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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Malas artes (26 page)

BOOK: Malas artes
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—Recibía llamadas. Un par de veces, estando yo allí.

—¿Qué clase de llamadas? —preguntó Brunetti.

—Oh, ya sabe, del chico que quiere salir contigo o sólo hablar. Y al que tú no quieres ni ver. —Hablaba con la autoridad de la persona que, por su juventud y atractivo, está habituada a estas situaciones—. Eso me pareció, por su manera de hablar.

—¿Tiene idea de quién pudiera ser esa persona, Lucia?

Se hizo otro largo silencio, y a Brunetti le hubiera gustado saber por qué Lucia se resistía a responder, pero al fin dijo:

—No siempre era un hombre.

—¿Podría aclararme eso?

Con un punto de impaciencia, la muchacha respondió:

—Ya se lo he dicho. No siempre era un hombre. Una vez, hará unas dos semanas, llamó una mujer preguntando por Claudia. Pero era la misma clase de llamada, de alguien con quien ella no quería hablar.

—¿Podría decirme algo más? —preguntó Brunetti.

—Yo contesté al teléfono y la mujer preguntó por Claudia.

A Brunetti le hubiera gustado saber por qué Lucia no le dijo eso cuando él la interrogó, pero recordó que aquel día, mientras ellos dos hablaban, la amiga de la muchacha estaba muerta, en el suelo del piso de arriba y eso le hizo mantener la voz tranquila al preguntar:

—¿Qué dijo exactamente?

—Que si podía hablar con Claudia —repitió Lucia simplemente, en un tono que indicaba que muy tonta tendría que ser para no acordarse de eso.

—¿Recuerda si dijo Claudia o
signorina
Leonardo? —preguntó Brunetti.

Después de una pausa bastante larga, la muchacha respondió:

—En realidad, no me acuerdo, pero quizá dijera
signorina
Leonardo. —Se quedó pensativa y dijo, ya sin impaciencia en el tono—: Lo siento, no lo recuerdo. Como era una mujer, no presté atención. Pensé que se trataría de alguna cosa del trabajo.

—¿Recuerda qué hora era?

—Un poco antes de cenar.

—¿No sería la austriaca?

—No; ésa hablaba sin acento.

—¿Era italiana?

—Sí.

—¿Veneciana?

—No la oí hablar lo suficiente como para darme cuenta. Pero de que era italiana estoy segura. Por eso pensé que debía de ser un asunto de trabajo.

—Ha dicho que era una persona con la que ella no deseaba hablar. ¿Por qué se lo pareció?

—Oh, por la manera de contestarle. Aunque en realidad la mayor parte del tiempo sólo escuchaba. Yo estaba en la cocina, preparando la cena, pero podía oír a Claudia y parecía… bien, parecía como enfadada.

—¿Qué dijo?

—No lo sé; pero por el tono de su voz se notaba que no le gustaba hablar con aquella mujer. Yo estaba friendo cebolla y no podía oír sus palabras, sólo que estaba molesta. Al final colgó bruscamente.

—¿Le dijo a usted algo de aquello?

—Nada en concreto. Entró en la cocina y comentó que parecía increíble que pudiera haber gente tan estúpida, pero no quiso decir más, y nos pusimos a hablar de cosas de clase.

—¿Y luego?

—Luego cenamos. Y después las dos teníamos mucho que estudiar.

—¿Ella volvió a hablar de aquello?

—Que yo recuerde, no.

—¿Recibió más llamadas?

—Ninguna, que yo sepa.

—¿Y el hombre?

—Yo nunca contesté al teléfono cuando llamaba él; no puedo decir nada en concreto, es más bien una impresión. Alguien llamaba y ella escuchaba un rato, diciendo sólo «sí» o «no», hasta que cortaba con un par de palabras.

—¿Y usted no le preguntó?

—No. Es que, en realidad, no éramos tan amigas Claudia y yo. Bueno, amigas sí, pero no de esa clase que todo se lo cuentan.

—Comprendo —dijo Brunetti, seguro de que, si él no veía la diferencia, su hija la vería.

—¿Y ella nunca decía nada de aquellas llamadas?

—Nunca. Además, sólo un par de veces llamaron estando yo en casa.

—¿Recibía otras llamadas de personas a las que usted conociera?

—De vez en cuando. Yo conocía la voz de la austriaca, y la de su tía.

—¿La de Inglaterra?

—Sí.

A Brunetti no se le ocurría qué más preguntar, de modo que dio las gracias a la muchacha por su ayuda y dijo que tal vez tuviera que volver a llamarla, aunque esperaba no verse obligado a molestarla más.

—No importa, comisario. Deseo que encuentren a quien lo hizo.

Capítulo 22

Al día siguiente, cuando Brunetti entraba en la
questura,
el agente de la puerta le tendió un sobre de color marrón.

—Un hombre ha traído esto para usted, comisario.

—¿Un hombre? —preguntó Brunetti mirando el sobre que el agente tenía en la mano y pensando en cartas bomba, terroristas y muerte violenta.

—No parecía sospechoso, señor. Hablaba en veneciano —dijo el agente.

