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Authors: Manuel Vázquez Montalbán

Tags: #Novela negra

Los pájaros de Bangkok (23 page)

BOOK: Los pájaros de Bangkok
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—La policía ha vuelto a ponerse pesada. Se agarran a lo que tienen.

—Dígamelo usted a mí, señora. Yo ahora soy un hombre honrado, pero en el pasado me gustaba llevarme el primer coche que veía, y cuanto más chachi mejor. Coche que desaparecía, a por Biscuter, y te hacían comer el consumao, lo hubieras hecho tú o no. Una vez me engancharon con un Gordini puesto y cuando voy a firmar la declaración veo que me atribuyen el robo de todos los coches que caben en la calle Pelayo. Que yo no firmo eso…

—Siento molestarle. Me voy.

—No me molesta. Voy a hacer algo por usted. Un segundo.

Dos deditos de Biscuter marcaban la exacta brevedad del segundo que necesitaba. Empuñó el teléfono y marcó un número.

—Señorita Charo, Biscuter al habla. Tengo ante mí a una señora íntima amiga del jefe. Se llama Miguel. No. Es el apellido. ¿Le dijo algo el jefe sobre ella antes de marcharse? Recuerde, Marta Miguel. Marta Miguel.

La ceja derecha de Biscuter se arqueó dispuesta a soportar el peso de las elucubraciones que le forzaran las revelaciones de Charo.

—Pero qué cachondeo es éste, Biscuter. ¿Desde cuándo Pepe me ha hablado a mí de sus ligues o de sus asuntos?

La ceja derecha de Biscuter recuperó la horizontalidad.

—Así que no le reveló nada.

—Corta ya, Biscuter, y no me vuelvas a llamar para hablarme de tu jefe. Lo tengo atragantado.

El sollozo cortó la comunicación antes que el cuelgue del teléfono. Biscuter fingió que continuaba la conversación, se despidió y con un suspiro de fastidio dejó el aparato en su sitio.

—Lo siento, pero no hay nada.

Marta Miguel estaba ensimismada y Biscuter tuvo que repetir su conclusión para ser escuchado.

—Gracias por todo. Tal vez si yo hablara con esa chica, ella podría recordar.

—Con mucho gusto le daré la dirección y el teléfono de la señorita Charo.

Biscuter escribió sobre uno de los papeles que Carvalho utilizaba para sus anotaciones y luego se lo tendió a Marta Miguel.

—Vive muy cerca de aquí. En un bloque de pisos nuevos que hay en la calle Peracamps. Bueno, nuevos… Parecen nuevos en relación con las demás casas, pero ya llevan en pie más de diez años.

Marta guardó el papel en el bolso que llevaba en bandolera. Correspondió con un apretón de manos a la oferta de la mano de Biscuter y bajó las escaleras sin la conciencia exacta de qué escaleras estaba bajando y para qué. Salió a las Ramblas y se dejó llevar por la tendencia de los peatones, hacia el sur, en busca del puerto. Sus pasos se desviaron hacia la derecha y al llegar a las Reales Atarazanas se quedó contemplando la perspectiva de la calle Peracamps, una apertura en el tejido gris del Barrio Chino. Sacó del bolsillo la nota que le había dado Biscuter y se aplicó a localizar el número de la casa de Charo, y cuando llegó ante ella se hizo cargo de la altura de la finca como si fuera un problema o como si la estatura de la casa tuviera algo que ver con algo importante que había olvidado. Atravesó la calle para contemplar la casa con mayor perspectiva. La muchacha debía vivir en aquel ático del que asomaban plantas, flores, incluso un arbolillo. Siguió calle arriba, atravesó Conde del Asalto y se introdujo en las entrañas grises de la Barcelona de la busca barata. Fue a parar a la calle Robadors y las miradas de los hombres merodeantes la expulsaron calle arriba, hacia la del Hospital y el escenario del primer encuentro con Carvalho en los jardines. Tenía el coche aparcado en el parking de la Gardunya, una isla cementerio de coches a la espera de la nueva animación del mercado de la Boquería al caer de la tarde. Ambiente de pestilencia de las basuras acumuladas en los contenedores y el poso de los desperdicios enganchados al asfalto y a las aceras como una historicidad podrida. Cuatro hombres viejos, rotos, sucios habían encendido una hoguera y hacían recuento de lo que habían obtenido en su meticulosa búsqueda por los grandes cubos de basura de los vendedores del mercado. Una barra de pan, hojas sucias y ajadas de lechuga, un tomate blando, algunas manzanas, un cuello de gallina, un frasco de perfume casi vacío que uno de los hombres olisqueaba y ofrecía a sus compañeros para que participaran en la breve, gratuita maravilla guardada en el último fondo de la botella. Uno de los hombres se dio cuenta de la presencia de Marta, de su paralizada mirada. Hizo un comentario y los cuatro rostros marrones, los cuatro pares de ojos rojos, las cuatro cabezas coronadas por una costra de pelo, frío, sueño, relente y nada se volvieron hacia ella para contemplarla como si fuera un cubo en el que tal vez algo podría aprovecharse, pero desde una previa declaración de animales vencidos que renunciaban a otra violencia que no fuera la de su mirada. Marta se acercó al que estaba más cerca del recinto del parking y le tendió veinte duros por encima de la barrera de separación. La boca se abrió para decir gracias princesa, pero los ojos decían claramente que no lo entendían.

