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Authors: Mempo Giardinelli

Tags: #Novela negra, policiaca, erótica

Luna caliente (9 page)

BOOK: Luna caliente
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No, no se iba a casar. Punto.

Pero no encontraba escapatoria. Se sentía como un gato detrás de la heladera, acosado y con miedo. Sí, seguía en una situación diabólica.

XXI

A las ocho y media de la noche, Araceli lo llamó por teléfono y le dijo que estaba en casa de una amiga, en Resistencia, y que quería que él la llevara a Fontana. Ramiro no pudo decirse, después, cuando lo pensó de nuevo, que la voz de ella hubiera sido perentoria, pero sí que su tono tenía una cierta firmeza indiscutible. No, no era urgencia; era firmeza. Él no tenía ganas de verla esa noche. Pero la voz de Araceli contenía una incitación irrebatible.

En la casa estaba el novio de Cristina, un muchacho mofletudo y de anteojos de metal, muy miope, que no fue capaz de negarse cuando Ramiro le pidió el coche. Tampoco quiso hacer eso: pedir otro coche prestado. Pero no pudo evitarlo. Araceli le pedía que fuera a buscarla y él iba, así de sencillo, se dijo, cuando arrancó el pequeño Fiat 600, soy un pelotudo.

Esa casa quedaba a menos de quince cuadras, sobre la avenida Sarmiento. Ramiro tocó dos breves bocinazos, que sonaron aflautados, y Araceli salió. Estaba realmente hermosa: llevaba una pollera de tela de jean y una camisa escocesa con el botón abierto en medio de sus pechos. Calzaba unas sandalias de cuero, de tacón bajo, y el largo pelo negro, suelto, le caía sobre los hombros y la hacía parecer una niña juguetona, impaciente. Cuando Ramiro la vio caminar hacia el coche, con esa coquetería natural, no preparada, no pudo evitar morderse los labios. Verdaderamente, Araceli estaba espléndida, joven, fresca como una frutilla de Coronda.

En cuanto cerró la puerta, él arrancó. Sin que le preguntara nada, y después de darle un beso en la boca, muy húmedo, ella contó que había pasado todo el día con esa amiga porque el ambiente en su casa era insoportable, mamá lloró y lloró y va a seguir llorando, y mis hermanos están deshechos, y además no veía la hora de verte, hablé varias veces a tu casa y tu mamá me dijo que dormías; me atendió mal tu mamá, ya no le gusto, y se rió, con una carcajada sonora.

Ramiro se preguntó de qué estaba hecha esa muchacha. Evidentemente, no había llorado ni un segundo.

—Araceli, creo que tenemos que hablar, ¿no?

Ella lo miró, frontalmente, sentándose sobre sus propias piernas. Él conducía, pero se dio cuenta de que ella lo escrutaba. Le pareció que de pronto se había puesto muy seria.

—¿De qué?

—Bueno…, de todo lo que pasó. Pasaron muchas cosas.

—Yo no tengo nada que hablar de eso. No quiero hablar.

—¿Por qué no?

—No quiero porque no quiero.

Y encendió la radio del coche, sintonizada en una emisora brasileña que pasaba una canción de María Creuza. Ramiro frunció el ceño pero no dijo nada. Manejó en silencio, y atravesó el centro de la ciudad. Ella se movía, en el asiento, al compás de los temas que pasaban por la radio.

—¿Adónde te llevo?

—A donde quieras. Salgamos de la ciudad.

—¿A Fontana?

—A donde quieras —y siguió moviéndose, ahora con un tema de Jobim.

Ramiro enfiló hacia el triángulo carretero. Vio pasar las parrillas de las que venían esos exquisitos olores a asados y achuras, los mal iluminados restaurantes para camioneros, y al rato estuvieron en la ruta. La noche estaba clara, iluminada por la luna llena. A velocidad regular, Ramiro tomó el camino a Makallé; de ahí pasaría por Puerto Tirol y llegaría a Fontana en una media hora.

Después que tomaron el desvío, abandonando la ruta 16, Araceli le pidió que se detuviera. Ramiro sintió que los músculos de su cuello se contraían.

