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Authors: Eden Phillpotts

Los rojos Redmayne (9 page)

BOOK: Los rojos Redmayne
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—Eso creo yo —repuso el marino.

—¿Cuándo lo vio por última vez, Mr. Redmayne?

—Hace alrededor de un mes. Vino a pasar el día en compañía de Flora Reed, la joven con quien iba a casarse.

—¿Estaba bien en ese momento?

Benjamin reflexionó y se rascó la barba rojiza.

—Bullicioso y charlatán, pero no advertí nada raro en él.

—¿Habló del matrimonio Penrod?

—Ni una palabra. Se dedicó por completo a su novia. Pensaban casarse a fines del otoño y emprender un viaje para visitar a mi hermano Albert.

—¿Cree usted que escribirá a Miss Reed cuando llegue a Francia?

—No sabría decirle. Suponiendo que dentro de poco lo detuvieran, ¿qué establecería la ley? Un individuo enloquece y comete un crimen. Más tarde lo prenden y está tan cuerdo como un juez. No es posible que lo ahorquen por lo que hizo cuando perdió el juicio y no es posible encerrarle en un manicomio si no está loco.

—El problema es interesante, no hay duda —admitió Brendon—; pero esté seguro de que la ley no dejará de ser previsora. Un loco homicida, aunque tenga intervalos de cordura, no andará suelto por ahí después de matar a un semejante.

—Bueno; nada más puedo agregar a lo dicho. Si tengo noticias de Robert avisaré a la policía; y supongo que si ustedes lo capturan, nos avisarán en seguida a mí y a su otro hermano. Lo que ha sucedido es horrible para la familia. Robert se comportó bien durante la guerra y recibió honores. Si está loco, quiere decir que la guerra lo enloqueció.

—Todo eso se tendría muy en cuenta, se lo aseguro. Lamento lo ocurrido, tanto por él como por usted, Mr. Redmayne.

Malhumorado, Benjamin lo miró por debajo de sus tupidas cejas.

—Si apareciera por aquí alguna noche, no me sentiría muy dispuesto a entregarlo a la muerte en vida en un manicomio.

—Apuesto lo que quiera a que cumpliría usted con su deber —replicó Brendon.

Bajaron al comedor, donde Joanna Penrod los esperaba para servir el té. Los tres guardaban silencio y Marc tuvo tiempo de observar a la joven viuda.

—¿Qué hará usted, señora? —preguntó al rato—. ¿Dónde podré encontrarla si necesito su ayuda?

—Estoy en manos de mi tío Benjamin —contestó Joanna mirando a Redmayne y no a Brendon—. Sé que me permitirá vivir aquí por el momento.

—Quiero que te quedes para siempre —declaró el viejo marino—. Ésta es tu casa ahora, Joanna, y estoy muy contento de que te encuentres aquí. Ahora no somos más que tres: tú, tu tío Albert y yo, porque no creo que volvamos a ver jamás al pobre Robert.

Una mujer de edad entró en el comedor.

—Doria desea saber a qué hora necesitan la lancha —dijo.

—En seguida, si es posible —rogó Brendon—. Hemos perdido mucho tiempo.

—Dígale a Doria que esté a bordo —ordenó Benjamin.

Cinco minutos más tarde Marc se despedía.

—Le comunicaré inmediatamente la noticia de la captura, Mr. Redmayne —aseguró—. Si su pobre hermano vive aún, no es posible que siga mucho tiempo prófugo. Considerando la situación en que se halla, debe de sentirse atormentado y lleno de ansiedad; por su propio bien deseo que se entregue pronto o que lo encuentren, si no en Inglaterra, en Francia.

—Gracias —repuso el viejo marino con voz contenida—. Lo que acaba usted de decir es cierto. También lamento ahora esta tardanza. Si vuelvo a tener noticias de él, telegrafiaré a Scotland Yard o encargaré que lo hagan desde Dartmouth. Habrá advertido usted que he instalado un cable telefónico para comunicarme con el pueblo.

