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Authors: Jean-Christophe Grangé

Tags: #Policíaco, Thriller

Los ríos de color púrpura (29 page)

BOOK: Los ríos de color púrpura
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Por reflejo, el comisario echó una ojeada al receptor de radiomensajes. Había recibido una llamada de Costes. El policía telefoneó enseguida al médico.

—¿Qué hay? ¿Has terminado la autopsia?

—No del todo, pero me gustaría enseñarle algo. Aquí, en el hospital.

—¿No puedes decírmelo por teléfono?

—No. Y espero de un momento a otro los resultados de otros análisis. Venga. Cuando llegue, ya estaré listo.

Niémans colgó.

—¿Alguna novedad? —preguntó Karim.

—Tal vez. Tengo que ir a ver al forense. ¿Y tú?

—He venido aquí para interrogar a Philippe Sertys. Sertys ha muerto. Paso a la etapa siguiente.

—¿Que es…?

—Descubrir las circunstancias de la muerte del padre de Judith. Desapareció aquí, en Guernon, y estoy casi seguro de que mis diablos tuvieron algo que ver en el asunto.

—¿En qué piensas? ¿En un asesinato?

—¿Por qué no?

Niémans, dubitativo, movió la cabeza.

—He peinado los archivos de las gendarmerías y comisarías de toda la región en un período de veinticinco años. No hay ni la sombra de un hecho de esa índole. Y lo repito una vez más: Sertys era un niño cuando…

—Ya lo veré. De todos modos, estoy seguro de encontrar un vínculo entre esta muerte y el nombre de una u otra de sus víctimas.

—¿Por dónde empezarás?

—Por el cementerio. —Karim sonrió—. Se ha convertido en mi especialidad. Una verdadera segunda naturaleza. Quiero cerciorarme de que Sylvain Hérault está bien enterrado en Guernon. Ya me he puesto en contacto con Taverlay y he encontrado la pista del nacimiento de Judith Hérault, hija única de Fabienne y Sylvain Hérault, en 1972, nacida aquí mismo, en el CHRU de Guernon. Ya tenemos la partida de nacimiento. Falta la partida de defunción.

Niémans le dio los números de su teléfono móvil y de su servicio de radiomensajes.

—Para las informaciones confidenciales, utiliza el
pager.

Karim Abdouf se guardó el papelito en el bolsillo y declaró, en un tono entre doctoral e irónico:

—«En una investigación, cada hecho, cada testigo es un espejo en el que se refleja una de las verdades del crimen…»

—¿Qué?

—Asistí a una de sus conferencias, comisario, cuando estaba en la escuela de inspectores.

—¿Y qué?

Karim se subió el cuello de la chaqueta.

—Pues que, en materia de espejos, nuestras dos investigaciones están así.

Levantó las dos palmas y las orientó lentamente una enfrente de la otra.

—Se reflejan mutuamente, ¿entiende? Y estoy seguro de que en uno de sus jodidos ángulos muertos nos espera el asesino.

—Y yo, ¿cómo podré reunirme contigo?

—Seré yo quien se ponga en contacto con usted. Había pedido un teléfono móvil, pero el presupuesto de Sarzac para el 97 no lo permite.

El joven policía se inclinó en un saludo al estilo árabe y desapareció, furtivo como una hoja afilada.

Niémans se dirigió a su coche. Lanzó una última mirada al Audi rutilante que arrancaba bajo una niebla de agua. Se sintió de repente más viejo, más gastado, como embotado por la noche, los años, la incertidumbre. Un regusto de vacuidad le rondaba la garganta. Pero también se sentía más fuerte: ahora tenía un aliado.

Y un aliado de excepción.

39

Los cristales lanzaban destellos irisados de color rosa azul, verde, amarillo. Prismas multicolores. Luces quebradas, en forma de caleidoscopio, bajo la transparencia de las laminillas. Niémans levantó la vista del microscopio e interrogó a Costes:

—¿Qué es esto?

El médico respondió en tono incrédulo:

—Cristal, comisario. Esta vez el asesino ha colocado partículas de cristal.

—¿En qué parte del cuerpo?

—También en el fondo de las órbitas. En el interior de los párpados. Como pequeñas lágrimas petrificadas, adheridas a los tejidos.

Los dos hombres se hallaban en el depósito de cadáveres del hospital. El joven médico llevaba la bata ensangrentada. Era la primera vez que Niémans le veía vestido así, de pie en su pedestal de baldosas blancas. La vestimenta y el lugar le prestaban una especie de autoridad glacial. El médico forense sonrió detrás de sus gafas.

—El agua, el hielo, el cristal. El parentesco de los materiales es evidente.

—Aún sé observar las evidencias —gruñó Niémans al acercarse al cuerpo que presidía el centro de la sala bajo una sábana—. ¿Qué significa esto? Quiero decir, ¿hacia qué tipo de lugar nos conduce? ¿Tienen estos residuos de cristal alguna particularidad?

