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Authors: Jack Kerouac

Tags: #Relato

Los subterráneos (13 page)

BOOK: Los subterráneos
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Yuri Gligoric: joven poeta, de veintidós años, recién llegado de cosechar manzanas en Oregón, y antes de eso había sido camarero en una gran hostería rústica para turistas; un yugoslavo alto, delgado, rubio, buen mozo, muy atrevido y sobre todo ansioso de causarnos impresión, a mí, a Adam y a Carmody, sabiendo perfectamente que constituíamos una antigua y reverenciada trinidad; deseando, naturalmente, en su calidad de joven poeta inédito y desconocido pero muy genial, destruir los grandes dioses ya establecidos y colocarse en su lugar; deseando por lo tanto conquistar sus mujeres, también, sin inhibiciones ni tristezas, todavía, por lo menos. Me gustaba; yo lo consideraba como un nuevo «hermano menor» (como lo habían sido antes Leroy y Adam, a quienes yo les había enseñado diversas estratagemas literarias), y ahora haría lo mismo con Yuri, y él sería mi amigo del alma y vendría a todas partes conmigo y con Mardou; su amante, June, lo había abandonado; él la había tratado mal, y ahora quería que regresara a su lado, pero ella ya había encontrado otro en Compton; por eso yo sentía cierta simpatía por él, le preguntaba cómo andaban sus cartas y sus llamadas telefónicas a Compton, y más importante todavía, como digo, por primera vez le había dado por mirarme y decirme «Percepied, tengo que hablar contigo, de pronto he sentido la necesidad de conocerte realmente». En broma, un domingo, mientras bebíamos en el Dante, yo había dicho «Frank desea a Adam, Adam desea a Yuri», y Yuri había agregado «Y yo te deseo a ti».

En efecto, así era, en efecto. Al atardecer de ese melancólico domingo de mi primer doloroso amor por Mardou, después de pasear un rato por el parque con los muchachos, como habíamos convenido, me arrastré nuevamente a casa, a trabajar, a la cena del domingo, culpable porque llegaba tarde, y encontré a mi madre de mal humor; había estado sola todo el fin de semana, sentada en un sillón, con el chal sobre los hombros… Mis pensamientos ahora se dirigían todos hacia Mardou; no creía que tuviera la menor importancia nada de lo que yo le había dicho al joven Yuri, no solamente «Soñé que estabas haciendo el amor con Mardou», sino también lo que le dije en un bar mientras nos dirigíamos hacia el parque, porque Adam había querido ir a llamar a Sam, y los demás nos sentamos para esperarlos, bebiendo jugo de lima: «Desde la última vez que hablamos, me he enamorado de esta muchacha Mardou», una información que él aceptó sin comentarios; espero que todavía la recuerde, y sin duda es así.

