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Authors: Anne Rice

Memnoch, el diablo (36 page)

BOOK: Memnoch, el diablo
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»Al igual que en el caso de los ángeles, esas almas eran unas entidades que poseían distintos grados de intelecto y curiosidad. Asimismo, estaban sometidas a todas las emociones humanas, aunque en muchos casos, por fortuna, las emociones habían perdido intensidad.

«Algunas almas, por ejemplo, sabían que estaban muertas y trataban de responder a las oraciones de sus hijos, intentaban aconsejarlos, expresándose con toda la potencia de la que podían hacer acopio en una voz espiritual. Se esforzaban en aparecer ante sus hijos. A veces conseguían traspasar durante unos segundos la barrera de lo material, atrayendo hacia sí unas partículas de materia mediante la fuerza de su esencia invisible. Otras, cuando el alma del humano que dormía estaba receptiva a otras almas, se les aparecían en sueños. Hablaban a sus hijos de la amargura y las tinieblas de la muerte, y les decían que debían ser valientes y fuertes en la vida. Les daban consejos.

»En algunos casos parecían conscientes de que el amor y la atención de sus hijos les proporcionaba fuerzas. Les pedían que rezaran por ellas y les hicieran ofrendas, recordaban a sus hijos su deber para con ellas. Esas almas se sentían confundidas, salvo en una cosa: creían haber visto todo cuanto existía en el mundo.

—¿No llegaban a atisbar el cielo?

—No, en el reino de las tinieblas no penetraba la luz del cielo, ni tampoco la música. Desde el
sheol
sólo se veía la oscuridad y las estrellas, así como las gentes que se hallaban en la Tierra.

—Debía de ser insoportable.

—No si crees que eres un dios para tus hijos y obtienes fuerza de las libaciones que éstos derraman sobre tu sepultura. No si te complaces en aquellos que siguen tus consejos y te enojas con quienes no lo hacen; no si puedes comunicarte de vez en cuando con tus seres queridos, con resultados espectaculares.

—Comprendo. De modo que para sus hijos eran dioses.

—Una especie de dioses ancestrales. No el Creador de todo. Como he dicho, los humanos, en esta materia, tenían las cosas muy claras.

»El reino de las tinieblas me fascinaba. Lo recorrí de punta a punta. Algunas almas no sabían que estaban muertas. Sólo sabían que estaban perdidas y ciegas. Se sentían muy desgraciadas y lloraban constantemente, como los niños. Eran tan débiles que ni siquiera eran capaces de advertir la presencia de otras almas.

»Otras almas se engañaban. Se creían todavía vivas. Perseguían a sus familiares vivos en un vano intento de que sus hijos escucharan sus ruegos, cuando lo cierto es que éstos no podían oírlas ni verlas. Esas almas que creían estar vivas no tenían la capacidad de atraer partículas de materia y aparecerse en sueños a sus hijos, porque ignoraban que estaban muertas.

—Ya.

—Algunas almas sabían que cuando se aparecían ante los mortales asumían la forma de fantasmas. Otras creían estar vivas y que el mundo entero se había vuelto en contra de ellas. Algunas otras se limitaban a vagar errantes, viendo y oyendo de forma remota los sonidos que producían otros seres, como si estuvieran sumidas en un estado de sopor o en un sueño. Por fin, otras almas perecían.

—Yo mismo las vi morir. Enseguida comprendí que muchas almas se estaban muriendo. El alma moribunda duraba una semana, quizás un mes en términos de tiempo humano, después de haberse separado del cuerpo, reteniendo su forma, y luego empezaba a desvanecerse. La esencia se dispersaba de modo progresivo, como la esencia de un animal cuando éste expira. Se esfumaba, quizá para regresar a la energía y a la esencia de Dios.

—¿Eso era lo que sucedía? —pregunté, ansioso de obtener una confirmación—. ¿Su energía regresaba al Creador; la luz de una vela regresaba al fuego eterno?

—Lo ignoro. No vi unas llamitas que se elevaran al cielo atraídas por un poderoso y benévolo fuego. No, no vi nada de eso.

»Desde el reino de las tinieblas no se distinguía la luz de Dios. Para las almas en pena, el consuelo de Dios no existía. Sin embargo eran unos seres espirituales, hechos a nuestra imagen y semejanza, los cuales se aferraban a esa imagen y ansiaban gozar de una vida después de la muerte. Ése era su tormento: el ansia de gozar de una vida después de la muerte.

