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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

Los Caballeros de Neraka (48 page)

BOOK: Los Caballeros de Neraka
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El elfo caminó a lo largo del gusano hasta llegar a la cabeza. No tenía ojos, ya que no los necesitaba pues pasaba la vida abriéndose paso bajo tierra. Le sobresalían dos cuernos de la parte superior de la testa, sobre los cuales los enanos habían colocado un arnés de cuero. Del arnés salían unas riendas hacia atrás, que asía un enano sentado en un gran cesto, el cual iba atado con correas al cuerpo del gusano. El enano guiaba a la criatura desde el cesto, tirándole de la cabeza en la dirección hacia donde quería dirigirla.

Daba la impresión de que el gusano ni siquiera sabía que el enano se encontraba allí; su única idea era comer. Escupió líquido sobre la roca que tenía delante, y dicho líquido debía de ser alguna clase de ácido ya que siseó al tocar la piedra. Varios pedazos grandes se resquebrajaron y cayeron. La boca del animal se abrió, cogió uno de los pedruscos, y se lo tragó.

—¡Impresionante! —manifestó Gilthas con tanta sinceridad que el gran thane se sintió sumamente complacido, en tanto que los restantes enanos se mostraron satisfechos.

Sólo había un inconveniente. A medida que el gusano masticaba y se abría paso a través de la roca, su cuerpo se arqueaba y ondulaba, con el resultado de que el suelo se sacudía. Acostumbrados a ello, los enanos no prestaban atención a los temblores, sino que caminaban con la soltura de unos marineros sobre una cubierta de un barco que se balancea. Gilthas y Kerian tenían más dificultades y chocaban entre sí o contra la pared.

—¡Los caballeros negros notarán esto! —observó la elfa en voz alta para hacerse oír sobre los chasquidos de la roca al quebrarse y los gritos y maldiciones de los enanos encargados del animal—. Cuando el lecho de Medan empiece a brincar y a desplazarse por el dormitorio y él oiga gritos sonando debajo del suelo, sospechará.

—Tarn, con respecto a estos temblores y ruidos —dijo Gilthas, hablando junto a la oreja del enano—, ¿puede hacerse nada para reducirlos? A buen seguro los caballeros negros lo oirán o, al menos, lo sentirán.

—¡Imposible! —gritó el enano—. No hay que olvidar que los gusanos son más silenciosos que una cuadrilla de enanos excavando con picos y martillos.

El elfo no pareció muy convencido. Tarn hizo una seña y los tres retrocedieron por el túnel dejando atrás a los gusanos y el jaleo. Treparon por la escalera de mano y salieron a la noche, que ya no era tan oscura como cuando descendieron bajo tierra. El alba se aproximaba y Gilthas tendría que partir muy pronto.

—Mi idea es no excavar el túnel hasta la propia Qualinost —explicó Tarn mientras regresaban a Tragos y Eructos—. Ahora nos encontramos a unos sesenta y cinco kilómetros, y abriremos el túnel hasta unos ocho kilómetros de los límites de la ciudad, distancia suficiente para que los Caballeros de Neraka no sepan lo que nos traemos entre manos. Además, así habrá menos probabilidades de que descubran las entradas.

—¿Y qué ocurrirá si las descubren? —quiso saber Gilthas—. Podrían utilizar los túneles para invadir Thorbardin.

—Antes los derrumbaríamos —repuso Tarn sin rodeos—. Los hundiríamos sobre sus cabezas y, probablemente, sobre las de unos cuantos de nosotros también.

—Cada vez entiendo mejor los muchos riesgos que corréis por nosotros —comentó Gilthas—. No hay modo de agradeceros lo que hacéis.

Tarn Granito Blanco desestimó sus palabras con un ademán; se lo veía incómodo y asombrado, por lo que el joven monarca creyó conveniente cambiar de tema.

—¿Cuántos túneles habrá en total, señor? —inquirió.

