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Authors: Jean-Christophe Grangé

Tags: #Policíaco, Thriller

Los ríos de color púrpura (36 page)

BOOK: Los ríos de color púrpura
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Con un esfuerzo desesperado, el policía hizo un movimiento lateral. Los dolores que hormigueaban a lo largo de su cuerpo trabajaban ahora a su favor: se anulaban mutuamente, sumiendo su carne en una especie de indiferencia mortificada.

Logró deslizarse bajo el parachoques y salir de su ataúd. Una vez liberados los brazos, se llevó enseguida la mano a la sien y sintió un flujo espeso que fluía de la carne abierta. Gimió al notar el dulce calor de la sangre fluyendo entre sus dedos doloridos. Pensó en un pico de pájaro cazado con liga, vomitando fuel, y se le llenaron los ojos de lágrimas.

Se enderezó, apoyando un brazo en el reborde del conducto y rodó por el suelo mientras a través de su conciencia vacilante le atenazaba otro pensamiento.

El asesino volvería. Para rematarlo.

Agarrándose a la carrocería, consiguió ponerse de pie. De un puñetazo, abrió el maletero abollado y cogió su escopeta de aire comprimido, así como un puñado de cartuchos desperdigados en el interior. Sujetando el arma bajo el brazo izquierdo —mantenía esta mano sobre la herida—, consiguió cargar con la mano derecha la cámara del fusil. Realizaba estas maniobras a tientas, sin ver prácticamente nada: había perdido las gafas y la noche era de una profundidad tenebrosa.

Con el rostro embadurnado de sangre y lodo y todo el cuerpo dolorido, el comisario se volvió y barrió el espacio con su arma. Ningún ruido. Ningún movimiento. Le asaltó un vértigo. Se deslizó a lo largo del coche y al final cayó de nuevo en el tramo de cemento. Esta vez sintió la mordedura del agua fría y se despertó. Ya se tambaleaba contra las paredes de cemento, en dirección a un río.

Después de todo, ¿por qué no?

Apretó el fusil contra su torso y se dejó llevar hacia aguas más amplias, como un faraón en ruta hacia el río de los muertos.

49

Niémans flotó mucho rato al hilo de la corriente. Con los ojos abiertos, percibía, a través de los huecos entre el follaje, los retazos mates del cielo sin estrellas. A izquierda y derecha veía desmoronamientos de arcilla roja, acumulaciones de ramas y raíces que formaban un manglar inextricable.

Pronto el arroyo creció, ganó en fuerza y en rumores. El hombre se dejaba llevar con la cabeza echada hacia atrás. El agua helada provocaba una vasoconstricción en su sien, impidiendo que perdiera demasiada sangre. Ahora esperaba que, siguiendo los meandros, el curso del agua le llevase hacia Guernon y su universidad.

No tardó en comprender que su esperanza era vana. Aquel río era un callejón sin salida: no descendía hacia el campus. El afluente describía eses cada vez más cerradas en el interior mismo del bosque, y perdía de nuevo su fuerza y su ímpetu.

La corriente se inmovilizó.

Niémans nadó hasta la orilla y salió, jadeando, de las olas. El agua estaba tan cargada de partículas, era tan pesada por los limos, que no desprendía ningún reflejo. Se dejó caer contra la tierra empapada, tapizada de hojas muertas. Las ventanillas de la nariz se le llenaron de restos fétidos, ese olor característico, ligeramente ahumado, de la tierra íntima, mezclada con fibras y ramillas, humus e insectos.

Se volvió de espaldas y lanzó una mirada hacia las frondas del bosque. No eran bosques tupidos, inextricables, sino al contrario, sotos ralos, espaciados, donde reinaba una especie de vacuidad, de libertad vegetal. No obstante, la oscuridad era tan profunda que resultaba imposible percibir siquiera las masas negras de las montañas por encima de su cabeza. Y no sabía cuánto tiempo había ido a la deriva, ni en qué dirección.

A pesar del dolor, a pesar del frío, se arrastró, encorvado, y se apoyó contra un tronco. Hizo un esfuerzo para reflexionar. Intentó acordarse del mapa de la región donde había señalado los lugares destacados de la investigación. Pensó especialmente en la posición de la Universidad de Guernon, situada al norte de Sept-Laux.

El norte.

En ausencia de toda información sobre su propia posición, ¿cómo encontrar el norte? No disponía de brújula ni de ningún instrumento magnético. De día habría podido orientarse por el sol, pero ¿y de noche?

Siguió reflexionando. Con la sangre que volvía a fluirle del cráneo y el frío que ya le entumecía los miembros, tenía pocas horas por delante.

De improviso, tuvo una revelación. Incluso en este instante, en mitad de la noche, podía descifrar la orientación del sol. Gracias a las plantas. El comisario no sabía nada del reino vegetal, pero sabía lo que sabe todo el mundo: ciertas especies de musgos y líquenes, necesitadas de humedad, sólo crecen a la sombra y huyen de toda exposición al sol. Estas plantas oscuras debían de crecer pues exclusivamente en la sombra, al pie de los árboles.

