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Authors: Henning Mankell

Los perros de Riga (27 page)

BOOK: Los perros de Riga
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—Sí —afirmó ella—. Tiene que haber escondido algo. Debió de hacer anotaciones. Un legado no puede consistir solo en pensamientos.

—Pero ¿no sabes dónde?

—Nunca me dijo nada.

—¿Hay alguien que pueda saberlo?

—Nadie, solo confiaba en mí.

—No vive su padre en Ventspils?

Ella le miró asombrada.

—Lo he investigado —explicó él—. Pensé que era una posibilidad.

—Quería mucho a su padre —respondió—, pero jamás le habría confiado unos documentos secretos.

—¿Dónde pudo haberlos escondido o depositado?

—En nuestra casa no; habría sido demasiado peligroso. La policía habría demolido el edificio si hubiera sospechado que estaban allí.

—Piensa un poco —insistió Wallander—. Retrocede en el tiempo, reflexiona. ¿Dónde pudo haberlos escondido?

Ella negó con la cabeza.

—No lo sé —contestó.

—Debió de imaginarse que sucedería lo que acabó pasando. Debió de dar por sentado que tú entenderías las señales que había dejado. Estarán donde solo tú puedes imaginarlo.

De repente ella le cogió la mano.

—Tienes que ayudarme —le suplicó—; no puedes marcharte.

—No puedo quedarme —respondió—. Los coroneles no entenderán que no regrese a Suecia. ¿Y cómo puedo permanecer aquí sin que lo sepan ellos?

—Puedes volver —insistió sin dejar su mano—. Tienes una chica aquí. Puedes venir como turista.

«Pero es a ti a quien quiero, y no a Inese, mi amante ficticia», pensó.

—Tienes una chica aquí —repitió..

Asintió con la cabeza. Claro que tenía una chica en Riga, pero no era Inese.

No respondió y ella no le exigió que lo hiciera. Parecía convencida de que él volvería. Inese entró en la habitación. A Baiba Liepa se le había pasado la conmoción que había sufrido al saber que Upitis había confesado algo que no era verdad.

—En nuestro país te expones a la muerte si hablas demasiado, si callas o si dices cosas equivocadas, o si hablas con las personas con las que no debes —dijo—. Upitis es fuerte. Sabe que no le vamos a abandonar. Sabe que nosotros sabemos que su confesión es falsa. Por esa y muchas otras cosas, venceremos al fin.

—¿Venceréis?

—Solo exigimos la verdad —contestó—. Exigimos lo decente, lo simple. La libertad de vivir en la libertad que elijamos.

—Todo esto es demasiado abstracto para mí —repuso Wallander—. Quiero saber quién asesinó al mayor Liepa y por qué dos cadáveres arribaron en un bote salvavidas a la costa sueca.

—Regresa y te enseñaré mi país —insistió Baiba Liepa—. No solo yo, sino también Inese.

—No sé —dudó Wallander.

Baiba Liepa le miró.

—No creo que seas de la clase de hombres que abandonan —dijo—. De ser así, Karlis se habría equivocado, y él nunca se equivocaba.

—No puede ser —repitió Wallander—. Si vuelvo, los coroneles lo sabrían de inmediato. Necesitaría otra identidad, otro pasaporte.

—Se puede arreglar —contestó Baiba Liepa con entusiasmo—. Mientras me digas que vendrás.

—Soy policía —dijo Wallander—. No puedo arriesgarlo todo viajando por el mundo con unos documentos de identidad falsos.

En el mismo instante se arrepintió de sus palabras. Miró fijamente a los ojos de Baiba Liepa, y vio en ellos reflejada la cara del difunto mayor.

—Sí —dijo lentamente—. Volveré.

La noche avanzaba: eran más de las doce. Wallander intentó ayudarla a encontrar algún indicio de dónde podían estar escondidas las pruebas. Aunque su concentración era inquebrantable, no encontraron ninguna pista. La conversación se fue apagando poco a poco.

