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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Líbranos del bien (6 page)

BOOK: Líbranos del bien
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—¡Dios, cómo aborrezco estas salidas de madrugada! Esta noche ni siquiera nos hemos acostado; no valía la pena.

—¿Otro café? —propuso Brunetti.

Por primera vez Marvilli sonrió, y ahora pareció más joven todavía.

—Ha dicho usted al camarero que aquel café le había salvado la vida a la doctora. Seguramente, éste me la salvará a mí.

—Vianello —gritó Brunetti al inspector, que estaba al pie de la escalera, fingiendo admirar la fachada de los edificios de su izquierda—. ¿Qué hay por aquí que esté abierto?

Vianello miró el reloj.

—Ponte dei Greci —dijo, empezando a subir la escalera.

Cuando llegaron al bar, vieron que el cierre metálico que protegía la puerta y las ventanas estaba subido unos centímetros, lo que indicaba que dentro ya había café disponible. Brunetti golpeó la plancha.

—Sergio —gritó—. ¿Estás ahí? —Volvió a llamar y, al cabo de un momento, cuatro dedos peludos asomaron por el borde inferior del cierre, que lentamente empezó subir. Marvilli, para sorpresa de sus acompañantes, se agachó y ayudó a levantarlo hasta hacerlo encajar en el tope. Detrás estaba Sergio, grueso, moreno, velludo: una visión deliciosa a ojos de Brunetti.

—¿Es que ustedes nunca duermen? —rezongó Sergio, más ladrador que mordedor, yendo hacia el fondo del café para ponerse detrás del mostrador—. ¿Tres? —dijo entonces sin molestarse en preguntar de qué: bastaba con mirarles a la cara.

Brunetti asintió y llevó a los otros hacia una mesa situada delante de una ventana.

Brunetti oyó el siseo de la cafetera y unos golpes en la puerta y, al levantar la mirada, vio a un africano alto con chilaba azul celeste y jersey de lana que portaba una bandeja de pastas recién hechas, tapadas con papel.

—Llévalas a esa mesa, Bambola, haz el favor —gritó Sergio.

El africano se volvió hacia los clientes y, al ver el uniforme de Marvilli, tuvo un sobresalto, se detuvo y, con un instintivo movimiento de defensa, se acercó la bandeja al pecho.

Vianello hizo un ademán de displicencia.

—Aún no hemos empezado a trabajar —gritó.

Bambola miró a Vianello y a los otros dos, que asintieron. El hombre relajó las facciones, se acercó a la mesa y dejó la bandeja. Entonces, con un movimiento de prestidigitador, levantó el papel y el aire se llenó de olor a crema, huevo, azúcar, pasas y pasta recién salida del horno.

—Déjalo ahí —dijo Marvilli, y luego—: Por favor.

El africano fue al mostrador, dijo unas palabras a Sergio y salió.

Eligieron una pasta cada uno, y Sergio se acercó con los tres cafés en una bandeja y un plato en el que puso varias pastas. Las que quedaban se las llevó al mostrador y las colocó en una fuente de plexiglás.

Observando tácitamente el principio de que es preferible no hablar de asuntos oficiales mientras se comen brioches de crema, los tres hombres guardaron silencio hasta que los cafés y las pastas hubieron desaparecido. Brunetti sintió el efecto de la cafeína y el azúcar, y observó que también los otros dos parecían más despejados.

—¿Y qué pasó después de que ese matrimonio de Milán se llevara a su casa al niño de la polaca? —preguntó Brunetti. En el hospital, el capitán había dicho que la operación Pedrolli era «caso aparte», pero Brunetti no tenía prisa por averiguar qué significaba eso; sabía que, antes o después, conseguiría que el capitán se lo explicara.

Marvilli arrojó al plato la servilleta de papel y dijo:

—Un juez dictó una autorización para que se les mantuviera bajo vigilancia.

—¿Lo que significa…? —preguntó Brunetti, como si no lo supiera.

—Que se les intervinieron el teléfono, el fax y el correo electrónico, y también los móviles. Se abría su correo y, de vez en cuando, eran seguidos —respondió Marvilli.

—¿Se hizo lo mismo con el
dottor
Pedrolli y su esposa? —preguntó Brunetti.

—No; su caso es distinto.

—¿En qué sentido?

Marvilli apretó los labios antes de responder:

—No puedo decir sino que respecto a ellos nos informó otra fuente.

—¿No puede o no quiere? —preguntó Brunetti.

—No puedo —dijo Marvilli. Parecía disgustado, y Brunetti no sabía si por la pregunta o por no poder responderla.

El comisario decidió arriesgarse a hacer otra pregunta.

—¿También estabais informados respecto a ellos desde el principio?

Marvilli movió la cabeza negativamente, pero no dijo nada.

Brunetti aceptó la respuesta de Marvilli con aparente resignación, intrigado por la repetida alusión a que la situación de Pedrolli era diferente y, en cierta medida, independiente de la operación planeada a tan largo plazo. Advirtió que Vianello quería decir algo y decidió darle la oportunidad de hacerlo. Serviría para desviar la conversación del anómalo caso de los Pedrolli. Miró a Vianello y, tuteándolo deliberadamente, preguntó:

—¿Qué ibas a decir, Lorenzo?

