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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

Los trabajos de Hércules (33 page)

BOOK: Los trabajos de Hércules
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—Está muy bien imaginado —dijo Poirot mirando a su alrededor con aire de aprobación—. Es
chic
.

El salón estaba lleno y se veía que el local había tenido éxito. Entre el público se encontraban lánguidas parejas vestidas con traje de etiqueta; bohemios con pantalones de pana y corpulentos caballeros ataviados con traje de calle. Los de la orquesta, vestidos de diablo, tocaban música moderna. No había duda. «El Infierno» tenía un extraordinario éxito.

—Aquí viene toda clase de gente —observó la condesa—. Debe ser así, ¿verdad? Las puertas del infierno están abiertas para todos.

—Excepto para los pobres —sugirió Poirot.

La condesa rió.

—¿No dicen que es muy difícil que un rico entre en el Reino de los Cielos? Es natural, entonces, que tengan prioridad en el infierno.

El profesor y Alice volvieron a la mesa y la condesa se levantó.

—Tengo que hablar con Arístides.

Cambió algunas palabras con el maestresala, un delgado Mefistófeles, y luego fue de mesa en mesa, hablando con los parroquianos.

El profesor, tras de enjugarse el sudor que le cubría la frente y tomar un sorbo de vino, dijo:

—Tiene personalidad, ¿verdad? La gente se da cuenta.

Luego se excusó y se dirigió a otra mesa donde trabó conversación con su ocupante. Cuando Poirot quedó solo con la muchacha, se sintió ligeramente turbado al encontrarse con la fría mirada de sus azules ojos. Era bonita, aunque turbadora.

—Todavía no sé su apellido —dijo el detective.

—Cunningham. Doctora Alice Cunningham. Tengo entendido que conoció a Vera en otros tiempos, ¿verdad?

—Hará unos veinte años.

—La considero como una interesante materia de estudio —dijo la doctora Alice Cunningham—. Naturalmente, me interesa como madre del hombre con quien voy a casarme; mas al propio tiempo me atrae desde un punto de vista profesional.

—¿De veras?

—Sí. Estoy escribiendo un libro sobre psicología criminal. La vida nocturna de este club me instruye mucho. Hay varios delincuentes que vienen aquí todos los días. Algunos me han contado sus vidas. Desde luego, usted ya conoce las tendencias de Vera... su afición al robo, quiero decir.

—Sí, sí... ya la conozco —dijo Poirot ligeramente sorprendido.

—Yo le llamo el complejo de Magpie. Ya sabe que sólo roba cosas que brillen. Nunca dinero; siempre joyas. Me ha enterado de que cuando era niña la mimaron y la consintieron; pero todo ello sin dejarla que tuviera contacto con personas extrañas. La vida le fue insufriblemente aburrida... aburrida y segura. Su naturaleza pedía drama; ansiaba que la castigaran. Eso es lo que hay en el fondo de su afición al robo. Necesitaba la «importancia», la «notoriedad» de ser castigada.

—Su vida no debió ser segura ni aburrida, como miembro del
ancien régime
, en Rusia, durante la Revolución —objetó Poirot.

Una expresión ligeramente divertida asomó a los pálidos ojos azules de ella.

—¡Ah! —exclamó—. ¿Miembro del
ancien régime
? ¿Se lo ha contado ella?

—No se puede negar que es una aristócrata —replicó Poirot, fiel a su amiga, aunque tuvo que apartar ciertos molestos recuerdos relativos a varios relatos muy vívidos que de su pasada existencia le había hecho la propia condesa.

—Cada uno cree lo que quiere creer —observó la señorita Cunningham, mirándole con ojos de profesional.

Poirot se sintió alarmado. Aquella chiquilla era capaz de decirle cuál era su complejo. Decidió llevar la guerra al campo enemigo. Le gustaba la compañía de la condesa Rossakoff, más que nada por su aristocrática
provenance
y no estaba dispuesto a que le estropeara su gusto aquella chica con gafas, de ojos insípidos, graduada en psicología.

