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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

Los Caballeros de Neraka (13 page)

BOOK: Los Caballeros de Neraka
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Al principio sólo distinguió un parche de color verde intenso y vivo, y creyó que había descubierto una parte del bosque que no había sido afectada la plaga. Pero entonces la mancha se movió y reveló un rostro y unas manos pertenecientes a un elfo.

Los iris del elfo eran grises como el bosque que lo rodeaba, pero sólo reflejaban la muerte que veían; sólo traslucían el pesar generado por la pérdida.

—¿Que quién soy para pronunciar ese nombre? —inquirió Silvan con impaciencia—. Su hijo, por supuesto. —Adelantó un paso vacilante, con la mano extendida—. Pero la batalla... ¡Dime cómo resultó la batalla! ¿Cómo nos fue?

El elfo retrocedió, eludiendo la mano de Silvan.

—¿Qué batalla? —preguntó.

Silvan miró fijamente al elfo. Al hacerlo, advirtió más movimiento detrás de él. Otros tres elfos surgieron del bosque; jamás los habría visto si no se hubiesen movido, y se preguntó cuánto tiempo llevarían allí. No los reconoció, pero eso no era de extrañar. No se mezclaba mucho con los soldados del ejército de su madre, quien no fomentaba esa clase de compañía para su hijo, que estaba destinado a ser rey algún día.

—¡La batalla! —repitió, impaciente, Silvan—. ¡Los ogros nos atacaron de noche! No entiendo que me preguntes...

Se hizo la luz en su cerebro. Esos elfos no iban vestidos con ropas de combate, sino con las apropiadas para viajar. Seguramente no sabían nada sobre la batalla.

—Debéis de formar parte de la patrulla de larga distancia. Regresáis en el mejor momento. —Silvan hizo una pausa para ordenar sus ideas y superar la bruma de dolor y desesperación—. Nos atacaron anoche, durante la tormenta. Un ejército de ogros. Yo... —Calló de nuevo y se mordió el labio inferior, reacio a confesar su fracaso—. Me enviaron a buscar ayuda. La Legión de Acero tiene una fortaleza cerca de Sithelnost, calzada adelante. —Hizo un gesto débil con la mano—. Debí de caerme por el barranco y me rompí un brazo. He caminado en la dirección equivocada y ahora he de volver sobre mis pasos, pero apenas me quedan fuerzas. No podré conseguirlo, pero vosotros sí. Llevad el mensaje al comandante de la legión, decidle que Alhana Starbreeze está siendo atacada...

Dejó de hablar. Uno de los elfos había dejado escapar una queda exclamación. El que se hallaba delante, el que se había acercado primero a Silvan, levantó la mano para imponer silencio.

Silvan estaba cada vez más exasperado; era plenamente consciente de que ofrecía una imagen lamentable, sujetando el brazo roto contra el costado, como un pájaro herido arrastrando el ala. Estaba desesperado; debía de ser mediodía y se sentía sin fuerzas, casi al borde del agotamiento. Se irguió cuanto pudo, arropado por el manto de su título y la dignidad que éste le confería.

—Estáis al servicio de mi madre, Alhana Starbreeze —dijo en tono imperioso—. Ella no se encuentra aquí, pero tenéis ante vosotros a su hijo, Silvanoshei, vuestro príncipe. En su nombre y en el mío propio os ordeno que llevéis el mensaje pidiendo la ayuda de la Legión de Acero. ¡Y daos prisa! ¡Empiezo a perder la paciencia!

También empezaba a perder, y con gran rapidez, la conciencia, pero no quería que esos soldados lo consideraran débil. Al notar que se tambaleaba, extendió la mano para sostenerse en el tronco de un árbol. Los elfos no se habían movido y ahora lo miraban con los rasgados ojos muy abiertos por la sorpresa, teñida de cautela. Desviaron la vista un momento a la calzada, que se extendía al otro lado del escudo, y luego la volvieron de nuevo hacia él.

