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Authors: Bernard Cornwell

Tags: #Aventuras, #Histórico

Los señores del norte (4 page)

BOOK: Los señores del norte
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—Yo conocía al conde Ragnar
el Viejo
—dijo
Bolti.

—Y yo —contesté—. Y no te recuerdo.

—Le vendí sogas y palos de remo la última vez que zarpó en
La víbora del viento.

—¿Le engañasteis? —le pregunté sarcástico.

—Me gustaba mucho —respondió con fiereza.

—Y yo lo adoraba —contesté—, porque se convirtió en mi padre.

—Lo sé —me dijo—, y te recuerdo —se quedó callado un instante y miró a Hild—. Eras muy joven —prosiguió mirándome de nuevo—, y estabas con una chica pequeña y morena.

—Me recuerdas, entonces —y me quedé en silencio porque llegó la cerveza. Reparé en que Bolti, a pesar de ser danés, llevaba una cruz en el cuello, y se dio cuenta de que la miraba.

—Hay que sobrevivir en Eoferwic —contestó tocándose la cruz. Después se apartó el abrigo y vi el amuleto del martillo de Thor oculto tras él—. Sobre todo mataron a los paganos —aclaró.

Saqué mi propio amuleto de debajo de mi jubón.

—¿Hay muchos daneses cristianos, ahora? —pregunté.

—Algunos —admitió a regañadientes—. ¿Quieres comida con esa cerveza?

—Quiero saber por qué estás hablando conmigo —le dije.

Quería marcharse de la ciudad. Quería coger a su esposa sajona, sus dos hijos y sus dos hijas y llevárselos lejos de la venganza y la masacre que se avecinaba, y quería escolta, y me miró con unos ojos patéticos y desesperados sin saber que deseaba lo mismo que yo.

—¿Y dónde quieres ir? —le pregunté.

—Hacia el oeste no —dijo con un estremecimiento—. En Cumbraland hay sangría.

—Siempre hay sangría en Cumbraland —contesté. Cumbraland era la parte de Northumbria que quedaba al otro lado de las colinas, cerca del mar de Irlanda, y sufría los asaltos de los escoceses de Strath Clota, de los noruegos de Irlanda y de los britanos de Gales. Algunos daneses se habían establecido en Cumbraland, pero eran suficientes para evitar que los saqueos asolaran la zona.

—Yo iría a Dinamarca —contestó Bolti—, pero no hay barcos de guerra —los únicos barcos que permanecían en los muelles de Eoferwic eran de comerciantes sajones, y si alguno se atrevía a zarpar quedaría atrapado por los barcos daneses que sin duda se reunían en el Humber.

—¿Entonces? —pregunté.

—Quiero ir al norte —dijo—, reunirme con Ivarr. Puedo pagarte.

—¿Y crees que voy a poder ofrecerte escolta en las tierras de Kjartan?

—Creo que todo me saldrá mejor con el hijo de Ragnar a mi lado que por mi cuenta —admitió—, y si corre la voz de que viajas conmigo, se nos unirán más hombres.

Así que permití que me pagara; mi precio fueron dieciséis chelines, dos yeguas y un caballo negro, y el valor de este último hizo a Bolti palidecer. Un hombre conducía el semental por las calles, ofreciéndolo a la venta, y Bolti compró la bestia porque su miedo a quedarse atrapado en Eoferwic valía cuarenta chelines. El caballo negro estaba entrenado para la batalla, lo que significaba que no se asustaba con el ruido y se movía obedientemente con la presión de las rodillas, lo que permitía ir armado con espada y escudo y poder maniobrar. El semental formaba parte del botín de los daneses masacrados en los últimos días, pues nadie sabía cómo se llamaba. Lo llamé
Witnere,
que significa Torturador, y le venía al pelo, pues les cogió manía a las yeguas y no paraba de morderlas.

