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Authors: Paul Doherty

Tags: #Histórico, Intriga

Los crímenes de Anubis (26 page)

BOOK: Los crímenes de Anubis
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Mareb asintió y ambos se pusieron manos a la obra. La oscuridad los había envuelto por completo. El heraldo tropezó y cayó de hinojos. Se levantó cojeando y renegando entre dientes. Amerotke lo ayudó a subir el montículo. Eligieron con cuidado el terreno. Se abrieron camino entre los puntiagudos arbustos, que les producían cortes y arañazos en las piernas, y prepararon su defensa ante los merodeadores de la noche.

C
APÍTULO
XI

R
ecogieron leña menuda y maleza seca y, con ayuda del pedernal y el arco, lograron encender la llama con la que iniciar una hoguera. Cortaron más leña valiéndose de un hacha de guerra que había en el carro. En la oscuridad del desierto, no resultaba difícil percibir los gritos de la noche transportados por el eco.

—Eran dos animales hermosos —murmuró Amerotke mientras contemplaba la noche.

—No hemos tenido elección, mi señor. —Mareb extendió las palmas ante el fuego—.
Hator
estaba envenenada, e
Isis,
coja. Para ellas ha sido mejor morir deprisa que entre las fauces de los carroñeros.

—¿Cuándo crees que envenenaron a
Hator?

—Seguramente poco antes de que partiésemos, aunque no tenemos prueba alguna. Los de Mitanni zanjarán el tema afirmando que fue un accidente. Lo han planeado muy bien: un carro solitario en pleno desierto.

—Pero ¿por qué?

—Mi señor, saben que estás investigando las muertes del templo de Anubis, y te precede tu fama en cuanto implacable perseguidor de la verdad. —Mareb sonrió a la luz de la fogata—. También habrían destruido a uno de los consejeros más cercanos a Hatasu. Más tarde dirían que habías salido vivo del campamento y sufriste un desafortunado accidente.

Un león rugió en la oscuridad. El juez se puso en pie.

—Todavía estamos a tiempo de sufrir uno.

Levantó la mirada hacia las estrellas, que relucían como gemas sobre un cojín de color púrpura oscuro, tan cerca que Amerotke se sentía capaz de cogerlas. La luna llena lo inundaba todo. Un viento helado onduló su capa militar y lo estremeció al entrar en contacto con el sudor de su piel. El león volvió a rugir; el juez pudo distinguir formas oscuras que se movían tras la espesura y, merced a la luz de la fogata, algún brillo ocasional de ojos ambarinos.

—Ten cuidado, señor —advirtió Mareb; acto seguido, se levantó con una flecha preparada en el arco.

Amerotke se sentía intranquilo.

—¡Dame eso!

Mareb se lo tendió; él rasgó su capa y arrolló el trozo de tela en la punta de la flecha. Entonces la acercó al fuego y, cuando hubo prendido, la lanzó a la oscuridad. El proyectil fue a estrellarse contra la grava del suelo; provocó un chisporroteo y un breve fogonazo que no hizo sino aumentar la inquietud del magistrado, pues le permitió comprobar que a su alrededor se congregaban más sombras de las que él pensaba. Recordó su formación como soldado, cuando el jefe de instrucción lo había llevado junto con otros reclutas reales a pasar una noche bajo el cielo del desierto.

—Tened cuidado con los gatos y las hienas —les había advertido—; una vez que el olor de la sangre despierta su instinto cazador, sólo estarán satisfechos cuando hayan matado a su víctima.

Amerotke tensó los músculos al vislumbrar un bulto que se acercaba hacia él en la oscuridad. Apartó a Mareb, encendió otra flecha y la lanzó. La enorme leona lanzó un rugido para expresar su frustración y se retiró por la estrecha pista abierta por entre la aulaga.

—No han quedado satisfechos —declaró el juez—; los dos caballos no han hecho sino abrirles el apetito. Han seguido nuestro rastro hasta aquí —concluyó mirando desesperado a su alrededor.

