Read Liova corre hacia el poder Online

Authors: Marcos Aguinis

Tags: #Aventuras, Histórico

Liova corre hacia el poder (11 page)

BOOK: Liova corre hacia el poder
2.62Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Te has enamorado de ese viejo.

Sus grandes ojos se apoyaron sobre los míos. La palabra enamorado quedó vibrando. No era una palabra inocente. Yo me estaba enamorando de Alexandra y, tal vez, Alexandra lo acababa de advertir. Pero mi enamoramiento exigía proseguir el combate. Sólo me entrego después de una lucha. Acepto que es doloroso pero, ¿quién asegura que el erotismo no lo es? Una ocurrencia equivalente a una aguja me sobresaltó en el acto. ¿También me estaba enamorando del marxismo? Me incomodé. Semejantes debilidades iban en contra de mi autoestima. Aunque me estuviese enamorando, Alexandra debía entregarse a mis brazos, no yo a los de ella. Necesitaba derrotarla para quererla de verdad. Que sus ojos me miraran con devoción, que sus labios anhelasen los míos, que sus largos dedos penetraran golosos en mis cabellos. Para conseguirlo debía continuar con mi tozudez antimarxista. Debía frustrarla con mis argumentos. Demostrarle que ese alemán barbudo y lleno de forúnculos era un mentiroso.

—Tu amado marxismo es seco como el polvo e insulta la inteligencia. Al hombre lo convierte en un insecto controlado por fuerzas que jamás podrá dominar. Pero el hombre es más que un insecto, puede llegar a ser héroe o mártir. La economía, Alexandra, no es suficiente para explicar al héroe ni al mártir.

—Sí lo explica, en forma indirecta.

—También la religión explica todo.

—El marxismo no es una religión. ¡Despierta, Liova, es una ciencia! Ya lo puedes inyectar en tu cerrado cerebro.

—¡Alexandra, pareces la sacerdotisa de un nuevo culto! —la pinché con esa frase, que dije incorporándome y haciendo una reverencia de pope.

Se quedó callada. Su silencio me produjo miedo. Temí haber exagerado. En vez de conquistarla, podía perderla. Acomodé mis anteojos, corrí un mechón de mi frente y volví a sentarme. Bajé la guardia y ella quiso fulminarme en el siguiente minuto. Víctor me palmeó el hombro para tranquilizarme. El resto de los compañeros pensaba que no se justificaba mi exceso de ironía. El viejo Franz se estaba quemando los dedos con su cigarrillo y en su mirada relampagueaban reproches. Cualquiera se daba cuenta de que en la sala querían lapidarme. Preferían escucharla a ella, amable e informada, no a un chiquilín exaltado.

Mi necesidad de conquistarla no me dejó quieto. En mi corazón llameaban nuevos retruécanos, citas de lecturas, racionalizaciones. Días después la dejé hablar unos minutos y volví al ruedo. Me expresé en un tono más dulce, pero siempre peleador. Buscaba hacerla caer de rodillas. Pero a mis parrafadas vehementes respondía con las suyas, salpicadas de gracia. Alexandra era firme. Algunos de sus argumentos empezaron a circular por mi sangre. Sus ojos eran potentes como faros y su cabello oscuro recogido en la nuca aumentaba la luz de su rostro. Nadie, ni siquiera el astuto Franz, comprendió que actuábamos como niños incapaces de comunicarse en el oleaje del amor. Alexandra poseía cierta experiencia política, había dejado de ser ingenua y exhibía convicciones coherentes. Mis burlas apenas la molestaban y, a menudo, le producían una indulgente sonrisa.