36

"Thailandia ayer recibió un barco patrulla de los Estados Unidos como parte del apoyo ofrecido a los esfuerzos para acabar la piratería en el golfo de Siam". La piscina del Dusit Thani parecía confirmar las buenas relaciones entre los gobiernos de USA y Thailandia avanzada por la información del "Bangkok Post". Carvalho dejó el periódico para entregarse a la reflexión de qué podían buscar en Bangkok aquellos americanos atareados que se bañaban de mañana, dejaban a sus mujeres en la piscina del hotel y las reencontraban al atardecer antes de un último baño reparador de sus andanzas por la ciudad. La mayor parte de los turistas eran europeos o australianos, en cambio los norteamericanos parecían haber venido a jugar al tenis los más jóvenes y de negocios los veteranos fondones que entregaban sus carnes desorientadas al último resol infiltrado por una brecha permitida por dos construcciones del propio hotel. Carnes desorientadas por la cincuentena, un cierto fastidio sin pasión en las facciones, el ritual del bourbon con hielo, el beso de precena a la mujer bronceada y mejor conservada, algún comentario, la novela de McLean. Los jóvenes norteamericanos paseaban sus altos esqueletos bronceados y sus raquetas por el "hall" del hotel o se tumbaban en el suelo en ejercicios de relax que el personal del hotel toleraba sorteando los cuerpos tendidos entre equipajes, guías, manadas de viajeros veteranos que caminaban con cuidado para no pisotear a los jóvenes tenistas del Imperio. Carvalho valoró las carnes rehechas de una morenita de ojos verdes que recibió a su marido como si volviera de la guerra del Vietnam y le pidiera explicaciones por haberla perdido. A un lado un vaso lleno de Mekong con hielo, al otro el "Bangkok Post" y en la piel la caricia del frescor que le llegaba de la catarata que había empezado a precipitar sus aguas entre las rocallas. Carvalho no se molestó en comprobar si el hombre que se había situado al lado de su gandula de madera era Charoen, porque con toda seguridad era Charoen. Esperó a que el policía dijera algo.

—Entre la Thailandia turística y la otra, parece haber escogido la turística.

—Estaba deshidratado. El sudor me ha podrido la correa del reloj.

—No se ha movido del hotel.

No era una pregunta, era un balance y la expresión de una cierta frustración. Tanto personal dispuesto para seguir a Carvalho y Carvalho sin salir.

—La lista que usted me ha dado es poco explícita. Se citan más bares y comercios que personas, y en cuanto a las personas no sé por dónde empezar.

—Puedo ayudarle.

—No lo dudo.

—Entre todos los nombres que le he ofrecido destaca uno por su interés. Sería muy conveniente que usted fuera hoy.

Carvalho sacó el papel de una bolsa de mano y se lo tendió a Charoen.

—Señálelo usted mismo.

—¿Le gusta la cocina vietnamita?