—No, hoy no, nena, ¿eh? Pará un cacho.

No frenó el coche; siguió a la misma velocidad.

—Quiero —dijo ella, con voz de niñita perdida en un aeropuerto—. Lo quiero ahora.

Su respiración era entrecortada, ronca. Ramiro se dijo que no podía ser, que era insaciable; debía tener fiebre uterina y se la desperté yo, no puede ser, me va a exprimir, no quiero, y empezó a balbucear y a temblar, de su propia excitación, cuando sintió la mano de ella sobre su pantalón.

—Hoy no, te lo juro, estoy cansado —retirando la mano de ella y procurando no perder el control del auto—. Llevo dos noches sin dormir.

—Dormiste todo el día —dijo ella, como si se le hubiera roto su muñeca predilecta.

—Igual estoy cansado, Araceli, por favor, entendelo.

Y se quedaron en silencio y él siguió manejando, pero la espió por el rabillo del ojo y le pareció que ella hacía un puchero, como si estuviera por llorar. Los ojos le brillaban.

—No te enojes y entendeme, estoy muy cansado —dijo él.

Pero en realidad lo que tenía era miedo. Esa chiquilla era absolutamente imprevisible. Lo aterraba el darse cuenta en manos de quién estaba. ¿Cuánto duraría esa coartada, que ella misma le había dado esa mañana, para sacarlo de la policía? ¿Cuánto tiempo podría aguantar él esa situación, junto a esa muchacha que lo excitaba hasta hacerle perder toda conciencia? ¿Y de qué forma podría controlarla a ella?

Araceli gimió, o se tragó unos mocos; él no supo precisarlo. Respiró agitada, caliente, y volvió a poner una mano sobre su sexo, que respondió erigiéndose como un mástil, como independizado de su voluntad. Ramiro sintió pánico. Estaba tan caliente como la luna, que otra vez brillaba sobre el camino. Quiso quitar nuevamente la mano, pero ella se echó sobre él y empezó a besarle el cuello y a gemir en su oído, llenándolo de saliva, una nueva Catón discurseando “Carthaginum esse delendam”, pero Cartago era él, y no podía contenerla y sí, carajo, efectivamente iba a ser destruido. Y entonces tuvo que parar, a un costado del camino, porque el 600 zigzagueaba y él ni siquiera dominaba el volante.

Frenó en la banquina, cerca de la alambrada, y trató de separarse de Araceli, que estaba colgada de su cuello. Ella estiró una mano y apagó las luces del coche y movió la llave para cerrar el contacto. Y empezó a roncar, como una gatita en celo:

—Hacémelo, mi amor, hacémelo —y frenéticamente le descorrió el cierre del pantalón y se prendió de su sexo con una mano, mientras con la otra, tropezando, desesperada, se alzaba la pollera de jean.

Y Ramiro volvió a ver, a la tenue luz de la luna que ingresaba al coche, los vellos brillosos sobre las piernas de color mate, y el minúsculo calzoncito blanco sobre el que se empenachaban los pelos de su pubis, y supo que no podía resistirse, que había llegado a la condición de marioneta. Profirió unas palabrotas cuando ella, en su excitación, le mordió el sexo y entonces la agarró de la cabellera y la alzó, poniéndola a la altura de su cara y empezó a besarla, sintiéndose furioso y desbordado, reconociendo otra vez a la bestia en que se había convertido y se recostó un poco en el asiento y montó a la muchacha, enhorqueteada sobre él, arrancándole de un tirón el calzoncito. La penetró con violencia, y ella en ese momento lanzó un grito y se largó a llorar, embrutecida de placer, de hambre. Y se zarandearon con torpeza, abrazándose, golpeándose en los hombros para incitar más al otro, y todo el cochecito se meneaba. Y así siguieron hasta que alcanzaron un orgasmo frenético, animal.

Y el 600 dejó de menearse.

