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Authors: Paul Doherty

Tags: #Histórico, Intriga

Los asesinatos de Horus (18 page)

BOOK: Los asesinatos de Horus
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—¿Qué pasa? —exclamó Shufoy con viveza—. ¿Y tú me riñes por citar proverbios y mostrarme misterioso?

—¿No lo ves? —Amerotke sonrió—. En cualquiera de los dos casos, el asesino no pierde. Tenemos a dos fieles servidores del templo asesinados en un momento en el que los sumos sacerdotes debaten el derecho de la divina Hatasu a asumir el trono. Algunas personas creerán que fueron asesinados por haber encontrado algo que demostraba que una mujer no pueden sentarse en el trono de Egipto. Por otra parte, el cinismo de nuestro erudito viajero Pepy era legendario.

—Así que las tres muertes podrían ser interpretadas como un intento del divino faraón para acabar con el debate.

—Sí, ésa es de una de las posibilidades —admitió Amerotke—. Por otro lado, cuando la divina Hatasu se entere de que los hombres asesinados habían encontrado pruebas importantes que la apoyan en sus pretensiones, que los mataron por haberlas encontrado, y que dichas pruebas han desaparecido, su furia no conocerá límites. ¿Qué llevaba Neria cuando murió? ¿Que robó Pepy de la biblioteca? ¿A quién se lo vendió? ¿Qué secreto contenía el rollo de papiro del divino padre Prem? Conozco a la divina Hatasu, sé que será despiadada en sus represalias y, al hacerlo, provocará una enemistad, todavía mayor, entre la casta sacerdotal. Además, el criminal ha acabado con la reunión del consejo. Ha creado una atmósfera de terror. Por consiguiente, debemos considerar a nuestro asesino como un cazador que intenta arrinconar a la divina Hatasu.

—¿Cuál crees que será la conclusión? —preguntó Shufoy.

—Si yo tuviera que dictar sentencia en la Sala de las Dos Verdades —declaró Amerotke—, fallaría que la reunión del consejo no servirá para nada. Ninguno de los dos bandos se saldrá con la suya. Crecerán las dudas y las desconfianzas y, de una manera u otra, la divina Hatasu, Senenmut, e incluso yo mismo, acabaremos teniendo que cargar con las culpas de estos asesinatos.

—¿Tienes una solución? —Shufoy sintió una profunda inquietud al comprender la situación en la que estaba involucrado su amo.

—Hay dos soluciones, mi querido Shufoy. La primera: debemos encontrar las pruebas de que una mujer puede ser faraón. La segunda: debemos desenmascarar al asesino.

C
APÍTULO
IX

La gran puerta doble de cedro del Líbano estaba cerrada.

La luz de las antorchas o las velas se reflejaban en las placas de bronce, pulidas como espejos, que recubrían la puerta. Amerotke observó el brillo que le recordaba el reflejo del sol en el agua. Se acomodó a placer en los cojines y apartó la pequeña mesa, cubierta de platos de oro, copas y boles de plata que tenía delante. La sala de banquetes del templo de Horus era una magnífica estancia, con columnas rojas y doradas y paredes decoradas con magníficas imágenes que representaban escenas de la vida del dios. El tema del Halcón Dorado se repetía por todas partes. En las columnas habían tallados diversas inscripciones. El juez sonrió al leer una:

La cerveza y el vino rompen el alma en pedazos.

Un hombre que se entrega a la bebida es

como un camello sin joroba,

una casa sin pan, con las paredes agujereadas

y tambaleantes, y la puerta a punto de caer.

Un grupo de enanos, había uno que se parecía muchísimo a Shufoy, llevaban a una jauría de perros, a cuál más espléndido, con correas de plata, y también había chacales ataviados con chaquetas rojas bordadas con hilo de oro y esmeraldas encantadas.

