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Authors: Nicholas Wilcox

Las trompetas de Jericó (27 page)

BOOK: Las trompetas de Jericó
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—Usted lo cree muy fácil —comentó Zumel.

Von Kessler miró con su ojo cíclope y una mueca de desprecio que pretendía ser una sonrisa:

—Haga una prueba. Propóngaselo por cincuenta marcos. —Volvió a apurar su
pastis,
llenó el vaso con el resto que quedaba en la botella y chasqueó los dedos para indicarle al camarero que le trajera otra—. Usted pertenece al pueblo vencedor —prosiguió—. Recuerde que ganó una Cruz de Hierro en la Gran Guerra, igual que el Führer.

Zumel se encogió de hombros.

—No tengo cincuenta marcos.

Von Kessler sonrió fugazmente, echó mano de su cartera, extrajo cien marcos, dobló los billetes y los introdujo en el bolsillo superior de la chaqueta del judío.

—Ahora los tiene —dijo sin acritud—. Acéptelos como una pequeña contribución a nuestra amistad. —Bebió el nuevo vaso de
pastis
y se sirvió otro de la botella que el camarero acababa de dejarles sobre el velador.

—¿Qué lo mueve a ser tan amable conmigo? —preguntó Zumel, mirándolo al ojo.

Von Kessler pareció entristecerse. Estaba algo borracho. Como otras veces, Zumel temió que al día siguiente le guardara rencor por haberlo visto de aquel modo.

—Usted... —dijo con expresión seria—, usted me está enseñando mucho de un mundo que no conocía. Ese mundo... me hace más soportable la vida. Le estoy sinceramente agradecido.

Zumel levantó su copa y le hizo un leve gesto de brindis.

38

Zumel comprobó que los agentes de la Gestapo habían cerrado la puerta de la habitación por fuera, pero, no obstante, se encerró en el baño para leer la carta de David que había encontrado entre las páginas del libro.

Querido papá: Estoy en la embajada británica de Ginebra y me han anunciado que pronto me trasladarán a Inglaterra, pero ahora es urgente que te escriba esta carta que telegrafiarán a Londres para hacértela llegar. Me dicen que debo contarte algo que solamente tú y yo sepamos, para que te convenzas de que me han liberado. El día en que murió el abuelo, cuando la casa se llenó de gente para el velatorio, te encontré orinando en la rejilla del patio y me dijiste: «Ve a donde está el abuelo y dale un beso en la frente.» Luego me preguntaste «¿Le diste el beso?» Y yo te dije, sí, y la tía Ester me pidió que le diera otro en la mano y se lo di. En otra ocasión, estando de pesca en Berten, vinieron unos chicos que estaban haciendo vuelo a vela en un campamento cercano y me invitaron a unirme a ellos. Entonces tú pretextaste un fuerte dolor de cabeza, recogimos la merienda y regresamos a Potsdam. Como vi que charlabas alegremente en el viaje de regreso y no te dolía nada, te pregunté si se te había pasado el dolor de cabeza y tú respondiste: «No me dolía todavía, pero me hubiera dolido mucho si hubieras aceptado la invitación.» «¿Por qué?», te pregunté. «Porque esos chicos eran nazis.» Entonces yo era muy joven y no sabía nada de los nazis. Ahora comprendo que tenías razón, que dan dolor de cabeza.

Creo que esto te demostrará que soy yo el que escribe esta carta y que estoy bien. Me han dicho que van a hacer lo posible por liberarte también a ti. Lo espero fervientemente, creo que ahora nos comprenderemos mejor. Tengo muchas cosas que contarte, muchas cosas que preguntarte. Me indican que debes quemar esta carta en cuanto la leas. Tuyo: David.

Leyó de nuevo la carta más despacio, escudriñando cada palabra, interpretando cada sílaba, desmenuzando cada átomo de su significado. Era auténtica. David estaba a salvo. De pronto se le formó un nudo en la garganta y dos torrentes de silenciosas lágrimas gotearon sobre el papel.

