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Authors: Christian Cameron

Tags: #Novela histórica

Maratón (10 page)

BOOK: Maratón
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Saqué la daga corta, que era en realidad mi cuchillo de comer, de debajo de mi cota de escamas, donde solía llevarlo, y acerqué mis labios a su oído.

—Di «buenas noches» —le dije. Procuré hablarle con la voz de
Pater
cuando me acostaba—. Di «buenas noches», muchachito.

—«Nas noches» —consiguió decir.

Como un niño, el pobre desgraciado. Ve al Elíseo pensando en tu hogar, pedí a los dioses, y le hundí en el cerebro la punta de mi cuchillo de comer…

Intenté ponerme de pie, y me di con la cabeza en la roca.

Me revolví, y ya no encontraba la grieta.

Me arrodillé, y me sangraban las rodillas.

«¿Cuán fuerte eres, Matador de Hombres?» dijo una voz.

A decir verdad, me parece que debí de romper a lloriquear.

No recuerdo nada después de aquello, hasta que me encontré arrodillado en la arena de la playa, vomitando violentamente como un niño de pecho.

Dión me tenía de la mano.

—Estás puro, y el dios ha hablado por ti —dijo con suavidad—. Mandaré aviso a Arístides.

—¿Conoces a Arístides? —le pregunté. Dión sonrió.

—El mundo no es tan grande —dijo.

—¿Tuvo palabras el dios para mí? —le pregunté.

Dión asintió con la cabeza.

—Palabras sencillas, fáciles de obedecer. Tienes suerte —dijo. Me dio unas palmaditas en la cabeza… así de débil estaba yo—. Cuando salgas del templo, obedece al primer hombre que te encuentres. Obedeciéndole, harás un servicio al dios… te vendrá derechamente, como una flecha.

Me tendió la mano, y yo me puse de pie. Un esclavo me trajo agua, y bebí.

—¿Estás preparado?

Me daba vueltas la cabeza, pero el mundo se iba sosegando por momentos.

—Sí —dije.

—Voy a añadir de mi cosecha —dijo el sacerdote mientras me acompañaba, subiendo al altar—, que si eres capaz de contener la mano cuando puedas matar, cada vez que obrases así te contaría como un sacrificio al señor Apolo.

—Hum —dije yo. Pero comprendí que aquel era el mensaje más importante de todos, y que aquella era la lección para la que había venido a Delos. Eso del primer hombre que me encontrara al salir del templo… yo ya había visto el barco de Milcíades en la playa. Ya sabía quién me estaría esperando al salir del templo, y tuve el cinismo de preguntarme cuánto habría pagado por mí mi antiguo señor.

Hice sacrificios en el altar menor y en el altar mayor, y después cambié mis vestiduras del templo por mi propia lana beocia, con mis propias botas fuertes y mi propio sombrero de fieltro. Y la empuñadura de mi propia espada bajo el brazo. Busqué mi cuchillo, pero recordé entonces que se lo había dado al esclavo, o que estaría perdido, pudriéndose en la sentina de un barco de tratantes de esclavos fenicios.

Besé a Dión en ambas mejillas. No pude menos de advertir que Trasíbulo estaba de pie junto al pórtico, mirándome como mira un matarife a un toro.

—Gracias —dije.

—Dudas —dijo Dión—. Yo también dudo. La duda es a la piedad lo que el ejercicio al atletismo. Pero el dios te ha hablado, y ya lo verás cuando haya transcurrido un día, o antes.

Después, bajé los escalones del pórtico. Me planteé por un momento dar un golpe espectacular a mi destino. Me pregunté qué pasaría si corría hacia la izquierda, abordaba al esclavo que barría la escalinata y le pedía que me mandara que hiciera algo, para poder obedecerle.