—Capitán —empezó Vianello—, si sus superiores sabían lo que habían hecho esas personas, ¿por qué no los arrestaban desde el primer momento?

—Queríamos descubrir al intermediario, el que organizaba las transacciones —explicó Marvilli y, volviéndose hacia Brunetti, añadió—: Ahora ya habrán comprendido que no nos interesan únicamente las personas arrestadas anoche.

Brunetti asintió.

—No se trata de casos aislados —prosiguió Marvilli—. Es algo que está ocurriendo en todo el país. Probablemente, aún ignoramos lo extendida que está esa actividad. —Miró otra vez a Vianello—: Por eso hemos de descubrir al intermediario, para averiguar quién facilitaba los documentos, los certificados de nacimiento y, en un caso, hasta un falso certificado médico en el que se hacía constar que una mujer había dado a luz a una criatura inexistente. —Cruzó las manos sobre la mesa como un buen colegial.

Brunetti dejó transcurrir unos momentos antes de decir:

—Aquí, en el Véneto, hemos tenido varios casos pero, que yo sepa, ésta es la primera vez que se arresta a alguien en nuestra ciudad.

Marvilli asintió, y Brunetti preguntó:

—¿Alguien tiene idea…, digamos, de todo el conjunto?

—Tampoco a eso puedo responder, comisario. Este caso me fue asignado ayer por la noche y hasta entonces no se me instruyó.

A Brunetti le parecía que eran muchas las cosas que el capitán había sabido en tan poco tiempo, pero, lejos de hacer alguna observación al respecto, se limitó a preguntar:

—¿Sabe si se ha arrestado al intermediario?

Marvilli se encogió de hombros, de lo que Brunetti dedujo que la respuesta era no.

—Lo que sé es que dos de las parejas que anoche fueron arrestadas habían visitado la misma clínica de Verona —dijo finalmente el capitán.

La sorpresa que experimentó Brunetti al oír el nombre de una ciudad situada en el centro económico del país Je hizo comprender lo convencional que era su suposición de que, en cierta medida, el crimen era privativo del Sur. Pero, ¿por qué la disposición a infringir la ley a fin de tener un hijo había de estar más extendida allí que en el confortable y próspero Norte?

Brunetti salió de su abstracción a tiempo de oír decir a Marvilli:

—… el
dottor
Pedrolli y su esposa.

—Perdone, capitán, ¿podría repetir eso? Estaba pensando en otra cosa.

Brunetti observó con agrado que Marvilli no mostraba irritación porque su interlocutor hubiera dejado de prestarle atención.

—Decía que dos de las otras parejas habían estado en la misma clínica de Verona, especializada en problemas de esterilidad. Les envían a gente de todo el país. —Cuando vio que sus oyentes habían asimilado la información, agregó—: Hace unos dos años, los Pedrolli fueron a esa clínica a hacerse unas pruebas. —Brunetti no sabía cuántas clínicas del Véneto estaban especializadas en problemas de esterilidad, y se preguntó si eso podía ser algo más que una coincidencia.

—¿Y? —preguntó Brunetti, curioso por averiguar en qué medida y durante cuánto tiempo la policía podía haberse ocupado de la clínica y de la vida de las personas que acudían a ella en calidad de pacientes.

—Pues nada —dijo Marvilli con impaciencia—. Nada. Tenían hora para una visita. Es lo único que sabemos.

Brunetti se abstuvo de preguntar si los
carabinieri
tenían vigilados a los Pedrolli y a la clínica y en qué medida. Se preguntaba cómo se habían enterado de la visita y con qué derecho, pero la voz de la prudencia le susurró al oído la lista de los secretos accesibles a las portentosas habilidades de la
signorina
Elettra Zorzi, la secretaria de su superior, por lo que se tragó su farisaica indignación por la violación de la intimidad de unos ciudadanos y preguntó:

—¿Encontraron alguna relación con la clínica?

Marvilli apartó el plato.

—Estamos trabajando en eso —dijo evasivamente.

Brunetti estiró las piernas debajo de la mesa, procurando no tropezar con las de Marvilli. Echando el tronco hacia atrás en la banqueta, cruzó los brazos sobre el pecho.

—Permítame pensar en voz alta, capitán. —La mirada que le lanzó Marvilli era de desconfianza—. En esa clínica deben de visitarse cientos de personas al cabo del año. —Como Marvilli no respondiera, inquirió—: ¿No es cierto, capitán?

—Sí.

—Bien —dijo Brunetti, y sonrió como si Marvilli hubiera confirmado de antemano la teoría que él iba a proponer—. En tal caso, los Pedrolli se cuentan entre los cientos de personas que tienen problemas parecidos. —Volvió a sonreír a Marvilli como el maestro que trata de incentivar al discípulo predilecto—. En tal caso, ¿por qué los
carabinieri
decidieron que, de todas las personas que pasaron por esa clínica, también los Pedrolli habían adoptado ilegalmente a un niño? Es decir, dado que el intermediario no ha sido arrestado.