En secreto me puse a estudiar los textos de Marx y Engels. No lograría demolerla sin conocer su terreno. Junto a los libros tenía un cuaderno donde anotaba cada presunto error de ese dúo. Pero ambos eran precisos y revelaban pocas grietas. ¿Se estaban imponiendo en mi espíritu? Imposible negar que algunas de sus páginas eran brillantes. No encontraba forma de destruirlas. Contenían datos objetivos e interpretaciones ingeniosas. Les sobraba cultura. Hacían gala de fortaleza en sus hipótesis. Fortaleza, no arrogancia. Los respaldaba una enciclopedia de conocimientos. Eran alemanes serios. ¡Unos malditos alemanes que doblaban mi resistencia antes de que yo pudiese doblar la de Alexandra! Lo peor es que comenzaba a sentir vergüenza por muchas de mis argumentaciones anteriores, tan equivocadas. Debí haberle parecido un idiota engreído. Por eso Alexandra no acababa de enamorarse. ¿Cómo se iba a enamorar de un idiota? ¿Debía pedirle disculpas? ¿Reconocer que me había equivocado? Decidí asestar un golpe.

Durante la siguiente reunión en la huerta, cuando nos acomodamos sobre las sillas y bancos de la modesta salita, me paré con el fin de darles una solemne noticia.

—¡Hice mi camino de Damasco! —exclamé.

Me enfocaron decenas de miradas perplejas. ¿Camino de Damasco?

—Resultó doloroso, pero vi la luz, como Pablo —añadí.

—¡Qué luz!

—Me ha ganado la razón marxista —confesé.

A Alexandra le brillaron los ojos negros y se estremeció de pies a cabeza. Al percibirlo, me flaquearon las rodillas. De súbito ella saltó hacia mí, su enemigo tenaz, y me estrechó en un abrazo que expresaba más que una fraternidad aséptica. La sorprendida ronda contempló esa escena inverosímil, porque nunca deja de turbar el instante en que dos oponentes se hacen amigos. Y lo manifiestan con tanto entusiasmo. También intuyeron que el abrazo incluía algo más que una confluencia de ideas. Yo le olía los cabellos y la piel suave, gozaba el relieve de su cuerpo, la consistencia de su busto. Nos tuvimos que despegar para evitar el escándalo, pero las sensaciones de ese minuto deleitoso se me grabaron como la marca a fuego en la piel de los animales.

Estábamos cerca de Año Nuevo. En varias reuniones los antiguos rivales y actuales aliados comentamos las hipótesis marxistas. Yo, el converso, quería demostrar cuánto había aprendido con mis atentas lecturas. Pero jamás superaría a la brillante Alexandra, que siempre lograba añadir reflexiones novedosas. Seguía siendo la diosa de esa huerta convertida en templo. Cada vez más adorada por toda la congregación. Algunos le escribían poemas que depositaban sobre su falda, como si fuese un altar. Yo no quería ser su monje, sino su amado. Jamás le escribiría una línea. Era un novato caído de Odesa, que pasó su infancia en la irrelevante granja de Iánovka, pero capaz de hacerle frente. No iba a caer de rodillas. Al contrario, necesitaba que me admirase, que sintiera mi fuerza. Entonces me arrasó un ataque pueril, imperdonable. Para dominarla del todo, cometí la peor idiotez de mi vida.

—¡Malditos sean los marxistas y cuantos desean enfermarnos con su aridez! —exclamé en el brindis de fin de año, al levantar la copita de vodka.

Todos quedaron de una pieza.

Alexandra me miró desconcertada, luego furiosa. La electricidad recorría sus venas y se le soltó el cabello. Miró al pasmado Franz, miró al resto de los asistentes. Estrujó en sus dedos su vaso. Aún contenía líquido y me lo arrojó la cara.

—¡Nunca volveré a estrechar tu mano! ¡Imbécil!

Recogió su abrigo, su gorro, y partió indignada, sin despedirse de nadie. Los compañeros me encerraron en un anillo hostil, dispuestos a pegarme. Yo no me iba a defender, no merecía defenderme. Un fino temblor y un rechinar de dientes que no pude evitar desactivaron el ataque. Estuve a punto de desmayarme y caí sentado en el suelo.

Sequé con mi manga el alcohol que me había arrojado la mujer más inteligente de mi vida. La había expulsado con la irresponsabilidad de una bestia. Era imposible encontrar una frase que reparase mi crimen. También el apóstol Pablo, luego de su visión en el camino de Damasco, sufrió una etapa de ceguera.