Y ahora mientras estaba meditando y meditando, siempre acerca de ella, evaluando los preciosos momentos felices que hemos pasado juntos y de los cuales hasta ahora siempre he eludido el recuerdo, tuve ocasión de efectuar una comprobación de importancia siempre mayor: que Mardou es la única muchacha que yo haya jamás conocido capaz de comprender realmente la música
bop
, y capaz de cantarla; una vez me había dicho, aquel primer día cuando estábamos acurrucados a la luz de la bombilla roja en casa de Adam: «Cuando me dio el ataque, oía el
bop
en los aparatos automáticos y en el Red Drum, y en cualquier parte que lo oyera, con un sentido completamente nuevo y distinto, que por otras parte no podría explicar fácilmente». «Pero ¿a qué se parecía?» «Ya te digo que no lo puedo describir; no solamente mandaba ondas, me atravesaba… no puedo, te digo,
reproducirlo
, decirlo con palabras, ¿comprendes?
Uu di bii di dii
», y cantaba unas cuantas notas, con tanta gracia. La noche que íbamos deprisa por Larkin, y pasamos delante del Blackhawk, a decir verdad también venía Adam con nosotros, pero nos seguía y escuchaba, íbamos con las cabezas juntas, cantando locos coros de jazz y de
bop
, a ratos, y fraseaba y hacía acordes en verdad muy interesantes por su modernismo, muy atrevidos (algo que yo no había oído nunca en ninguna parte y que se parecía un poco a los acordes modernos de Bartok, pero eran adecuadísimos al
bop
) y en otros momentos ella hacía sus acordes mientras yo me encargaba del bajo, en la antigua grandiosa leyenda (nuevamente la leyenda de la fantástica tarde de sillón-cama que no creo que nadie pueda comprender jamás), antes yo había cantado
bop
con Ossip Popper, habíamos grabado discos, yo siempre haciendo el zum zum del bajo y él el fraseo (tan parecido, como ahora compruebo, al fraseo
bop
de Billy Eckstine); los dos íbamos del brazo, avanzando a grandes pasos por la calle Market, la flor de la flor de California, cantando
bop
y bastante bien además; la felicidad de nuestro canto, especialmente porque regresábamos de una espantosa reunión en casa de Roger Walker a la cual (porque así lo había dispuesto Adam, con mi consentimiento) en vez de un grupo normal sólo habían asistido muchachos, y todos ellos invertidos, incluyendo un jovencito prostituto, mexicano, y Mardou en vez de sentirse incómoda se había divertido y conversado con todos; en fin, corríamos hacia la parada de autobús de la calle Tercera, para regresar a casa, cantando alegremente…

La vez que leímos juntos a Faulkner, yo le leía
Caballos overos
en voz alta, cuando llegó Mike Murphy ella le dijo que se sentara y escuchara, mientras yo seguía leyendo, pero ahora todo era distinto, yo ya no podía leer como antes y no quise continuar; pero al día siguiente, en su melancólica soledad, Mardou se pasó el día leyendo un volumen de obras selectas de Faulkner.

La vez que fuimos a ver una película francesa, y vimos
Los bajos fondos
, con las manos juntas, fumando, sintiéndonos cerca uno del otro; aunque en la calle Market no me permitía que le diera el brazo porque no quería que la gente de la calle pensara que era una cualquiera, lo que sin duda parecía, pero yo me enojé mucho, aunque le solté el brazo y seguimos adelante, yo quería entrar en un bar para tomar una copa, y ella tenía miedo de todos esos hombres con sombrero alineados detrás del mostrador, ahora advertía en ella ese temor que sienten los negros ante la sociedad de los Estados Unidos, del cual siempre me estaba hablando, pero que era palpable en la calle, lo que nunca me importó nada; yo trataba de consolarla, de hacerle comprender que conmigo podía hacer lo que quisiera, «En realidad, querida, un día seré una persona famosa y tú serás la digna esposa de un hombre famoso, de modo que no debes preocuparte», pero ella me contestó: «No comprendes nada», con su miedo de muchacha tan gracioso, tan comestible; yo no insistí, y nos fuimos a casa, a nuestras tiernas escenas de amor, juntos en nuestra penumbra secreta y propia…