Brunetti tomó el sobre y empezó a subir la escalera. Era de un tamaño un poco mayor que el de las cartas corrientes y abultaba como si dentro hubiera un paquetito o un fajo de papeles. Lo palpó y lo sacudió pero esperó para abrirlo a estar en su mesa. Le dio la vuelta y miró el anverso, donde vio su nombre escrito en letras mayúsculas y tinta violeta.

Él sólo conocía a una persona que usara tinta de ese color: Marco Erizzo, que había sido el primero del grupo en comprarse una estilográfica Montblanc y aún llevaba dos de esas plumas en el bolsillo de la americana.

A Brunetti le dio un vuelco el corazón al pensar en lo que habría en el sobre: un fajo de papeles sólo podía significar una cosa. Y de un amigo. Decidió no decir nada, darlo a beneficencia y no volver a dirigir la palabra a Marco. Le vino a la mente la palabra
«disonorato»
y sintió un nudo en la garganta por la muerte de la amistad.

Introdujo el pulgar bajo la solapa, rasgó el sobre bruscamente y extrajo un pliego de papel grueso color
beige,
tamaño folio y un sobre pequeño, cerrado. Al abrir el pliego, vio la misma letra inclinada y la misma tinta.

«En el sobre hay un poco de tomillo del que a María le envía de Cerdeña su hijo. Dice que hay que echar sólo media cucharadita de las de té por kilo de mejillones y medio kilo de tomates, sin más especias.»

Brunetti se acercó el sobre a la nariz y aspiró el aroma del amor.

Pero, a medida que transcurría el día, Brunetti descubrió que no podía vencer aquella extraña abulia que sentía desde la muerte de la
signora
Jacobs. A eso de las once, llegó por fax el informe de Rizzardi. El médico señalaba que la mujer presentaba hematomas en los brazos, pero que éstos podían ser consecuencia de la caída. La causa de la muerte era un ataque al corazón contra el que de nada había servido el medicamento.

Poco antes de la hora del almuerzo, Vianello subió a informarlo de que había hablado con los vecinos de la anciana, pero que sus respuestas parecían calcadas de las que había recibido de los de Claudia Leonardo. Tanta similitud resultaba hasta inquietante: nadie había visto ni oído nada fuera de lo normal el día anterior. Brunetti le preguntó si había hablado con el estanquero, a lo que Vianello dijo no saber a quién se refería y, cuando el comisario le mencionó la llave, respondió que a nadie se le había ocurrido preguntar.

Ahí quedó todo. Por la tarde, Patta lo llamó a su despacho y le preguntó si se había adelantado algo en el caso del asesinato de «esa muchacha», y Brunetti no pudo sino adoptar una expresión grave y responder que se estaban investigando todas las posibilidades. Aquella misma semana, habían sido excarcelados más de un centenar de jefes de la Mafia, porque el Ministerio de Justicia no había conseguido someterlos a juicio dentro del plazo señalado por la ley, y toda la prensa estaba muy ocupada en ladrar al ministro como para interesarse por un insignificante asesinato cometido en Venecia. Por esa razón, Patta no reaccionó ante el estancamiento del caso con su intemperancia habitual. Por otra parte, a Brunetti ni en sueños se le hubiera ocurrido insinuar a su superior que el asesinato de Claudia Leonardo pudiera estar relacionado con la muerte de la
signora
Jacobs.

Pasó aquel día y luego otro. La tía de Claudia asediaba la
questura
a preguntas y peticiones de entrega del cadáver para su traslado y sepultura en Inglaterra, pero no había forma de hacer que la burocracia cursara el permiso necesario, y el cadáver seguía en Venecia. Al tercer día, Brunetti descubrió que ya pensaba en «el cadáver» en lugar de «la muchacha» y, a partir de aquel momento, dejó de leer los faxes de la tía. La
signorina
Elettra fue enviada a Milán, a un cursillo de nuevos malabarismos informáticos, y su ausencia intensificó la apatía que se había abatido sobre la
questura.
La
signora
Jacobs fue enterrada en la sección protestante del cementerio, pero Brunetti no asistió al entierro. Sí ordenó que un equipo fuera al apartamento a fotografiar y hacer el inventario de las obras de arte.

Así seguían las cosas cuando, una mañana, al ponerse una americana que no llevaba desde hacía una semana, Brunetti metió la mano en el bolsillo y sus dedos tropezaron con la llave de la casa de la
signora
Jacobs. No tenía etiqueta ni llavero, pero la reconoció al momento y, como hacía una hermosa mañana y recordaba que cerca de San Boldo había una
pasticceria
muy buena, decidió llegarse hasta allí, desayunarse con un café y un brioche, devolver la llave, hablar un momento con el
tabaccaio
y tomar el
vaporetto
hasta la
questura.

El brioche justificaba plenamente el paseo: estaba crujiente y blandito a la vez, y relleno de más mermelada de la que desearía una persona corriente, es decir, lo justo para satisfacer a Brunetti. Sintiéndose virtuoso por haber resistido la tentación de pedir otro brioche, salió a la calle, pasó por delante de la casa de la
signora
Jacobs y entró en el estanco.