Hani y su esposa ocupaban una mesa colocada sobre una tarima. Esclavos de muchas nacionalidades, vestidos con faldas blancas, ofrecían a los comensales bandejas servidas con platos de col roja, semillas de sésamo, de anís y de comino. Éstos eran los aperitivos que secaban la garganta y hacían que el estómago anhelara la cerveza helada que servían. Amerotke había decidido, prudentemente, no probarlos.

Todos los presentes callaron cuando Hani se levantó, tambaleante, con una copa de oro en la mano. Alzó la copa y todas las cabezas se volvieron hacia el extremo más alejado de la sala, donde estaba la gran estatua de Horus, con la cabeza de halcón chapada en oro. Hani entonó la plegaria:

Vuelve tu rostro hacia nosotros, oh Halcón Dorado,

que con tus alas abarcas los dos mundos,

oh Pájaro de Luz que desvaneces

las tinieblas a tu paso.

Un murmullo de aprobación saludó sus palabras. Luego, se sirvieron los platos principales: ganso y codornices asadas y patas de cordero envueltas en lonchas de jamón. En una esquina, una orquesta de mujeres que tocaban la flauta doble, la lira y el arpa comenzó a interpretar una canción, acompañada por un coro que marcaba el ritmo con un sonoro palmeo. Los criados iban de mesa en mesa. En cada una depositaban una pequeña momia de madera dentro de un ataúd en miniatura. Mientras lo hacían, susurraban: «Miradlas y después bebed y sed felices porque, después de la muerte, acabaréis así.»

Shufoy se guardó la suya en un bolsillo, continuó su conversación con Prenhoe. Amerotke se inclinó hacia la pareja para escucharlos mejor. El enano estaba decidido a convertirse en un destacado vendedor de remedios y pócimas en los mercados y bazares de Tebas; para ello, hacía todo lo posible para conseguir que Prenhoe le diera su apoyo.

—Te diré una cosa —murmuró Shufoy—. Si recoges la orina de una mujer embarazada y la mezclas con trigo, podrás saber si tendrá un varón; si la mezclas con cebada, descubrirás si será una niña.

Amerotke se mordió el labio inferior en un intento por controlar la carcajada.

—Amo, ¿crees que esto es gracioso?

—Si una mujer está embarazada —replicó el juez supremo—, es lógico que tenga un varón o una hembra.

—Sí, pero con las pruebas podrás determinar cuál será el sexo del bebé.

—¿Cómo? —preguntó Amerotke, llevado por la curiosidad.

—Por el cambio de color en la orina. —Shufoy hizo un gesto que abarcó la sala—. Aquí podría hacer un buen negocio, amo. —Señaló la variedad de pelucas que llevaban los sacerdotes y sus esposas, que estaban empapadas con los hermosos amasijos de perfume que les habían dado al llegar. Amerotke había rechazado la suya—. La mayoría se sienten muy bien, cómodos y tranquilos con sus pelucas. Después, todos y cada uno de ellos sufrirá de indigestión. Necesitarán pata de galgo, semilla de dátil mezclado con leche de burra y aceite de oliva. También podrían tomar una cocción de grama espolvoreada con…