XXII

Pasó un camión con acoplado, cargado de rollizos de quebracho, haciendo ruido, y el piso pareció temblar. Ramiro sintió que despertaba en ese momento. Tenía a Araceli montada sobre él; sus labios seguían pegados a su cuello pero ya no succionaban. Su pelo olía a un champú de limón; era un pelo espeso. Sus cuerpos estaban transpirados y, por sobre la espalda de ella, él alcanzó a ver su trasero y un pedazo de calzón. Se lo había destrozado. Se quedó así, mirándola, y luego contempló la noche más allá del parabrisas, mientras se regularizaba su respiración. Se sentía amargado; peor que esa tarde.

Quería fumar. Intentó separar a la chica para buscar sus cigarrillos, amarrados en el cenicero del coche. Pero cuando lo hizo, ella se aferró a él nerviosamente, dijo “no, no” y empezó a lamerle nuevamente el cuello, y a mover la cadera muy despacio, muy sensual. Él todavía estaba dentro de ella. Su sexo estaba más laxo, pero no del todo adormecido. Frunció el ceño y se preguntó qué más podía querer ella. Él ya no quería seguir. O sí, pero acaso no podía. O quería y podía pero a la vez no quería. Era el miedo. Tantas veces los juegos de palabras ocultan el miedo.

Entonces, para detenerla, le dijo lo que tanto ansiaba y temía decir:

—Araceli —en voz muy baja, hablándole al oído—, vos creés que yo maté a tu papá, ¿no?

—No quiero hablar —murmuró ella, despacito, con su voz aniñada—. Quiero seguir haciéndolo, estoy muy caliente… Dame más…

Y se movía rítmicamente, llevando sus caderas a los costados, y apretando su vagina, completamente mojada, palpitante sobre el sexo de Ramiro. Por momentos ella sufría como ataques de temblores, accesos espasmódicos. Como escalofríos. Ramiro observó que su sexo volvía a responder. Estaba exhausto, y no entendía qué más podía desear. Se sentía vacío, pero su sexo se erguía otra vez, respondiendo a esa muchacha ardorosa, hirviente.

—Tenemos que hablar —dijo, quejoso.

—¡Mierda! —ella dio un salto, alzando el torso pero sin separar las ingles. Y comenzó a golpearlo con sus puños cerrados en el pecho, mientras corcoveaba sobre él—. ¡Dame más, dame más!

Ramiro la tomó de las muñecas y la apartó. La empujó con toda su fuerza hacia el otro asiento y la estrelló contra la puerta. Pero ella se agarró del respaldo con una mano, y con la otra del espejo retrovisor, y volvió a erguirse. Él apenas la vio, por un segundo, con los ojos desorbitados, y le pareció ver un hilillo de sangre que le caía de la boca. En silencio, pero jadeantes, forcejearon hasta que ella, que tenía más fuerza que la que él había calculado, se le tiró encima, le arrancó la camisa y se prendió de una tetilla, que mordió con fuerza. Él sintió una aguda punzada y se encolerizó. Brutalmente, le encajó un puñetazo en la nuca, que hizo que ella se soltara. Y entonces fue que la agarró del cuello y empezó a apretar.

Y apretó con toda su alma, mientras se decía que otra vez estaba loco, loco porque estaba atrapado, porque se había arruinado la vida, porque de todos modos era un asesino. Y apretó más porque la odiaba, porque no podía dejar de poseerla cada vez que ella quería, y así, lo sabía, sería toda la vida, y porque tenía miedo, pánico, y ya nada le importaba en ese momento. Y mientras pensaba y apretaba se largó a llorar.

Y vio la luna, o sus reflejos, que volvían a entrar para estacionarse, eternizados, en la piel de Araceli, que abrió los ojos desesperada y cerró sus manos sobre las muñecas de él, arañándolo, clavándole las uñas y haciéndole saltar la sangre, pero sin impedir que él siguiera cada vez con más precisión. Y él apretó y apretó y vio el rostro morado de ella, que comenzó a tener convulsiones y a emitir ruidos guturales de pecho que poco a poco se fueron haciendo más oscuros, más profundos, hasta que en un momento acabaron. Cuando acabó su resistencia.