Mareb, con todo el cuerpo cubierto de brillante sudor, tomó una lanza y, al tiempo que embestía con ella una y otra vez a la oscuridad, comenzó a proferir maldiciones en alta voz. La situación se había tornado de verdad desesperada. En derredor, el aire de la noche se vio rasgado por el grito de las hienas y el rugir apagado de los leones. Amerotke se apresuró a encender otro fuego. En cierta ocasión, la leona, que debía de ser la jefa de la manada, se acercó hacia ellos amenazante y sólo retrocedió cuando el magistrado lanzó una tea a su lado. Entonces oyó de pronto un ruido a sus espaldas que lo hizo girar sobre sus talones: a la luz del fuego pudo distinguir las cortas fauces y el cuello largo de una furibunda hiena a la que hubo de ahuyentar. Mareb seguía a su lado, maldiciendo y gritando presa del pánico, profiriendo obscenidades acerca de los de Mitanni. Amerotke observó el cielo nocturno, consciente de que, una vez que amaneciera, estarían a salvo. Sin embargo, aún quedaban horas para que las primeras vetas rojas iluminasen la bóveda celeste. Tenían suerte de hallarse protegidos por las aulagas que rodeaban el lugar en el que habían decidido pernoctar. El matorral era tupido y difícil de penetrar, lo que, unido al fuego, mantendría a raya a los depredadores; aunque ¿por cuánto tiempo? Ya habían encendido tres modestas hogueras, pero necesitaban avivarlas constantemente y, para buscar combustible, habían de alejarse del círculo de luz, sin saber siquiera a qué distancia se hallaban las fieras. De cuando en cuando, al cambiar la brisa nocturna, el juez percibía el extraño hedor a descomposición que desprendían los animales salvajes.

El creciente pavor de Mareb había hecho que se mostrara poco dispuesto a separarse del fuego, por lo que Amerotke se vio obligado a cortar ramas sin quitar ojo a las sombras. En una de estas ocasiones, la leona se acercó haciendo crujir el matorral, acompañada de otro miembro de la manada. Amerotke tuvo que gritar a Mareb para que lanzase una tea, tras lo cual se retiraron los atacantes.

—Debemos hacer algo más —observó el magistrado.

Echó un vistazo al morral de piel en el que guardaban la comida junto con una jarra de aceite y no dudó en tomar ésta.

—Es nuestra única opción: no podemos pasarnos la noche alejándonos de aquí para recoger leña.

—¿Entonces? —preguntó el heraldo.

Ante la insistencia de Amerotke, fabricaron flechas incendiarias más elaboradas, que el magistrado lanzó al interior del matorral seco; al principio pensaron que no prenderían, pero no tardaron en oler el humo y ver salir llamas de la espesura.

—Quemaremos toda la maleza —declaró tomando a su compañero por el brazo—; no nos queda otra elección. Si nos limitamos a esperar, las hogueras acabarán por apagarse mientras los merodeadores de ahí fuera hacen acopio de coraje.

Mareb se tranquilizó. Valiéndose de las lanzas y las flechas, prendieron diversos fuegos en el anillo de aulagas que los rodeaba. Estaban en una estación seca, por lo que la vegetación no tardó en arder. Oreadas por la brisa nocturna, las llamas se hacían cada vez mayores y elevaban su crepitar a las estrellas. De cuando en cuando, el humo se introducía en el anillo y hacía que les escocieran los ojos; en otras ocasiones, se alejaba para perderse en la inmensidad del desierto. El fuego iluminaba también al enemigo apostado tras ellos, lo que hizo que a Amerotke le diese un vuelco el corazón al ver que no se trataba de una sola manada de leones, sino que, atraídas por el olor de la sangre, se habían congregado dos o tres. También vislumbró las escurridizas siluetas de las hienas y, en un principio, se le hizo difícil entender el porqué de tal multitud.

—¡Claro! —exclamó—. Los de Mitanni han estado cazando y han ahuyentado los rebaños de antílopes. Gran parte de la caza de esta zona debe de haber caído en sus manos, sacrificada para proveer la mesa de Tushratta.