—Estoy esperando los resultados de Astier. Ha ido al laboratorio para realizar un estudio detenido y determinar el origen exacto de este cristal. También volverá con los análisis del polvo y las astillas descubiertos por usted en el almacén. Ya tiene la respuesta para la tinta del cuaderno, y es más bien decepcionante. Se trata ni más ni menos que de tinta corriente. Nada más. En cuanto a las páginas de números, mientras carezcamos de otros elementos… Sólo hemos comprobado la escritura de las cifras: es sin duda de Sertys.

Niémans se pasó la mano a contrapelo de su mata cortada a cepillo; casi había olvidado los indicios del almacén. Se hizo el silencio. El policía alzó la mirada y percibió en el rostro de Costes un fulgor de inteligencia, como si brillara en sus pupilas una ecuación matemática resuelta. El comisario preguntó, irritado:

—¿Qué hay?

—Nada. Solamente… agua, hielo y cristal. Siempre cristales.

—Te he dicho que sabía constatar las…

—… pero que corresponden a temperaturas diferentes.

—No lo entiendo.

Costes juntó las manos.

—Las estructuras de estos materiales se sitúan a grados diferentes en una escala de temperatura, comisario. El frío del hielo. La temperatura ambiente del agua. El estado candente de la arena para que se convierta en vidrio.

Niémans desestimó esta constatación con un gesto de cólera.

—¿Y qué? ¿Qué nos aporta esto sobre los asesinatos?

Costes hundió los hombros, como si se retirase de nuevo a su concha de timidez.

—Nada. Sólo era una observación…

—Mejor será que me hables de las mutilaciones del cuerpo.

—Aparte de la mutilación de las manos, el cuerpo es idéntico al de Caillois. Descontando las marcas de tortura.

—¿Sertys no ha sido torturado?

—No. Por lo visto, el asesino ya sabía lo que quería saber. Ha ido directamente al grano. Mutilación de los ojos y de las manos. Estrangulación. Pero los sufrimientos han debido de ser increíbles. Porque el asesino ha empezado probablemente por las mutilaciones. Ha seccionado las manos, extirpado los ojos y sólo entonces rematado a su presa.

—¿Y la técnica de la estrangulación?

—La misma, comisario. Ha utilizado un hilo metálico. Con el que antes ha maniatado a su víctima. Como la primera vez. Los cortes en los miembros son idénticos.

—¿Y las manos? ¿Cómo ha cortado las muñecas?

—Difícil de decir. Tengo la impresión de que ha utilizado otra vez el cable. Como un hilo de alambre para cortar la mantequilla, ¿sabe?, con el cual habría rodeado las muñecas y apretado con una fuerza prodigiosa. Buscamos a un coloso, comisario. Una fuerza de la naturaleza.

Niémans reflexionó. A pesar de que estos elementos aportaban una precisión relativa, no lograba visualizar al asesino. Ni siquiera una silueta. Algo se lo impedía. Pensaba más bien en el homicida en términos de entidad, de fuerza, de energía global.

—¿La hora del crimen? —interrogó.

—Olvídelo. Con el frío de los hielos, no hay modo de sacar la menor conclusión a ese respecto.

La puerta del depósito se abrió de repente. Apareció un hombre alto y flaco de rostro anémico, nariz chata y mirada muy clara. Tenía los ojos desorbitados, inmensos como unos arco iris. Costes hizo las presentaciones. Se trataba de Patrick Astier. El químico habló inmediatamente, depositando sobre la colchoneta una pequeña bolsa de plástico:

—Tengo la composición del vidrio. Arena de Fontainebleau, sosa, plomo, potasa, bórax. Según el reparto de estos componentes, se puede deducir su origen. Es el que se emplea para hacer pavimentos. Ya sabe, como los de las piscinas. O de las casetas de los años treinta. El homicida nos guía hacia un lugar de esta índole, tapizado con baldosas y…

Niémans se había dado la vuelta. Como ante un relámpago cegador acababa de recordar el techo y las paredes del gabinete del oftalmólogo. Juró mentalmente. No podía ser una coincidencia: Edmond Chernecé era la tercera víctima.

Marc Costes interpeló al policía cuando éste ya abría la puerta:

—Pero, ¿adónde va?

Niémans contestó por encima del hombro:

—Es posible que sepa dónde va a atacar el asesino. Si ya no es demasiado tarde.

El policía ya salía cuando Astier lo alcanzó en el pasillo. Lo cogió por la manga.

—Comisario, también tengo la composición del polvo del almacén…

Pierre Niémans escrutó al químico a través de sus gafas perladas por la condensación.

—¿Qué?

—Ya sabe, los restos que ha recogido en el almacén.

—¿Y bien?

—Se trata de huesos, comisario. Huesos de animales.

—¿Qué animales?

—Ratas, a priori. Parece una tontería, pero creo que su víctima, Sertys, criaba simplemente roedores y…

Otro estremecimiento. Una fiebre nueva.

—Más tarde —murmuró Niémans—. Más tarde. Volveré.

Niémans conducía a manotazos mientras circulaba por la nacional a más de ciento cincuenta kilómetros por hora.