Para decir la verdad, ésa fue la ocasión, una de esas hermosas ocasiones en que no bebimos, o mejor dicho no bebí nada, y nos pasamos la noche juntos en la cama, esta vez contándonos cuentos de fantasmas, los pocos cuentos que yo todavía recordaba, luego inventamos otros, y al final terminamos haciéndonos muecas de loco y tratando de asustarnos mutuamente, poniendo los ojos en blanco; y ella me explicó que uno de sus ensueños de la calle Market se relacionaba con la idea de que ella era en realidad una catatónica («Aunque en esa época yo no sabía todavía lo que quería decir esa palabra, pero de todos modos caminaba toda tiesa, con los brazos rígidos y colgantes, y te juro que ni un alma se atrevía a hablarme y algunos hasta tenían miedo de mirarme; pasaba por las calles como una aparición, y apenas tenía trece años»). (¡Oh, alegre resoplido de sus dientecitos! Veo sus dientes salientes, le digo con voz seria: «Mardou, tienes que hacerte una limpieza enseguida de esos dientes, en el mismo hospital adonde vas por el psicoanalista, haz que te revise un dentista, no cuesta nada de modo que puedes hacerlo…», porque advierto principios de congestión en la base de sus dientecitos, lo que siempre termina en caries). Y ella me pone cara de loca, con las facciones rígidas, los ojos que brillan, brillan, brillan como las estrellas del cielo, y en vez de asustarme me quedo como deslumbrado por su belleza y digo: «Y también veo la tierra en tus ojos, eso es lo que pienso de ti, posees una especie de belleza muy especial, no es que yo tenga la manía de la tierra y de los indios y de todo eso, ni que quiera pasarme la vida hablando de ti y de mí pero veo tanto calor en tus ojos, la verdad es que cuando te haces la loca no advierto ninguna locura en ti sino alegría, alegría, y una especie de picardía infantil, y te amo, la lluvia repicará sobre nuestros aleros algún día, amor mío», y apagamos la luz para encender una vela, así nuestras locuras resultan más cómicas y los cuentos de fantasmas dan más miedo. Pero, ¡ay!, todo eso ya ha pasado, no hago más que recordar los buenos momentos para olvidar mi dolor…

Hablando de ojos, la vez que cerramos los ojos (tampoco esa vez habíamos bebido nada porque no teníamos dinero, la pobreza hubiera podido tal vez salvar este romance) y yo empecé a mandarle mensajes, «¿Estás preparada?» y, cuando veo la primera cosa en mi mundo de ojos cerrados, le digo que me la describa, es asombroso cómo coincidimos, alguna relación existía, yo veía arañas de cristal y ella veía pétalos blancos sobre un pantano negro, inmediatamente después de habernos mutuamente declarado las imágenes, lo que era tan asombroso como las imágenes exactas que nos transmitíamos con Carmody en México; Mardou y yo veíamos la misma cosa, alguna forma loca, alguna fuente, cosas que por mi parte he olvidado, y en realidad poco importantes; nos reuníamos en mutuas descripciones de la visión, en la alegría y la dicha de este triunfo telepático nuestro, terminando donde se encuentran nuestros pensamientos en el blanco del cristal y los pétalos, el misterio; todavía veo el hambre feliz de su cara que devoraba la visión de la mía, me siento morir, ¡no me rompas el corazón, radio, con hermosas músicas, oh mundo! Y otra vez, a la luz de las velas temblorosas, yo había comprado un montón de ellas en el almacén, los rincones de nuestra habitación estaban en la sombra; su sombra desnuda y morena que se precipita hacia el lavabo después del amor —para eso usábamos el lavabo—, mi temor de comunicarle imágenes demasiado
blancas
en estas sesiones de telepatía, porque esto (en plena diversión) habría podido recordarle nuestra diferencia de raza, lo que en esa época me hacía sentir bastante culpable, aunque ahora comprendo que sólo era una gentileza amorosa más de mi parte. ¡Dios!

