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Authors: Nicolas Barreau

Tags: #Romántico

Me encontrarás en el fin del mundo (6 page)

BOOK: Me encontrarás en el fin del mundo
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Y es mi mejor amigo.

—Gracias por haber venido —le dije cuando una hora más tarde entró en la Galerie du Sud.

—Me alegro de verte. —Me dio unos golpecitos en el hombro y paseó su mirada profesional de médico por todo mi cuerpo—. No has dormido mucho y pareces de buen humor —rezó el diagnóstico gratuito.

Mientras cogía mi gabardina, Bruno hojeó el catálogo de una exposición de Rothko que había sobre la mesa.

—¿Qué ves de especial en esto? —preguntó sacudiendo la cabeza—. Dos cuadrados rojos, ¡hasta yo podría pintarlo!

Sonreí.

—¡Por amor de Dios, tú limítate a tus narices! —repliqué empujándole hacia la puerta—. El valor de una obra de arte no se puede apreciar hasta que se está delante de ella y se nota si te dice algo.
Viens, Cézanne!
—Salí a la calle, cerré la puerta de la galería con llave y bajé la persiana.

—¡Qué tontería! ¿Qué me va a decir un cuadrado rojo? —Bruno soltó un bufido despectivo—. Bueno, si al menos fueran los impresionistas, esos sí me convencen, pero todos esos pintarrajos de hoy en día… quiero decir, ¿cómo puedes apreciar hoy en día lo que es «arte»? —Pude oír claramente las comillas.

—En el precio —le contesté con sequedad—. Al menos eso es lo que dice Jeremy Deller.

—¿Quién es Jeremy Deller?

—¡Venga, Bruno, olvídalo! Vamos a La Palette. En la vida hay cosas más importantes que el arte moderno. —Sujeté la correa al collar de Cézanne, que miró como si la última frase hiciera referencia a él.

—En eso estoy totalmente
d’accord
—dijo Bruno, y me dio unas palmaditas de aprobación en el hombro. Avanzamos juntos en la tibia tarde de mayo hasta que llegamos a mi bistró favorito, al final de la Rue de Seine, en el que las paredes están cubiertas de cuadros, los clientes incorregibles se sientan a fumar en la terraza haga la temperatura que haga y el robusto camarero bromea con las chicas guapas y les dice que en una vida anterior estuvo casado con ellas.

Yo respiré profundamente. Al margen de lo que la vida le depare a cada uno, era estupendo tener un buen amigo.

Una hora más tarde ya no pensaba que era estupendo tener un buen amigo. Estaba sentado con Bruno a una mesa de madera oscura, delante de una botella de vino tinto, y discutíamos tan acaloradamente que algunos clientes nos miraban con inquietud.

En realidad yo solo buscaba un buen consejo. Le había contado a Bruno la aventura de la noche anterior, la fracasada noche de amor con Charlotte, la llamada llena de pánico de Soleil… y naturalmente le había hablado de la extraña carta de amor que había ocupado mis pensamientos durante todo el día.

—No tengo ni la más mínima idea de quién ha podido escribir esa carta. ¿Tú qué crees, debo contestar? —le pregunté, y en realidad solo quería oír un «sí».

En vez de eso, Bruno frunció el ceño y empezó con sus especulaciones de teórico de la conspiración.

Dijo que era
sumamente
sospechoso que la remitente de la carta no revelara su identidad. Las cartas anónimas no había que contestarlas en ningún caso, eso estaba claro.

—¡Quién sabe qué clase de psicópata se esconde detrás! —Se inclinó hacia delante con mirada conspiradora—. ¿Conoces esa película en la que Audrey Tautou interpreta a una loca que se enamora de un tipo casado cuya mujer está embarazada y que después acaba en una silla de ruedas porque ella le estampa un pesado jarrón en la cabeza cuando la rechaza?

Yo sacudí la cabeza horrorizado. No se me había ocurrido pensar en eso.

