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Authors: João Magueijo

Tags: #divulgación científica

Más rápido que la velocidad de la luz (2 page)

BOOK: Más rápido que la velocidad de la luz
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La teoría especial de la relatividad enunciada por Einstein en 1905 fue, en parte, una respuesta parcial a este hecho desconcertante. Einstein se dio cuenta de que, si la velocidad de la luz no cambiaba, necesariamente tenían que cambiar otras cosas, a saber: la idea de que existen un espacio y un tiempo universales que no se modifican, conclusión escandalosa porque contradice la intuición. En nuestra vida cotidiana, percibimos el espacio y el tiempo como algo rígido y universal. Einstein, en cambio, concibió el espacio y el tiempo —el espacio-tiempo— como algo que podía curvarse y cambiar, expandiéndose y contrayéndose según los movimientos relativos del observador y del objeto observado. Lo único que no cambiaba en el universo era la velocidad de la luz.

Desde entonces, la constancia de la velocidad de la luz es algo que constituye la propia trama de la física, y se refleja incluso en la forma que adoptan las ecuaciones y en la notación que se utiliza. Hoy en día, hablar de la "variación" de la velocidad de la luz no es sólo utilizar una mala palabra: es algo que lisa y llanamente no figura en el vocabulario de la física. Hay cientos de experimentos que probaron este principio fundamental, de modo que la teoría de la relatividad se ha transformado en el eje de nuestra concepción del universo. Pero la idea que yo concebí aquella mañana en Cambridge era, precisamente, una teoría que postulaba "la variación de la velocidad de la luz".

Específicamente, empecé a reflexionar sobre la posibilidad de que en los primeros instantes del universo la velocidad de la luz fuera mayor que la actual. Para mi sorpresa, esa hipótesis parecía resolver al menos algunos de los problemas cosmológicos sin recurrir a la inflación. De hecho, la solución parecía inevitable de acuerdo con la teoría de la velocidad de la luz variable. Parecía que los enigmas que planteaba el
big bang
sugerían precisamente que la velocidad de la luz
era
mucho mayor en los comienzos del universo, y que en un nivel fundamental la física debería descansar sobre una estructura más rica que la teoría de la relatividad.

La primera vez que expuse esta solución de los problemas cosmológicos ante mis colegas, se hizo un silencio incómodo. Aunque sabía que era necesario trabajar muchísimo antes de que fuera contemplada con respeto y que, tal como estaba, parecería algo descabellado, la idea me entusiasmaba. De modo que, cuando se la comuniqué a uno de mis mejores amigos (un físico que ahora es profesor titular en Oxford), no estaba preparado para que la recibiera con total indiferencia. Pero esa fue su reacción: no hizo ningún comentario, se quedó en silencio y luego emitió un "hmm" lleno de escepticismo. Pese a todos mis intentos, no pude discutir con él la nueva idea en el mismo plano en que los teóricos debaten incluso las especulaciones más disparatadas.

Durante los meses que siguieron, siempre que exponía mi idea a los que me rodeaban, las reacciones eran similares. Sacudían la cabeza o, en el mejor de los casos, me decían: "Es hora de que termines con esa estupidez". En el peor, recurrían al mejor estilo británico para no comprometerse: "No entiendo de qué estás hablando". Durante los seis años anteriores, yo había lanzado en los debates más de una idea alocada, pero nunca había encontrado semejante reacción. Cuando empecé a rotular mi idea como VSL (velocidad variable de la luz, por sus iniciales en inglés), alguien dijo que la sigla quería decir
very silly
, puras sandeces.

No se puede tomar como algo personal lo que sucede en esas reuniones. De hecho, la mejor manera de volverse loco en el ambiente científico es tomarse las objeciones como insultos personales. Ni siquiera conviene interpretar así los comentarios hechos con desprecio o malevolencia, aun cuando se esté seguro de que quienes están alrededor piensan que uno es un necio. Así es la ciencia: se considera que cualquier idea nueva es una tontería a menos que resista las verificaciones más rigurosas. Al fin y al cabo, también mis ideas eran producto del cuestionamiento de la teoría de la inflación.

No obstante, pese a que mucha gente opinaba que la idea de la variación de la velocidad de la luz era insensata, yo seguía contemplándola con respeto aunque todavía no con devoción. Cuanto más pensaba en ella, mejor me parecía. De modo que decidí seguir adelante y ver adónde me llevaba.

Durante mucho tiempo no me llevó a ningún lado. Es frecuente en la ciencia que un determinado proyecto no se consolide hasta que se reúnen las personas más indicadas para trabajar en común. La mayor parte de la ciencia moderna es producto de la colaboración, y yo necesitaba desesperadamente un colaborador. Librado a mi propia suerte, daba vueltas en círculo y me quedaba atascado siempre en los mismos detalles, de modo que nada coherente tomaba cuerpo y sentía que enloquecía.

