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Authors: Kim Stanley Robinson

Marte Verde (24 page)

BOOK: Marte Verde
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Ahora los ingenieros intentaban ampliar esos primeros éxitos e introducir una mayor variedad de plantas superiores y algunos insectos alterados para tolerar los altos niveles de CO
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del aire. Biotique tenía una nutrida colección de plantas de climas templados de las que tomar secuencias cromosómicas, y diecisiete años marcianos de experimentación de campo, así que Sax tenía mucho que recuperar.

Las primeras semanas en el laboratorio, y en el arboreto de la compañía en Hunt Mesa, se concentró en las nuevas especies vegetales excluyendo todo lo demás, disfrutando del lento proceso de hacerse una idea general.

Cuando no leía o miraba a través de los microscopios o en las tinajas de Marte de los laboratorios, o en el arboreto, estaba el trabajo diario de ser Stephen Lindholm para mantenerlo ocupado. En el laboratorio no era diferente de ser Sax Russell. Pero al final de la jornada laboral a menudo hacía un esfuerzo y se unía al grupo que subía las escaleras hacia uno de los cafés en lo alto de las mesas para tomar una copa y hablar del trabajo del día, y después de cualquier otra cosa.

Aun entonces encontraba Sax sorprendentemente fácil «ser» Stephen Lindholm. Descubrió que era un hombre que hacía muchas preguntas y proclive a la risa. Las preguntas de los otros —por lo común de Claire, y de Jessica, una inmigrante inglesa, y de un keniata llamado Berkina— raras veces tenían relación con el pasado terrano de Lindholm, y cuando esto acontecía Sax podía salir del paso con una respuesta mínima — Desmond le había dado a Lindholm un pasado en la ciudad natal de Sax, Boulder, Colorado, una jugada sensata— y luego volver la pregunta hacia el autor, utilizando una técnica muy empleada por Michel. Y a la gente le gustaba mucho hablar. A diferencia de Simón, Sax nunca había sido particularmente callado. Siempre aportaba su parte en la conversación, y si luego no seguía interviniendo era sólo porque la conversación tenía que tener un cierto nivel mínimo. La charla insustancial le parecía por lo general una pérdida de tiempo. Pero de hecho ayudaba a pasar ese tiempo que de otro modo habría estado irritantemente vacío. Y mitigaba también la sensación de soledad. Sus nuevos colegas se enzarzaban en unas conversaciones profesionales bastante interesantes, de todos modos, y él aportaba su granito de arena, les hablaba de sus paseos por Burroughs, y les hacía muchas preguntas sobre lo que había visto y sobre sus pasados, y también sobre Biotique y la situación marciana. Era un comportamiento tan propio de Lindholm como de Sax.

En esas conversaciones sus colegas, especialmente Claire y Berkina, confirmaron lo que él ya había advertido en sus paseos: Burroughs se estaba convirtiendo de alguna manera en la capital
de facto
de Marte, y los cuarteles generales de las transnac más importantes estaban allí. Las transnac eran a esas alturas los gobernantes reales de Marte. Ellas habían hecho posible que el Grupo de los Once y las demás naciones industriales poderosas ganaran la guerra de 2061 o al menos sobrevivieran, y ahora todos formaban una única estructura de poder. Ya no estaba nada claro quién llevaba la voz cantante en la Tierra, si las naciones o las supracorporaciones. En Marte, sin embargo, era obvio. La UNOMA se había hecho pedazos en 2061, igual que una ciudad cúpula, y la agencia que había ocupado su lugar, la Autoridad Transitoria de las Naciones Unidas, la UNTA, era un grupo administrativo formado por ejecutivos de las transnac, y sus decretos eran impuestos por las fuerzas de seguridad de las transnac.

—La UN no pinta nada en realidad —dijo Berkina—. Está tan muerta en la Tierra como la UNOMA aquí. El nombre es sólo una tapadera.

—Todo el mundo la llama Autoridad Transitoria de todos modos —dijo Claire.

—Y todos saben quién es quién —añadió Berkina.

Y en verdad la policía de seguridad transnacional se hacía ver en las calles de Burroughs. Vestían los monos de color orín de los trabajadores de la construcción, con brazales de identificación de distintos colores. Nada realmente ominoso, pero ahí estaban.

—Pero ¿por qué? —preguntó Sax—. ¿De quién tienen miedo?

—Les preocupa que los bogdanovistas ataquen desde las colinas —

dijo Claire, y se echó a reír—. Es ridículo.

Sax arqueó las cejas, pero no dijo nada. Tenía curiosidad; pero el tema era peligroso. Sería mejor dejar que surgiese por sí solo. No obstante, después de eso en sus paseos por la ciudad observó a la gente con más atención: las fuerzas de seguridad que merodeaban por todas partes se distinguían por el brazal de identificación. Consolidados, Amexx, Oroco... Le parecía curioso que no hubiesen formado una fuerza. Pero probablemente las transnacionales seguían siendo rivales además de socias. Esto explicaba tal vez la proliferación de los sistemas de identificación, lo cual creaba huecos que permitían a Desmond insertar sus personas en un sistema y luego colarlas a todos los demás. Suiza evidentemente encubría a algunas personas que entraban en su sistema salidas de la nada, como demostraba la experiencia del mismo Sax. Y sin duda otras naciones y transnacionales estaban haciendo lo mismo.