Levantó la mirada y se contempló llorando ante el espejo. «David está salvado», pronunció, ratificando con los sonidos la noticia. Leyó nuevamente la carta un par de veces y sólo entonces reparó en que debía destruirla. No tenía nada con que hacer fuego, por lo tanto la redujo a trocitos de papel no mayores que la uña de su meñique, que arrojó al retrete y tiró de la cadena. Cuando se cercioró de que no quedaban restos de la carta volvió su atención al diagrama de la Estrella Templaria que había dejado sobre la mesa.

Un conjunto de líneas que formaban una especie de complejo
mandala,
como una de esas intrincadas creaciones geométricas que los hindúes o los persas usan para decoración de yeserías y vasijas.

Volvieron a su memoria como un eco cercano las recomendaciones de su padre.

La Estrella de los Templarios es una cosa santa. En esta maraña de líneas se supone que escondió el rey Salomón el secreto del Nombre. Una oleada de gratitud hacia la vida le esponjaba el corazón. Que David estuviera a salvo lo cambiaba todo. Después de tantos años de abandono, después de las miserias de la deportación y de Auschwitz, la Cábala se había convertido en un túnel oscuro, una luminaria progresivamente apagada desde la muerte de su padre. Ahora volvía a ver la luz. La Cábala estaba viva, el caballo místico se dejaba cabalgar nuevamente.

Tenía delante el diagrama llamado la Estrella Templaria, del que tanto oyó hablar a su padre, la copa mística que contenía el
Shem Shemaforash
tal como el rey Salomón lo había formulado para legarlo a los tiempos. Su padre le había hablado de él en las veladas invernales de Potsdam y al regreso de aquel viaje a España para la asamblea de los Doce Apóstoles, cuando regresó exultante porque confiaba plenamente en la capacidad de un puñado de sabios bienintencionados para conjurar el maleficio de la Gran Guerra que se avecinaba. Su padre se había equivocado entonces. ¿Se equivocaría él igualmente ahora? ¿Tendría algún efecto aquel diagrama? ¿Encerraría realmente el Nombre de Dios o sería una superchería más, fraguada por algún impostor con quién sabe qué designio?

39

Muchos años después, en su retiro del Alster de Hamburgo, Peter Kolb, el asistente de Von Kessler, recordaría aquella primavera de 1944, en París, como la época más feliz de su vida. Tenía muy poco que hacer, aparte de lustrar escrupulosamente las botas del
Hauptsturmführer.
Cada tarde recogía una lista de libros que el judío le entregaba y pedaleaba en su bicicleta hasta la Biblioteca Nacional, en la rue de Richelieu. Un pase del general Stultz lo facultaba para dirigirse directamente a la Sección Reservada, donde el secretario del director lo atendía personalmente. Mientras aguardaba a que localizaran los libros, curioseaba las vitrinas doradas donde se exponían ejemplares de la Biblia de Gutenberg, los manuscritos de Victor Hugo, el tintero de Bossuet, el cuaderno de notas de Proust y otros
bibelots
culturales franceses. Al rato reaparecía el secretario del director llevando ceremoniosamente las obras solicitadas, algunas de ellas ejemplares únicos, de gran valor, él firmaba un recibo, las metía en las alforjas de la bicicleta y las llevaba de vuelta a la sinagoga. Le producía un gran placer saber que aquella ciudad, hermosa como una mujer, le confiaba sus tesoros a él, al humilde hijo de un maestro de Bremen que sólo era aprendiz de tonelero cuando lo reclamó la patria para que vistiera el uniforme de los vencedores. Ir por libros; devolver libros y traer otros. Eso era todo, la guerra no existía para él. El resto del día estaba libre y como era joven disfrutaba plenamente de la Ciudad de la Luz.

