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Authors: Kim Stanley Robinson

Marte Verde (85 page)

BOOK: Marte Verde
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Había abandonado Fossa Sur temporalmente para supervisar la instalación de la cubierta de Shalbatana, similar a la de Nirgal Vallis y los valles de la zona este de Hellas: una tienda enorme que albergaba una ecología de clima templado. También allí había un río, alimentado por el agua bombeada desde el acuífero Lewis, 170 kilómetros al norte. Shalbatana era un cañón sinuoso, lo que daba al fondo del valle un aspecto pintoresco, pero había complicado mucho la construcción del techo.

A pesar de eso Nadia había prestado poca atención al proyecto, absorta en lo que acontecía en la Tierra en aquellos momentos. Estaba en contacto con su grupo de Fossa Sur y con Art y Nirgal en Burroughs, que la mantenían al corriente de las novedades. Le interesaban sobre todo las actividades del Tribunal Mundial, que intentaba mediar en el grave conflicto que enfrentaba a las metanacionales de Subarashii y el Grupo de los Once con Praxis, Suiza y la reciente alianza China-India. El intentó parecía condenado al fracaso, porque los fundamentalistas habían empezado su campaña de atentados y las metanacionales se preparaban para defenderse. Nadia llegó a la triste conclusión de que la Tierra había vuelto a entrar en la espiral que llevaba al caos.

Pero todas esas crisis se revelaron insignificantes cuando Sax la llamó y le comunicó que el casquete de hielo de la Antártida Occidental se había desprendido. Nadia había atendido la llamada en uno de los remolques de construcción y miró el pequeño rostro de la pantalla.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Se ha separado del lecho de roca. Un volcán ha entrado en erupción y las corrientes oceánicas están destrozando el hielo.

Las imágenes de vídeo que Sax le transmitió eran de Punta Arena, una ciudad portuaria chilena, con los muelles y calles inundados; luego apareció Puerto Elisabeth, en Azania, donde la situación era la misma.

—¿A qué velocidad avanza? —preguntó Nadia—. ¿Es como un maremoto?

—No, se comporta más bien como una marea alta. Pero ésta no volverá a bajar.

—Entonces hay tiempo suficiente para la evacuación —dijo Nadia—, pero no para construir infraestructuras. ¡Y dices que subirá seis metros!

—Pero eso será a lo largo de... Bueno, nadie sabe cuánto tiempo. Algunos estiman que una cuarta parte de la población terrana se verá afectada.

—Lo creo. Oh, Sax...

Una estampida a escala mundial hacia las tierras altas. Nadia siguió mirando las imágenes, cada vez más aturdida conforme se le revelaba la verdadera magnitud de la catástrofe. Las ciudades costeras serían cubiertas por las aguas. ¡Seis metros! Le costaba imaginar que existiera una masa de hielo capaz de elevar el nivel de todos los océanos de la Tierra sólo un metro, ¡pero seis! Era una prueba alarmante de que el planeta no era tan grande después de todo. O bien de que la capa de hielo de la Antártida Occidental era inmensa. Después de todo cubría casi un tercio de un continente y según los informes tenía tres kilómetros de profundidad. Mucho hielo. Sax dijo que la Antártida Oriental no estaba amenazada. Nadia sacudió la cabeza para librarse de la estupefacción y se concentró en las noticias. Habría que evacuar a toda la población de Bangladesh, trescientos millones de personas, por no hablar de las ciudades costeras de la India, como Calcuta, Madras, Bombay. También Londres, Copenhague, Estambul, Amsterdam, Nueva York, Los Angeles, Nueva Orleans, Miami, Río, Buenos Aires, Sidney, Melbourne, Singapur, Hong Kong, Manila, Yakarta, Tokio... Y ésas eran sólo las más importantes. Mucha gente vivía en la costa en un mundo agobiado por la superpoblación y el agotamiento de los recursos. Y ahora las necesidades básicas iban a ahogarse en agua salada.

—Sax —dijo—, tenemos que ayudarlos. No sólo...

—En realidad no podemos hacer gran cosa. Pero estaremos en mejor posición para hacerlo si somos independientes. Primero una cosa y luego la otra.

—¿Lo prometes?

—Sí —dijo él, sorprendido—. Es decir, haré lo que pueda.

—Eso es todo lo que te pido. —Nadia pensó un momento—. ¿Lo tienes todo listo?

—Sí. Queremos empezar disparando misiles contra los satélites militares y de vigilancia.

—¿Qué hay de Kasei Vallis?

—Estoy en ello.