Wallander pensó que en alguna parte, en la oscuridad, los perros estaban vigilándole, los perros de unos coroneles que nunca bajaban la guardia. Con una sensación de creciente irrealidad comprendió que se estaba introduciendo en una conspiración que tenía como meta hacerle volver a Riga y a una investigación judicial que tenía que realizarse en secreto. Sería un no-policía en un país que no conocía en absoluto, y sería ese no-policía quien buscara la verdad de un crimen que para mucha gente ya era un caso cerrado. Comprendió la locura de esa empresa, pero no podía dejar de contemplar el rostro de Baiba Liepa, y su voz era tan convincente que no pudo resistirse.

Eran casi las dos de la noche cuando Inese dijo que tenían que marcharse. Le dejó a solas con Baiba Liepa, y se despidieron en silencio.

—Tenemos amigos en Suecia —dijo—. Se pondrán en contacto contigo. Organizaremos tu regreso por mediación de ellos. Tras decir esto, Baiba se inclinó y, en un impulso, le besó en la mejilla.

Inese le llevó de vuelta al hotel. Cuando llegaron al puente, le señaló el espejo retrovisor.

—Nos están siguiendo. Debemos poner cara de enamorados y simular que nos cuesta separarnos delante del hotel.

—Haré lo que pueda —contestó Wallander—. Quizá tenga que hacerte subir a mi habitación.

Ella rió.

—Soy una chica decente —respondió—; aun así, cuando vuelvas tendremos que hacerlo.

Cuando abandonó el vehículo, Wallander permaneció un rato fuera con cara de desesperación al verla partir.

Al día siguiente regresó a casa con Aeroflot vía Helsinki. Los dos coroneles le acompañaron por la terminal y se despidieron cordialmente de él.

«Uno de ellos asesinó al mayor», pensó Wallander.

«¿O quizá fueron los dos? ¿Cómo puede averiguar un inspector de Ystad lo que ocurrió en realidad?»

Era tarde cuando abrió la puerta de su apartamento de la calle de Mariagatan.

Para entonces, todo se le difuminaba como en una nebulosa, y pensó que nunca más volvería a ver a Baiba Liepa. Ella lloraría a su difunto marido sin saber jamás lo que le había ocurrido en realidad.

Dio un trago al whisky que había comprado en el avión. Antes de acostarse se pasó un largo rato escuchando a María Callas.

Se sintió cansado y preocupado.

Se preguntaba qué iba a ocurrir a continuación.

14

A los seis días de su regreso, había una carta esperándole.

La encontró en el suelo delante de la puerta de su casa tras un día largo y complicado en la comisaría. Durante toda la tarde había caído una densa aguanieve, y antes de abrir la puerta pasó un buen rato en la escalera sacudiéndose los pies para quitarse la nieve de encima.

Más tarde pensó que, inconscientemente, no quería que se pusieran en contacto con él. En su interior, sabía que lo harían, pero quería retrasarlo tanto como fuera posible, ya que no se sentía preparado.

Vio un sobre marrón en el felpudo. Primero pensó que era correo comercial, ya que había un nombre impreso en la parte delantera, así que lo dejó en la mesita del recibidor y se olvidó de él. Tras cenar un guiso que se había preparado con un pescado que llevaba demasiado tiempo en el congelador, se acordó de la carta y fue en su busca. FLORES LIPPMAN, decía el sobre, lo que le extrañó porque aún no era época para que un centro de jardinería enviara sus ofertas. Por un instante pensó en tirar la carta a la basura sin abrirla, pero tenía el vicio de ojear cualquier tipo de propaganda que cayera en sus manos antes de deshacerse de ella. Sabía que era una manía debida a su profesión: podía haber algo escondido entre los folletos abigarrados. A menudo se veía a sí mismo con la manía de girar todas las piedras que se hallaban en su camino, siempre tenía que averiguar lo que se escondía debajo.

Al abrir el sobre de un tirón y ver que contenía una carta manuscrita, comprendió que finalmente se habían puesto en contacto con él.