Gracias a los fondos inagotables de la Biblioteca Nacional, Zumel se sumergió en antiguos estudios que había abandonado después de la muerte de su padre. Volvió a leer, bajo la nueva perspectiva que le daba la desgracia y el sufrimiento, al mitógrafo Hygino, especialmente en su Fábula 277, donde se expone el origen del alfabeto. También frecuentó a Plutarco, a Clemente de Alejandría, a Orígenes, a Filo Biblio, así como a Calder en su enseñanza de los sabios. Dedicó muchas horas al estudio inagotable del Talmud y al de los comentarios históricos que la compilación ha generado.

—¿Todo esto conduce al Nombre Secreto? —le preguntaba Von Kessler, suspicaz.

—El Nombre Secreto está en el origen sagrado de los alfabetos. Ésta es la única senda que nos puede conducir al Nombre, no conozco otra. El dios del Arca es común a varios pueblos. Todos han recibido el legado del
Shem Shemaforash
y casi todos lo han perdido. Para su reconstrucción hay que tener en cuenta las tradiciones alfabéticas secretas de esos pueblos, sirven para aclarar dudas y despejar enigmas.

—¿Qué pueblos?

—Los frigios tenían el nombre encerrado en el nudo gordiano que Alejandro destruyó; los poetas gadelianos lo tenían en el ritmo interior de sus versos; en Éfeso, lo tenían en un manojo de cañas dispuestas sobre un altar dentro de una gruta; en Gades de Hispania, los turdetanos lo tenían en ciertos acrósticos de sus leyes rimadas, los versos más antiguos de la humanidad; en Bitinia, en Escitia, en Creta, en Sicilia y en Arcadia existieron santuarios donde los sacerdotes custodiaban ese conocimiento secreto.

La Biblioteca Nacional era una fuente de ciencia inagotable. Sus armarios suministraron sucesivamente los comentarios de Rashi al Génesis, el antiguo manuscrito del Séfer Yetsirá denominado Legado de Copenhague; la obra de Knorr von Rosenroth, de la que sólo existen tres ejemplares en el mundo; la codificación de Joseph Caro, un Zohar incunable de la sección raros y reservados, que el director de la Biblioteque no se atrevió a reservar cuando lo solicitó el misterioso lector recomendado por la autoridad alemana.

A veces las sesiones de estudio se prolongaban hasta bien entrada la noche y Von Kessler tenía que resignarse a enviar su informe a Berlín sin consultar con Zumel. A medida que avanzaba en su estudio, el judío se volvía inescrutable y, en cierto sentido, poderoso o quizá inmune, inmune al mundo y a sus efectos, al miedo, al poder, a la muerte, a la miseria de la guerra. Quizá fuera el efecto de la magia judía, o quizá fuera, razonaba Von Kessler, el efecto de su propio descenso a los abismos, desde el que su prisionero se agigantaba y escapaba a su dominio. Una noche, en el jardín del hotel, frente a la segunda botella de vodka, le preguntó:

—¿Es posible que sea tan complicada esta ciencia judía?

El judío lo miró con sus ojos oscuros, orlados de profundas ojeras, y le dijo:

—Es complicada para el que, como yo, no sabe navegar por ella. A los sabios de antaño les bastaban las pocas páginas del Cantar de los Cantares. A los ignorantes como yo nos resulta arduo penetrar en el conocimiento prohibido. En
De Finibus,
Cicerón censuraba la conducta de Ulises con las sirenas. La pura codicia de conocimiento lo distrajo del regreso a su tierra natal. Nosotros, usted y yo, nuestros patrones de Berlín, sólo estamos interesados en el poder del Arca, no en la sabiduría ni en el acrecentamiento de la humanidad. Nuestra senda debe ser especialmente áspera.

Al día siguiente Von Kessler volvió a la carga.

—Lo de ayer, ¿era un chiste judío? He leído el Cantar de los Cantares y sólo encuentro un poema de amor, con una letra tan atrevida como la de una canción cuartelera.