—¿Cuándo quieres empezar?

—¿Te parece bien mañana?

—¡Mañana!

—Tengo que ocuparme de Kasei pronto. Ahora se dan las condiciones favorables.

—¿Qué piensas?

—Creo que lo mejor sería empezar mañana. No tiene sentido esperar más.

—Dios mío —dijo Nadia pensando deprisa—. Estamos a punto de quedar detrás del sol, ¿no?

—Así es.

La importancia de esa posición respecto a la Tierra era puramente simbólica, porque hacía tiempo que las comunicaciones estaban aseguradas gracias a un gran número de satélites repetidores, pero significaba que incluso los transbordadores más rápidos tardarían meses en cubrir el trayecto entre la Tierra y Marte.

Nadia respiró hondo y dijo:

—Adelante.

—Esperaba que dijeras eso. Llamaré a Burroughs y transmitiré el mensaje.

—¿Nos encontraremos en la Colina Subterránea?

El lugar se había convertido en el punto de reunión en caso de emergencia. Sax estaba en el refugio del Cráter Da Vinci, que albergaba la mayoría de los silos de misiles; por lo tanto ambos se encontraban a un día de viaje de la Colina Subterránea.

—Sí —dijo él—. Mañana. —Y cortó la comunicación. Y de esa manera Nadia inició la revolución.

Nadia encontró un programa que mostraba la fotografía de satélite de la Antártida y la miró sumida en una especie de sopor. Las vocecitas de la pantalla hablaban muy deprisa y afirmaban que el desastre era consecuencia de un ecotaje perpetrado por Praxis, que había enterrado bombas de hidrógeno en el zócalo de la Antártida.

—¡Será posible! —exclamó ella asqueada. Ningún noticiario repitió esa afirmación ni la desmintió, una manifestación más del caos. Pero el metanatricidio continuaba. Y ellos formaban parte de él.

La existencia quedó reducida de inmediato a eso, una desagradable reminiscencia de 2061. Como en los viejos tiempos, su estómago se convirtió en una nuez de hierro, dolorosa y opresiva. Ya hacía tiempo que tomaba medicación para las úlceras, pero desgraciadamente no servía de mucho ante ese tipo de ataque. Tranquilízate. Ha llegado la hora. Lo esperabas, tú has puesto los fundamentos. Ahora es el momento del caos. En el corazón de todo cambio de fase había una zona de caos recombinante en cascada. Pero existían métodos para comprenderlo, para enfrentarse a él.

Nadia cruzó el pequeño hábitat móvil y contempló brevemente la idílica belleza del valle de Shalbatana, su arroyo de guijarros rosados, los árboles jóvenes y los algodoneros en las riberas y las islas. Si las cosas salían mal era probable que Shalbatana Vallis no fuese habitado nunca, que quedara como una burbuja vacía hasta que las tormentas de barro hundieran el techo o algo fallase en la ecología del mesocosmos. En fin...

Se encogió de hombros, despertó a su equipo y les dijo que partían hacia la Colina Subterránea. Cuando les explicó la razón del viaje todos prorrumpieron en vítores.

Acababa de amanecer y el día de primavera se anunciaba cálido, la clase de jornadas en que se podía trabajar con trajes holgados, capuchas y mascarillas, y que sólo por las rígidas botas con aislamiento le recordaban a Nadia la voluminosa indumentaria de los primeros años. Viernes, L
s
101, 2 de julio 2, año marciano 52, fecha terrana (la miró en su ordenador de muñeca): 12 de octubre de 2127. Faltaba poco para el primer centenario de su llegada a Marte, aunque nadie parecía tener intención de celebrado. ¡Cien años! Era un pensamiento extraño.

Otra revolución de julio y otra revolución de octubre. Una década después del bicentenario de la revolución bolchevique. Extraña coincidencia. Pero también ellos lo habían intentado. Todos los revolucionarios de la historia lo habían hecho, la mayoría campesinos desesperados que luchaban por sus hijos. Como en su Rusia natal. Muchos en ese siglo amargo lo habían arriesgado todo para crear una vida mejor, y a pesar de eso se habían visto arrastrados al desastre. Era aterrador, como si la historia de la humanidad se redujese a sucesivos asaltos para suprimir la miseria que siempre fracasaban.