Dejó la carta sobre la mesa de la cocina y se preparó una taza de café. Sentía la necesidad de darse un respiro antes de leer lo que le decían, y sabía que era por Baiba Liepa.

Cuando bajaba del avión en Arlanda la semana anterior, se sintió vagamente triste, pero al mismo tiempo aliviado por no estar ya en un país donde en todo momento le vigilaban; tal era el sentimiento, que en un arrebato de espontaneidad quiso conversar con la controladora de pasaportes al introducir el suyo por debajo del cristal. «Me alegro de estar en casa», le dijo, pero ella se limitó a dirigirle una furtiva mirada de asco y le devolvió el pasaporte sin abrirlo siquiera.

«Esto es Suecia —pensó—. En la superficie todo es limpio y bonito, y nuestros aeropuertos están construidos para que la suciedad y las sombras no puedan adherirse a ningún sitio. Aquí todo es transparente, todo es como dice ser. Nuestra religión y nuestra mezquina esperanza nacional es el bienestar, un bienestar inscrito en la Constitución, que proclama al mundo que en Suecia es un crimen morir de hambre. Los suecos no hablamos con desconocidos si no es absolutamente imprescindible, porque lo desconocido puede hacernos daño, ensuciar nuestros rincones y apagar las luces de neón. Jamás construimos imperio alguno, por lo que nunca tuvimos que ver cómo sucumbía, pero nos convencimos de haber creado el mejor de los mundos, aunque fuera pequeño: nos habían confiado la vigilancia de la entrada al paraíso, y ahora que la fiesta se ha acabado, nos vengamos teniendo la policía de aduanas más antipática del mundo.»

La pesadumbre sustituyó casi de inmediato a la sensación de alivio que acababa de experimentar. En el mundo de Kurt Wallander, en ese paraíso ya en parte desmantelado, no había cabida para Baiba Liepa. No podía imaginársela aquí, con toda esa claridad, con todas las luces de neón funcionando sin fundirse, a pesar de ser tan ilusorias. Y, sin embargo, ya empezaba a añorarla; mientras arrastraba la maleta por el largo pasillo similar al de una cárcel hacia la nueva terminal de tráfico nacional, en la que debía esperar su vuelo a Malmö, empezó a soñar con volver a Riga, la ciudad en que los perros invisibles le habían vigilado.

El avión para Malmö salía con retraso, por lo que le entregaron un vale para cambiarlo por un bocadillo. Estuvo un buen rato sentado viendo despegar y aterrizar los aviones entre torbellinos de nieve polvo. A su alrededor, hombres con trajes hechos a medida hablaban sin cesar por sus teléfonos móviles y, para su asombro, oyó cómo un obeso viajante comercial de bombas centrífugas le leía por el teléfono irreal el cuento de Hansel y Gretel a su hijo. Luego Wallander llamó a su hija, y para su sorpresa la encontró en casa. Sintió una gran alegría al oír su voz, y por un momento pensó en quedarse en Estocolmo unos días, pero ella dio a entender que tenía mucho que hacer, por lo que él no se atrevió a proponérselo. En lugar de eso pensó en Baiba, en su miedo y en su rebeldía, y se preguntó si en realidad se atrevía a creer que el inspector sueco no la defraudaría. Pero ¿qué podía hacer? Si volvía, los perros enseguida encontrarían su rastro y nunca podría deshacerse de ellos.

Cuando llegó a altas horas de la noche a Sturup, nadie estaba esperándole. Tomó un taxi hasta Ystad y estuvo charlando del tiempo con el chófer, que por cierto conducía muy por encima de la velocidad permitida. Cuando no tuvo más que decir sobre la niebla y la nieve polvo que se arremolinaba a la luz de los faros, le embargó el olor a Baiba Liepa y la profunda angustia de que no volvería a verla nunca más.