Si el doctor Edmond Chernecé era la siguiente víctima, significaba que era el tercer culpable.

Después de Rémy Caillois. Después de Philippe Sertys.

Y si Chernecé era culpable, significaba que el asesino del joven Éric Joisneau era él.

Maldito hijo de puta. El comisario se mordió los labios para no gritar. Rumió sobre sus propios errores desde el principio. Hizo balance de su propia incompetencia. No había querido ir al instituto de los ciegos a causa de aquella estupidez de los perros. Y allí había perdido su primera pista de verdad.

Y a partir de allí había ido a la deriva.

Mientras él avanzaba como un cangrejo en su investigación y jugaba a ser aprendiz de alpinista en los glaciares o interrogaba a la madre de Sertys, Éric Joisneau se había precipitado al instituto y descubierto un hecho importante. Un hecho que lo había llevado directamente a casa de Chernecé. Pero el joven teniente progresaba ahora a una velocidad que le superaba. El muchacho no había sabido evaluar las implicaciones de sus descubrimientos. Había confiado demasiado en el médico y le había interrogado sobre un aspecto crucial de la investigación, sobre una verdad peligrosa para el oftalmólogo. Por eso, sin duda, Chernecé lo había eliminado.

En el cerebro de Niémans se insinuaba, se forjaba una nueva certeza, clamorosa y terrorífica, de la cual no poseía ni una prueba, sólo su propio instinto: Caillois, Sertys y Chernecé habían tramado algo juntos. Compartían una culpa común.

Y mortal.

Nosotros somos los amos, nosotros

somos los esclavos, estamos por

doquier, no estamos en ninguna parte.

Somos los agrimensores.

Dominamos los ríos de color púrpura.

¿Era posible que ese
nosotros
se refiriese a estos tres hombres? ¿Era posible que Caillois, Sertys y Chernecé fueran los amos de los «ríos de color púrpura»? ¿Que hubieran dirigido una conspiración contra todo el pueblo y que ese complot fuera el móvil de los asesinatos?

40

Esta vez la puerta estaba entornada. Niémans torció enseguida hacia la derecha y entró en la galería de cristal. La penumbra. El silencio. Los instrumentos de óptica, parecidos a siluetas arrogantes. El policía desenfundó y dio la vuelta a la habitación con el arma en la mano. Nadie. Sólo las líneas de los árboles seguían bailando por el suelo, filtrándose a través de los ladrillos traslúcidos.

Volvió a la vivienda propiamente dicha. Echó una ojeada a la sala de espera sumida en la sombra y entonces cruzó un vestíbulo de mármol donde había un paragüero con bastones de pomo de asta o de marfil. Descubrió un salón atestado de muebles macizos y pesados cortinajes y luego antiguos dormitorios presididos por camas de madera barnizada. Nadie. Ningún indicio de lucha. Ningún indicio de huida.

Niémans, sin soltar su MR 73, fue hacia la escalera y subió al piso superior. Entró en un pequeño despacho que olía a cera y a puros. Descubrió maletas de cuero blando y candados dorados colocadas sobre un gastado kilim.

El policía siguió avanzando. El lugar apestaba a amenaza y muerte. Por una ventana ovalada divisó las altas copas de los árboles, todavía sacudidas por el viento furioso. Reflexionó y comprendió que ese tragaluz daba al tejado de la galería, el tejado de cuadrados de cristal. Abrió brutalmente la ventana y fijó la mirada en la techumbre transparente.

La sangre se le heló en las venas. A lo largo de los cuadrados pigmentados de lluvia destacaba el reflejo del cuerpo de Chernecé, como arrugado por los relieves del cristal. Con los brazos abiertos y los pies juntos, en una postura de crucifixión. Un mártir se reflejaba en un lago de aguada verdosa.

Niémans, con un grito ahogado en la garganta, observó de nuevo esa imagen y dedujo el lugar exacto donde se hallaba el cuerpo. Captó súbitamente el juego de óptica y asomó la cabeza por la ventana. Se volvió hacia lo alto de la fachada. El cuerpo estaba suspendido justo encima del tragaluz.

Bajo el viento húmedo, Edmond Chernecé estaba fijo contra la pared, como un frontispicio del terror.

El oficial de policía volvió al interior, salió del pequeño despacho, enfiló una segunda escalera de estrechos peldaños de madera, tropezó y accedió a la buhardilla. Otra ventana, otro marco, y el policía llegó al canalón del tejado, donde contempló lo más cerca posible el cadáver del difunto Edmond Chernecé.

El cadáver ya no tenía ojos. Las órbitas desgarradas estaban abiertas al viento lluvioso. Los dos brazos estaban muy abiertos y ya no exhibían más que muñones ensangrentados. El cadáver mantenía esta postura mediante un apretado dédalo de cables brillantes y retorcidos que cortaban las carnes espesas y bronceadas. Niémans, con las sienes azotadas por el chubasco, hizo la cuenta.

Rémy Caillois.

Philippe Sertys.

Edmond Chernecé.

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