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Authors: Brad Meltzer

Tags: #Intriga

Los millonarios (54 page)

BOOK: Los millonarios
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Me agacho y busco a Gillian en el pasillo. Pero no está allí.

—¿Vienes? —pregunta DeSanctis.

—Me reuniré contigo en un momento —dice Gallo mientras se vuelve hacia las carrozas—. Quiero comprobar algo.

77

Decidió esperar a que la pequeña dejara de llorar. Escondido en el porche de madera del Pecos Bill Café, no tenía ningún sentido llamar la atención. Y, mientras la pequeña siguiera chillando al otro lado de la calle —y mientras ella y su madre continuaran bloqueando la puerta giratoria detrás de la cual acababan de agacharse Gallo y DeSanctis— no pensaba ir a ninguna parte. Naturalmente había una razón muy poderosa para tomarse las cosas con calma. Desde ahora no tenía ningún sentido apresurarse. Oliver y Charlie… Gallo y DeSanctis… les había encontrado antes, podía volver a hacerlo. La última vez todo lo que tuvo que hacer fue esperar a la vuelta de la esquina del DACS. Sabía que aparecerían corriendo por ese lugar. Exactamente como le había dicho Gillian.

Sonrió al pensar en ello. Gillian. ¿De dónde habría sacado ese nombre? Se encogió de hombros restándole importancia a la respuesta. Siempre que consiguieran el dinero, podía llamarse como quisiera.

Con los ojos fijos en la multitud que se movía lentamente vigilaba atentamente cada mirada perdida y cada expresión extraña. No le gustaba estar solo en Disney World. Si fuese más joven, tal vez, pero a esta edad —sin niños que le acompañasen— era una forma segura de destacar en medio de la multitud. Finalmente, se apartó del porche, metió una mano en el bolsillo y comenzó a cruzar tranquilamente la calle como un padre que regresa a reunirse con su familia. Delante de la valla, la niña ya había dejado de llorar. Y la multitud había dejado de mirar.

—Lo siento… ¿le estamos interrumpiendo el paso? —preguntó la madre de la pequeña, arrodillándose y limpiando la nariz de su hija.

—En absoluto —dijo el hombre con un gesto amistoso. Pasó junto a ellas, abrió la valla y entró. Cuando se cerró, no volvió la vista atrás.

78

Me lanzo debajo de la carroza de la Cenicienta y la puerta del armario se cierra con un ruido seco. A lo lejos puedo oír los movimientos de Gallo. Sus zapatos suenan como si estuviese triturando cristal sobre el pavimento, luego golpean como un dinosaurio contra el suelo del enorme almacén. Avanza y examina el lugar lentamente. Sólo espera recibir un leve indicio de mi reacción.

Pero no le doy esa oportunidad.

—Sé que estás aquí —grita Gallo y su voz reverbera entre los pasillos. Gracias a la extraordinaria altura a la que se encuentra el cielorraso, es como gritar en un cañón—. ¿A quién tengo de compañía? —pregunta, sin dejar de mirar en mi dirección—. ¿Oliver… o Charlie?

A través del almacén, a tres o cuatro pasillos de distancia entre las carrozas, se oye otro chasquido y ruido de pasos. Gillian se está moviendo.

—¿De modo que hay dos de vosotros aquí? —pregunta Gallo—. ¿Realmente soy un tío tan afortunado?

Obviamente, ninguno de los dos le contesta.

—De acuerdo, seguiré el juego —dice, avanzando en mi dirección—. Si sois dos de vosotros… y otro está solo en la otra habitación, bueno… sé que no tengo a Oliver y Charlie. Ella nunca dejaría que eso pasara. Y, para colmo, vi quién era el tío que estaba en el patio trasero de Duckworth…

Doy un pequeño paso hacia atrás. Juro que oigo sonreír a Gallo.

—¿Qué me dices, Oliver? ¿Gillian y tú ya habéis pasado un buen rato?

El almacén está sumido en un profundo silencio. Gallo da otro paso hacia mí.