Mareb asintió con un gesto, ya recobrado de su ataque de pánico.

—Por eso las bestias nocturnas se muestran tan decididas —añadió Amerotke con una sonrisa forzada—: deben de haber pensado que esas caballerías eran un regalo de los dioses.

Se sentó en el centro del claro y observó cómo ardían las hogueras. Estuvo tentado de maldecir su mala fortuna; sin embargo, se calmó pensando en el rostro sonriente de Norfret; en Shufoy, corriendo detrás de sus dos hijos; en Prenhoe, siempre deseoso de contarle sus sueños, y en Asural pavoneándose con su uniforme ceremonial. Intentó dormir, pero le resultó imposible. El anillo de fuego les aislaba por completo del exterior y la única molestia era la que les causaba el humo que se introducía en el círculo. Dio gracias a Maat de que la noche estuviera despejada, así como por las llamas que los protegían. En silencio, juró hacer un sacrificio especial a la diosa si regresaba sano y salvo a Tebas. Mareb se agachó a su lado, con los dientes castañeteando, sin que el magistrado pudiese determinar si era a causa del frío o del miedo. Ambos tenían la mirada fija en el levante, desesperados por vislumbrar los primeros rayos de sol. La noche fue avanzando y las llamas amainaron para dar paso a un humo más espeso y oscuro.

—Aún podrían atacarnos, ¿no es verdad? —masculló Mareb.

—A ningún animal le gusta el fuego —señaló el magistrado—. Ni siquiera el más hambriento estaría dispuesto a cruzar un tramo de tierra ardiendo. Recemos por el amanecer y por que el humo actúe a modo de señal.

Al final, los cielos oyeron sus plegarias. Amerotke se frotó los ojos y observó el primer destello de color rojo dorado: la oscuridad comenzaba a retroceder. El juez gustaba de arrodillarse en el tejado de su casa para ver nacer el sol, pero nunca se había sentido tan feliz de la llegada del amanecer. El sol se elevó veloz y brillante para anunciar ese extraño momento en que se dan la mano la noche y el día. El desierto que los rodeaba, la aulaga e incluso el humo cambiaron para mostrar una desconcertante variedad de colores. El frío desapareció y la brisa olvidó su fuerza. El magistrado se hincó de rodillas y tocó el suelo con la frente; Mareb siguió su ejemplo y juntos entonaron un breve himno de alabanza y gratitud. Acabado éste, Amerotke se puso en pie y caminó hasta el borde de la espesura. Eligió con cuidado el lugar donde daba cada paso y recorrió con la mirada el terreno que se extendía alrededor del montículo. Sintió la boca seca cuando reparó en que los depredadores se habían retirado pero no habían desaparecido. Sobre un afloramiento rocoso, poco antes del lugar en que la tierra bajaba de nivel, pudo distinguir la silueta de un león agachado.

—Los cazadores no se han rendido.

Amerotke ocultó su desesperación. Las hogueras seguían ardiendo, pero los matorrales secos se habían reducido a cenizas ennegrecidas. Se inclinó hacia delante y acercó una mano al suelo, que seguía quemando al tacto. Por encima del hombro, vio que Mareb dirigía su mirada al oeste con una mano a modo de visera.

—Me parece… —exclamó nervioso.

El magistrado echó a correr y miró en la dirección que él le indicaba. No gozaba de una visión tan aguda como la de Mareb y el calor de la mañana ondulaba el aire. Empezaba a preguntarse si el heraldo no se habría dejado engañar por un espejismo cuando vislumbró el brillo de una armadura.

—¡Es un escuadrón! —gritó el joven—. ¡Han visto el humo! —Se dio la vuelta para tomar al juez del brazo—. ¡Mi señor, estamos salvados!