—¿Por qué os quedáis parados, mirándome? —gritó Silvan—. ¡Haced lo que se os ha ordenado! ¡Soy vuestro príncipe! —Una idea acudió a su mente—. No os preocupéis por dejarme solo. No me pasará nada. —Agitó la mano—. ¡Moveos! ¡Salvad a vuestro pueblo!

El elfo que estaba más adelantado avanzó otro paso, sus grises ojos prendidos en Silvan, la penetrante mirada escarbando, tanteando.

—¿A qué te refieres con eso de que tomaste la dirección contraria?

—¿Por qué pierdes el tiempo haciendo preguntas estúpidas? —replicó enfadado el joven—. ¡Informaré sobre ti a Samar! ¡Haré que te degraden! —Contempló enfurecido al elfo, que a su vez lo observaba impasible—. El escudo se halla al sur de la calzada. ¡Me dirigía a Sithelnost, de modo que he debido de dar media vuelta cuando caí al barranco! Es la única explicación, porque el escudo... la calzada...

Giró sobre sus talones para mirar hacia atrás mientras intentaba pensar en lo ocurrido, pero su cerebro estaba demasiado embotado por el dolor.

—Imposible —susurró.

Cualquiera que fuese la dirección que hubiera tomado, tendría que haber podido llegar a la calzada, que discurría fuera del escudo. Y seguía siendo así. Era él quien se encontraba dentro de la zona protegida.

—¿Dónde estoy? —inquirió.

—En Silvanesti —respondió el elfo.

Silvan cerró los ojos. Todo estaba perdido. Su fracaso había sido absoluto. Cayó de rodillas y se desplomó hacia adelante, quedando tendido boca abajo sobre la ceniza gris. Oía voces, pero sonaban lejanas, progresivamente distantes.

—¿Crees que de verdad es él?

—Sí, lo es.

—¿Cómo puedes afirmarlo con tanta seguridad, Rolan? ¡Quizá se trata de un truco!

—Lo has visto. Y lo has oído. Has percibido la angustia en su voz y la desesperación en sus ojos. Tiene el brazo roto. Fíjate en las magulladuras de su rostro, en sus ropas desgarradas y llenas de barro. Encontramos el rastro que dejó en la ceniza al caer. Lo oímos hablando consigo mismo, cuando ignoraba que nos encontrábamos cerca, y lo vimos intentar llegar a la calzada. ¿Cómo puedes dudarlo?

—Pero ¿cómo traspasó el escudo? —siseó el otro tras un breve silencio.

—Algún dios nos lo ha enviado —sentenció el líder del grupo, y Silvan sintió una mano suave que tocaba su mejilla.

—¿Qué dios? —espetó el otro, escéptico—. No queda ninguno.

* * *

Silvan volvió en sí; su vista había dejado de ser borrosa y sus restantes sentidos funcionaban de nuevo. Un sordo dolor de cabeza le dificultaba la tarea de pensar. Al principio, el joven se dio por satisfecho con quedarse tendido, quieto, mientras reconocía el entorno y su cerebro se debatía para encontrar sentido a lo que ocurría. Recordó la calzada... Intentó incorporarse, pero una mano se plantó en su pecho con firmeza y se lo impidió.

—No hagas movimientos bruscos. He reducido la fractura del brazo y antes de vendarlo lo he untado con un ungüento que acelerará el proceso curativo, pero has de tener cuidado y evitar sacudidas y golpes.

Silvan miró a su alrededor. Al principio había creído que era un sueño, que despertaría para encontrarse de nuevo en el túmulo funerario; pero no estaba durmiendo. Los troncos de los árboles seguían igual que los recordaba: grises, enfermos, moribundos. Las hojas sobre las que yacía formaban una capa de vegetación putrefacta. Los pimpollos, plantas y flores que alfombraban el suelo del bosque languidecían, consumidos y mustios.

El joven siguió el consejo del elfo y volvió a tumbarse, más para darse tiempo de aclarar su confusión sobre lo que le había sucedido que porque necesitase descansar.