Las yeguas eran para Willibald y Hild. Le dije al padre Willibald que debería marcharse al sur, pero al final se había asustado e insistió en quedarse conmigo; al día siguiente de conocer a Bolti, todos partimos hacia el norte por la calzada romana. Nos acompañaban una docena de hombres. Entre ellos se contaban tres daneses y dos noruegos que habían conseguido escapar a la masacre de Hrothweard, y el resto eran sajones que huían de la venganza de Ivarr. Todos tenían armas y Bolti me dio dinero para pagarles. No era una paga generosa, lo justo para comprar comida y cerveza, pero su presencia mantuvo alejados a los forajidos.

Me vi tentado de cabalgar hasta Synningthwait, donde Ragnar y sus partidarios tenían sus tierras, pero sabía que habría muy pocos hombres, pues la mayoría se había marchado al sur con Ragnar. Algunos de aquellos guerreros perecieron en Ethandun y el resto seguía con Guthrum, cuyo ejército derrotado se había quedado en Mercia. Guthrum y Alfredo habían firmado la paz, y Guthrum incluso se había bautizado, lo que Willibald tildaba de milagro. Así que habría pocos guerreros en Synningthwait. No era lugar para refugiarme de los planes asesinos de mi tío o del odio de Kjartan. De modo que, sin un buen plan de futuro y dejándome llevar por el destino, mantuve la palabra dada a Bolti y lo escolté al norte hacia las tierras de Kjartan, que quedaban justo en medio de nuestro camino como un nubarrón negro. Cruzar aquellas tierras significaba pagar peaje, y eso sería un peaje elevado. Sólo hombres poderosos como Ivarr, cuyos guerreros superaban en número a los de Kjartan, podían cruzar el río Wiire sin pagar.

—Te lo puedes permitir —pinché a Bolti. Sus dos hijos guiaban caballos de carga y yo sospechaba que estaban cargados de monedas envueltas en paño o lana para que no tintinearan.

—No me puedo permitir que se quede con mis hijas —contestó. Tenía hijas gemelas, de unos doce o trece años, listas para el matrimonio. Eran bajitas, regordetas, rubias, con nariz respingona e imposibles de diferenciar.

—¿Es eso lo que hace Kjartan? —le pregunté.

—Se lleva lo que le apetece —respondió Bolti con amargura—, y le gustan las chicas jóvenes, aunque supongo que preferirá quedarse contigo.

—¿Y por qué sospechas eso? —exclamé con un tono de voz neutro.

—Conozco las historias que se cuentan —contestó—. Su hijo perdió el ojo por tu culpa.

—Su hijo perdió el ojo —repliqué— porque desnudó a la hija del conde Ragnar.

—Pero él te echa la culpa a ti.

—Eso es verdad —confirmé. Todos éramos niños entonces, pero las heridas de la infancia se pueden infectar, y yo no albergaba duda alguna de que Sven el Tuerto me sacaría gustoso ambos ojos por el que él había perdido.

Según nos acercábamos a Dunholm, nos desviamos hacia el oeste por las colinas para evitar a los hombres de Kjartan.

Era verano, pero un viento frío trajo nubes bajas y fina lluvia que me hicieron agradecer mi cota de malla forrada con cuero. Hild la había embadurnado de lanolina sacada de lana recién esquilada que protegía el metal del óxido. También había untado de grasa mi casco y mis espadas.

Subimos, siguiendo el trillado camino; a unos tres kilómetros de nosotros nos seguía otro grupo, y había huellas recientes en la tierra húmeda que delataban a los que habían pasado no mucho antes. Un camino tan frecuentado tendría que haberme dado que pensar. Kjartan el Cruel y Sven el Tuerto vivían de lo que les sacaban a los viajeros, y si no pagaban, los atacaban, los convertían en esclavos o los mataban. Kjartan y su hijo debían de saber que la gente intentaba evitarlos usando los caminos de las colinas, y yo tendría que haberme andado con más cautela. Bolti no tenía miedo, sencillamente porque confiaba en mí. Me contó historias de cómo Kjartan y Sven se habían enriquecido con la trata de esclavos.

—Se llevan a todo el mundo, daneses o sajones —dijo—, y los venden al otro lado del mar. Si tienes suerte, a veces puedes rescatar al esclavo, pero el precio será alto —miró al padre Willibald—. Mata a todos los curas.