Estaban otra vez debajo del mástil, en la terraza, y Brendon contemplaba la línea rugosa de acantilados y los campos de cereales que ascendían en declive tierra adentro. La región era muy despoblada y sólo se veía, hacia el Oeste, la albardilla del tejado de una alquería solitaria, situada a casi dos kilómetros de distancia.

—Si recurre a usted (y me parece que lo hará), recíbalo y avísenos—dijo Brendon—. Es una obligación muy dolorosa, por cierto; pero tengo la certeza de que la cumplirá, Mr. Redmayne.

La áspera actitud del viejo marino se había suavizado un poco en el transcurso de la visita del detective. Era evidente que la aversión natural que le inspiraba la profesión de Brendon no se extendía al policía como persona.

—El deber es el deber —dijo—, pero ruego a Dios que me aparte del que usted cumple. Si algo puedo hacer, confíe en que lo haré. No creo probable que Robert venga; tal vez trate de refugiarse en casa de Albert, allá en Italia. Adiós.

Redmayne volvió a la casa y Joanna, que se hallaba junto a ellos, acompañó a Brendon hasta los peldaños.

—No vaya a creer que detesto a Robert —le dijo—. El pobre infeliz me ha roto el corazón, eso es todo. Más de una vez he dicho tontamente que Michael había escapado a la guerra. Pero no... No es mi tío Robert quien mató a mi adorado marido: fue la guerra. Ahora lo comprendo.

—Es una suerte que sea usted tan sensata —contestó Marc en voz baja-. Admiro su extraordinaria paciencia y su valor, señora, y... haría por usted, y haré todo lo que la inteligencia humana sea capaz de hacer.

—Gracias, bondadoso amigo —repuso ella. Luego estrechó su mano y se despidió de él.

—¿Me avisará usted si se marcha de aquí? —preguntó Brendon.

—Sí..., puesto que me lo pide.

Se separaron y Marc bajó los escalones corriendo, casi sin verlos. Sentía que amaba, con toda su alma, a aquella mujer. La intensidad del sentimiento lo dominaba por completo, mientras la razón y el buen sentido protestaban.

Saltó a bordo de la lancha que lo esperaba y pronto navegaron velozmente rumbo a Dartmouth. Doria le hacía vehementes preguntas, pero el pasajero no se mostraba dispuesto a satisfacer su curiosidad. En cambio, le pidió algunos datos sobre su persona y descubrió que al italiano le encantaba hablar de sí mismo. Antes de que la lancha llegara al muelle de Dartmouth, la egolatría y la frivolidad que demostraba Doria dejaron pensativo a Brendon...

—¿Por qué no ha regresado usted a su país ahora que ha terminado la guerra? —preguntó a Doria.

—No estoy en mi país, precisamente porque la guerra ha terminado, señor —repuso Giuseppe—. Luché contra Austria en el mar; pero ahora..., ahora Italia es un país desgraciado; por el momento, no es lugar para héroes. No soy un hombre cualquiera. Soy de noble linaje: el de los Doria de Dolceaqua, en los Alpes Marítimos. ¿Ha oído hablar de los Doria?

—Creo que no... No estoy muy fuerte en historia.

—En las orillas del río Nervia, los Doria poseían un poderoso castillo y gobernaban la tierra de Dolceacqua Eran guerreros. Hubo un Doria que mató al príncipe de Mónaco. Pero las grandes familias son como las naciones: su historia es un leve montículo en el reloj de arena del tiempo. Surgen y se desmoronan por el proceso de su propia evolución. ¡Sí! El tiempo sacude el reloj de arena y desaparecen... hasta el último granito. Yo soy el último granito. Fuimos hundiéndonos gradualmente hasta el punto en que sólo he quedado yo. Mi padre conducía un automóvil de alquiler en Bordighera. Murió en la guerra y mi madre también ha muerto. No tengo más que una hermana. Se deshonró y supongo que no existe. No la conozco. Por consiguiente, quedo yo; y el destino de la poderosa familia depende sólo de mí; el destino de una familia que en un tiempo reinó soberana.