—Ese es el problema con los tríos —advierte Gallo—. Siempre son dos contra uno. ¿No es verdad, Gillian?

Agachado detrás de la carroza de la Cenicienta retrocedo como un cangrejo entre la fila de carrozas. Oigo que Gillian se mueve un poco más adelante. Gallo salta hacia mi pasillo. Pero todo lo que alcanza a ver son dos filas vacías de carrozas de desfile abandonadas.

Oculto detrás de una carroza con forma de barco pirata consigo escabullirme al siguiente pasillo. Estoy inclinado tan cerca del barco que el cañón de mi arma roza contra las puntas de las bombillas de Navidad. Asomo la cabeza por encima del casco y miro a través de la proa. Gallo aún se encuentra en el pasillo que acabo de dejar.

—Venga, Oliver, no seas terco —me advierte—. Hasta yo debo reconocer que ya ha pasado la hora de irse a la cama. Para los polis de Orlando puede ser una excursión inspeccionar la propiedad de Disney, pero incluso aquí, incluso en el solar trasero del parque, no les llevará tanto tiempo. El reloj está en marcha, hijo… pronto darán con nosotros.

Mientras recorre lentamente el pasillo entre las filas de carrozas, en la voz de Gallo se produce un cambio notable. Más baja. Casi ansiosa.

—Sé que tú eres el inteligente, Oliver. Si no lo fueses nunca hubieras llegado tan lejos. —Hace una pausa, esperando que sus cumplidos consigan ablandarme—. No lo olvides: se necesitó a Bruto para matar a César. Es posible que hayas estado unos pasos por delante de nosotros, pero siempre estuvimos cerca. Muy cerca. Como si estuviésemos en la misma habitación. ¿Entiendes lo que estoy diciendo, hijo? Es hora de tomar algunas decisiones difíciles, y si eres lo bastante inteligente, la primera será preguntarte: ¿Cuánto confías en Gillian?

—¡No le escuches, Oliver! —la voz de Gillian resuena a través de la enorme nave—. Sólo trata de confundirte. —Miro a mi izquierda, esperando rastrear el sonido, pero la acústica hace imposible que pueda localizarlo.

—Te dije que sería muy duro —añade Gallo, sonando como si se estuviese alejando hacia el extremo del pasillo—. Pero sólo tienes que usar tu cerebro. Estabais en los túneles debajo de Disney World. ¿Cómo piensas que os encontramos?

Sus pasos están cerca pero se dirige en la dirección equivocada. Me agacho debajo de la proa del barco pirata y me quedo en silencio.

—¿Nunca te has preguntado por qué no pudiste encontrar a ningún familiar de Martin Duckworth cuando trabajabas en el banco? —pregunta Gallo—. Porque no tenía ninguno, Oliver. Duckworth nunca se casó. No tenía hijos. Nada. Si los hubiese tenido, jamás hubiéramos utilizado su nombre. Ésa fue la razón fundamental para crear y mantener su nombre en la cuenta. Si algo salía mal nadie se quejaría.

—¡Está mintiendo! —grita Gillian.

—Me parece que se está enfadando, ¿verdad? —pregunta Gallo—. No la culpo tampoco a ella. Vi lo que hizo en la vieja casa de Duckworth, desde las fotografías hasta las sábanas… Se merece un sobresaliente por el trabajo que se tomó… Ellos consiguieron solucionarlo bastante rápido.

«¿Ellos?»

—Personalmente, creo que las pinturas fueron el detalle más bonito. Apuesto a que estaban destinadas a ganarse la amistad de Charlie. ¿Tengo razón, Gillian, o sólo era parte de la puesta en escena?

Por primera vez, Gillian no contesta. Trato de convencerme de que es porque no quiere revelar su posición, pero como comienzo a comprender, toda mentira tiene su precio. Especialmente las que nos decimos a nosotros mismos.