—Disponiendo de tiempo suficiente, construiremos tres —contestó el enano—. Por el momento, tenemos éste casi terminado y podréis empezar a evacuar a algunos de los vuestros muy pronto. No muchos, ya que las paredes aún no están completamente apuntaladas, pero no habrá problemas con un número reducido. En cuanto a los otros dos túneles, necesitaremos dos meses al menos.

—Esperemos disponer de ese plazo —adujo quedamente el elfo—. Entretanto, hay gente en Qualinost que ha quebrantado las leyes de los Caballeros de Neraka, y el castigo para los transgresores es rápido y cruel. La más pequeña infracción de una de sus muchas leyes conlleva la prisión o la muerte. Con este túnel, podremos salvar a quienes de otro modo habrían perecido.

»
Decidme, gran thane, ¿sería posible evacuar a toda la población de Qualinost por este túnel? —preguntó; aunque sabía la respuesta de antemano, necesitaba oírla.

—Sí, eso creo —respondió Tarn—. Siempre y cuando dispongamos de una quincena para hacerlo.

Dos semanas. Si el dragón y los Caballeros de Neraka atacaban, tendría unas cuantas horas como mucho para evacuar a los ciudadanos. Al cabo de quince días no quedaría nadie vivo a quien evacuar. Gilthas suspiró profundamente.

Kerian se acercó a él y le puso la mano en el brazo. Sus dedos apretaron con firmeza en un gesto animoso. Se le había dado más de lo que jamás soñó que tendría; ya no era un niño para llorar pidiendo las estrellas cuando le habían regalado la luna. Dirigió una mirada significativa a su esposa.

—Habrá que aflojar la presión y ser discretos para no provocar la ira del dragón al menos durante un mes.

—¡Mis guerreros no se quedarán mano sobre mano, si es eso lo que tienes en mente! —replicó, cortante, Kerian—. Además, si interrumpimos todos los ataques de repente, los caballeros sospecharán que nos traemos algo entre manos y empezarán a indagar qué es. De ese modo distraeremos su atención.

—Un mes —musitó para sí Gilthas, como una plegaria a quienquiera que hubiese allá arriba, si es que había alguien—. Dadme sólo un mes. Dadle a mi gente ese plazo.

18

Amanecer en un tiempo de tinieblas

El alba llegó a Ansalon demasiado deprisa para algunos y demasiado despacio para otros. El sol era un rojo tajo en el cielo, como si alguien le hubiese cortado la garganta a la oscuridad. Gilthas se deslizó apresuradamente por el jardín envuelto en sombras de su lujosa prisión; llegaba con cierto retraso a asumir el peligroso papel que debía seguir interpretando.

Planchet oteaba desde el balcón, esperando con ansiedad al joven monarca, cuando sonó una llamada a la puerta que anunciaba la venida del prefecto Palthainon para realizar su trabajo matinal de titiritero. El sirviente no podía alegar la indisposición de su majestad hoy, como había hecho el día anterior. Palthainon, un hombre madrugador, se encontraba allí para intimidar al rey, para ejercitar su poder sobre el joven y demostrar de manera fehaciente su dominio ante el resto de la corte.

—¡Un momento, prefecto! —gritó Planchet—. Su majestad está haciendo uso del bacín. —El sirviente captó un movimiento en el jardín—. ¡Majestad! —siseó tan alto como se atrevió—. ¡Daos prisa!

Gilthas se detuvo debajo del balcón y Planchet dejó caer la cuerda. El rey la agarró y empezó a trepar por ella ágilmente, a pulso.

Se repitió la llamada a la puerta, en esta ocasión más fuerte e impaciente.

—¡Insisto en ver a su majestad! —demandó Palthainon.

Gilthas pasó sobre la balaustrada, corrió hacia el lecho y se metió entre las sábanas sin desvestirse. Planchet le cubrió la cabeza con las mantas y abrió la puerta al tiempo que se llevaba el índice a los labios.