Marvilli dudó antes de responder.

—Eso no me lo han comunicado. —Después de otra pausa, agregó—: Creo que de eso debería usted hablar con el
dottor
Pedrolli.

Un hombre más rudo, o más implacable, que Brunetti habría recordado a Marvilli que Pedrolli no estaba en condiciones de hablar de nada. Pero, en lugar de eso, sorprendió a Marvilli al decir:

—No debí preguntarle eso a usted. —Cambiando de inflexión, dijo entonces—: ¿Y a esos niños? ¿Qué les pasará?

—A todos lo mismo —dijo Marvilli.

—¿Qué es?

—Serán enviados a un orfanato.

Capítulo 6

Brunetti no dejó traslucir el efecto que le habían causado las palabras de Marvilli y se abstuvo de mirar a Vianello. Esperaba que el inspector seguiría su ejemplo y no diría nada que perturbara o rompiera la buena comunicación que parecían haber establecido con el capitán.

—¿Y luego? —preguntó Brunetti en tono profesional—. ¿Qué es de los niños?

Marvilli no disimuló su extrañeza.

—Ya se lo he dicho, comisario. Nosotros nos encargamos de que sean llevados a un orfanato, y los servicios sociales y el Tribunal de Menores asumen su tutela.

Brunetti se reservó sus comentarios al respecto y sólo dijo:

—Ya. O sea que, en cada caso, ustedes… —Brunetti trató de decidir cuál era la palabra apropiada: «confiscan», «incautan», «roban»—… entregan al niño a los servicios sociales.

—Es nuestro cometido —convino Marvilli llanamente.

—¿Y Pedrolli? —preguntó Brunetti—. ¿Qué pasará con él?

Marvilli reflexionó antes de responder:

—Eso depende del magistrado, supongo. Si Pedrolli decide colaborar, los cargos serán más leves.

—¿Colaborar cómo? —preguntó Brunetti. El silencio de Marvilli le hizo comprender que no tenía que haber hecho esta pregunta, y antes de que pudiera hacer otra, Marvilli miró el reloj.

—Tengo que volver al cuartel,
signori.
—Desplazando el cuerpo hacia un lado, se levantó de la banqueta. Ya de pie, preguntó—: ¿Me permiten que les invite?

—Muchas gracias, capitán, pero no —respondió Brunetti con una sonrisa—. Me gustaría haber salvado dos vidas en un día.

Marvilli se rió. Tendió la mano a Brunetti y después, inclinándose sobre la mesa, estrechó también la de Vianello con un cortés:

—Adiós, inspector.

Si Brunetti esperaba que el capitán hiciera referencia a mantener informada a la policía local o a que ésta compartiera con los
carabinieri
la información que pudieran obtener, se vio defraudado. Marvilli volvió a dar las gracias por el café, giró sobre sí mismo y salió del bar.

Brunetti miró los platos y las servilletas usadas.

—Si tomo otro café, podré llegar a la
questura
volando.

—Lo mismo digo —murmuró Vianello, y preguntó—: ¿Por dónde empezamos?

—Por Pedrolli, me parece, y luego quizá deberíamos buscar esa clínica de Verona —respondió Brunetti—. También me gustaría saber cómo descubrieron los
carabinieri
lo de Pedrolli.

Vianello señaló el sitio que había ocupado Marvilli.

—Sí; estaba muy evasivo al respecto.

Ninguno hizo conjeturas y, finalmente, tras un silencio contemplativo, Vianello dijo:

—Probablemente, la esposa estará en el hospital. ¿Quieres que vayamos a hablar con ella?

Brunetti asintió. Se levantó y se acercó al bar.

—Diez euros, comisario —dijo Sergio.

Brunetti puso el billete en el mostrador y se volvió a medias hacia la puerta en la que ya le esperaba Vianello. Por encima del hombro preguntó:

—¿Bambola?

Sergio sonrió.

—Vi su verdadero nombre en el permiso de trabajo, pero en mi vida podría pronunciarlo. Entonces él sugirió que podía llamarle Bambola, que es lo que más se parece a su verdadero nombre en italiano.

—¿Permiso de trabajo? —preguntó Brunetti.

—Trabaja en la
pasticceria
que está en Barbaria delle Tolle —dijo Sergio pronunciando el nombre de la calle en veneciano, cosa que Brunetti nunca había oído de boca de un forastero—. Lo tiene, de verdad.

Brunetti y Vianello salieron del bar y se encaminaron hacia la
questura.
Aún no eran las siete, por lo que fueron a la sala de patrullas, donde había un vetusto televisor en blanco y negro, en el que podrían ver el informativo de la mañana. Aguantaron los interminables vídeos en los que ministros y políticos aparecían hablando delante de micrófonos mientras la voz del locutor explicaba lo que se suponía que habían dicho. Luego, un coche bomba. La pretensión del Gobierno de que la inflación no había subido. Nuevas canonizaciones.

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