—Es hora de tomar una decisión —dice Gallo y su voz parece proceder de todas partes al mismo tiempo—. Ya no puedes hacerlo solo, Oliver. —Como antes, Gallo deja que el silencio del enorme almacén me taladre el cerebro—. Es hora de largarse de aquí, hijo. Ahora bien, ¿en quién de los dos quieres confiar?

79

Lo primero que vio DeSanctis fueron las cabezas. Cuando entró había dos: la de Goofy y la del Sombrerero Loco. Ninguna estaba unida al torso; eran solamente dos coloridas cabezas de disfraz que yacían inertes sobre el brillante suelo de linóleo blanco. Por la pequeña mesa plegable que estaba volcada, DeSanctis supo de dónde se habían caído. Eso era sencillo. La parte complicada era ver adonde conducía. Salió del pequeño cuarto y se encontró en un pasillo que corría perpendicular a él. Sostuvo el arma con ambas manos. A su derecha, hacia la parte trasera, había un carrito para la ropa. Justo delante había otra habitación que olía a blanqueador. A su izquierda estaba la puerta principal del edificio, el punto de salida más fácil.

DeSanctis se dirigió hacia la puerta pero, cuando intentó abrirla, descubrió que estaba cerrada con llave. Examinó rápidamente el lugar en busca de ventanas o de otras puertas. Nada que permitiera el acceso al exterior. Dondequiera que estuviese Charlie, aún estaba ahí. Escondido. DeSanctis se volvió, alzó el arma e inspeccionó el largo pasillo blanco. En las paredes se veían unas pocas taquillas de gimnasio pintadas de amarillo, la mesa volcada un poco más adelante y el mismo carrito de la ropa en la parte trasera. A través de las paredes podía oír los gritos amortiguados de Gallo dirigidos a Oliver. A su izquierda, junto a la mesa plegable, estaba la habitación que olía a blanqueador. A su derecha, pasando el cuarto de mantenimiento, había otra habitación que se le había pasado por alto. Eran las únicas posibilidades. Una habitación a su derecha; otra a su izquierda.

Como había aprendido durante su formación, cuando hay que elegir entre dos, la mayor parte de la población opta por su derecha. Por supuesto, eso había hecho Charlie. DeSanctis empezó por la izquierda, donde la puerta que daba a la habitación que olía a blanqueador estaba ligeramente entreabierta. Con mucho cuidado utilizó la punta del zapato para abrirla un poco más, sólo lo suficiente para atisbar a través de la abertura entre los goznes. Inclinó la cabeza para comprobarlo otra vez. Allí no había nadie.

Abrió la puerta un poco más y entró en la habitación con mucha cautela, el dedo rozaba el gatillo de la pistola. Apoyó la espalda en la jamba de la puerta para deslizarse en el interior de la habitación junto a la pared. Una vez dentro apuntó el arma a los únicos objetos que había en ese lugar: una lavadora y una secadora industriales que ocupaban la mayor parte de la pared posterior. Las máquinas eran las más grandes que DeSanctis había visto nunca. Lo bastante grandes como para que alguien pudiese ocultarse en su interior.

Con el arma extendida delante de él, se acercó lentamente hacia la puerta de metal cerrada de la lavadora. Por encima del hombro seguía oyendo a Gallo que le gritaba a Oliver en el almacén. Sin escuchar las voces, preparó el arma y extendió la mano hacia la manija de la puerta de la lavadora. Se inclinó sin hacer un solo ruido. El olor al blanqueador llenaba el aire. Justo cuando las puntas de los dedos se cerraron alrededor de la manija, la máquina cobró vida con un agudo chirrido motorizado, iniciando el siguiente ciclo de lavado. DeSanctis reculó sobresaltado, pero cuando la máquina pasó de «Lavado» a «Centrifugado» abrió la puerta. Una pila de ropa de todos los colores cayó pesadamente al suelo con un ruido húmedo. Leotardos verdes… pantalones de Santa Claus de un rojo brillante… faldas rojas, blancas y azules. Sólo disfraces.