—Nooo —contesté sin mucho entusiasmo—. Solo conozco
Amélie
, y en ella todo acaba bien.

Bruno se reclinó satisfecho en su asiento.

—Mi pobre amigo, conozco a las mujeres, y te digo: ¡cuidado!

—¡Sí, ya! —repliqué—. Yo también conozco un poco a las mujeres.

—Pero no a ese tipo de mujeres. —Bruno casi susurraba—. Yo veo lo que entra y sale de mi consulta todos los días. Créeme, la mayoría están locas. Una se cree la reina de la noche, la otra piensa que es una princesa. Ninguna quiere envejecer y todas se ven demasiado gordas. ¿Y te acuerdas de aquella que operé de la nariz y que no paraba de llamarme día y noche por teléfono porque creía que yo me había enamorado de ella? —Bruno me lanzó una mirada significativa—. ¿Sabes cómo pueden llegar a ser las mujeres cuando se les mete una idea en la cabeza? ¡Contéstale y ya no podrás librarte nunca de ella!

—De verdad, Bruno, estás exagerando. Es la carta de una mujer que se ha enamorado de mí. ¿Por qué va a ser una psicópata? Además, la carta no me obliga a nada. Es más bien… una proposición encantadora, por no decir irresistible. —Subrayé mis palabras con un buen trago de vino y pedí una
salad au chèvre
. La discusión me había abierto el apetito.

—Una proposición encantadora, hmmm… —Bruno repitió mis palabras con gesto pensativo—. Lo que naturalmente también podría ser… —empezó a decir, y yo solté un suspiro para mis adentros.

Mientras yo me tomaba mi ensalada, Bruno desarrolló una nueva teoría que casi hizo que se me atragantara el queso de cabra templado.

Naturalmente, también podía ser que detrás se escondiera una empresa fraudulenta que de ese modo tan supuestamente personal intentaba conseguir direcciones de correo electrónico para convertir a la víctima (a mí) en un distribuidor de porno o de Viagra o para reclutar gente para agencias de contactos por internet.

—Contestas a esa dirección y enseguida te bombardean con ofertas desde Bielorrusia —me previno, y luego guardó silencio un momento—. Y si tienes muy mala suerte… —hizo una pausa cargada de malos augurios—, detrás de esa carta se esconderá un chiflado que se entretendrá infectando tu ordenador con algún virus o vaciando tu cuenta del banco.

—¡Bruno, ya basta! —dije enfadado, y dejé los cubiertos sobre la mesa con brusquedad—. ¡A veces parece que estás loco! Pensaba que podrías ayudarme a pensar quién es esa Principessa. En vez de eso empiezas a decir todas esas cosas raras. —Hice una breve pausa—. ¡Mafias de internet, qué ridículo! ¿Y mandan cartas escritas a mano, en papel hecho a mano, a cientos de casas? ¡Ni siquiera llegó por correo! —Alargué la mano hasta mi chaqueta, que estaba colgada en el respaldo de la silla, y cogí la carta—. ¡Mira, por favor! ¡«Para el Duc», pone en el sobre,
para el Duc
! —Miré a Bruno con aire triunfal—. Muy pocas personas me llaman así, o sea, que tiene que ser alguien que me conoce personalmente. Y no recuerdo que entre mis conocidos haya ningún psicópata, aparte tal vez de mi mejor amigo.

Bruno sonrió. Luego cogió el sobre azul claro que estaba entre nosotros como si fuera un pedazo de cielo.

—¿Puedo?

Yo asentí. Bruno leyó las líneas y guardó silencio.


Mon Dieu
—murmuró luego.

—¡¿Qué?! —pregunté con brusquedad.

—Nada… es solo… ¡puf! Esta es la carta de amor más bonita que he leído jamás. Es una pena que no vaya dirigida a mí. —Sus ojos marrones me lanzaron por un momento una mirada soñadora—. ¡Qué suerte tienes!