Los buenos momentos: cuando subimos a la parte más alta de Nob Hill, una noche, con el resto de una botella de
Royal Chalice Tokay
, dulce, sabroso, poderoso; las luces de la ciudad y de la bahía debajo de nosotros, el triste misterio; allí sentados en un banco, amantes, detrás pasan personas solitarias; nos pasamos la botella, charlamos, ella me cuenta toda su pequeña adolescencia en Oakland. Es como París, es suave, sopla una brisa, la ciudad se muere de calor pero en las colinas siempre sopla el viento, y del otro lado de la bahía de Oakland (ay de mí, Hart Crane, Melville y todos vosotros poetas fraternos de la noche americana que alguna vez creí que sería mi altar de sacrificios y que ahora lo es pero a nadie le importa, ni nadie lo sabe, y por eso perdí mi amor, borracho, fastidioso, poeta); regresando por Van Ness hasta la playa del Parque Acuático, para sentarnos en la arena; al pasar junto a los mexicanos siento esa gran vivencia que he sentido todo el verano en las calles con Mardou, mi viejo sueño de querer ser vital, de vivir como un negro o un indio o un japonés de Denver o un portorriqueño de Nueva York se ha realizado, con ella a mi lado, tan joven, tan sensual, frágil, extraña, tan
hipster
, y yo con los
blue jeans
y un aire natural y los dos como si fuéramos tan jóvenes (digo «como si» por mis treinta y uno); la policía que nos dice que debemos retirarnos de la playa, un negro solitario que pasa dos veces a nuestro lado y nos mira; paseamos a lo largo del malecón, ella ríe al ver las locas figuras de la luz reflejada de la luna, que bailan como cucarachas sobre las aguas frescas, tersas y ululantes de la noche; olemos puertos, bailamos…

La vez que la acompañé, una mañana, amplia, suave y seca como la meseta mexicana o Arizona, a su cita con el psicoanalista en el hospital, por el Embarcadero, negándonos a tomar el autobús, tomados de la mano; yo iba orgulloso, pensando «En México la verán así, exactamente, y no habrá un alma que sepa que no soy un indio, santo Dios, y así será por mucho tiempo», y señalándole la pureza y la claridad de las nubes le digo: «Igual que en México, querida, ¡oh, verás cómo te gustará!», y subimos por la avenida llena de gente hasta el enorme hospital melancólico de ladrillos; hemos convenido que de allí me voy a casa, pero ella no se decide a dejarme, con una sonrisa triste, una sonrisa de amor, hasta que por fin cedo y acepto esperarla hasta que salga, porque su entrevista con el médico dura unos veinte minutos; la veo alegre y feliz precipitarse hacia la entrada que ya habíamos dejado atrás en nuestro vagabundeo indeciso, porque ya estaba a punto de renunciar a la visita al analista; hombres, amor, no se vende, mi premio, posesión, que nadie se entrometa, si no recibirá un golpe en el estómago, una bota alemana en la trompa, soy un canadiense con un hacha, clavaré a todos estos poetas insectos sobre alguna muralla de Londres, aquí mismo donde estoy, explicados. Y mientras espero que salga, me siento al lado del agua, sobre la grava casi mexicana, la hierba y las casas de apartamentos de hormigón armado; saco mi cuaderno de apuntes y describo con palabras difíciles la silueta del horizonte y la bahía, incluyendo una breve mención del hecho grandioso del inmenso universo total con sus infinitos planos, desde la Standard Oil arriba hasta el muelle abajo con las chabolas donde los viejos marineros sueñan la diferencia que hay entre hombre y hombre, la diferencia tan enorme entre las preocupaciones de los presidentes de compañía en sus rascacielos y los lobos de mar en el puerto y los psicoanalistas en sus salitas sofocantes dentro de inmensos edificios hoscos, llenos de cadáveres en la morgue del sótano y de locas en las ventanas; con la esperanza de inducir de este modo a Mardou a reconocer el hecho de que el mundo es inmenso y que el psicoanálisis no es más que un medio muy limitado de explicarlo, ya que solamente rasca la superficie, o sea análisis, causa y efecto,
por qué
en vez de
qué
; y cuando sale se lo leo, no le causa mucha impresión pero me ama, me da la mano mientras volvemos por el Embarcadero a casa, y cuando la dejo en la esquina de la Tercera y Townsend en medio de la tarde clara y cálida me dice: «¡Oh, qué rabia me da separarme de ti, realmente te extraño, ahora, cuando no estoy contigo!» «Pero tengo que volver a casa, para preparar la cena antes de que llegue mi madre, y escribir, pero, querida, vuelvo mañana, recuérdalo, a las diez en punto». Y al día siguiente, en cambio, llego a medianoche.

BOOK: Los subterráneos
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