—¿Cómo te sientes? —El tono del elfo era respetuoso.

—Me duele un poco la cabeza —contestó Silvan—. Pero el dolor del brazo ha desaparecido.

—Estupendo. Entonces, puedes sentarte. Pero hazlo despacio o te desmayarás.

Un fuerte brazo lo ayudó a incorporarse; el joven sufrió un fugaz mareo y náuseas, pero cerró los ojos hasta que la desagradable sensación remitió. El elfo llevó a sus labios un cuenco de madera.

—¿Qué es? —preguntó Silvanoshei, que miró con desconfianza el líquido pardusco que contenía el recipiente.

—Una pócima —explicó el elfo—. Creo que has sufrido una ligera conmoción. Esto aliviará la jaqueca y favorecerá la curación. Vamos, bebe. ¿Por qué lo rechazas?

—Me han enseñado a no comer ni beber nada a menos que conozca a quien lo ha preparado y haya visto que otros lo prueban antes —repuso Silvan.

—¿Ni siquiera si es un elfo? —inquirió el otro, sorprendido.

—Especialmente si es un elfo —insistió, sombrío, el joven.

—Ah. —El líder del grupo lo miró con lástima—. Sí, claro, lo comprendo.

Silvan intentó ponerse de pie, pero el mareo volvió a apoderarse de él. El elfo se llevó el cuenco a los labios y bebió unos sorbos. Luego, tras limpiar cortésmente el borde del recipiente, se lo ofreció de nuevo a Silvanoshei.

—Piensa esto, joven. Si hubiese querido matarte habría podido hacerlo mientras estabas inconsciente. O haberte dejado aquí, simplemente. —Echó una ojeada a los árboles grises y marchitos en derredor—. Tu muerte habría sido más lenta y dolorosa, pero te habría llegado, como les ha llegado a muchos de los nuestros.

Silvanoshei reflexionó las palabras del otro lo mejor que pudo habida cuenta de la migraña que lo martirizaba. Lo que el elfo decía tenía sentido, de modo que cogió el cuenco con manos temblorosas y se lo llevó a los labios. El líquido era muy amargo, y sabía y olía a corteza de árbol, pero la pócima infundió una agradable calidez por todo su cuerpo, el dolor de cabeza remitió y desapareció la sensación de mareo.

El joven comprendió entonces que había sido un necio al pensar que aquel elfo pertenecía al ejército de su madre. Llevaba ropas desconocidas para Silvan; ropas de cuero que tenían la apariencia de hojas, hierba, arbustos y flores. A menos que se moviese, su figura se fundiría con el bosque tan perfectamente que nunca sería detectada. Allí, en medio de un paisaje muerto, destacaba; su atuendo retenía el verde recuerdo del bosque vivo, como un desafío.

—¿Cuánto tiempo he pasado inconsciente? —quiso saber Silvan.

—Varias horas desde que te encontramos esta mañana. Es el Día del Solsticio Vernal, por si te sirve de ayuda en tus cálculos.

—¿Dónde están los demás? —El joven miró alrededor, sospechando que se habían escondido.

—Donde su presencia es necesaria —fue la respuesta del elfo.

—Agradezco tu ayuda. —Silvan se puso de pie—. Tú tienes asuntos que atender, y yo también. He de irme. Quizá ya sea demasiado tarde... —Sintió un gusto amargo en la boca y tragó saliva para pasarlo—. Aún he de llevar a cabo mi misión, de modo que si eres tan amable de indicarme el lugar por el que puedo regresar a través del escudo...

—No hay paso alguno a través del escudo. —El elfo lo miraba de nuevo con aquella extraña intensidad.

—¡Pero ha de haberlo! —replicó, furioso, Silvan—. Yo lo crucé ¿no es cierto? —Volvió la vista hacia los árboles que se alzaban cerca de la calzada, percibió la extraña distorsión—. Regresaré al punto donde caí y pasaré por allí.