Pero Ramiro, que lloraba también convulsivamente, acezante y aterrado por su propia violencia, no dejó de apretar. Nunca sabría cuánto tiempo estuvo así, pero no dejó de oprimir ni por un instante, mucho después de que Araceli se relajó totalmente, con el cuello quebrado y caído hacia un costado, como un clavel que cuelga de un tallo partido. Mucho después de que, sudoroso, agobiado por el calor, y todavía con su llanto carcajeante, casi silencioso, observó la rotación de la luna. Por sobre el cuerpo doblegado de Araceli, y de su cara amoratada que él tenía entre sus manos, la vio entera. Por fin la luna llena, la luna caliente de diciembre, la luna hirviente, ígnea, del Chaco.

Y volvió a horrorizarse cuando se dio cuenta de que estaba excitado; de que su sexo se había endurecido, como su corazón. Como un pedazo de granito.

Y eyaculó así, mirando esa luna candente.

XXIII

Se bajó del coche, luego de poner en posición neutra la luz interior. Abrió la puerta derecha y sacó el cuerpo de Araceli. Lo arrastró hacia la banquina, alejándolo de la carretera, llevándolo de las muñecas. La abandonó junto a un poste de la alambrada de un campo sembrado de algodón.

Volvió al 600, lo puso en marcha y giró para regresarse a Resistencia. Aceleró hasta los cien kilómetros por hora. Cuando llegó a la ciudad eran las once y media de la noche.

Desde un teléfono público, llamó a su casa y le pidió a Cristina que fueran a buscarlo a La Liguria, frente al regimiento, donde dijo que se le había descompuesto el Fiat. Eso quedaba del otro lado de Resistencia, rumbo a Corrientes. Encendió un cigarrillo, esperó unos minutos, prohibiéndose pensar, y arrancó y fue a su casa.

Las luces estaban apagadas. Su madre, desde el dormitorio, preguntó si era él. Dijo que sí, que no se preocupara; que el coche se había arreglado solo. Entonces se lavó la sangre, se cambió la camisa y el pantalón, buscó sus documentos, dobló un saco de hilo que llevó en la mano y recogió todo el dinero que encontró y los 500 dólares que no había cambiado.

Regresó al coche y, al ponerlo en marcha, se preguntó si era cierto todo eso. Tardó unos segundos en arrancar, y cuando lo hizo profirió una serie de maldiciones.

A la salida de la ciudad, llenó el tanque de nafta, hizo revisar el aire de las gomas y salió a toda velocidad rumbo a Formosa. Ahora sí, antes del amanecer estaría en el Paraguay.

EPÍLOGO

El hombre llega al otoño

como a una tierra de nadie:

para morir es muy pronto

para amar es muy tarde.

ALEDO LUIS MELONI

Coplas de barro

XXIV

Cerró los ojos y se retiró de la ventana. Ya no tenía sentido seguir huyendo. Él era un fugitivo de patas cortas. En cualquier momento vendrían a buscarlo y lo único que podía hacer, mientras tanto, era pensar. Pensar y recordar. Ni siquiera lamentarse.

¿Tenía de qué lamentarse? Sí, tenía, porque había perdido mucho. Había hipotecado su vida, y las deudas se pagan. Desde que empezara a estudiar Leyes, en París, lo había sabido. Ah, París, tan hermosa y refulgente, con ese Sena cadencioso, timidón, y esas riberas con los barquitos estacionados y sabios pescadores con pipas en la boca. Desarrollo, capitalismo avanzado, ecología, pulcritud. Y aquella infinita frialdad en la gente. Ah, París, con sus cúpulas y sus techos apizarrados trasladándose de los sentimientos a las postales. París. Tan diferente de esta ciudad achaparrada que ahora veía desde el octavo piso del Hotel “Guaraní”. Esta ciudad subdesarrollada, sucia, pero empecinada en su belleza colonial, en aquel tranvía amarillento y desvencijado que iba calle abajo y se perdía entre las tejas de una casa de, acaso, el siglo pasado.

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