Al día siguiente, fue a Löderup a visitar a su padre. La mujer de los servicios sociales le había cortado el cabello, y Wallander pensó que hacía muchos años que no tenía tan buen aspecto. Le llevaba una botella de coñac y su padre, al ver la marca, asintió contento con la cabeza.

Para su propio asombro, le contó lo de Baiba.

Charlaron sentados en el viejo establo que su padre había convertido en estudio. En el caballete había un lienzo por acabar. El paisaje era el mismo de siempre, pero Wallander vio que esta vez sería uno de los ejemplares con urogallo en el extremo izquierdo. Cuando llegó con el coñac, su padre estaba ocupado en pintar el pico del urogallo, pero, aun así, dejó los pinceles y se limpió las manos en un trapo que olía a aguarrás. Wallander empezó a contarle su viaje a Riga y de pronto, sin saber por qué, pasó a referirle su encuentro con Baiba Liepa. No mencionó que era la viuda de un policía asesinado, sino su nombre, que la había conocido y que la echaba de menos.

—¿Tiene hijos? —preguntó el padre.

Wallander negó con la cabeza.

—¿Puede tenerlos?

—Supongo que sí. ¿Cómo voy a saberlo?

—Sabrás su edad, ¿no?

—Es más joven que yo. Unos treinta y tres años.

—Por tanto, puede tener hijos.

—¿Por qué lo preguntas?

—Porque creo que es lo que necesitas.

—Ya tengo una hija, Linda.

—No basta. Los hombres necesitan tener al menos dos hijos para saber de qué va la vida. Tráetela a Suecia y cásate con ella.

—No es tan fácil.

—¡Cómo complicas las cosas por ser policía!

«Ya está —pensó Wallander—. Siempre la misma cantinela. No se puede conversar con él sin que encuentre un motivo para atacarme por haber ingresado en el cuerpo de policía.»

—¿Puedes guardar un secreto? —preguntó.

El padre le miró con recelo.

—¿A quién quieres que se lo cuente? —respondió.

—Tal vez deje de trabajar en la policía —dijo Wallander—. Quizá me busque otro trabajo, de guarda de seguridad en la fábrica de caucho de Trelleborg, pero no es seguro.

El padre le miró sorprendido antes de contestar.

—Nunca es tarde para recobrar el sentido común. De lo único que te arrepentirás será de lo mucho que has tardado en decidirte.

—He dicho que tal vez, papá, no que sea seguro.

Pero el padre había dejado de escucharle, había vuelto al caballete y al pico del urogallo. Wallander se sentó en un viejo trineo de silla y le contempló un rato en silencio. Luego se fue a casa. Pensó que no tenía a nadie con quien hablar. A los cuarenta y tres años echaba de menos a una persona de confianza a su lado. Cuando murió Rydberg, se quedó más solo de lo que hubiera podido imaginar. Lo único que tenía era Linda. Con Mona, la madre de Linda, que se había separado de él, ya no tenían mucho en común. Se había convertido en una desconocida, y no sabía casi nada de la vida que llevaba en Malmö.

Cuando pasó la salida de Kåseberga se le ocurrió hacerle una visita a Göran Boman, de la policía de Kristianstadt. Quizás a él podría comentarle todo lo que le había sucedido.

Pero finalmente no fue a Kristianstad, sino que volvió a la comisaría. Tras informar a Björk, respondió a las preguntas de Martinson y los demás colegas mientras tomaban café en el comedor, pero pronto comprendió que en realidad a nadie le interesaba lo que tenía que contarles. Envió la solicitud a la fábrica de caucho de Trelleborg y cambió los muebles de sitio de su despacho en un vano intento de hacer renacer sus ganas de trabajar. Björk, que al parecer se dio cuenta de su actitud ausente, quiso animarle, y en un inoportuno intento de buena voluntad, le pidió que se encargara de dar una charla ante el Rotary Club de la ciudad. Aceptó el encargo y durante una comida en el hotel Continental, dio una frustrada charla sobre los recursos técnicos modernos empleados en el trabajo policial. Olvidó aquel discurso nada más pronunciarlo.

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