Amerotke se echó a reír y le volvió la espalda. Estaba a punto de coger la copa de vino, cuando le sobresaltó un alarido que sonó al otro extremo de la sala. El sumo sacerdote Hathor se había levantado de un salto, con una mano en la garganta y la otra en el estómago. La bella concubina sentada a su lado le miraba con una expresión de horror. Hathor intentó dar un paso y levantó una mano como si quisiera sujetarse en el aire. Derribó la mesa y platos y copas rodaron por el suelo. Tenía el rostro amoratado, los ojos casi fuera de las órbitas y una espuma blanca le chorreaba de la boca. Amerotke le miró atónito, mientras el sumo sacerdote avanzaba tambaleante en su dirección. ¿Le había dado un ataque? Cesó la música. Los criados corrieron en su ayuda, pero Hathor los detuvo con un ademán. Cayó de rodillas, boqueando como un pez fuera del agua, y a continuación se desplomó de bruces, con los brazos estirados mientras las piernas se movían espasmódicamente. Amerotke salió de su asombro y se levantó de un salto. Puso el cuerpo del sacerdote boca arriba, sin preocuparse del charco de orina que manchaba la faldilla del hombre. Le sujetó la barbilla y le metió los dedos en la boca, quizá se había atragantado, pero no encontró nada. Era consciente de que Hathor agonizaba, tenía la piel pegajosa y fría, y el pulso, en la arteria del cuello, era cada vez más débil. Los afilados dientes del hombre le lastimaron los dedos al sacarlos. Los comensales formaron un círculo alrededor del juez y el sacerdote. Mandaron a llamar a un físico del templo, pero ya nada se podía hacer para salvarlo. Hathor se retorció por un instante, sacudió las piernas y luego su cabeza cayó hacia un costado.

—Ha muerto —anunció Amerotke.

—¡Despejad la sala! ¡Despejad la sala! —gritó Hani.

Aparecieron los guardias del templo armados con lanzas y escudos de cuero, que se encargaron de que los sirvientes, las bailarinas, las integrantes de la orquesta y las concubinas se marcharan inmediatamente. Levantaron el cadáver de Hathor y lo llevaron a un lecho improvisado con cojines. El físico del templo apareció en cuestión de minutos. Se sentó en cuclillas junto a Hathor y le palpó el estómago, le auscultó el pecho y le levantó los párpados. Lo mismo que a Amerotke, le extrañaba lo rápido que se había enfriado el cadáver.

—¿Qué comió y bebió?

El sumo sacerdote Amón se acercó de inmediato. Cogió una de las bandejas dejadas por uno de los sirvientes, recogió los platos y los copas de los que había comido y bebido Hathor. El físico inspeccionó los alimentos y la bebida y después sacudió la cabeza.

—¿Qué es? —preguntó Hani.

—Padre sagrado —contestó el físico—, no estoy absolutamente seguro, pero la muerte del sumo sacerdote Hathor parece haber sido provocada por…

—¿Veneno? —intervino Osiris—. Lo han envenenado, ¿verdad?

El físico asintió.

—¿Cuál es el veneno? —le interrogó Amerotke.

El físico meneó la cabeza al escuchar la pregunta.

—Mi señor, no lo sé, pero en los bazares de Tebas es muy fácil comprar unos polvos que matan a un hombre en cuestión de segundos.

Los otros sumos sacerdotes miraron a Hani con una expresión acusadora.

—Creía que aquí estábamos seguros —declaró Amón—. Pero ahora parece que nadie está a salvo en el templo de Horus.

Los otros cuatro asintieron a plena voz.

—Tendríamos que marcharnos —opinó Isis—. Hay que dar por concluida la reunión del consejo.

Una vez más, estas palabras merecieron la aprobación de los otros sumos sacerdotes.

—Eso no puede ser —manifestó Amerotke, a la vista de que Hani parecía demasiado confundido como para hacerse cargo de la situación. Vechlis tampoco parecía estar muy en sus cabales. Miraba el cadáver boquiabierta, con una mano levantada, como si le resultara imposible creer que estuviera muerto.

—¿Por qué no? —replicó Osiris—. El físico acaba de decir que Hathor fue envenenado. ¿Cuántos más han de morir? ¿Hasta que nos maten a todos? ¿Es por eso que estamos aquí? ¿Su Majestad nombrará a otros más de su agrado cuando nosotros ya no estemos?

—Si repites ese comentario fuera de esta sala —le advirtió el juez con un tono severo—, te acusaré de traición.

El color desapareció del rostro de Osiris; parpadeó asustado y murmuró algo por lo bajo.