Pero hay cosas que están ordenadas. Poco importa que esté en ello la mano del hombre o la mano de los dioses, pues las manos ruines de los hombres también pueden ser instrumentos de los dioses. Es una lección que me enseñó Dión. De modo que bajé los escalones hasta donde estaba Milcíades con los brazos cruzados sobre su magnífica coraza de bronce plateado. Tenía el casco entre los pies, y su hipaspista le sostenía el escudo. Tras él estaba su hijo Cimón, también ataviado para la guerra.

La verdad es que el corazón me dio un brinco al verlos.

—Mándame, señor —le dije.

—Sígueme —dijo, mientras me rodeaba con los brazos y me estrujaba contra su pecho.

Con esa única palabra, mi destino había quedado sellado. De nuevo.

Milcíades había pasado una temporada mala y había perdido dos barcos en los combates. En aquella playa tenía tres barcos: el suyo propio, que llevaba de timonel a Paramanos de Cirene, a quien abracé como a un hermano; el de Cimón, un trirreme largo y de perfil bajo que había tomado él mismo; y el de Estéfano de Quíos, hombre de mi edad que había ido ascendiendo desde abajo, siempre bajo mi mando, y que ahora era dueño de mi propio
Cortatormentas
.

—Toma el mando —dijo Milcíades mientras yo abrazaba a Estéfano.

Eché una mirada a Estéfano. Este sacudió la cabeza.

—No puedo permitirme aún dirigir un barco de guerra —dijo. Era cierto. Costaba un tesoro mantener a flote un barco, bien despalmado y lleno de remeros dispuestos.

Me volví hacia Milcíades.

—¿Se ha terminado todo mi dinero? —le pregunté. Cuando me volví a la finca, le había dejado todo mi tesoro.

El ateniense se encogió de hombros.

—Te compensaré —dijo—. La temporada ha sido mala. Hemos estado combatiendo contra los medos, sin hacer presas. Más pérdidas que dáricos de oro. Perdí dos barcos en el Euxino —añadió, con gesto de resignación—. Necesito capitanes.

—¿Quién te dijo que yo estaba en Delos? —le pregunté, por pura curiosidad. Ni siquiera con enfado. El destino es el destino.

—Yo —dijo Idomeneo. Apareció de entre la multitud de remeros como un actor que irrumpe en escena por la tramoya—. Vine a Atenas con una carreta de mercancía y un cadáver. Arístides se hizo cargo de todo y me dijo que te siguiera. Creí que volvías al mundo real —añadió con una sonrisa.

—¿Quién se ocupa del santuario? —le pregunté.

—Áyax, que militó contra nosotros en Asia, y Estiges —dijo. Mi hipaspista tenía respuesta para todo.

Asentí con la cabeza.

—¿Quieres ser timonel? —pregunté a Estéfano.

Estéfano sonrió.

—¿Y tú, capitán de mis infantes de marina? —pregunté a Idomeneo.

También este sonrió.

Yo no sonreí. Suspiré, preguntándome por qué sería tan fácil volver a caer en una vida que creía haber dejado atrás. Preguntándome por qué el dios que me había pedido que dejara de matar hombres me había vuelto a enviar a la vida de pirata.

Pero antes de que el sol hubiera descendido más tras el horizonte, ya habíamos retirado la popa de la playa y estábamos navegando. No éramos especialmente elegantes; mi querido
Cortatormentas
estaba sin pintar, descuidado y falto de treinta remeros para que pudiera dar todo lo que podía. Y ninguno de los otros dos barcos de Milcíades estaba en mejores condiciones.

Estéfano siguió mi mirada y asintió con la cabeza.

—Se ha dado mal —dijo—. Artafernes no es tonto.

Eso ya lo sabía yo. Y al oír su nombre me vino el recuerdo del mensajero al que había dejado esperando en el patio de mi casa en Platea. Me volví hacia Idomeneo.

—¿Te pasaste por mi casa antes de venir corriendo tras de mí? —le pregunté.

—Por supuesto, mi señor —dijo—. ¿De dónde crees que saqué la carreta y todo el bronce?