—Su majestad ha estado indispuesto toda la noche, y esta mañana ni siquiera ha podido retener en el estómago un bocado de pan tostado —susurró el sirviente—. Tuve que ayudarlo a volver a la cama.

El prefecto atisbo por encima del hombro de Planchet; vio al rey levantar la cabeza y mirarlo con ojos empañados.

—Lamento que su majestad se sienta mal —dijo el prefecto, con gesto ceñudo—, pero se encontraría mejor levantado y moviéndose en lugar de quedarse tumbado y compadeciéndose. Regresaré dentro de una hora, y para entonces confío en que su majestad se haya vestido para recibirme.

Palthainon se marchó y Planchet cerró la puerta. Gilthas sonrió, se desperezó y suspiró. Separarse de Kerian había sido muy doloroso. Todavía podía percibir el olor a leña quemada prendido en sus ropas, la fragancia de la esencia de rosas con la que se frotaba la piel. Percibía el aroma de la hierba aplastada sobre la que habían yacido, abrazados el uno al otro, detestando tener que decirse adiós. Volvió a suspirar y luego saltó de la cama para dirigirse al baño y lavarse de mala gana todo rastro del encuentro clandestino con su esposa.

Cuando el prefecto entró en el dormitorio una hora después, encontró al rey escribiendo afanoso un poema sobre —quien lo habría dicho— un enano. Palthainon resopló con desdén y sugirió al joven monarca que se dejase de tonterías y se pusiera a trabajar en serio.

Las nubes se extendieron sobre Qualinesti, ocultando el sol, y empezó a caer una suave llovizna.

* * *

El mismo sol matinal que brillaba sobre Gilthas hacía lo propio con su primo, Silvanoshei, quien también había pasado la noche en vela. Pero él no temía la llegada del alba, como Gilthas; Silvanoshei aguardaba la luz del día con una impaciencia y un gozo tales que se hallaba sumido en un estado de aturdida incredulidad.

En ese día, sería coronado Orador de las Estrellas. En ese día, contra todo pronóstico y esperanza, iba a ser proclamado monarca de su pueblo. Tendría éxito en aquello que sus padres no habían conseguido a pesar de todos sus intentos.

Las cosas habían sucedido tan deprisa que Silvanoshei seguía aturdido. Cerró los ojos y lo revivió todo de nuevo.

Rolan y él habían llegado el día anterior a las afueras de Silvanost, donde les salió al paso un grupo de soldados elfos.

«Adiós a mi reinado», pensó el joven, más desilusionado que asustado. Cuando los soldados desenvainaron las espadas, Silvan supuso que había llegado su hora y se preparó para morir; al menos afrontaría el trance con dignidad. No podía luchar contra los suyos; sería fiel a lo que su madre esperaba y quería de él.

Para su sorpresa, los soldados elfos alzaron las espadas y empezaron a aclamarlo, proclamándolo Orador de las Estrellas, su soberano. Aquél no era un pelotón de ejecución, comprendió Silvan, sino una guardia de honor.

Le llevaron un caballo, un hermoso semental blanco. El joven lo montó y entró triunfalmente en Silvanost. Los elfos se agolpaban en las calles aclamando y lanzando tantas flores a su paso que el suelo quedó cubierto y su perfume impregnó el aire.

Los soldados marchaban a los lados, manteniendo alejada a la multitud. Mientras Silvan saludaba con gestos elegantes, pensó en sus padres. Alhana había deseado aquello más que nada en el mundo y había estado dispuesta a dar la vida por conseguirlo. Quizá se encontraba contemplando el desfile desde dondequiera que estuviesen los muertos; tal vez sonreiría al ver que su hijo cumplía su sueño más preciado. Ojalá fuese así. Silvan ya no se sentía furioso con su madre; la había perdonado y esperaba que ella lo hubiese perdonado a él.