Brendon se hallaba sentado en la proa de la lancha junto al marinero y no podía menos que admirar la asombrosa belleza del italiano. Además, revelaba voluntad y ambición, junto con un franco cinismo que se manifestó en seguida.

—Hay familias que, como la suya, han estado a veces pendientes de un hilo —observó Marc—; el hilo de una única vida. Quizá ha nacido usted para revivir la buena fortuna de su casta, Doria.

—No hay «quizá». Es un hecho. Tengo un ángel tutelar que a veces me habla. He nacido para grandes proezas. Soy muy bien parecido; esto era necesario. Soy muy inteligente; esto también era necesario. Una sola cosa me separa del castillo en ruinas de mis antepasados, en Dolceacqua... Una sola cosa. Y está esperándome en alguna parte del mundo.

Brendon rió.

—Entonces ¿qué está haciendo en esta gasolinera?

—Haciendo tiempo. Esperando.

—¿Qué está esperando?

—Una mujer... A una esposa, a una amiga. Lo único que necesito es una mujer... con mucho dinero. Mi cara ganará su fortuna. ¿Comprende? Por eso vine a Inglaterra. En Italia no hay por ahora ricas herederas. Pero he dado un paso en falso aquí. Necesito codearme con lo mejor, donde abundan las grandes fortunas. Cuando habla el oro, todas las lenguas callan.

—¿No se engaña usted a sí mismo?

—No; sé lo que tengo en venta. Las mujeres se sienten atraídas por la belleza de mi rostro, señor.

—¿Sí?

—Es el tipo clásico antiguo que ellas adoran. ¿Por qué no? Sólo un tonto pretendería ser menos de lo que es. Un hombre tan dotado como yo, con sangre noble y antiguo abolengo en las venas, es decir, lo mejor de lo mejor, romántico y capaz de amar como sólo puede hacerlo un italiano, un hombre así tiene que encontrar una mujer espléndida y muy rica. Es sólo cuestión de paciencia. Pero ese tesoro no se encuentra en las inmediaciones de este viejo lobo de mar. No tiene mucha alcurnia. Yo no lo sabía. Antes de venir aquí hubiera debido verlos a él y su casucha. Volveré a poner un anuncio y entraré en ambientes más elevados.

Brendon halló que sus pensamientos se centraban por entero en Joanna Penrod. ¿Estaba dentro de los límites de lo posible que ella, cuando el transcurso del tiempo atenuara el sufrimiento causado por su dolorosa pérdida, detuviera la mirada en aquel extraordinario individuo? Marc se lo preguntaba; pero le parecía poco probable. Además, el último de los Doria aspiraba, evidentemente, a obtener posición más elevada y mayor fortuna que las que podía proporcionarle la viuda de Michael Penrod. Marc sintió desprecio por aquel curioso ser que violaba, con tanta franqueza y jovialidad, las normas inglesas de reserva y modestia. No obstante, le impresionaba la seguridad y el sentido de su propio valer que el otro mostraba.

Se alegró de dejar a Doria en el desembarcadero después de darle cinco chelines. Pero Giuseppe torturaba su mente. Podía uno desaprobar su arrogancia o admirar su belleza física; pero era imposible no sentirse influido por su vitalidad y su dinamismo.

Poco después Brendon llegó a la comisaría y se apresuró a comunicarse con Plymouth, Paignton y Princetown. A esta última localidad envió órdenes especiales y pidió al inspector Halfyard que visitara a Mrs. Gerry, en la calle de la Estación, y revisara minuciosamente el cuarto que había ocupado allí Robert Redmayne.

5

Robert Redmayne aparece

Una sensación de irrealidad se apoderó de Marc Brendon después de esta etapa de la investigación. Llegaría la hora en que el falso ambiente en el cual se movía sería despejado por una mente más poderosa que la suya. Vagamente tenía conciencia de que un error fundamental lo había impulsado hacia el camino erróneo, de que recorría a tientas un callejón sin salida y de que había perdido el único sendero que podía llevarlo a la realidad.