—¿Algún recado? —pregunté.

Él se rio.

—La
despoina
Penélope dice que, si ganas dinero, será mejor que mandes algo a casa. Hermógenes dice que él esta vez no se apuntará. Y hay un mensaje del sátrapa de Frigia.

Me enseñó un tubo de marfil con gesto misterioso, sabiendo que me estaba produciendo cierta consternación.

Lo tomé.

Dentro había una carta de Artafernes, que me invitaba a ir a ponerme a su servicio como capitán, con una paga que me dejó boquiabierto. Ya sabía yo que se acordaría de mí. Le había salvado la vida. Y él me la había salvado a mí. Aquel era el mensaje que yo había despreciado en Platea.

Mientras reflexionaba sobre cómo hacen las cosas los dioses, tembló agitado por la brisa un pliegue de pergamino blanco como la leche que asomaba del tubo del mensaje. Había estado a punto de pasarlo por alto. Y cuando lo vi, hice ademán de cogerlo, y se me escapó y salió volando; pero Idomeneo lo atrapó contra el mástil.

En él estaba escrito con letra enérgica:

Algunos hombres dicen que una escuadra de barcos es lo más hermoso; pero yo digo que el hermoso eres tú. Ven a servir a mi marido, y a ser famoso.

Briseida

Aquella noche atracamos en una playa desierta de la costa sur de Mikonos. Después de haber comido cebada fría y de haber bebido vino malo, me dirigí a Milcíades.

—¿Sabes algo de Briseida? —me aventuré a preguntarle. No me cabe duda de que se lo dije con ese desinterés que tanto se esfuerzan por aparentar los jóvenes cuando algo les interesa mucho.

—Tu amada está casada con Artafernes —me dijo. Sacudió la cabeza e hizo ademán de apoyarla en las palmas de las manos, como si estuviera demasiado cansado como para seguir. Me tomaba el pelo—. Siempre está junto a él, o eso he oído decir.

Cimón asintió.

—Quería ser reina de la Jonia —dijo—. Parece que ya ha tomado partido. Y su hermano tampoco está ya con la rebelión. Se le han devuelto todas sus posesiones de Éfeso. Puede que ella haya sido el precio que se ha pagado para que él vuelva al redil.

No lloré. Respiré hondo y bebí más vino.

—Mejor para ella —dije; aunque la voz me delataba; pero Cimón, que era un buen hombre, no insistió en el tema.

—¿Cuál es nuestro plan? —pregunté a Milcíades al cabo de un rato.

—Hacemos lo que podemos para rehacernos —dijo el tirano del Quersoneso—. Hacemos presas en sus naves, y con los beneficios reconstruimos mi escuadra, y después recuperaremos algunas ciudades del Quersoneso.

—¿Habéis perdido todas las ciudades? —pregunté.

Cimón intervino entre su padre y yo.

—Arímnestos, esto es lo que hay —dijo—. Esto es lo único que tenemos —añadió, pasando su brazo por mi hombro—. Y si no convencemos a Atenas de que mueva el culo y nos ayude, Mileto caerá, y los persas lo ganarán todo.

Cuando dejé a Milcíades, este tenía cuatro ciudades y diez trirremes.

Asentí con la cabeza.

—Y bien, supongo que hay mucho trabajo por hacer —dije.

Amanecimos en la mar, al sur de Mikonos, con las velas henchidas por el viento, rumbo norte cuarto al este, hacia Quíos, que era ahora el núcleo de la rebelión y era la única isla de la costa cuyos puertos estaban abiertos para nosotros.

Hacia la hora en que el sol se alzaba por entero del mar, Estéfano vio una vela a nuestra proa. La observamos sin darle importancia hasta que asomó del agua con el casco visible, y entonces reconocí mi barco fenicio de tratantes de esclavos.

Me acerqué al barco de Milcíades, popa con popa.