Pero su alma rusa, el cerebelo siberiano, tomó esa fecha como un buen auspicio. O, en todo caso, como un recordatorio de lo que no tenía que repetirse del 61. Les dedicaría ese momento a todos ellos, a las heroicas víctimas de la catástrofe soviética, a los amigos muertos en el 61, a Arkadi, Alex, Sasha, Roald, Janet, Evgenia y Samantha, que aún atormentaban sus sueños y sus nebulosos recuerdos, girando como electrones alrededor de la nuez de hierro en su interior, advirtiéndole que no forzara la situación, que lo hiciera bien esta vez para redimir sus vidas y sus muertes. Recordó que alguien le había dicho en una oportunidad:

«La próxima vez que hagan una revolución, será mejor que prueben otras vías»

Y allí estaban. Pero las unidades de la guerrilla de Marteprimero al mando de Kasei no mantenían el contacto con el cuartel general en Burroughs, y había otros muchos factores fuera del control de Nadia. Caos recombinante en cascada. ¿Sería diferente esta vez?

Nadia y su reducido equipo fueron a la estación, unos kilómetros al norte, y subieron a un tren de mercancías que circulaba por una pista secundaria hacia la pista principal Sheffield-Burroughs. Las dos ciudades se habían convertido en bastiones metanacionales y Nadia temía que no repararan en medios para asegurar la comunicación ferroviaria. La Colina Subterránea era de gran importancia, pues ocupándola se podía cortar la línea. Y por esa misma razón Nadia deseaba alejarse cuanto antes de ella y del sistema de pistas. Quería volar como en el 61: los instintos de entonces intentaban imponerse ahora, como si no hubiesen transcurrido sesenta y seis años, y la conminaban a esconderse.

Se deslizaron sobre el desierto y franquearon rápidamente el desfiladero entre los abismos de Ophir y Juventae. Nadia seguía en contacto con el cuartel general de Sax en Da Vinci. Los técnicos del equipo de Sax intentaban imitar su estilo seco pero, igual que los jóvenes acompañantes de Nadia, no podían disimular la excitación. Cinco de ellos le explicaron que habían lanzado un ataque con misiles tierra-espacio desde los silos ecuatoriales, un gran espectáculo de fuegos artificiales, y habían derribado todas las plataformas de armamento y la mayoría de los satélites de comunicaciones metanacionales en órbita.

—¡Un ochenta por ciento de éxito en el primer barrido!... ¡Pusimos en órbita nuestros satélites de comunicaciones!... Ahora sí será un enfrentamiento de igual a igual...

Nadia los interrumpió.

—¿Funcionan vuestros satélites?

—¡Creemos que sí! Sólo podremos asegurarlo cuando hagamos una verificación completa, pero estamos demasiado ocupados.

—Pues dedíquenle atención prioritaria, ¿me comprenden? Comprueben uno inmediatamente. Necesitamos un sistema redundante, un sistema muy redundante.

Cortó la comunicación y tecleó una de las frecuencias codificadas que Sax le había proporcionado. Unos segundos más tarde hablaba con Zeyk, que estaba en Odessa ayudando a coordinar las actividades en la Cuenca de Hellas. Él le dijo que todo estaba desarrollándose según lo previsto. Sólo hacía unas horas que el plan se había puesto en marcha, pero parecía que la labor de organización de Maya y Michel había valido la pena, porque todas las células de Odessa se habían lanzado a las calles para explicar lo que había ocurrido y la población había reaccionado con una manifestación espontánea y la huelga general; habían ocupado la cornisa y la mayoría de los edificios públicos, y trataban de hacer lo mismo con la estación. El personal de la Autoridad Transitoria retrocedía hacia la estación y la planta física, como habían previsto.

—Cuando todos estén dentro —dijo Zeyk—, anularemos la IA de la planta y se encontrarán en una cárcel. Tenemos controlados todos los sistemas de soporte vital de la ciudad, así que poco podrán hacer, excepto volarla con ellos dentro, pero no creemos que lo hagan. Buena parte de los representantes de la UNTA de la ciudad son sirios de Niazi. Hablaré con Rashid mientras intentamos neutralizar la planta para evitar que alguien quiera convertirse en mártir.

—No creo que haya muchos que quieran llegar al martirio por las metanacionales —dijo Nadia.

—Espero que no, pero nunca se sabe. De momento todo va bien por aquí. Y en Hellas es aún más fácil: las fuerzas de seguridad son allí escasas y en la población hay muchos nativos o inmigrantes radicales, así que se limitan a rodear a la policía y desafiarla. El resultado suele ser el empate o las fuerzas de seguridad desarmadas. Dao y Harmakhis-Reull se han declarado cañones libres y han ofrecido refugio a quien lo necesite.

—¡Bien!