Así pues, en la situación política del momento, la tecnología de la información estaba provocando la balcanización y no la totalización. Arkadi lo había predicho, pero Sax lo había considerado demasiado irracional para ser posible. Ahora tenía que admitir que había ocurrido. Las redes informáticas no podían seguir la pista de nada porque competían unas con otras; y otro tanto ocurría con la policía en las calles, que buscaba a gente como Sax.

Pero él era Stephen Lindholm. Ocupaba las habitaciones de Lindholm en Hunt Mesa, realizaba su trabajo y tenía sus rutinas, sus hábitos y su pasado. El pequeño apartamento estudio no se parecía en nada al que Sax habría elegido: la ropa estaba en el armario, no había experimentos en el refrigerador o encima de la cama, y había algunas láminas en las paredes, de Escher y Hundertwasser, y algunos esbozos de Spencer sin firmar, una indiscreción indetectable. Estaba seguro en su nueva identidad. Y aun si lo descubrían dudaba de que los resultados llegaran a ser demasiado traumáticos. Tal vez hasta podría recuperar algo de su antiguo poder. Siempre había sido apolítico, porque sólo le interesaba la terraformación, y había desaparecido durante la locura de 2061 sólo porque todo indicaba que sería fatal no hacerlo. Sin duda muchas de las actuales transnacionales lo comprenderían y tratarían de contratarlo.

Pero todo eso eran hipótesis. En la realidad, podía instalarse en la vida de Lindholm.

A medida que lo hacía, descubrió que su nuevo trabajo le apasionaba. En el pasado, como jefe del proyecto global de terraformación, resultaba imposible no quedarse atascado en la burocracia, o dispersarse en exceso en toda la gama de materias, tratando de saber lo suficiente de cada cosa como para tomar decisiones bien fundadas sobre la política a seguir. Como era de esperar, esto lo había llevado a no profundizar en ninguna disciplina. Ahora, sin embargo, toda su atención se concentraba en la creación de nuevas plantas para ampliar el sencillo ecosistema que se había propagado en las regiones glaciares. Pasó semanas trabajando en un nuevo liquen diseñado para extender los límites de las nuevas biorregiones, basado en un chasmoendolítico de los Valles Wright de la Antártida. El liquen de base vivía en las grietas de la roca antártica y Sax quería que hiciese lo mismo allí. Intentaba reemplazar las algas del liquen por otras más rápidas, de manera que el nuevo simbionte creciese más deprisa que su pariente templado, notablemente lento. Al mismo tiempo trataba de introducir en los hongos del liquen genes freatofíticos de plantas halófilas como el tamarisco. Éstas toleraban niveles salinos tres veces superiores al del agua de mar, y los mecanismos, que tenían relación con la permeabilidad de la pared celular, eran transferibles. Si tenía éxito, conseguiría unos líquenes halófilos muy resistentes y de crecimiento rápido. Era muy estimulante observar los progresos que se habían hecho en esta área desde sus toscos primeros ensayos para crear un organismo que pudiese sobrevivir en la superficie, allá en la Colina Subterránea. Cierto que las condiciones en superficie eran más hostiles en aquellos tiempos, pero el dominio que ahora tenían de la genética y la variedad de métodos también habían avanzado enormemente.

Un problema que estaba resultando insoluble era el de adaptar las plantas a la escasez de nitrógeno de Marte. La mayor parte de las grandes concentraciones de nitritos que se descubrían se extraían y se liberaban en la atmósfera en forma de nitrógeno, un proceso que Sax había iniciado en la década de 2040 y que todos consideraban adecuado, ya que la atmósfera necesitaba el nitrógeno con urgencia. Pero también lo necesitaba el suelo, y debido a que se estaba liberando tanto en el aire, la vida vegetal empezaba a reducirse. Éste era un problema con el que ninguna planta terrana había tenido que enfrentarse, al menos no de esta magnitud, de modo que no había rasgos de adaptación que pudiesen añadir a los genes de su areoflora.

El problema del nitrógeno era un tema recurrente en sus charlas, después del trabajo, en el Café Lowen, en el borde de la meseta.

—El nitrógeno es tan valioso que se ha convertido en la unidad de intercambio entre los miembros de la resistencia —le dijo Berkina a Sax, que asintió incómodo ante esa información errónea.