—Sí —asentí satisfecho.

—¡Pero tiene que haber alguna pista! —Bruno paseó de nuevo su mirada diagnóstica por el papel, luego preguntó confuso—: ¿Estás seguro de que la carta era realmente para ti?

—¡Bruno, estaba en
mi
buzón! En el sobre pone
mi
nombre. Y no conozco a ningún otro «Duc» que viva en mi casa.

—Pero al final pone «Respóndame, Lovelace».
Lovelace
, no Jean-Luc.

—Sí, sí —repliqué impaciente—. Lovelace es el protagonista de una novela, de eso puedes olvidarte.

Bruno elevó sus pobladas cejas.

—¿Y qué
hace
ese tal Lovelace?

—Bueno él… seduce a las mujeres.


Ah… bon… Lovelace
. —Los ojos de Bruno brillaron—. Así que esa Principessa te considera un seductor, un donjuán… No, no —prosiguió cuando yo le hice un gesto de rechazo—, eso podría ser la clave de todo. ¿Y si miras en tu agenda a ver si hay alguna mujer que no haya conseguido todo lo que quería? ¿Una a la que hayas rechazado? ¿A la que le hayas partido el corazón? ¿A la que no has prestado suficiente atención? —Sonrió.

—No sé. Es posible. También puede ser alguna con la que no he estado nunca.

—O hace mucho, mucho tiempo.

—Venga, Bruno, que esto no es un cuento.

—Pero lo parece: «Todavía me palpita el corazón cuando recuerdo esa infeliz historia que por un breve y maravilloso instante nos acercó tanto que nuestras manos se rozaron…» —leyó Bruno—. ¿Qué desgraciada historia es esa de la que habla? ¿Y por qué ella también es culpable y tú te comportas de forma caballerosa? —Me miró con cara de ánimo—. ¡Piensa un poco! ¿No te dice nada?

Yo sacudí la cabeza y escuché en mi interior. No me decía nada.

—¿Qué fue de aquella morena con la que estuviste unos meses? ¿No era un poco chapada a la antigua y soñadora?

—¿Coralie? —Por un momento vi aparecer ante mí la melena corta y revuelta de Coralie y su cara pálida de ojos grandes e interrogantes cuando me decía por la noche: «
Je te fais un bébé, non?
».

—Bueno, no es que fuera anticuada —repliqué—, quería mudarse enseguida a mi casa, y quería tener un hijo…

—¡Qué inconcebiblemente horrible! —dijo Bruno con ironía.

—¡Bruno, quería tener un hijo tres horas después de habernos conocido! Era una especie de idea fija. Era adorable, pero no hablaba de otra cosa. Y cuando tuvo claro que yo no quería ningún
bébé
, o al menos no tan pronto, se marchó muy ofendida y con la mirada triste.

—Pero te sentiste aliviado, ¿no? —Bruno se rio, compadeciéndose de mí.

Yo me encogí de hombros.

—Curiosamente tuve mala conciencia. Coralie tenía algo que hacía que, como hombre, siempre te sintieras culpable. Como un pequeño cervatillo, ¿sabes? Que además cuando mira la carta de un restaurante necesita que le aconsejes porque él solo no puede decidir qué quiere comer.

Bruno asintió.

—Esas son las peores de todas. ¿Crees que ha podido escribir ella la carta?

Sacudí la cabeza.

—No, no es tan aguda como para hacer algo así. En realidad no tiene ningún sentido del humor.

—Lástima. —Bruno vació su copa—. Me temo que esta noche no vamos a poder resolver el misterio de la Principessa. Tal vez puedas seguir indagando en tu cerebro a ver si recuerdas otros encuentros desafortunados con las mujeres. ¡No creo que haya podido haber tantos! —Me hizo un guiño y llamó al camarero—. Aparte de eso, si quieres puedes contestar a la carta y plantear tus preguntas. ¡Cuentas con mi bendición! ¡Y mantenme al corriente! ¡Qué asunto tan emocionante!