—Padre sagrado —añadió Amerotke, tomando la mano de Hani—, sólo tenemos la opinión de este físico sobre la causa de la muerte de Hathor. Quizá no lo hayan envenenado. —Su tono demostraba una confianza que en realidad no sentía—. Pero si se ha cometido un asesinato, entonces es un error atribuir culpas sin una investigación formal. —Señaló a Osiris con el dedo—. ¿Qué te hace sospechar que tu anfitrión, o el divino faraón, han tenido algo que ver con la muerte de este hombre? —Miró, por encima del hombro, hacia el lugar donde Shufoy y Prenhoe seguían los acontecimientos.

—Mi señor Amerotke tiene razón —afirmó Hani, que por fin recuperó el dominio sobre sus emociones—, llamaré a otros para que examinen el cadáver.

Dio media vuelta y se dirigió a la salida seguido por los demás. Recorrieron un pasillo hasta una pequeña habitación que se utilizaba como sala de espera para los invitados o visitantes especiales del templo. Había un banco adosado a la pared. Los sumos sacerdotes, junto con Vechlis y Amerotke, se sentaron en silencio mientras Hani atrancaba la puerta, y después se apoyaba contra la madera, con la cabeza echada hacia atrás. El juez vio que temblaba; con independencia de cual fuera la verdad, Hani tendría que asumir su parte de responsabilidad en estos terribles asesinatos. Después de todo, él era el anfitrión, el responsable de las vidas y la seguridad de sus invitados.

—Lo siento —manifestó Hani con voz ahogada. Se quitó el lujoso collar que llevaba alrededor del cuello y a punto estuvo de arrojarlo al suelo. Después, se desabrochó los brazaletes de ceremonia y se los dio a su esposa. Por último, se sentó en el suelo, con la espalda contra la puerta, moviendo la cabeza atrás y adelante como si estuviera en trance.

—No debemos formular acusaciones —declaró Vechlis. Fue a sentarse en cuclillas junto a su marido, y le entregó un cojín para que estuviera más cómodo.

—¿Qué sugieres, mi señor Amerotke? —preguntó Isis.

—Estamos aquí por orden del divino faraón. Todos sabéis lo que habéis venido a debatir aquí. Si nos marchamos, no habremos resuelto nada. El divino faraón nos ordenará que continuemos con el debate en otro lugar y en otro momento. —Amerotke hizo una pausa. «Sí», pensó, «y para entonces el daño ya estará hecho».

Sus palabras fueron acogidas con protestas y exclamaciones. Amón se levantó para acercarse a la puerta, que empezó a golpear con los puños.

—¡Vine aquí para hablar, no para morir! —proclamó.

Hani, ayudado por su esposa, se puso en pie y se pasó las manos por el rostro.

—Nadie morirá —afirmó—. Amerotke está en lo cierto. Tenemos asuntos importantes que discutir.

Llamaron a la puerta. Amerotke atendió la llamada. Se encontró con Asural, que no había asistido a la fiesta. La expresión del policía era grave.

—Me he enterado de lo ocurrido, mi señor —susurró—. Otro físico ha examinado el cadáver, y también lo ha hecho Shufoy, que tiene algunos conocimientos de venenos. El padre sagrado Hathor fue asesinado.

—Será mejor que entres. —Amerotke le hizo pasar y a continuación cerró la puerta—. Nuestros temores más pesimistas se han confirmado —anunció—. El capitán de la guardia de la Sala de las Dos Verdades me asegura que Hathor fue envenenado.

—¿Cómo? —preguntó Amón.

—No lo sé, mi señor —respondió Asural—. Ambos físicos, y también el sirviente de mi señor Amerotke, dicen que fue un veneno de acción fulminante.

—Por lo tanto, tuvo que ser administrado durante la fiesta —señaló Hani.

—Sí, mi señor.

—En cuyo caso —manifestó Amerotke—, tuvo que ser cuando sirvieron el primer plato. Pero la comida fue servida en bandejas. Hathor comió lo mismo que todos nosotros.

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