de Luisa Sola, la anarquista que se jugó el pellejo por sacar de la cárcel a mi hermano. Qué injusta fue la vida con ella, y con tantas mujeres como ella. Se pasó siete años presa. Desde la cárcel me escribió suplicándome que intercediera ante mi hermano para que la sacara de aquel infierno.

Teresa Cifuentes me miró con los ojos brillantes cargados de pesadumbre.

—Me contaba cosas terribles de la prisión. Las condiciones de vida eran miserables, se las trataba peor que animales. Nadie de mi entorno quiso ayudarla, ni siquiera Jorge —sonrió con ironía—, una vez conseguido su propósito de casarse conmigo, cambió radicalmente convirtiéndose en un ser odioso, violento e intransigente; desde que salí de la iglesia, agarrada a su brazo el día de nuestra boda, no volví a reconocer al caballero, al galán que me trataba con delicadeza y educación exquisita; todo eso desapareció, desempeñó a la perfección esa impostura para obtener su presa. —Respiró hondo, de vez en cuando lo hacía, como si se cansara y con ello tomara fuerzas para seguir hablando. Indeliberadamente, se colocó la falda, estirándose la tela, pensativa—. Al principio, intenté visitarla en la cárcel, pero me resultaba muy complicado; me ponían toda clase de pegas, decían que no estaba, o que no quería verme. Yo sabía que detrás de todas aquellas excusas estaba la mano de Mario, así que le escribía cartas casi a diario con un remite falso, porque mi hermano, no sólo no la ayudó, sino que me prohibió cualquier clase de comunicación con ella, y me amenazó con que si no obedecía su orden la haría desaparecer para siempre. Así fueron pasando los días, los meses y los años. Yo escribía a escondidas (cada mes le enviaba papel, jabón, ropa limpia y algo de comida), y Luisa me enviaba sus cartas dirigidas a Joaquina, utilizando también un remite falso. Aunque no lo crea, esas cartas supusieron un aliciente para mí, eso, y la misa diaria a la que asistía en la parroquia de Santa Bárbara; en ese tiempo estaba muy bien visto y era una buena manera de evadirme de la desidia en la que transcurría mi vida, pero sobre todo era una forma de alejarme de los malos humores de Jorge y de los constantes desprecios de mis suegros, en cuyo piso de la calle Génova vivimos desde que nos casamos —frunció el ceño y dejó la mirada perdida—. Recuerdo aquella casa con espanto. Era grande y fría. Todos los días que pasé en ella sentía una extraña sensación gélida, como si malos espíritus ocupasen los rincones oscuros, muy abundantes por cierto. Mis suegros eran dos seres indeseables que aumentaron mi tormento de forma malvada, sobre todo mi suegra; era una mujer mala, una beata sahumada en alcanfor, siempre empingorotada, atestada de un enfermizo rencor y un odio que decidió volcar sobre mi persona. La llegué a aborrecer más que a mi marido cuando empachado de una furia incomprensible, y en la mayor parte de los casos inesperada, me golpeaba sin compasión y sin medida, dejándome todo el cuerpo magullado y lleno de cardenales. Aprendí a sobrellevar el dolor físico de esos golpes, pero la crueldad inferida hacia mí por aquella mujer me resultaba insoportable —se quedó un instante muda, tal vez recordando las dolorosa vivencias. Luego, suspiró y continuó—. En la iglesia de Santa Bárbara encontraba el sosiego que me faltaba en la casa y en mi propia vida. En los siete años que conviví con mi primer marido el único consuelo que encontré fue el de la religión, rezar en la soledad de aquel templo me reconfortaba inmensamente para poder seguir adelante otro día más. Todo sucedió por estas fechas, a principios del año 47. Hacía mucho frío y nevaba ligeramente. Cuando salí del portal, la vi al otro lado de la calle, agazapada en una esquina. Al principio no la reconocí. Nos miramos sólo un instante, el justo para ubicarla en mi mente, pero ninguna de las dos hicimos nada por acercarnos a la otra. Yo continué mi camino como si no la hubiera visto. Me dirigí hacia la iglesia y entré en el gélido cobijo del templo. Como todos los días, me senté en una zona apartada de las miradas. Al poco rato noté su presencia a mi lado. Entre susurros, fingiendo una plegaria sentida, me dijo que la habían soltado y que se marchaba de España. Que se iba de forma clandestina porque le habían retirado su documentación y tenía mucho miedo. Quería verme por última vez, para despedirse y darme las gracias por lo que había hecho por ella, mis cartas, además de los envíos con ropa y comida, la habían mantenido con vida. Indeliberadamente, como si durante todo aquel tiempo la idea se hubiera estado fraguando en mi mente de forma inconsciente, le dije que me iba con ella. «Me marcho ahora mismo», añadió, confundida, «me esperan en el mercado de la Latina. Me va a ayudar un hombre del que sólo sé que le llaman el Rata». «Déjame ir contigo, te lo suplico, Luisa.» Mi insistencia la sorprendió tanto que giró ligeramente la cabeza para poder mirarme. Yo también lo hice. Luego, temerosas, las dos miramos a nuestro alrededor por si alguien estuviera espiando nuestro extraño rezo. «No puedo esperarte», me dijo ella, «ya te he dicho que me voy ahora mismo; sólo quería decirte adiós, has sido muy buena conmigo.» Yo la miré sin reparos, y en un susurro la confirmé que no tendría que esperar porque me iba con ella. Así fue de sencillo, o de complicado. Con lo que llevaba puesto (un buen abrigo, algo de dinero en el bolso y joyas —un broche de oro, unos pendientes, un reloj y una pulsera, y el anillo de casada— que me sirvieron como moneda de cambio), sin nada en mis manos que no fueran las ganas de salir huyendo y dejar atrás un pasado de frustraciones, seguí como un perro faldero a Luisa Sola por las calles heladas de Madrid (caminando unos metros detrás de ella) hasta llegar al punto de encuentro con su contacto, al que no le sentó nada bien mi inesperada presencia. Lo único que le convenció fueron los pendientes de perlas que, con gesto escamado, se metió en el bolsillo de su pantalón. Nos subimos a un tren de mercancías con destino a Barcelona. Viajé entre cajas repletas de hortalizas. Gracias a eso, en ese trayecto no nos faltó qué llevarnos a la boca. En Barcelona tuvimos que subirnos a un camión de cerdos que iba a Gerona; todavía tengo metida en mi mente el hedor a zahúrda. Una vez en Gerona, nos juntamos con tres hombres que también pretendían salir del país clandestinamente. Atravesamos la frontera por las montañas, a pie, sin comida y con lo puesto. En el camino dejé dos de los dedos de mi pie derecho por congelación.

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