Cuando abandonamos La Palette eran las once y media. Una ligera lluvia caía sobre la ciudad, y avancé pensativo con Cézanne por la calle mojada escuchando el sonido de mis propios pasos. La noche era muy tranquila, no como la anterior. ¿Y si había sido Charlotte? Por muy improbable que pareciera, lo que había pasado entre nosotros, o mejor dicho, lo que no había pasado entre nosotros podía considerarse un «encuentro desafortunado». O por lo menos no había terminado con la consumación.

Noté la carta en mi bolsillo y decidí compararla con la nota que había encontrado pegada en el espejo por la mañana. Entonces se vería si seguía en juego la Piedra de Rosetta.

Cuando entré en el oscuro patio interior, la luz de madame Vernier seguía encendida, y oí una música suave. No era algo habitual, pues madame Vernier defendía con ardor lo sano que era irse a dormir antes de medianoche: todo lo demás era perjudicial para el cutis.

—Usted también debería cuidarse, monsieur Champollion —me había aconsejado unos días antes cuando regresaba de dar un largo paseo con Cézanne.

Subí despacio las gastadas escaleras que llevan hasta mi casa en el tercer piso. Cezánne saltaba contento a mi lado, él era sin duda el más descansado de los dos. Abrí la pesada puerta de madera y entré en el recibidor. «¡Vaya día!», pensé con la ingenuidad de quien quiere disfrutar de un merecido momento de tranquilidad en su sillón… sin ni siquiera imaginar que a partir de entonces todos los días iban a superar al anterior en excitación.

Me dejé caer en el sillón, estiré las piernas y me encendí un cigarrillo antes de echar un vistazo a la nota de Charlotte. Debo admitir que no albergaba grandes esperanzas y pensaba hacerlo solo para ir sobre seguro. Dejé vagar la mirada por el cuarto de estar con satisfacción. El sofá rojo con los cojines de diferentes colores. El sillón inglés de cuero marrón oscuro. Las pinturas antiguas y modernas que colgaban en las paredes combinando en bella armonía. La jarra de plata con los vasos de cristal tallado en la vitrina. Las pesadas cortinas ante las ventanas francesas que permitían acceder a los pequeños balcones de barandillas de hierro forjado. El sol Luis
XVI
de anticuario con el pequeño espejo redondo en el centro. La maravillosa reproducción de
El beso
de Rodin, que había sobre el mueble para mapas en el que guardaba litografías y que brillaba como si lo acabaran de pulir. Mi pequeño reino, mi refugio, creado por mí mismo y que me servía para recobrar fuerzas. Solté un suspiro de satisfacción.

Todo estaba recogido y limpio.
Demasiado
recogido y limpio.

Fue entonces cuando me di cuenta de que, en mi apresurada marcha, por la mañana había dejado un cierto caos tras de mí. Pero luego recordé que era jueves, el día que Marie-Thérèse venía a limpiar la casa. También me acordé de que, con las prisas, se me había olvidado dejarle el dinero. ¡Y entonces me acordé de otra cosa más!

Me puse de pie de un salto y corrí al cuarto de baño. Me invadió un olor a manzana y sentí náuseas. Por desgracia, en todos esos años no había conseguido que Marie-Thérèse renunciara a su limpiador de baño favorito. Me agaché y cogí la pequeña papelera que había debajo del lavabo. ¡Estaba vacía!

Me apoyé en el lavabo y me quedé mirando el sitio donde Charlotte había pegado el pequeño papel con el beso de pintalabios antes de que yo lo tirara a la papelera de forma mecánica y ella, con la ayuda de mi concienzuda asistenta, tomara el camino hacia los contenedores de basura del patio.

Intenté convencer al pálido hombre del espejo, que evidentemente hacía poco por su «cutis», de que el estudio grafológico habría resultado en cualquier caso insuficiente. Pero de pronto él ya no me creía.

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