No obstante, el resto de mi trabajo de investigación avanzaba, al punto que un año después, más o menos, me llenó de alegría enterarme de que la Royal Society me había otorgado una beca. Ser becario de la Royal Society es la situación más codiciada por los investigadores jóvenes de Gran Bretaña y tal vez de todo el mundo, pues garantiza fondos y seguridad durante varios años, que pueden extenderse hasta diez, y ofrece libertad para hacer lo que a uno le interesa y elegir cualquier lugar de trabajo. Ante estas circunstancias, pensé que ya había cumplido mi ciclo en Cambridge y que era hora de trasladarme a alguna otra institución. Siempre me gustaron las ciudades grandes, de modo que decidí trabajar en el Imperial College de Londres, institución de enorme prestigio en física teórica.

En ese entonces, el principal cosmólogo del Imperial College era Andy Albrecht. Si bien era uno de los autores de la teoría de la inflación, Andy venía preguntándose desde hacía años si esa teoría realmente explicaba los problemas cosmológicos. Había escrito un artículo fundamental sobre la inflación que fue su primera publicación científica cuando aún no se había doctorado. Él mismo comentaba, medio en broma: "no puede ser que la respuesta a todos los problemas del universo esté en el primer artículo que uno publica", y por esa razón había intentado una y otra vez hallar una teoría alternativa, pero, como todos nosotros, había fracasado ignominiosamente.

Poco después de mi llegada, ya estábamos trabajando juntos en la teoría de la velocidad variable de la luz. Por fin había encontrado un colaborador.

Jamás imaginé que la ciencia pudiera depararme la plenitud y la intensidad de los años que siguieron. En gran parte, este libro es la crónica de esa travesía, un itinerario que unió Princeton con Goa y Aspen con Londres. Es la crónica de una relación de trabajo entre científicos, una relación de amor-odio que algunas veces termina felizmente, y es también la crónica de la evolución de una idea insensata que cobró cuerpo y tomó la forma de un artículo. Más aún, es el relato de lo que sucedió con el artículo que escribimos cuando lo enviamos para su publicación, de nuestras luchas con los responsables de la edición y con colegas que ni siquiera estaban convencidos de que el trabajo mereciera publicarse. Y es también un relato que explica por qué, al fin y al cabo, nuestra idea podría no ser tan insensata, e indica a las claras que la especulación teórica profunda puede hallar más apoyo experimental que otras teorías más aceptadas.

Aun cuando la idea misma quede desprestigiada —cosa siempre posible, aunque no probable, en el caso de grandes hitos intelectuales— hay varias otras razones por las cuales vale la pena contar lo que sucedió. En primer lugar, quiero que el común de la gente comprenda cómo es cabalmente el proceso científico, que entienda que se trata de un camino siempre teñido de emotividad, rigor, competencia con otros y argumentación. Durante este proceso, la gente debate incesantemente y a menudo lo hace con mucha pasión cuando hay desacuerdos. También pretendo que los legos comprendan que la historia de la ciencia está plagada de especulaciones que sonaban muy bien en su momento pero carecieron de poder explicativo y acabaron en el cesto de los papeles. Todo ese proceso de poner a prueba ideas nuevas, y luego aceptarlas o rechazarlas, constituye la ciencia.

Sin embargo, lo más importante es que contar la historia de esta teoría que he llamado VSL me obligará a explicar minuciosamente en qué consisten las ideas que ella contradice o no tiene en cuenta: las teorías de la relatividad y de la inflación. En consecuencia, el lector podrá contemplarlas en su plenitud —siempre tuve la impresión de que las exposiciones más brillantes de algunas ideas provenían de quienes las cuestionaban—. Cuando uno las interpela con escepticismo, como hacen los abogados en los interrogatorios de los tribunales, toda su vitalidad se pone de manifiesto.

Por todas estas razones, creo que el lector se verá plenamente recompensado leyendo este libro aun cuando la teoría de la velocidad variable de la luz no responda a sus expectativas. Desde luego, todo lo que aquí se cuenta sería mucho más interesante si la teoría colmara con creces las expectativas que suscita, pero no puedo garantizar que eso suceda aunque creo que es probable.

De todos modos, en los últimos años hubo muchos indicios de que la teoría VSL formará parte de las tendencias imperantes en la física, como la relatividad y la inflación. Uno de los principales indicios es que mucha gente ha comenzado a trabajar en ella, y en la ciencia se cumple el viejo dicho de que cuantos más somos, mejor. Hay cada día más artículos publicados sobre esta cuestión, que se ha incorporado también al temario de las conferencias científicas. Existe hoy toda una comunidad de personas dedicadas a elaborar la idea, lo que me causa enorme satisfacción.