El desfile finalizó en la Torre de las Estrellas. Allí, un elfo alto, de aspecto severo, con el cabello algo canoso, los recibió. Se presentó como el general Konnal, e hizo lo propio con su sobrino, Kiryn, quien —Silvan descubrió con gran placer— era primo suyo. A continuación, Konnal presentó a los Cabezas de Casas, los cuales determinarían si Silvanoshei era efectivamente el nieto de Lorac Caladon (no se mencionó el nombre de su madre) y, por consiguiente, el legítimo heredero del trono de Silvanesti. Aquello, le aseguró Konnal a Silvanoshei en un aparte, era una mera formalidad.

—El pueblo desea un rey —dijo Konnal—. Los Cabezas de Casas están más que dispuestos a creer que sois un Caladon, como afirmáis.

—Soy
un Caladon —manifestó el joven, ofendido por el significado implícito en el comentario de que tanto si lo era como si no los Cabezas lo aceptarían de todos modos—. Soy nieto de Lorac Caladon. E hijo de Alhana Starbreeze. —Lo dijo con orgullo, plenamente consciente de que se suponía que no debía pronunciarse el nombre de alguien considerado un elfo oscuro.

Entonces otro elfo se había aproximado a él, uno de los hombres más hermosos de su raza que Silvanoshei había visto jamás. Ese elfo, que vestía ropajes blancos, lo observaba fijamente.

—Conocí a Lorac —dijo por fin el elfo. Su voz era afable y musical—. Éste es ciertamente su nieto, no cabe la menor duda. —Se inclinó y besó a Silvanoshei en ambas mejillas, tras lo cual miró al general Konnal y repitió:— No cabe la menor duda.

—¿Quién sois, señor? —inquinó Silvan, aturdido.

—Me llamo Glauco —respondió al tiempo que hacía una profunda reverencia—. He sido nombrado regente para ayudaros en los días venideros. Si el general Konnal lo aprueba, dispondré los arreglos oportunos para que vuestra coronación se celebre mañana. El pueblo ha esperado largos años la llegada de este día jubiloso y no lo haremos esperar más.

* * *

Silvan yacía en el lecho, el mismo que antaño había pertenecido a su abuelo, Lorac. Los pilares de la cama eran de oro y plata entretejidos para semejar enredaderas y estaban decorados con flores realizadas con gemas relucientes. Delicadas sábanas, perfumadas con espliego, cubrían el colchón relleno con plumas de cisnes. Una colcha de seda escarlata lo protegía del relente nocturno. El techo era de cristal; tendido en la cama podía recibir en audiencia a la luna y las estrellas que acudían a rendirle homenaje todas las noches.

El joven soltó una risita queda, de puro deleite. Pensó que debería pellizcarse para despertar de ese sueño maravilloso, pero luego decidió no correr el riesgo. Si estaba soñando, no quería despertar jamás y encontrarse tiritando en alguna húmeda cueva, comiendo bayas secas y pan ácimo y bebiendo agua salobre. No quería despertar para ver guerreros elfos cayendo muertos a sus pies, traspasados por flechas de ogros. No quería despertar nunca. Que ese sueño perdurara el resto de su vida.

Sentía hambre, un hambre maravillosa de la que disfrutaba porque sabía que sería saciada. Imaginó lo que pediría de desayuno; pastelillos de miel, quizá. Pétalos de rosa azucarados. Nata rociada con nuez moscada y canela. Podía tomar cualquier cosa que quisiera y, si no le gustaba, ordenaría retirarla y pediría otra.

Extendió perezosamente la mano hacia la campanilla de plata que había sobre la mesilla ornamentada con oro y plata y llamó a sus sirvientes. Se tumbó de nuevo a esperar la avalancha de ayudantes elfos que entraría en sus aposentos; lo sacarían de la cama para bañarlo y vestirlo, peinarlo y perfumarlo, adornarlo con joyas y prepararlo para la coronación.

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