Niémans se arrodilló mientras buscaba en su abrigo empapado el estuche duro donde siempre llevaba un par de gafas de recambio. Intactas. A través de los nuevos cristales, discernió con precisión su entorno inmediato.

Se puso a buscar al pie de las coníferas, a lo largo del declive. Al cabo de pocos minutos, con los dedos helados y ennegrecidos por la tierra, comprendió que había acertado. Cerca de los troncos, bosquecillos de esmeralda, bolas de frescura, se mantenían siempre en la misma orientación. El policía palpó las cúpulas minúsculas, las superficies fibrosas, las texturas suaves… toda una jungla en miniatura le indicaba ahora el norte.

Niémans se levantó con dificultad y siguió el camino de los musgos.

Vacilaba, aplastando las glebas, sintiendo latir su corazón hasta el ahogo. Esquivaba los charcos, las cortezas, las ramas. Sus pies pisaban entramados, santuarios de sílex, agujeros espinosos, erizados de hierbas ligeras: él seguía siempre los líquenes. Otras veces se hundía en ciénagas crujientes de hielo, que practicaban surcos salobres en las faldas de las laderas. A pesar del cansancio, a pesar de las heridas, ganaba rapidez y sacaba fuerzas de los perfumes turbulentos del aire. Tenía la sensación de caminar por el aliento mismo de la llovizna, que acababa de remitir para tomar un respiro.

Por fin, apareció una carretera.

El asfalto reluciente, el camino de la salvación. Niémans examinó otra vez los bulbos frioleros al borde de la grava, para definir la dirección adecuada. Pero súbitamente, un coche patrulla de la gendarmería surgió de una curva con los faros por delante.

El vehículo se detuvo al momento. Saltaron unos hombres para ayudar a Niémans, que desfallecía, aún agarrado a su fusil.

El policía exangüe sintió la fuerza de los gendarmes. Oyó murmullos, gritos, crujidos de impermeables. Los faros bailaban, oblicuos. En la camioneta, uno de los hombres gritó al conductor:

—¡Al hospital, date prisa!

Niémans, semiinconsciente, balbució:

—No. A la universidad.

—¿Qué? Está gravemente herido y…

—A la universidad. Tengo… tengo una cita.

50

La puerta se abrió ante una sonrisa.

Pierre Niémans bajó los ojos. Vislumbró los puños fuertes y morenos de la mujer. Examinó un poco más arriba, las mallas tupidas del ancho jersey, y subió hasta el cuello, cerca de la nuca, donde los cabellos eran tan finos bajo el volumen del moño que sólo dibujaban un halo, una niebla. Pensó en la magia de esa piel, tan bella, tan lisa, que transformaba cada materia y cada vestido en un privilegio. Fanny bostezó:

—Llega con retraso, comisario.

Niémans intentó sonreír.

—¿Usted… no dormía?

La joven negó con la cabeza y se apartó. Él avanzó hacia la luz. El rostro de Fanny se paralizó: acababa de ver las facciones ensangrentadas del policía. Retrocedió, abarcó de un solo vistazo la silueta desfigurada. El abrigo azul empapado. La corbata rota. La ropa calcinada.

—¿Qué le ha sucedido? ¿Un accidente?

Niémans asintió con un breve movimiento de cabeza

Echó una mirada en derredor de la habitación principal del apartamento. A través de la fiebre, a través de las sacudidas de sus arterias, se sintió feliz de descubrir ese lugar. Paredes inmaculadas, colores suaves. Un escritorio oculto bajo un ordenador, libros, papeles. Piedras y cristales en los estantes. Material de alpinismo, trajes fluorescentes amontonados. Un apartamento de mujer joven. A la vez sedentaria y deportiva, hogareña y aficionada a las aventuras. En un instante, toda la expedición a los glaciares le volvió a la mente. Un recuerdo en forma de fragmento de escarcha.

Niémans se desplomó en una silla. Fuera volvía a llover. Se oía el martilleo de las gotas en alguna parte bajo el tejado, y también los ruidos acolchados de los vecinos. Una puerta que chirriaba. Pasos. Una noche en el mundo de los estudiantes, inquietos y confinados.

Fanny quitó el abrigo al oficial y examinó con atención la llaga abierta en su sien. No pareció sentir la menor repulsión ante la sangre coagulada, ante las carnes levantadas, de un color pardo. Incluso silbó entre dientes:

—Está gravemente herido. Espero que la arteria temporal no esté dañada. Es difícil de saber, el cráneo todavía sangra y… ¿Cómo ha ocurrido?

—He sufrido un accidente —respondió lacónicamente Niémans—. Un accidente de coche.

—Es preciso que le lleve al hospital.

—Ni hablar. Debo continuar la investigación.

Fanny desapareció en otra habitación y volvió con los brazos cargados de compresas, medicamentos, bolsas al vacío que contenían agujas y suero. Abrió varios sobres a breves dentelladas. Después clavó una aguja en una jeringa de plástico. Niémans alzó un ojo hacia la ampolla. Fanny aspiró su contenido levantando el émbolo de la jeringa. Él se contrajo y agarró el envase del producto.