—¿Sabe usted qué es lo que encuentro desconcertante? —preguntó.

Alice Cunningham no admitió con palabras que lo desconocía. Se limitó a mirarle con aspecto aburrido e indulgente. Poirot prosiguió:

—Me asombra que usted, que es joven y parecería bonita si se preocupara de ello... bueno; me sorprende que no haya sentido esa preocupación. Lleva usted esa chaqueta y esa sólida falda, con grandes bolsillos como si fuera a jugar al golf. Pero esto no es un campo de golf, sino un sótano con temperatura de setenta y un grados Fahrenheit. Le reluce la nariz, pero usted no se la empolva; y se ha pintado la boca sin poner ninguna atención, sin resaltar la curva de los labios. Es usted una mujer, pero no presta ninguna atención al hecho de serlo. Y yo le pregunto: ¿por qué? ¡Es una lástima!

Por un momento tuvo la satisfacción de vez que Alice Cunningham se volvía más humana. Hasta un relámpago de ira pasó por sus ojos. Luego recobró su actitud de menosprecio.

—Mi apreciado monsieur Poirot —dijo la joven—, me temo que no está usted al corriente de la ideología moderna. Lo que importa es lo fundamental... no los adornos.

Levantó la vista en el instante en que un joven, apuesto y elegante, se acercaba a ellos.

—Este sí que es un tipo interesante —murmuró ella con deleite—. ¡Paul Varesco! Vive a costa de las mujeres y tiene unas extrañas y depravadas tendencias. Necesito que me cuente algo más acerca de una niñera que cuidaba de él cuando tenía tres años.

Poco después estaba bailando con el joven, que seguía el ritmo maravillosamente. En una de las ocasiones en que pasaron junto a él, Poirot oyó que ella decía:

—¿Y después de pasar el verano en Bognor ella le regaló una grúa de juguete? Una grúa... sí; eso es muy interesante.

Durante un instante Poirot se permitió jugar con la idea de que el interés que mostraba la señorita Cunningham por aquellos tipos criminales podía ser la causa de que cualquiera día encontraran el cuerpo mutilado de la joven en algún bosque solitario. No le gustaba Alice Cunningham, pero era lo bastante sincero para reconocer que la razón de ello estribaba en el hecho de que la joven no se había impresionado en absoluto ante Hércules Poirot. ¡Su vanidad quedó malparada!

Luego vio algo que alejó momentáneamente a Alice Cunningham de sus pensamientos. En una de las mesitas situada al otro lado de la pista estaba sentado un joven de cabellos rubios. Llevaba traje de etiqueta y su apariencia era la de quien pasa una vida fácil y agradable. Frente a él se sentaba una chica cuyo aspecto coincidía con el de su acompañante. El muchacho la miraba con aire abstraído. Cualquiera diría a la vista de aquella pareja: «¡Un rico ocioso!» Pero Hércules Poirot sabía que aquel joven no era rico ni estaba ocioso. Era, en realidad, el detective inspector Charles Stevens, y a Poirot le pareció probable que su presencia en el local tuviera algo que ver con sus ocupaciones profesionales.

3

A la mañana siguiente Poirot fue a Scotland Yard para hacer una visita a su viejo amigo el inspector Japp.

La forma con que Japp recibió sus preguntas fue algo sorprendente.

—¡Viejo zorro! —dijo el policía afectuosamente—. ¡No sé cómo se las arregla para enterarse de estas cosas!

—Pues le aseguro que no sé nada... nada en absoluto. Sólo es fútil curiosidad.

Japp pensó para su capote que aquello podía contárselo a su abuela.

—¿Quiere usted saber todo lo que se relaciona con ese club llamado «El Infierno»? Pues bien, aparentemente es uno más de los que hay por ahí. Ha tenido éxito y debe ganar mucho dinero, aunque los gastos deben ascender a una respetable cantidad. La propietaria es una rusa que se hace llamar condesa.

—Conozco a la condesa Rossakoff —replicó Poirot con frialdad—. Somos viejos amigos.