—¿En serio?

—Odia a los curas cristianos. Cree que son hechiceros; los entierra vivos y deja que sus perros se los coman.

—¿Qué ha dicho? —me preguntó Willibald, apartando a su yegua antes de que
Witnere
le metiera otro bocado.

—Ha dicho que Kjartan va a mataros si os captura, padre.

—¿Matarme?

—Que os va a echar de comer a sus perros.

—Dios mío del amor hermoso —exclamó Willibald. Estaba desmoralizado, perdido, lejos de casa y nervioso por el extraño paisaje del norte. Hild, por su parte, parecía más contenta. Tenía diecinueve años, y le sobraba paciencia para soportar las faenas de la vida. Había nacido en una familia de Wessex rica, no noble, pero con suficientes tierras para vivir bien, pero había sido la última de ocho hijos y su padre la había prometido al servicio de la iglesia porque su madre casi se muere cuando Hild nació, y atribuía que su esposa siguiera viva a la benevolencia divina. Así que a los once años, Hild, cuyo nombre real era hermana Hildegyth, había sido enviada con las monjas de Cippanhamm, y allí había vivido, apartada del mundo, rezando e hilando, hilando y rezando, hasta que llegaron los daneses y la volvieron puta.

Aún lloraba en sueños, y yo sabía que recordaba sus humillaciones, pero se alegraba de haber abandonado Wessex y la gente que no dejaba de decirle que volviera al servicio de Dios. Willibald la había regañado por renegar de su santa vida, pero yo le había advertido que un comentario más sobre el tema y estrenaría ombligo nuevo, y desde entonces se mantuvo calladito. Hild se embebía de cada nueva visión con la maravilla de un niño pequeño. Su claro rostro había adquirido un brillo dorado que le hacía juego con el pelo. Era una mujer lista, no la más lista que he conocido, pero poseía una sabiduría sagaz. Ahora he vivido lo suficiente para haber aprendido que algunas mujeres sólo dan problemas y otras son compañeras cómodas. Hild era de las más cómodas que he conocido. Quizá se debiera a que éramos amigos. También éramos amantes, pero nunca nos enamoramos, y a ella le recomía la culpa. Eso se lo guardaba para sí y para sus oraciones, pero a la luz del día había empezado a reír de nuevo, y a disfrutar de las cosas simples. Aunque en ocasiones la oscuridad la envolvía, ella sollozaba, y yo la observaba toquetear un crucifijo; sabía que en aquellos momentos sentía las garras de Dios atenazadas en su alma.

Enfilamos por las colinas; yo no había tomado las debidas precauciones, y fue Hild la primera en ver a los jinetes. Eran diecinueve, casi todos protegidos con cuero, pero tres de ellos vestían malla, nos rodeaban y me di cuenta de que nos estaban pastoreando. Nuestra pista seguía el borde de una colina, y a nuestra derecha había una pendiente empinada que terminaba en un torrente. Aunque podíamos escapar por el valle, inevitablemente iríamos más lentos que los hombres que ahora se incorporaban al camino por detrás de nosotros. No se acercaron. Veían que íbamos armados y no querían pelea, sólo querían asegurarse de que seguiríamos hacia el norte, cualquiera que fuese nuestro destino.

—¿No puedes enfrentarte a ellos? —quiso saber Bolti.

—¿Trece contra diecinueve? —sugerí—. Sí, si esos trece pelearan, pero no van a hacerlo —señalé a los hombres armados que Bolti pagaba para que nos acompañaran—. Sirven para espantar bandidos, pero no son tan necios como para enfrentarse a los hombres de Kjartan. Si les pido que peleen probablemente se unan al enemigo para compartir tus hijas.