El judío rió de buena gana. Luego sacó de su cartera su libreta de apuntes, buscó un texto del Zohar y leyó:

—«Este Cantar encierra cuanto existe, todo lo que existió y todo lo que existirá. Todos los hechos que acaecerán en el séptimo milenio, que es el sabbat del señor, están resumidos en este Cantar.»

Von Kessler le dedicaba una de sus excepcionales sonrisas avecindada en mueca dolorosa a causa de la tirantez de su cicatriz.

—Veo que los judíos habéis sido incluso más ambiciosos que nosotros. El Führer se contentó con augurar un Reich que duraría mil años y vosotros habláis del séptimo milenio.

No le pasó desapercibido al judío que su carcelero se refería al Führer en pasado. Miró con interés a Von Kessler. Sabía que la guerra estaba perdida, pero probablemente no era consciente de ello.

40

Por la noche, después de cenar con Von Kessler, Zumel acortaba la sobremesa para recluirse en su cuarto. El pretexto era volver al estudio, pero sólo aguardaba, impaciente, la visita clandestina de Therese. Mientras la esperaba, contemplaba los tejados de París desde las rendijas de la ventana o veía alzarse la masiva silueta de la Gran Sinagoga recortada contra el cielo nocturno, agazapada en las entrañas de la noche, como un gran animal antediluviano.

Therese tenía que recoger el comedor y apilar los platos en el lavadero de la cocina. Raramente terminaba antes de las doce. Después subía por la escalera de servicio con la llave maestra fuertemente apretada en la mano sudorosa y al llegar al cuarto descansillo se detenía detrás de la puerta que comunicaba con la planta y espiaba el largo corredor por el agujero de la cerradura. Cuando se cercioraba de que no había nadie abría y se deslizaba por el pasillo débilmente iluminado por la lamparita roja sobre la puerta del baño comunal. La habitación de Zumel era la número 43. Introducía la llave en la cerradura y la giraba lentamente, con el corazón disparado, porque la cerradura era antigua y antes de ceder sonaban dos chasquidos como dos campanadas. Entonces empujaba la puerta, entraba y volvía a cerrar con el mismo cuidado. Zumel acudía a su encuentro y la abrazaba. Al principio, no hablaban. Se abrazaban con fuerza e intercambiaban un largo beso. Después Therese se metía en el baño y se daba una ducha tibia aprovechando que el sol había calentado los depósitos de la terraza durante todo el día. Cuando comparecía estaba desnuda y llevaba el cabello suelto. Él la aguardaba en la cama, desnudo. Siempre lo hacían de la misma manera, como el primer día: él la cobijaba en sus brazos y ella lo acariciaba hasta provocarle una erección suficiente. Entonces lo cabalgaba haciéndole sentir los pechos llenos y grávidos sobre la cara. Cuando se acercaba al orgasmo cambiaba de posición para que él la montara. Zumel la besaba con fuerza en el momento álgido para evitar que su placentero lamento alertase a los ocupantes de las habitaciones contiguas. Jadeantes, se dejaban caer el uno al lado del otro, trabados. Después del amor, ella encendía un cigarrillo y arrojaba el humo en lentas volutas hacia la lámpara de tubitos de cristal. Era el momento propicio para comunicarle las emisiones de la BBC de la víspera. A veces se interesaba por la marcha del trabajo.

—¿Qué estás haciendo ahora?

—Andando a ciegas —suspiraba Zumel—. Tratando de entender la obra del carro, la
Ma’ aseh Merkabah.

Ella se apoyaba sobre un codo para escrutar los ojos del judío, febriles y brillantes. La memoria del sufrimiento estaba inscrita en aquellos ojos orlados de profundas ojeras que siempre parecían a punto de llorar. A veces tenía que esforzarse para reprimir el impulso de abrazarlo de manera distinta a la de los amantes.

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