—Pero sólo hace de pantalla —prosiguió Japp—. No fue ella quien puso el capital. Tal vez fue el jefe de los camareros, un tal Arístides Papopoulos. Tiene parte en el negocio, pero no creemos tampoco que sea él quien esté detrás de todo ello. En realidad, no sabemos de quién se trata.

—¿Y para saberlo va allí todas las noches el inspector Stevens?

—¡Oh! Vio usted a Stevens, ¿verdad? Bonito zángano está hecho; divirtiéndose a costa de los pobres contribuyentes. Se ha encontrado una mina.

—¿Y qué piensa hallar allí?

—Estupefacientes. Distribuidores de drogas en gran escala. Lo bueno del caso es que los compradores no las pagan con dinero, sino con piedras preciosas.

—¡Aja!

—La cosa ocurre así, poco más o menos. Lady Tal, o la condesa Cual, tiene dificultad en conseguir dinero efectivo; o en todo caso, no quiere extraer crecidas sumas del Banco. Pero tiene joyas, que algunas veces son herencia de familia. Las lleva a un sitio para «limpiarlas» o «ajustarlas», y lo que hacen es quitar las joyas de sus engarces y reemplazarlas por piedras de imitación. Las gemas sueltas se venden luego aquí o en el Continente. La cosa no puede ser más sencilla; no se habla de robo, ni se organiza ningún escándalo. ¿Y qué pasa si tarde o temprano se descubre que una diadema o un collar son de piedras falsas? La pobre lady Tal está consternadísima y jura que el collar nunca se apartó de ella y que no tiene ni idea de cómo ni cuándo se efectuó la sustitución. Y allá va la pobre y sudorosa policía buscando doncellas despedidas, mayordomos recelosos y sospechosos limpiaventanas.

»Pero no somos tan simples como se figuran esas damas de la alta sociedad —prosiguió Japp—. Han ocurrido varios casos, uno tras otro, y en todos ellos hemos encontrado un denominador común: todas las mujeres afectadas mostraban los efectos de las drogas... Nerviosismo, irritabilidad, contracciones de los músculos, dilatación de las pupilas, etcétera, etcétera. Pero queda en pie la pregunta: ¿De dónde sacan la droga y quién es la persona que se la proporciona?

—Y según cree usted, la respuesta está en «El Infierno».

—Suponemos que es el cuartel general de la banda. Ya hemos descubierto dónde se hace el cambio de las joyas. Es un taller propiedad de «Golconda, S. L.». Superficialmente es bastante respetable, pues se dedican a la fabricación de bisutería fina. Hay un tipo asqueroso llamado Paul Varesco... ¡Ah! Ya veo que lo conoce.

—Lo vi... en «El Infierno».

—Ahí es donde me gustaría verlo... pero de verdad. Es de lo peor que hay; pero las mujeres, aun las decentes, se vuelven locas por él. Tiene cierta relación con la «Golconda» y estoy por decir que es él quien se esconde tras «El Infierno». Es un sitio ideal para su propósito, pues allí va gente de todas clases: mujeres elegantes, jugadores profesionales. Un lugar apropiadísimo.

—¿Cree usted que el cambio de las joyas por los estupefacientes se hace allí?

—Sí. Ya conocemos la parte que se relaciona con el escamoteo de las joyas; y ahora necesitamos saber lo que se refiere a las drogas. Es preciso averiguar quién es el que proporciona el material y de dónde proviene éste.

—¿No tiene idea de ello por ahora?

—Yo diría que es la condesa rusa, pero no tenemos pruebas. Hace unas pocas semanas creímos que por fin habíamos conseguido algo. Varesco fue al taller de la «Golconda», recogió algunas piedras y después se dirigió hacia «El Infierno», llevándoselas consigo. Stevens lo estaba vigilando, pero no pudo ver cómo entregaba la droga. Cuando Varesco salió del local lo detuvimos... y no llevaba encima las piedras. Registramos el club y arrestamos a todos los que estaban dentro. Resultado: Ni drogas ni joyas.