Se trasladó, por la mañana, de Paignton a Plymouth y dirigió allí una investigación minuciosa y enérgica. Pero demasiado sabía que llegaba tarde; tenía la certeza de que si Robert Redmayne vivía no estaba en Inglaterra. Regresó a Princetown para revisar nuevamente el lugar; aun cuando comprendía la inutilidad de su esfuerzo, era necesario proseguir la rutina. Las huellas de pies desnudos en la arena estaban cuidadosamente protegidas. Resultaron demasiado borrosas, lo que impidió distinguirlas; no obstante, Marc comprobó que eran las huellas dejadas por dos hombres, o quizá tres. Recordó que Robert Redmayne había dicho que nadaba en las charcas e intentó probar la presencia de tres pisadas diferentes; pero no lo consiguió.

El inspector Halfyard, que había seguido muy de cerca los pormenores del caso, echaba toda la culpa a Benjamin, el hermano del asesino desaparecido.

—Nos entretuvo premeditadamente —afirmaba— y estos días perdidos nos ponen en aprietos. Ahora el criminal estará en Francia, o tal vez en España.

—Hemos enviado detalles completos del caso —explicó Brendon; pero el inspector no daba importancia a esta medida.

—Sabemos que la policía extranjera rara vez atrapa a un prófugo —dijo.

—Sin embargo, éste no es un prófugo común. Sigo creyendo que está loco.

—Si así fuera, ya lo habrían prendido. Y esto, en mi opinión, hace que lo que antes parecía simple se convierta en un enigma cada vez más impenetrable. No creo que el hombre estuviera loco. Creo que sabía muy bien lo que hacía; y, si estoy en lo cierto, tendrá que empezar de nuevo, Brendon, y descubrir el móvil del crimen. Partiendo de la base de que se trata de un asesinato premeditado y mucho más hábilmente planeado de lo que al principio parecía, será menester hurgar en el pasado y encontrar qué motivos tuvo Redmayne para cometerlo.

Brendon no se convencía.

—No estoy de acuerdo con usted —replicó—. Se me había ocurrido esa hipótesis, pero la encuentro demasiado inverosímil. Sabemos, por testimonios imparciales, que los dos mantenían cordiales relaciones hasta el momento en que partieron juntos en la motocicleta de Redmayne, la noche del suceso.

—¿Qué testimonio imparcial? Supongo que no calificará de imparcial la declaración de Mrs. Penrod.

—¿Por qué no? Tengo la certeza de que lo es; pero me refiero ahora a lo que dijo en Paignton Flora Reed, novia de Robert Redmayne. Me explicó que él le había escrito comunicándole la opinión enteramente modificada que tenía de Penrod; también le decía que había invitado a su sobrina y al marido para las regatas de Paignton. Más aún: tanto Miss Reed como sus padres manifestaron claramente que Redmayne era de naturaleza excitable y caprichosa. A decir verdad, Mr. Reed no aprobaba esa boda. Al describir a Redmayne dijo que su cerebro podía pasar muy fácilmente la línea divisoria entre la razón y la locura. No, Halfyard, no hay teoría alguna que se mantenga en pie; excepto la de un colapso mental. La carta que escribió al hermano lo confirma. La letra misma revela su falta de freno y de dominio.

—¿Era realmente su escritura?

—La comparé con otra carta que me mostró Benjamin Redmayne. Es una letra muy peculiar. A mi entender, no hay lugar a dudas.

—¿Qué hará usted ahora?

—Volveré a Plymouth y haré averiguaciones a bordo de los barcos de carga. Van y vienen y es fácil saber cuáles salieron de Plymouth en los días que siguieron a la carta de Redmayne. Probablemente regresarán con otro cargamento dentro de una o dos semanas. No costará mucho identificarlos.

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