Para ahogar mi desesperación me apliqué a componer un drama, basado en la polémica de un populista lleno de ideales con un marxista sometido a las ambiciones de los mercachifles. Aunque fuese en el terreno de la escena, quería aún devolver a Alexandra su bofetada líquida. Seguía dominado por el impulso de ganar su amor mediante la lucha. En el primer acto hice flaquear al marxista (Alexandra), pero en el segundo éste recuperaba sus fuerzas sin que yo pudiese impedirlo. Era un combate en el que la pluma se negaba a obedecer mis deseos. El personaje marxista tenía más sangre, no lo podía evitar. Mi propósito de descalificar a Alexandra volvió a fracasar y rompí el manuscrito. ¡La política es una mierda!

Los asiduos de la huerta, ignorando a los espías que nos controlaban, decidimos iniciar una acción práctica. Víctor había propuesto una revuelta que beneficiara a la gente: impedir un aumento de las cuotas en la biblioteca pública. Lo contemplé con admiración; no sólo había dejado de ser o parecer estúpido, sino que era más imaginativo que muchos de los concurrentes. Y yo tenía la oportunidad de recuperar el respeto perdido.

En las siguientes semanas nos dedicamos a conseguir apoyo para la asamblea de socios, donde impondríamos el deseo popular. Hicimos una colecta con el fin de inscribir gente que no disponía ni de un triste kopek. Agitamos las aburridas calles de Nikolaiev con volantes escritos de puño y letra. Nuestro objetivo sonaba rebelde y altruista. En la asamblea conseguimos una primera victoria al conseguir que se formasen dos bandos, cosa que nunca había sucedido en esa institución. Transmitíamos alegría y comenzamos a gritar que éramos nosotros, los jóvenes, quienes de veras representábamos la democracia. Hombres de levita entallada y mujeres con sombreros elegantes se sintieron incómodos ante la inesperada provocación. No pudieron, sin embargo, detener nuestro triunfo. Vivimos un delicioso ensayo de revolución que nos regaló algo de fama local. El grupo de la huerta empezó a ser motivo de leyendas y miedo. Pronto llegaron las consecuencias.

Narra David

2

El hijo pródigo

Mal. Su conducta es pésima. Ni Ana, que siempre lo defendía, aprueba esto. No lo imaginaba. Yo menos. Liova descuidó sus estudios en Nikolaiev. En lugar de estar agradecido por nuestros sacrificios para que terminase una carrera, empezó a leer libros políticos. ¡Era demasiado inteligente! Cómo hizo, no sé. O en realidad esa inteligencia no sirve para nada. Me asusta su futuro. Ana dice que lo arruinaron sus amigos, echa la culpa a sus amigos, es más fácil. Entre los culpables señala al tarado de Víctor, hijo del miserable Timoteo. Ahora Liova no llegará a doctor. Pero yo sé adónde llegará. ¡Llegará a Siberia!… Y ojalá que no sea carne de los lobos. ¿Qué hice para frenarlo? Mucho. Lo encaré sin miel. De frente, hombre a hombre. ¿Y qué me contestó?

—Soy grande para seguir recibiendo tus órdenes.

—Eres grande, es cierto. Pero yo soy más grande. Y sé de la vida. Sé más sin leerlo en los libros.

—Sabes mucho de tu vida limitada a Iánovka y sobre la explotación de los peones.

—¡Basura! —escupí en el piso—. Si yo soy limitado, tú eres un engreído.

—Soy libre.

—No te mandaré ni otro simple kopek.

—Me las arreglaré sin tu dinero, papá.

Le clavé los ojos. Pero no surtió efecto. Ni siquiera bajó los suyos. Estaba endemoniado. No merecía que le diese la mano al despedirme. Entonces no le di la mano. Él tampoco levantó la suya. Giré y me fui sin volverlo a mirar.

Pero volví.