—No tengo el gusto.

—Cerca de aquí hay un restaurante vietnamita. Se llama Annam. Le aconsejo que vaya a cenar esta noche.

Le devolvió el papel y repartió una ojeada por el personal distribuido lánguidamente en torno a la piscina.

—A las ocho.

Concretó Charoen y cambió de tercio sin cambiar el tono de voz.

—Es una delicia este hotel.

—¿Sabe usted decirme por qué hay tantos americanos?

Charoen se echó a reír.

—Están en todas partes.

—¿Qué hacen?

—Asesoran, vigilan. Bangkok es su capital en esta parte de Asia. ¿Qué sería de nosotros sin los americanos?

—Los protegen de los piratas.

—Y de los comunistas. Vuelve a haber guerrillas en las junglas del sur. Nuestro primer ministro ha viajado a China y los comunistas de aquí son de obediencia soviética. Se infiltran desde Camboya y Laos y ahora vuelven a dar guerra para condicionar el viaje de nuestro primer ministro. ¿Hay comunistas en España?

—Quedan unos cuantos.

—¿Armados?

—No. Muy desarmados.

—¿Qué hacen?

—Pierden las elecciones.

—Los comunistas nunca pierden.

—¿Todos estos americanos están aquí para luchar contra la nómina de comunistas?

—No. También vigilan el tráfico de drogas.

—¿Luchan contra la droga?

—No. Luchan contra el tráfico de droga hacia los Estados Unidos. Que vaya a otras partes no les importa. A Europa, a Australia. ¿Ha oído hablar usted de la DEA? Es una agencia permanente de los americanos en Bangkok que negocia o combate para impedir que la heroína del triángulo del opio se meta en Estados Unidos. Es lo único que les importa. Y conocen los campos de cultivo y los laboratorios clandestinos mejor que nosotros. Mejor que casi todos nosotros.

Corrigió Charoen.

—Media Thailandia lucha contra la heroína y otra media la fomenta, media Thailandia lucha contra la trata de muchachas y la otra media la fomenta. Desde lo más alto del poder hasta el último intermediario. Un general mete en la cárcel a los traficantes y otro general los saca porque él dirige el tráfico. ¿Comprende? El resultado es un cierto equilibrio. Un prudente equilibrio. ¿Acaso el bien se notaría sin la existencia del mal?

No había sorna en las palabras de Charoen, había respeto a la verdad objetiva, el mismo respeto con el que Jacinto informaba a su clientela turística y la misma sinceridad que había empleado el guía aquella misma mañana al señalar el vientre de uno de sus clientes y decirle:

—Selpiente. Usted lleval selpiente dentlo.

—¿Qué quiere usted decir?

—En Thailandia al vel un homble goldo decil: lleva selpiente en la baliga.

Charoen había dicho que el país llevaba una serpiente en la barriga y eso era todo.

—A las ocho, en el Annam.

—¿Estará usted?

—No. Pero no se preocupe.

—¿He de preguntar por alguien concreto?

—No.

Charoen se inclinó levemente y se marchó por los escalones situados junto a la cascada. Carvalho recogió sus cosas y se fue a su habitación. Después de ducharse se tumbó en la cama dejando que las sombras le sepultaran progresivamente, le dejaran en la vaciedad de lo oscuro, sin otro punto de referencia que el brillo mate de la pantalla del televisor. Encendió la lamparilla de la mesita de noche y repasó la lista: Bancha Soponpanich, boxeador, amigo de la infancia de Archit, gimnasio Lampun o vestuarios del Lumpini. Thida, ex novia de Archit, número 42 en la casa de masajes atami. Los padres de Archit, en Damnerm Saduak, a una hora en coche desde Bangkok. ¿Daba Carvalho los primeros pasos o esperaba a que Charoen se los insinuara? El policía le estaba utilizando como gancho por si Archit y Teresa estuvieran al acecho y trataran de ponerse en contacto con él o por si algunos de los allegados de Archit decía a Carvalho lo que no había dicho a la policía. El restaurante Annam estaba muy cerca del hotel, en el meollo del puterío de Bangkok, y Carvalho no lo encontró recomendado en ninguno de los folletos que estaban a su alcance, en los que se demostraba que en Bangkok se puede comer desde pata de elefante hasta paella en un restaurante hispano-francés. No podía situarse a la contra de Charoen y no le quedaba otra salida que esperar la primera oportunidad para tomar la iniciativa. Le convenía cultivar el número de europeo abrumado por la situación y en perpetua dialéctica entre el hedonismo y la obligación. Carvalho recordó a Charoen con respeto. Se asomó al balcón. La dama macerada morenita seguía junto a la piscina tomando la luna y su marido nadaba con la parsimonia de un cocodrilo. La dama macerada levantó la cabeza y vio a Carvalho situado tras la cortina. El detective creyó captar una sonrisa en su cara de muñeca de cera, pero estaba demasiado oscuro para asegurarlo y el marido nadador medía metro noventa al alcance de ciento veinte kilos de peso. Pesado.