—¿Qué es esto?

—Un anestésico. Le calmará. No tenga miedo.

Niémans le asió la muñeca.

—Espere.

El policía leyó las indicaciones del producto. Xilocaína. Un anestésico con adrenalina que sin duda permitiría reducir sus dolores sin hacerle perder el conocimiento. En signo de asentimiento, Niémans dejó caer el brazo.

—No tenga miedo —murmuró Fanny—. Esto también reducirá la hemorragia.

Con la cabeza baja, Niémans no podía ver los gestos de la mujer pero le pareció que le pinchaba repetidamente en los bordes de la llaga. En pocos segundos, el sufrimiento empezó a remitir.

—¿Tiene material de sutura? —masculló él.

—Claro que no. Tiene que ir al hospital. No tardará en sangrar de nuevo y…

—Póngame un apósito. Cualquier cosa. Debo continuar la investigación, conservar la mente clara.

Fanny se encogió de hombros y humedeció varias compresas con un aerosol. Niémans echó una mirada en su dirección. Sus muslos prestaban tirantez a los vaqueros, sus curvas resaltaban como líneas de fuerza que provocaban en él una sorda excitación, incluso en el estado en que se encontraba.

Se interrogó sobre los contrastes de la joven. ¿Cómo podía ser a la vez tan diáfana y tan concreta? ¿Tan dulce y tan brutal? ¿Tan próxima y tan lejana? Veía la misma contradicción en su mirada: destello agresivo de los ojos, infinita dulzura de las cejas. Preguntó, respirando el olor acre de los productos antisépticos:

—¿Vive sola aquí?

Fanny limpiaba la llaga con pequeños golpes enérgicos. El policía apenas sentía el picor bajo el efecto creciente del analgésico. Ella volvió a sonreír:

—Usted no deja escapar ni una.

—Dis… discúlpeme… ¿Soy indiscreto?

Fanny se concentraba en su trabajo, muy cerca de él. Le murmuró al oído:

—Vivo sola. No tengo novio, si se refiere a eso.

—Yo… Pero… ¿por qué en la facultad?

—Estoy cerca de las clases, de la biblioteca…

Niémans volvió la cabeza. Ella se la puso enseguida en la misma orientación, con un gruñido. El policía dijo, con la cara inclinada:

—Es verdad, ahora me acuerdo… La diplomada más joven de Francia. Hija y nieta de profesores eméritos. De modo que usted pertenece a esos niños que…

Fanny le cortó en seco:

—¿Qué niños?

Niémans se volvió ligeramente:

—No… Quiero decir… los superdotados del campus, que también son campeones…

El rostro de la joven se endureció. Su voz reveló una desconfianza brutal:

—¿Qué busca usted?

El policía no contestó, a pesar de su furioso deseo de interrogar a Fanny sobre sus orígenes. Pero, ¿se pregunta a una mujer de dónde ha sacado su fuerza genética, dónde se encuentra la fuente de sus cromosomas? Fue su interlocutora quien continuó:

—Comisario, no sé por qué, en su estado, se ha empeñado en venir a mi casa. Pero si tiene preguntas concretas, formúlelas.

El tono de la orden era mordaz. Niémans ya no sentía ningún dolor pero habría preferido la mordedura de la herida a la de esta voz. Sonrió, confuso:

—Sólo quería hablarle de la revista de la facultad, para la que escribe…

—¿Tempo?

—Sí, ésa.

—¿Y bien?

Niémans hizo una pausa. Fanny puso las compresas en una de las bolsas plastificadas y colocó una venda en torno a la cabeza de Niémans. El policía prosiguió, sintiendo aumentar la presión alrededor de su cráneo:

—Me preguntaba si usted había redactado un artículo sobre un hecho extraño, ocurrido en los sótanos del hospital el pasado julio…

—¿Qué hecho?

—Se encontraron unas fichas de nacimiento en los casilleros de Etienne Caillois, el padre de Rémy.

Fanny adoptó un tono indiferente.

—Ah, esa historia…

—¿Redactó usted un artículo?

—Algunas líneas, creo, sí.

—¿Por qué no me ha hablado de ello?

—¿Quiere decir… que podría haber una relación entre esta historia y los asesinatos?

Niémans levantó la voz, enderezando la cabeza:

—¿Por qué no me ha hablado de ese hurto?

Fanny puntuó su respuesta con un vago movimiento de hombros; todavía estaba colocando el vendaje sobre las sienes del policía.

—Nada prueba que fuera realmente un hurto… Con esos archivos en pleno desorden, todo se puede perder y recuperar. ¿Tan importante es?

—¿Vio personalmente esas fichas?

—Sí, fui a los archivos donde están almacenadas las cajas de cartón.

—¿No observó nada curioso en esos documentos? —inquirió el comisario.

—¿Qué, por ejemplo?

—No sé. ¿No los comparó con los historiales originales?

Fanny retrocedió. La venda ya estaba puesta.

—Eran sólo hojas sueltas, garabateadas por enfermeras. Nada del otro jueves.

—¿Cuántas había?

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