Zeyk notó el sorprendido entusiasmo en la voz de Nadia y le advirtió:

—No creo que sea tan fácil en Burroughs y Sheffield. Y es preciso que nos apoderemos del ascensor para que no empiecen a dispararnos desde Clarke.

—Al menos Clarke está enganchado a Tharsis.

—Es cierto, pero creo que sería preferible apoderarse del ascensor y no que vuelva a caer.

—Lo sé. He oído que los rojos han estado elaborando un plan con Sax para tomarlo.

—¡Que Alá nos proteja! Tengo que irme, Nadia. Dile a Sax que los programas para la planta funcionaron perfectamente. Y escucha, deberíamos reunirnos contigo en el norte. Si aseguramos Hellas y Elysium deprisa, eso favorecerá la ocupación de Burrroughs y Sheffield.

Las cosas se desarrollaban según lo previsto, pues. Y lo que era más importante, todos se mantenían en contacto. Ése era un punto esencial: entre todas las pesadillas del 61 pocas eran peores que la impotencia provocada por la destrucción del sistema de comunicaciones. Después de eso habían sido como insectos a los que habían arrancado las antenas, moviéndose a ciegas. Por eso Nadia le había insistido tanto a Sax sobre la necesidad de reforzar las comunicaciones. Y él había construido una flota de pequeños satélites de comunicaciones, camuflados y reforzados en la medida de lo posible, y ahora estaban en órbita. Así que todo marchaba bien. Y aunque no desapareció, la nuez de hierro al menos no le oprimió tanto las costillas. Calma, se dijo. Éste es el momento. Concéntrate en él.

La pista secundaria alcanzó la gran línea ecuatorial, cuyo trazado había sido alterado el año anterior para evitar el hielo de Chryse; transbordaron a un tren corriente y siguieron hacia el oeste. El tren constaba sólo de tres vagones y Nadia y su grupo, unas treinta personas, ocupaban el primero para ver la pantalla. Lo que llegaba eran noticias oficiales de Mangalavid desde Fossa Sur, confusas e insustanciales, que combinaban los informes meteorológicos corrientes con breves apuntes sobre las muchas ciudades en huelga. Nadia mantenía el contacto con Da Vinci y el piso franco de Marte Libre en Burroughs, y mientras duró el viaje permaneció atenta a las dos pantallas, recibiendo las informaciones simultáneas como si escuchara música polifónica. Descubrió que podía seguirlas sin dificultad y se sintió insaciable. Praxis enviaba informes continuos sobre la situación terrana, confusa pero no incoherente y oscura como la del 61. Gran parte de la actividad en la Tierra consistía en poner a la población de las zonas costeras fuera del alcance de las aguas, la gran marea de la que había hablado Sax. El metanatricidio continuaba, con golpes quirúrgicos de decapitación, ataques y contraataques de los comandos de las diferentes corporaciones, combinados con acciones legales e informes parlamentarios de todo tipo, incluyendo varias demandas y contrademandas que al fin habían sido presentadas ante el Tribunal Mundial, lo que Nadia consideraba alentador. Pero esas maniobras quedaban empequeñecidas ante la inundación global. E incluso los peores atentados (imágenes de explosiones, catástrofes aéreas, carreteras destrozadas por los ataques a las limusinas) eran preferibles a una escalada bélica, que si empleaba armas biológicas podía acabar con la vida de millones de personas. Lo sucedido en Indonesia lo ilustraba: un grupo radical de liberación de Timor Oriental que seguía el modelo del grupo peruano Sendero Luminoso había contaminado la isla de Java con un germen no identificado, y a los problemas originados por la inundación se sumaban ahora centenares de miles de muertos. En un continente esa epidemia habría supuesto una catástrofe dantesca, y en realidad nada garantizaba que no fuese a ocurrir. Pero mientras tanto, aparte de esa espantosa excepción, la guerra en la Tierra, si es que podía calificarse así al caos metanatricida, se circunscribía a la lucha en las altas esferas. Era un consuelo, aunque si las metanacionales le tomaban el gusto al método no era descabellado pensar que lo emplearan en Marte, más tarde, cuando se hubiesen reorganizado. Los informes de Praxis Ginebra parecían indicar que las metanac ya habían reaccionado: un transbordador rápido con un nutrido contingente de «expertos en seguridad» había salido de la órbita terrestre rumbo a Marte hacía tres meses y se esperaba que alcanzara el sistema marciano «dentro de unos días», y la UN utilizaba la noticia en sus comunicados oficiales para alentar a las fuerzas policiales sitiadas por los terroristas, según ellos.

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