Por otra parte, la teoría de la velocidad variable de la luz ha abandonado ya su cuna "cosmológica" y se utiliza para resolver otros problemas. Investigaciones recientes indican que, en cualquier ámbito en que la física se estrella contra sus propios límites, esta teoría tiene algo que decir. De hecho, si la teoría es correcta, podría ser que los agujeros negros tuvieran propiedades muy distintas de las que presumimos. Las estrellas tendrían un fin totalmente diferente del que ahora prevemos y su muerte sería bastante curiosa. Los intrépidos viajeros del espacio, en cambio, correrían con más suerte. En general, puedo decir que hubo un aluvión de trabajos teóricos cuyo resultado es un extravagante repertorio de predicciones, todas vinculadas con la variación de la velocidad de la luz siempre que la física se ve obligada a enfrentar sus límites. Como telón de fondo de todas esas predicciones, está la esperanza de que sea posible probar experimentalmente que la velocidad de la luz es variable.

Así y todo, puede suceder algo más espectacular aún. Hemos sabido a lo largo de los últimos decenios que nuestra comprensión de la naturaleza no es total. La física moderna descansa sobre dos ideas distintas: la teoría de la relatividad y la teoría cuántica. Cada una de ellas es fructífera dentro de su ámbito particular, pero cuando los teóricos intentan combinarlas en una quimérica teoría que llaman gravedad cuántica, todo se viene abajo. Carecemos de una teoría unificada —sueño que abrigó Einstein sin alcanzarlo— que nos brinde un marco coherente de conocimientos para interpretar todos los fenómenos conocidos.

La teoría de la velocidad variable de la luz ha comenzado a tener un papel importante en este campo: tal vez sea el ingrediente que faltaba desde hace tanto tiempo. Esto no deja de ser irónico: podría suceder que para cumplir el sueño de Einstein tengamos que desechar la única "certeza" que él tenía. En tal caso, la teoría de la velocidad variable de la luz dejaría de ser mera especulación y permitiría profundizar nuestra comprensión del universo de un modo que jamás imaginé.

PARTE I

La historia de c

2. EINSTEIN SUEÑA CON VACAS

Cuando tenía 11 años, mi padre me hizo leer un libro deslumbrante que habían escrito Albert Einstein y Leopold Infeld, titulado
The Evolution of Physics
[2]
En las líneas iniciales, los autores comparan la ciencia con una historia de detectives, sólo que en el caso de la ciencia no se trata de averiguar quién hizo algo sino de saber por qué la naturaleza obra como lo hace.

Como sucede en los buenos libros del género, a menudo los detectives toman un camino equivocado: una y otra vez tienen que retroceder para descartar las pistas falsas. Al final, sin embargo, llega el día en que se forma una imagen clara y ya hay datos suficientes para aplicar esa herramienta exclusiva del hombre, la deducción, de modo que todo lo que se ha averiguado tenga sentido. Munidos de una teoría sobre el origen del misterio y algo de suerte, los investigadores conjeturan ciertos hechos que
deben
ser verdaderos. Luego los someten a prueba con la esperanza de resolver el misterio.

Pocos párrafos después, sin embargo, los autores del libro abandonan abruptamente la analogía inicial diciendo que a los científicos se les presenta un dilema que los detectives no tienen que enfrentar, pues en el libro de la naturaleza nunca se puede decir que "el caso está cerrado". Les guste o no, los hombres de ciencia jamás se ven enfrentados a un único misterio sino, más bien, se enfrentan a un diminuto fragmento de una enorme trama de misterios. Con gran frecuencia, la solución de un fragmento del enigma indica que otros fragmentos no se han descifrado bien o que, al menos, es necesario revisarlos. La ciencia, entonces, podría describirse como un insulto a la inteligencia humana que se renueva de manera incesante.

Pese al "insulto", por mi parte siempre me pareció que la física era fascinante. Me atraía en especial el modo como se nos plantean los misterios del universo: los interrogantes que se formulan son muy simples en la superficie pero muy intrincados en profundidad, y se hallan envueltos en las bellísimas abstracciones propias de los experimentos mentales y la lógica.

No obstante, sólo cuando ya había avanzado en mi carrera me di cuenta de que nadie aborda los problemas de la física de una manera fría y racional, al menos no al principio. Antes que científicos, somos
Homo sapiens
, especie que, pese a tan pomposo nombre, se ve arrastrada por las emociones mucho más a menudo que por la razón. No siempre descartamos las pistas falsas ni los supuestos erróneos; tampoco nos atenemos a las técnicas más racionales para resolver los problemas.

Durante las etapas iniciales de desarrollo de una idea nueva, nos comportamos la mayoría de las veces como artistas que se guían por su temperamento y por cuestiones de gusto. En otras palabras, comenzamos con un pálpito, un presentimiento o incluso un deseo de que el mundo sea de tal o cual manera, y sólo después lo elaboramos, a menudo aferrándonos a él aun mucho después de que los datos indican sin lugar a dudas que estamos en un callejón sin salida al cual hemos arrastrado a todos los que confían en nosotros. Lo que nos salva, en última instancia, es que al cabo del camino la experimentación es el árbitro indiscutido y resuelve todas las controversias. Por intenso que sea nuestro pálpito, por bien armada que esté una teoría, llega el momento en que hay que probarla mediante hechos concretos. De lo contrario, los pálpitos no pierden su condición de tales, mal que nos pese.

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