—¿Ves ese barco? —le dije—. Un transporte de esclavos fenicio, lleno de iberos, para entregarlos a Artafernes. —Recuerdo que sonreí. Era como si el dios me hubiera enviado aquel regalo—. ¡Un botín de guerra legítimo! —grité; aunque tampoco es que nosotros soliésemos ser muy escrupulosos con esos detalles. Cualquier fenicio era presa válida.

Milcíades soltó un aullido de alegría.

—¡Es tuyo, si lo alcanzas! —gritó; y me puse en marcha.

Octubre no es el mejor mes del año para hacer una persecución larga en el mar Jónico. Octubre es el mes en que cambian los vientos, y las lluvias se vuelven frías, y Poseidón empieza a cobrarse su diezmo de barcos. Pero hacía un día hermoso, con un sol dorado en un cielo azul profundo, y yo había pasado quince días en aquel casco oscuro. Los remeros odiaban al tratante de esclavos, y este andaba corto de brazos, como sucede a todos los que ganan dinero a base de vender a sus propios remeros.

Por otra parte, el barco llevaba más velamen del que podía poner yo, y el casco era más marinero. El
Cortatormentas
había empezado siendo un trirreme pesado fenicio, y no estaba construido para alcanzar grandes velocidades en ningún sentido. No era un barco de los más rápidos, ni siquiera con toda su tripulación. Sí que tenía una gran virtud: era fuerte.

Llevé el
Cortatormentas
a barlovento a fuerza de remo, como si me estuviera apartando del resto de la escuadra, haciendo rumbo norte en ángulo recto respecto del viento, camino de Tracia. Cuando me perdí bajo el horizonte, el cielo ya estaba alto, y fue entonces cuando puse a mis remeros a trabajar, tirando fuerte del remo con las velas puestas, de modo que se sumara una velocidad a la otra. Eso da resultado a veces, pero aquellos remeros (que no eran los mismos que había dejado yo en este navío, debo añadir), no estaban a la altura, y en general sus remos solo servían para frenar el agua que surcaba nuestras bordas.

Solté maldiciones y nos puse viento en popa. Hacía más viento que al amanecer, y el cielo se oscurecía a mis espaldas, y muchos de mis remeros murmuraban.

Pasamos toda la tarde navegando a toda velocidad, hasta que tuve que acortar la vela mayor para que no saliera algo volando, y seguíamos sin ver a nuestra presa, ni tampoco a Milcíades.

—Ahora me siento estúpido —dije a Estéfano en voz baja. El torció el gesto.

—Ya deberíamos haberlos alcanzado —dijo.

Yo no lo entendía.

—En la primera estrepada perdimos tiempo —dije—. Pero, a menos que haya virado al sur…

—Milcíades emprendió la persecución en cuanto bajó del horizonte —dijo Idomeneo—. También él necesita remeros.

Gruñí. Se me había olvidado que mi señor era un canalla rapaz.

—Lo hizo huir hacia el sur, y no lo alcanzó —añadí—. ¿Podemos quedarnos en alta mar con esta tripulación? —pregunté a Estéfano.

—¿Cómo, a oscuras? No —dijo, sacudiendo la cabeza—. Todos los hombres buenos huyeron, o se largaron con su botín. O han muerto. Nadie ha querido contarte esto, pero tu amigo Arquílogos de Éfeso nos atacó con ocho barcos, nos atrapó varados en la playa y se despachó a su gusto.

Me costaba trabajo imaginarme a Arquílogos, una de las voces fundadoras de la Revuelta Jónica, al servicio de Artafernes, que había puesto los cuernos a su padre y había humillado a su madre. Por otra parte, su padre había sido siervo leal del Rey de Reyes antes de aquel pequeño incidente del adulterio de su madre.

—¿Te escapaste tú? —le pregunté.

—Tenía al
Cortatormentas
fuera de la playa. Cuando llegó tu amigo estábamos limpiando el casco. Perdí a la mayor parte de mis remeros —contó. Estaba avergonzado.

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