Con gesto resuelto, echó a andar volviendo sobre sus pasos. El elfo no hizo nada para detenerlo, pero lo siguió de cerca, en silencio.

¿Habrían podido resistir su madre y el ejército a los ogros durante tanto tiempo? Silvan había sido testigo de algunas hazañas increíbles realizadas por los soldados, así que debía pensar que la respuesta era afirmativa. Tenía que creer que todavía no era tarde.

Encontró el sitio donde debió de haber atravesado el escudo, el camino que recorría antes de caer rodando por el barranco. Cuando había intentado trepar por el talud la ceniza gris estaba resbaladiza, pero ahora se había secado y el camino sería más fácil. Con cuidado de no forzar el brazo roto, Silvan trepó por el declive. El elfo permaneció en el fondo del barranco, observándolo en silencio.

El joven llegó hasta el escudo. Al igual que antes, experimentó un intenso desagrado ante la idea de tocarlo. No obstante, allí, en ese punto, tenía que haberlo cruzado aunque sin ser consciente de ello. Localizó la marca del tacón de su bota impresa en el barro, y el árbol caído que obstruía el camino. Le llegó el vago recuerdo de haber intentado rodear el obstáculo.

El escudo no era visible, excepto por un titileo apenas perceptible cuando el sol incidía en él en un ángulo preciso. Aparte de eso, sólo podía saber con certeza que la barrera se alzaba ante él por el efecto que causaba en la visión de los árboles y las plantas que había al otro lado. Le recordaba a las ondas de aire caliente que, al ascender del suelo abrasado por el sol, creaban una ilusión óptica de manera que todo lo que había detrás de ellas adquiría la engañosa apariencia de agua.

Silvan apretó los dientes y caminó directamente hacia el escudo.

La barrera le impidió pasar y, lo que es peor, cada vez que la tocaba experimentaba una sensación horrible, como si el escudo hubiese pegado unos labios en su carne e intentara absorberle la vida hasta dejarlo seco.

Tembloroso, Silvan retrocedió. No sería capaz de intentar aquello de nuevo. Asestó una mirada feroz al escudo, abrumado por la rabia y la impotencia. Su madre había trabajado durante meses para penetrar la barrera y había fracasado. Había lanzado al ejército contra ella con el único resultado de ver a los soldados salir impelidos hacia atrás. A riesgo de su propia vida, había montado en su grifo en un intento frustrado de atravesarlo por el aire. Entonces, ¿qué podía hacer un solo elfo contra esa barrera insalvable?

—Sin embargo —argüyó, frustrado—, ¡estoy dentro del escudo! Si pude entrar debería de poder salir. Ha de haber un modo. El elfo tiene que ver en todo esto. Él y sus adláteres me han tendido una trampa, me retienen prisionero.

Silvan giró rápidamente sobre sus talones; el elfo seguía al pie del talud. El joven descendió a trompicones, resbalando y deslizándose sobre la hierba húmeda, a punto de caer otra vez. El sol empezaba a ponerse; aunque el Día del Solsticio Vernal fuese el más largo del año, finalmente tenía que dar paso a la noche. Llegó al fondo de barranco.

—¡Me metisteis aquí! —gritó Silvan, tan furioso que tuvo que inhalar hondo para conseguir hablar—. Y me sacaréis. ¡Tenéis que dejarme salir!

—Es el acto más valeroso que jamás vi hacer a un hombre. —El elfo dirigió una mirada sombría al escudo—. Yo soy incapaz de acercarme a él, y no me considero un cobarde. Sí, ha sido un acto valeroso, pero inútil. No puedes atravesarlo. Nadie puede.

—¡Mientes! —chilló Silvan—. Me arrastrasteis aquí adentro. ¡Dejadme salir!

Sin ser consciente de lo que hacía, alargó la mano para agarrar al elfo por el cuello y ahogarlo, obligarlo a obedecer.

El elfo asió la muñeca de Silvan, le hizo una llave, y antes de que el joven supiera qué ocurría estaba de rodillas en el suelo. El elfo lo soltó de inmediato.

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