Liova no tenía dinero ni para alquilar una pocilga. Desde que lo echaron de la casa cuya dueña no quería que volviese más fanáticos a sus hijos, se mudó al fondo de la huerta de un checo harapiento. Tuvo la bondad de ofrecerle refugio en un cuarto del fondo. Debía dormir con otros estudiantes o ex estudiantes. Todos vagos. Y locos. Tres de ellos sufrían tuberculosis y no paraban de toser. Supuse que le haría bien a Liova ese infierno. Que lo haría pensar. Pero me equivoqué. No fue así.

Se convirtió en otra persona. Cambió el uniforme de estudiante por una sucia camisa azul remendada. Estaba irreconocible, con barba y pelo crecidos. ¿Pretendía despistar a los gendarmes? Porque a eso había llegado: a ser un perseguido. Ah, y también agregaba a su vestimenta un palo que le servía de bastón.

—¿Para qué el bastón? ¿No puedes caminar?

—Para que me supongan afiliado a una secta misteriosa.

—¿Qué basura comes aquí?

—Eso mismo, basura. Sopa aguada,
kasha
,
borsht
, pescado seco. La comida de los marginados. La que comen tus peones.

—Y duermes sobre esos camastros, ¿no?

—Sin sábanas, además.

—Muy cómodo, imagino.

—Lo único incómodo es la tos de mis pobres compañeros. Sus salivazos caen como piedras sobre los platos de latón.

—Que no te contagien.

—Tal vez ya estoy contagiado.

Murmuré: ¡Qué estúpido!

Pude entablar conversación con el checo. Parecía bondadoso, pero es el diablo. Un cínico. Trae revistas envenenadas del extranjero. Reúne gente para la revolución. ¡Usted, Franz, lleva a estos muchachos al desastre!, dije. No, van a ser grandes políticos. Y me contó que Liova leía sin parar, que su cultura andaba más rápido que un caballo a galope tendido. También me confió un secreto: Liova se había enamorado de la mujer más interesante de Rusia. Pero la echó con un insulto. Así nomás. Ese viejo irresponsable me preguntó si yo le había enseñado a insultar.

—Yo sólo insulto cuando hay una causa.

—No siempre son visibles las causas —sonrió y sus dientes amarillos me indicaron que era una sonrisa de desprecio.

Claro, pensé, tampoco tus intenciones son visibles, checo de mierda. Pregunté si podía volver a darle ayuda económica, para que viviese y comiese mejor.

—No la aceptará.

—Es demasiado orgulloso —murmuré.

—Sí —contestó—, y por eso enseña matemáticas en casa de familias pudientes.

—Ah —largué una carcajada—, es revolucionario y pide ayuda a los pudientes.

—No pide ayuda: trabaja.

Regresé por tercera vez a esa cueva. La aurora apenas rozaba las paredes descascaradas. Escuché toses y el golpe de los bollos de flema sobre los platos de latón. Me enfureció que siguiese emperrado en este tipo de vida. Abrí la puerta haciendo ruido, para arrancarlos del sueño.

—¡Cómo estás, hijo! ¿Contento?

Liova buscó sus anteojos en el piso. Sus compañeros se frotaban los párpados.

—Me hubieras avisado que venías.

—¡Para qué! ¿Estás o no estás arrepentido? Eso es lo importante.

Liova se incorporó en su camastro y me sostuvo la mirada. ¿Arrepentido? Empezaron a sonar de nuevo las toses. El aire del galpón estaba envenenado.

—Ibas a ser un grande en matemáticas.

—Ya no me interesan las matemáticas.

—Terminarás como esa estudiante que se prendió fuego en la fortaleza de Pedro y Pablo.

—Prefiero la muerte a darle azotes a un campesino.

Lo miré con ganas de cruzarle una bofetada, como cuando se escapó en una calesa y por poco se mató en la zanja. ¿Para qué seguir insistiendo? Hasta un asno sería menos testarudo. Salí dando un portazo que casi derrumbó las paredes.

BOOK: Liova corre hacia el poder
2.62Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Silent Inheritance by Joy Dettman
The Art of Deception by Ridley Pearson
The Bride of Catastrophe by Heidi Jon Schmidt
The Name of the World by Denis Johnson
Belonging by K.L. Kreig
The Rose of York by Sandra Worth
La dulce envenenadora by Arto Paasilinna