***

Amerotke se había abandonado al frescor de la tarde en los jardines del palacio imperial de la Mansión Argéntea, que se erigía sobre la ribera de poniente del Nilo, poco más al sur de la Necrópolis. En calidad de convidado de la divina Hatasu y el señor Senenmut, miró agradecido a su alrededor mientras bebía un sorbo de vino. El palacio había sido construido por el padre de la reina-faraón y sus vistas y columnatas lo convertían en un verdadero paraíso. El pórtico en que se hallaban sentados dominaba una terraza que se estrechaba hacia los muros más alejados. Él se encontraba al lado de Hatasu y, desde allí, podía divisar las jambas doradas de la puerta guarnecida con cobre y engastada con onerosas figuras de piedra por la que se accedía a los diversos huertos y viñedos. Los pabellones estivales, construidos de papiro y decorados con flores de loto, constituían frescos santuarios en los que los cortesanos del faraón podían beber, organizar banquetes e incluso tener trato carnal. El aire estaba perfumando de los árboles de incienso importados expresamente de Punt. El mar de follaje se veía interrumpido de cuando en cuando por el resplandor de algún lago o estanque, en los que se criaban exóticos peces y raras aves. Bajo los árboles, y aun entre ellos, asomaban diversas estatuas. En la hierba pastaban serenos el antílope, el órix y el íbice, al lado de las aves foráneas de brillante plumaje.

—Un lugar de descanso algo diferente al de anoche, ¿no es así, mi señor? —bromeó Senenmut al tiempo que se inclinaba para llenar la copa del juez.

Amerotke dirigió una furtiva mirada a Hatasu, cuyo humor parecía haber cambiado. Llevaba puestos sus ropajes más majestuosos, coronados por un chal de color, ornado con piedras preciosas, que le cubría los hombros: una toga del mejor lino, una faja dorada y unas sandalias cubiertas de joyas. Llevaba el cabello ceñido con una corona rematada en el centro por una cobra que enseñaba la lengua; se había maquillado con afeites especiales y sus dedos y muñecas estaban cubiertos de oro y plata. Ella había enviado el escuadrón que lo había rescatado junto con Mareb. Los soldados, tras acompañarlo a palacio, se habían llevado al heraldo a la ciudad. Los sirvientes de palacio habían atendido cada una de sus necesidades: lo habían lavado y bañado y, tras amasar y friccionar sus músculos, le habían proporcionado ropas limpias. Hatasu le había enviado un pequeño jeroglífico de oro con perlas engastadas a modo de regalo personal. Los criados habían recibido instrucciones precisas: el señor Amerotke no debía salir de la Mansión Argéntea hasta que la divina no hubiese «manifestado su presencia para dejar que se bañase en su sonrisa». Ella y Senenmut habían llegado en gabarra, acompañados por el acostumbrado entrechocar de los címbalos, el estruendo de los atabales de guerra, el compás de los sistros y los himnos de alabanza. Hatasu había bajado entonces de su palanquín bañado en oro y había dado las gracias con desenvoltura al chambelán y al capitán de la guardia. Con todo, una vez cerradas las puertas y ya a solas con Senenmut y Amerotke, dejó caer su máscara y la rabia desfiguró su gesto. Caminando de un lado a otro, comenzó a apartar a patadas los muebles que encontraba a su paso y a mascullar improperios que el magistrado no oía desde que sirvió en el Ejército. Volviéndose hacia Senenmut, le había propinado un feroz puñetazo en el hombro.

—¡Debíamos haber enviado más carros! —gritó con el rostro a pocos milímetros del suyo—. Ha sido un error. —Entonces miró sonriente al juez—. Podías haber muerto: ¿de qué nos habrías servido en tal caso? —Reprimió las lágrimas, se acercó a él y le pellizcó un brazo hundiendo las uñas en su piel—. Podías haber muerto, Amerotke, y yo me habría quedado sin nadie de quien burlarme, sin nadie que me dijera la verdad, que me dirigiese su mirada protectora y arrugase el ceño como un hermano mayor… Me habría quedado sin nadie en quien confiar. —Estampó un pie contra el suelo y comparó a Tushratta con el excremento de un camello. Entonces se dirigió a la puerta y se volvió para apoyarse en ella.

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