—Pero… —empezó a decir, después se quedó en silencio al ver por fin lo que nos esperaba. Se estaba celebrando una feria de esclavos donde el arroyo se desviaba hacia un valle aún más profundo, y en aquel valle había un pueblo de tamaño considerable, construido junto a un puente, que no era más que una losa de piedra gigante que cruzaba lo que tomé por el Wiire. Había mucha gente en el pueblo y vi que aquella gente estaba protegida por más hombres. Los jinetes que nos seguían se acercaron un poco más, pero se detuvieron cuando yo me detuve. Miré colina abajo. El pueblo estaba aún demasiado lejos para que Kjartan o Sven estuvieran ahí, pero se podía suponer que los hombres del valle habían venido de Dunholm y que uno o dos de los señores de Dunholm los conducirían. Bolti gritaba alarmado, pero no le hice caso.

Los otros dos caminos llegaban al pueblo desde el sur y supuse que habría jinetes guardando esos caminos y que habían estado interceptando viajeros todo el día. Conducían a sus presas hacia el pueblo y a los que no pagaban el peaje los hacían cautivos.

—¿Qué vas a hacer? —preguntó Bolti, al borde del pánico.

—Voy a salvarte la vida —contesté, y me volví hacia una de sus hijas y le pedí que me diera un pañuelo negro que llevaba de cinturón. Se lo desenrolló y me lo entregó con mano temblorosa. Me lo até alrededor de la cabeza, tapándome la boca, la nariz y la frente; después le pedí a Hild que me lo ajustara.

—¿Qué estás haciendo? —volvió a preguntar Bolti.

No me molesté en responder. Lo que hice fue calarme el casco encima del pañuelo. Las piezas que protegían las mejillas se ajustaban de tal modo que mi rostro era una máscara de metal pulido sobre un cráneo negro. Sólo se me veían los ojos. Extraje
Hálito-de-serpiente
a medias para asegurarme de que desenvainaría con facilidad, y apremié a
Witnere
para que avanzara.

—Ahora soy Thorkild el Leproso —le dije a Bolti. El pañuelo camuflaba mi voz.

—¿Eres quién? —me preguntó quedándose con la boca abierta.

—Soy Thorkild el Leproso —repetí—, y tú y yo vamos a ir a negociar con ellos.

—¿Yo? —interrogó débilmente. Indiqué que todos siguieran adelante. La banda que nos había rodeado para seguirnos había regresado al sur, seguramente en busca del siguiente grupo que intentaba evitar a Kjartan—. Te he contratado para que me protejas —dijo Bolti desesperado.

—Y te voy a proteger —respondí. Su esposa sajona aullaba como si estuviera en un funeral, y le grité que se callara. Después, a unos doscientos pasos del pueblo, me detuve y les dije a todos menos a Bolti que vinieran—. Sólo tú y yo.

—Creo que deberías lidiar con ellos solo —me dijo, y luego chilló.

Chilló porque le había dado una palmada a la grupa de su caballo para que avanzara. Le alcancé y le dije:

—Recuerda, soy Thorkild el Leproso, si me traicionas te voy a matar a ti, a tu mujer y a tus hijos y voy a vender a tus hijas como putas. ¿Quién soy?

—Thorkild —tartamudeó.

—Thorkild el Leproso —insistí.

Ya habíamos llegado al pueblo, un lugar miserable de bajas granjas de piedra y techos de tierra; había treinta o cuarenta personas bajo custodia en el centro del pueblo, pero a un lado, cerca del puente de piedra, habían dispuesto una mesa y unos bancos en un pedazo de hierba. Dos hombres estaban sentados detrás de la mesa con una jarra de cerveza delante. Eso fue lo que vi, pero lo cierto es que mi mirada se fijó en otra cosa. El casco de mi padre.

Estaba encima de la mesa. El casco era de visera cerrada que, como la cimera, estaba labrado en plata. Tenía forma de hocico gruñendo; lo había visto muchísimas de veces. Había jugado con él cuando era pequeño, aunque si me descubría mi padre me daba unas collejas que me asustaban. Mi padre llevaba ese casco el día que murió en Eoferwic; Ragnar
el Viejo
se lo había comprado al hombre que lo mató, y ahora pertenecía a uno de los hombres que había matado a Ragnar.

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