37

Bangkok parecía estar a oscuras salvo en los callejones a donde los turistas iban atraídos como moscas en busca de miel de ingle. El callejón donde estaba el Annam no era uno de los más favorecidos por las luces y la anemia de watios se prolongaba en el interior del local, que parecía un restaurante de tercera para obreros con poco tiempo para comer y pocas ganas de ver lo que comían. En cambio el público se reducía a una monja gris y blanca, asiática, que reía como una santa alegre, en compañía de otros tres asiáticos, y a una vieja más pendiente del serial thai de la tele que de la comida que tenía en el plato. Había más servicio que clientes. Dos muchachas perezosas remoloneaban para no perderse el serial y su evidente madre ni siquiera fingía querer atender a la clientela. Se había instalado ante el televisor con la intención clara de no ser movida. La buena voluntad de un camarero anémico y con media cara quemada no era suficiente como para dar la sensación de que en el Annam, aunque mal, se pudiera comer. Por fin las muchachas concedieron a Carvalho el reconocimiento como cliente que transmitieron a la madre. La mujer se volvió hacia el detective y se preguntó de qué nacionalidad debía ser aquel occidental solitario. Decidió investigarlo por su cuenta y llevó la carta en persona.

—¿Ha probado el "fondue" a la vietnamita?

—No.

—Hoy lo tenemos. Pero ha podido probarlo en cualquier restaurante vietnamita de Nueva York o San Francisco.

—No soy americano.

—¿Francés?

No le dio tiempo a responder. De sus labios salió un do de francés, más recitado que hablado, y una inmensa nostalgia de Saigón. Había tenido un restaurante en Saigón hasta mil novecientos setenta. Luego previó lo que iba a suceder y se marchó con su familia. Suspiró resignada. Bangkok no era Saigón. Quien no ha vivido en Saigón antes de la revolución no sabe lo que era Asia, dijo madame Rony, que se presentó a sí misma como viuda de un sargento francés muerto de no sabía qué el año anterior. Carvalho no la quiso sacar de su error y pasó por francés tratando de conseguir aceptables niveles de pronunciación. La "fondue" vietnamita consistía en un equivalente a la "fondue bourgougnonne", pero en vez de freír carne en aceite, se cocían pedacitos de pollo, cerdo, gamba y calamar en un caldo suave al que también se arrojaban spaghetti de arroz y col. Cada pedacito de carne o pescado se sazonaba con poderosas salsas picantes y finalmente se comía el caldo con coles y spaghetti con la ayuda de una cucharilla. Podía haber sido un plato alegre y sugerente si el local hubiera estado más iluminado, si las chicas no hubieran lanzado grititos de expectación ante las hazañas del gomoso protagonista de la serie televisiva, si la escudilla eléctrica donde hervía el caldo no hubiera sido de aluminio mate, si la monja no se hubiera pasado toda la cena lanzando carcajadas, sin duda motivadas por chistes verdes y teológicos, y si las porciones de vianda hubieran sido más generosas y menos el agua que ayudaba a conformar el océano del caldo. Otro factor que estropeó la cena fue que cuando Carvalho sorbía los spaghetti chinos, vio su mesa rodeada de cuatro nativos disfrazados de mafiosos italianos.

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