El hombre que estaba detrás del mostrador pareció alarmarse al verlo y, antes de que Brunetti pudiera hablar, dijo:

—Ya lo sé, ya lo sé, debí llamarlo. Pero no quería crearle problemas a esa mujer. Es muy buena persona.

Brunetti, aunque no menos sorprendido que el estanquero, supo disimular y respondió con calma:

—No lo dudo. Pero aun así debió usted llamarnos. Podría haber sido importante. —Mantenía la voz serena, como si ya supiera todo lo que el hombre pudiera decirle, pero deseara oírlo de sus propios labios. Sacó la llave y la sostuvo en alto, como si fuera la pista que lo había llevado hasta allí, para oír su declaración completa.

El estanquero dejó caer los brazos a los costados del cuerpo y apretó los puños, para indicar que por nada del mundo aceptaría aquella llave.

—No; no la quiero. —Movió la cabeza de derecha a izquierda para dar más énfasis a la negativa—. Guárdela usted. Al fin y al cabo, ha sido la causa de todo el lío, ¿no?

Brunetti asintió y guardó la llave en el bolsillo de la americana. No sabía qué actitud tomar, aunque percibía que lo que sentía aquel hombre no era más que turbación por no haber hecho lo que fuera que hubiera debido hacer en relación con aquella mujer, quienquiera que fuera.

—¿Por qué no nos llamó? Al fin y al cabo, ¿qué problemas podía ocasionarle a ella? —preguntó, confiando en que sus palabras fueran lo bastante tranquilizadoras como para inducir al hombre a hablar.

—Es una ilegal. Trabaja sin papeles. Tenía miedo de que, si ustedes lo descubrían, la expulsaran del país.

Brunetti se permitió una sonrisa.

—No creo que haya peligro de eso, a no ser que haga algo… —Iba a decir que no había peligro a menos que la mujer, quienquiera que fuese, hiciera algo delictivo, pero prefirió no ofrecer al hombre ni siquiera esta escapatoria, y terminó—: Algo estúpido.

—Ya lo sé, ya lo sé —dijo el hombre alzando las manos y empezando a gesticular—. No hay más que ver a todos esos albaneses, que hacen lo que les da la gana, que roban y matan a todo el que se les pone por delante, y a nadie se le ocurre expulsarlos, hijos de puta.

Brunetti se relajó y asintió, como si estuviera de acuerdo con la opinión del estanquero sobre los albaneses.

—Ya sé que toda esa pobre gente vive en un infierno, pero por lo menos que vengan a trabajar, como trabajamos los demás. Como Salima. Ni siquiera es cristiana, pero trabaja como la que más. Y la
signora,
que en paz descanse, siempre decía que era de toda confianza, que podías darle a guardar diez millones de liras durante una semana y que no tenías necesidad de contarlas cuando te las devolvía. —El hombre se quedó pensativo un momento—. Me gustaría que viniera a trabajar para mí, pero tiene miedo de las autoridades. No quiere hacer nada para conseguir papeles. No he podido convencerla de que lo intente. Sabe Dios lo que le habrá pasado en África.

—Quizá tenga miedo de que la arresten —apuntó Brunetti, hablando como si él fuera totalmente ajeno al cuerpo de policía.

—Justo. Y por eso me da la impresión de que habrá tenido problemas, o en su país o al llegar aquí.

Brunetti meneó la cabeza con gesto de conmiseración; seguía sin tener ni idea de dónde desembocaría todo este caudal de información.

—Imagino que tendrá usted que hablar con ella, ¿no? —dijo el hombre—. Por lo de las llaves.

—Me temo que sí —admitió Brunetti, como si le pesara.

—Por eso debí llamarlos —dijo el hombre—. Sabía que antes o después tendrían que hablar con ella. Pero no podía hacerle eso, no podía llamarlos sin avisarla. Pero, si la avisaba, se hubiera asustado.

—Comprendo —dijo Brunetti y, por lo menos en parte, así era. En su trabajo, no trataba con inmigrantes ilegales, pero conocía sus problemas; sus compañeros le contaban lo que muchas de aquellas personas habían sufrido a manos no ya de la policía de su propio país sino de la de éste, al que habían escapado en busca de mejor vida. La extorsión, la violencia y la violación no cesaban en la frontera, por lo que, si esta mujer recelaba de la policía, es decir, de Brunetti, sus razones debía de tener. A pesar de todo, él debía hablar con ella. De las llaves y de la
signora
Jacobs.

—Quizá, si usted me acompaña, resulte más fácil —sugirió Brunetti—. ¿Vive cerca?

—Por aquí he de tener la dirección —dijo el hombre, inclinándose para abrir un cajón bajo. Sacó una delgada carpeta y, después de humedecerse un dedo con la lengua, empezó a pasar hojas. En la séptima encontró lo que buscaba—: Aquí está. San Polo, 2365. Cae por
campo
San Stin. —Miró a Brunetti ladeando la cabeza en muda interrogación.

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