El grupo del café rendía su homenaje a la importancia del nitrógeno inhalando N2O de pequeñas bombonas que iban circulando alrededor de la mesa. Se afirmaba, con poca precisión pero mucho buen humor, que la inhalación de ese gas ayudaba en el esfuerzo terraformador. Cuando la bombona llegó a Sax por primera vez, la miró con desconfianza. Había visto que las bombonas podían comprarse en los lavabos de hombres, donde había toda una farmacia en expendedores murales: latas de óxido nitroso, omegendorfo, pandorfo y otras mezclas gaseosas. Al parecer la inhalación era el método corriente para consumir drogas. No era algo que le interesara, pero tomó la botella que le tendía Jessica, que se había apoyado contra su hombro. Aquélla era un área en la que el comportamiento de Sax y el de Lindholm divergían. Así que exhaló y luego se aplicó la pequeña mascarilla sobre la boca y la nariz, notando la delgadez de su cara.

Inhaló una bocanada de gas frío, la retuvo un instante y luego exhaló y sintió que el peso lo abandonaba: ésa era la impresión subjetiva. Era bastante cómico ver cómo respondía el estado de ánimo a la manipulación química, a pesar de lo que esto revelaba sobre el pretendido equilibrio emocional de uno, incluso sobre la propia cordura. No era agradable pensarlo, pero en ese momento no le resultó nada traumático. En realidad, le dio risa. Miró por encima de la balaustrada los tejados de Burroughs y por primera vez advirtió que en los nuevos barrios, al oeste y al norte, se habían impuesto los techos de tejas azules y las paredes blancas, dándoles un aire griego, mientras que el de los barrios antiguos era más bien español. Jessica parecía decidida a que los brazos de ambos estuvieran en contacto. O tal vez su sentido del equilibrio se veía perjudicado por la hilaridad.

—¡Ya es tiempo de que vayamos más allá de la zona alpina! —decía Claire—. Estoy harta de líquenes, de musgos y de pastos. Nuestros
fellfields
ecuatoriales se están convirtiendo en praderas, incluso hemos conseguido
krummhoh
, y ahora tienen un montón de sol todo el año, y la presión atmosférica al pie del acantilado es tan alta como en el Himalaya.

—Como en la cima del Himalaya —puntualizó Sax, y luego se examinó mentalmente: ésa había sido una declaración muy propia de Sax. Lindholm dijo—: Pero existen bosques en las alturas del Himalaya.

—Exactamente. Stephen, has hecho maravillas con ese liquen desde que llegaste. ¿Por qué no empezáis Berkina, Jessica, C. J. y tú a trabajar en plantas subalpinas? Seguro que podemos crear algunos bosquecillos.

Brindaron por la idea con otro trago de óxido nitroso, y el hecho de que los salobres bordes helados de los acuíferos reventados se convirtieran en praderas y bosques de repente les pareció muy divertido.

—Necesitamos topos —dijo Sax, tratando de borrarse la sonrisa de la cara—. Los topos y los campañoles son cruciales en la transformación de los
fettfields
en praderas. Me pregunto si podremos crear alguna especie de topo ártico que tolere el CO
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.

Sus compañeros rieron aún más, pero él estaba absorto en sus pensamientos y no se dio cuenta.

—Escucha, Claire, ¿crees que podríamos salir y echar un vistazo a uno de los glaciares, y hacer un poco de trabajo de campo?

Claire dejó de reír y asintió.

—Pues claro que sí. De hecho, esto me recuerda una cosa. Tenemos una estación experimental permanente en el Glaciar Arena, con un buen laboratorio. Y hemos contactado con un grupo biotécnico de Armscor que está en muy buenas relaciones con la Autoridad Transitoria. Ellos quieren que los llevemos a ver la estación y el hielo. Supongo que quieren construir una estación similar en Marineris. Pues bien, podemos ir con ese grupo, enseñarles la estación y hacer trabajo de campo, y así matamos dos pájaros de un tiro.

Los planes trazados en el Lowen pasaron al laboratorio y de allí a la oficina principal. La aprobación no se hizo esperar, como era habitual en Biotique. Sax trabajó duro durante un par de semanas, preparándose para la salida, y al final de ese período intensivo llenó la bolsa de viaje y una mañana tomó el subterráneo para la Puerta Oeste. Cuando llegó, encontró a gente de la oficina acompañada de extraños. Aún estaban haciendo las presentaciones. Claire lo vio y lo llamó excitada.

—Ven, Stephen, quiero presentarte a nuestra invitada en el viaje. — Una mujer que parecía envuelta en un tejido prismático se volvió, y Claire dijo:— Stephen, te presento a Phyllis Boyle. Phyllis, éste es Stephen Lindholm.

—¿Qué tal? —dijo Phyllis tendiéndole la mano.

—Encantado —dijo Sax, y le estrechó la mano.

Vlad le había retocado las cuerdas vocales para darle una huella distinta por si alguna vez se la comprobaban, pero todos en Gameto coincidían en que sonaba igual que siempre. Phyllis ladeó la cabeza con curiosidad, alertada por algo.

—Estoy deseando empezar el viaje —dijo Sax, y miró a Claire—, Espero no haberlos retrasado.

—No, no. Aún no han llegado los chóferes.

—Ah. —Sax se apartó y le dijo educadamente a Phyllis:— Encantado de conocerla.

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