Apartando el montón de ropa de un puntapié, cerró la puerta de la lavadora y fue hacia la secadora. Nuevamente, preparó el arma. Nuevamente, abrió la puerta de la enorme máquina. Y, nuevamente, encontró solamente una pila de disfraces de brillantes colores. Sin decir nada, cogió un puñado de ropa y lo arrojó al suelo.

Al regresar al pasillo estaba a punto de entrar en la otra habitación cuando se dio cuenta de que había algo que estaba fuera de lugar. En el pasillo, más adelante. Contra la pared. El carrito de la ropa que antes estaba en el centro del pasillo… ahora estaba a la derecha. Algo lo había movido. O alguien lo había movido.

DeSanctis sonrió y avanzó pegado a la pared. «Eso no ha sido muy listo por tu parte, Charlie… no ha sido nada listo», pensó mientras apuntaba al carrito con su pistola. Pero cuando finalmente llegó hasta él —cuando estiró el cuello para echar un vistazo en su interior— descubrió que estaba vacío. Sin embargo, los carritos no se mueven solos. DeSanctis miró hacia el pasillo. Al final del mismo, un biombo alto y plegable de madera bloqueaba el acceso a las habitaciones que había en la parte trasera. DeSanctis apartó con violencia el carrito de la ropa y se dirigió resueltamente hacia el biombo.

Diez pasos después, pasó junto al biombo y se detuvo. En una habitación que parecía una versión más pequeña del almacén que había dejado atrás había filas y más filas de colgadores con ruedas. Delante de él colgaba un vestido a topos rojos y blancos con una etiqueta que decía «Minnie». En otro colgador, en una percha con la etiqueta de «Donald», el traje azul y la cola blanca y velluda del Pato Donald pendían en el aire. Delante del traje, la cabeza de Donald colgaba invertida en un colgador especial. Otra cabeza de Donald se apoyaba en la parte superior del colgador, y una tercera estaba apoyada de costado en el suelo. En toda la habitación, las cabezas eran el único detalle que DeSanctis no podía obviar: de Minnie; de Pluto; de Goofy; de los siete Enanitos, las cabezas vacías parecían observarle con sus miradas sin vida.

Haciendo un esfuerzo por ignorarlas, DeSanctis inspeccionó rápidamente los pasillos entre los colgadores. Los disfraces colgaban hasta el suelo e impedían una visión clara del lugar. Si quería atrapar a Charlie tendría que obligarle a salir. Avanzando metódicamente, DeSanctis se deslizó entre dos disfraces de mariposa y entró en el primer pasillo entre los colgadores. Con cada paso, un caleidoscopio de disfraces de colores rozaba sus hombros, pero DeSanctis no parecía advertirlo. Sus ojos estaban fijos en el suelo, buscando los zapatos de Charlie. Cada pocos pasos apoyaba la pistola en el costado de un disfraz que parecía demasiado voluminoso pero, aparte de eso, nada aminoraba su paso… es decir, hasta que llegó al extremo del pasillo y vio el familiar esmoquin negro con los pantalones cortos rojo brillante. Dos guantes blancos, especialmente cosidos con cuatro dedos, estaban unidos a la manga. Levantando la cabeza, DeSanctis recorrió el disfraz hasta la parte superior del colgador, que sostenía la cabeza del ratón más famoso del mundo. Con un movimiento instintivo, DeSanctis golpeó ligeramente con los nudillos la cara sonriente de Mickey.

—No podías evitarlo, ¿verdad? —preguntó una voz a sus espaldas.

DeSanctis se volvió rápidamente pero, cuando vio a Charlie, ya era demasiado tarde. Empuñando una escoba industrial como si fuese el garrote de un cavernícola, Charlie lanzó el golpe. Exactamente en el momento en que DeSanctis se volvía, el palo de la escoba surcaba el aire. Al chocar contra la cabeza de DeSanctis produjo un ruido seco y desagradable.

—Eso es por haberte metido con mi madre, cabrón —dijo Charlie, levantando la escoba para volver a golpearlo—. Y esto es por mi hermano…

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