—Un «fiasco» en realidad.

Japp dio un respingo.

—¡Y que lo diga! ¡Aquel registro casi nos hace enseñar la oreja! Mas por fortuna, en la redada cogimos a Paverel, el asesino de Battersea. Pura suerte, pues se le suponía en Escocia. Uno de nuestros sargentos lo reconoció. En fin, bien está lo que acaba bien; felicitaciones para nosotros y una estupenda propaganda para el club. Ahora está más concurrido que nunca.

—Pero las investigaciones sobre las drogas no han prosperado un ápice —comentó Poirot—. Tal vez hay un escondrijo por los alrededores.

—Puede ser, pero no lo hemos podido encontrar. No dejamos rincón sin registrar. Y confidencialmente, le diré que hasta hubo un registro extraoficial —Guiñó un ojo—. Esto es de la más estricta reserva. Cuestión de forzar una cerradura y entrar. Pero no hubo éxito. Nuestro «investigador» extraoficial casi resulta despedazado por aquel perrazo. Al parecer, duerme allí.

—¡Aja! ¿
Cerbero
?

—Sí. Vaya un nombre para un perro...


Cerbero
—murmuró Poirot pensativamente.

—¿Y qué le parece si nos echara una mano, Poirot? —sugirió—. Es un bonito problema y vale la pena probarlo. Aborrezco el tráfico de estupefacientes. Arruina a la gente en cuerpo y alma. Y eso sí que es «El Infierno» propiamente dicho.

—Esto lo complementaría todo... sí —habló Poirot como consigo mismo—. ¿Sabe cuál fue el duodécimo trabajo de Hércules?

—No tengo ni idea.

—La captura de
Cerbero
. Resulta apropiado, ¿no le parece?

—No sé de qué me está hablando, amigo mío; pero recuerde lo de «Cuidado con el perro, que muerde.»

Y Japp se echó hacia atrás soltando una carcajada.

4

—Necesito hablar con usted, pero con la máxima formalidad —dijo Poirot.

Era todavía temprano y, a pesar de ello, el club se hallaba casi lleno. La condesa y Poirot ocupaban una mesa cercana a la puerta.

—No conozco lo que es la formalidad —protestó ella—.
La petite Alice
; ésa sí que es siempre formal, pero,
entre nous
, la encuentro muy aburrida. ¿Qué diversión va a encontrar mi pobre Niki? Ninguna.

—Sepa que le tengo a usted mucho afecto —continuó Poirot inmutable—. Y no quisiera verla en ningún apuro.

—¡Pero qué cosas más absurdas dice! Puede considerarse que ahora estoy encaramada en la cima y el dinero me viene a las manos.

—¿Es suyo este negocio?

Los ojos de la condesa se volvieron un poco evasivos.

—Claro —replicó.

—Pero tiene usted un socio.

—¿Quién le ha dicho eso? —preguntó la condesa de pronto.

—¿Es Paul Varesco ese socio?

—¡Oh! ¡Paul Varesco! ¡Qué idea!

—Tiene pésimos antecedentes. ¿Se da usted cuenta de que este sitio es frecuentado por maleantes?

La condesa se echó a reír.

—Ya habló el
bon bourgeois
. ¡Claro que me he dado cuenta! ¿No ve usted que eso constituye la mayor atracción de este club? Esos jóvenes de Mayfair están cansados de ver siempre a los de su misma clase en el West End. Y vienen aquí para ver delincuentes: ladrones, chantajistas, confidentes... y tal vez a un asesino; al hombre que aparecerá en los periódicos del domingo la próxima semana. Les resulta emocionante, creen que están viendo la vida en toda su crudeza. Y lo mismo hace el próspero comerciante que se ha pasado la semana vendiendo ropa interior de señora. ¡Qué diferente es esto de su respetable vida y de sus respetables amigos! Y además, otra emoción más: En una mesa, acariciándose el bigote, hay un inspector de Scotland Yard; un inspector vestido de frac.

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