—¿Significaba eso que el alma simplemente se extinguía? —pregunté.

—No. El ansia era una cosa innata, que se desvanecía en el reino de las tinieblas antes de que el alma se desintegrara. Las almas pasaban por numerosas experiencias en el reino de las tinieblas. Las más fuertes se consideraban dioses, o bien unos humanos que habían accedido al reino del Dios bondadoso, desde el cual velaban por los seres humanos; esas almas adquirían el suficiente poder para influir en otras almas, para reforzarlas y en ocasiones impedir que se extinguieran.

Memnoch se detuvo, como si hubiera perdido el hilo del discurso. Luego continuó:

—Algunas almas, sin embargo, comprendían la realidad. Sabían que no eran dioses. Sabían que eran unos humanos que habían muerto y no tenían derecho a modificar el destino de las personas que les invocaban; sabían que las libaciones eran fundamentalmente simbólicas. Comprendían lo que significaba el concepto de lo simbólico. Sabían que estaban muertas, y se sentían perdidas. De haber sido capaces, no habrían dudado en reencarnarse, pues sólo así podían gozar de la luz, el calor y el consuelo que habían conocido. Y a veces lo conseguían.

»Es un fenómeno que presencié en varias ocasiones. Vi a algunas almas descender a la Tierra y apoderarse de un estupefacto mortal, adueñarse de su cuerpo y su cerebro y habitarlo hasta que el individuo conseguía expulsar el alma que lo habitaba. Tú conoces mejor que nadie esas cosas. Tú mismo has poseído un cuerpo que no te pertenecía, y tu cuerpo ha pasado a ser habitado por otra alma.

—Sí.

—Pero estábamos en los albores de ese invento. Resultaba fascinante contemplar a esas astutas almas en su aprendizaje de las normas del juego, asistir a cómo cada vez se volvían más poderosas.

»Lo que no dejaba de espantarme, siendo como yo era el "acusador" a quien le horrorizaba la naturaleza, según Dios, y lo que no podía pasar por alto era que esas almas influían en las personas vivas. Algunos seres humanos se habían convertido en oráculos. Se drogaban o bebían una poción que hacía que su mente se volviera pasiva, de forma que el alma muerta pudiera expresarse a través de su voz.

»Y comoquiera que esos poderosos espíritus, pues así es como debo llamarlos de ahora en adelante, conocían únicamente lo que habían aprendido en la Tierra y en el reino de las tinieblas, con frecuencia instaban a los humanos a cometer trágicos errores. Les impulsaban a declarar la guerra, a ejecutar a sus enemigos. Les exigían el sacrificio de seres humanos.

—Es decir, asististe a la creación de la religión por parte del hombre —dije.

—Sí, en la medida en que el hombre sea capaz de crear algo. No olvidemos quién nos creó a todos.

—¿Cómo reaccionaron los otros ángeles ante esas revelaciones?

—Nos reunimos, comentamos llenos de asombro lo que habíamos presenciado y luego cada cual prosiguió con sus propias exploraciones; la Tierra nos fascinaba hasta el punto de obsesionarnos. Pero en síntesis, los ángeles reaccionaron de diversas maneras. Algunos, sobre todo los serafines, opinaban que el fenómeno en su conjunto era una maravilla; que Dios merecía que le dedicáramos un millar de himnos de alabanza por haber creado un universo en el que un ser material era capaz de convertirse en una deidad invisible que, en su intento por sobrevivir, ordenaba a los humanos de la Tierra que declararan la guerra a sus adversarios.

»Otros sostenían que era un error, una abominación, que era inconcebible que las almas de los humanos pretendieran ser dioses y que era preciso poner fin a aquel dislate.

»En cuanto a mí, declaré apasionadamente "¡Esto no puede continuar así! ¡Es una catástrofe! Es el comienzo de un nuevo estadio de la vida humana, incorpórea pero resuelta e ignorante, que a cada segundo que pasa adquiere mayor poder, que ha llenado la atmósfera del mundo de potentes y odiosas entidades tan ignorantes como esos humanos a cuyo alrededor pululan sin cesar."

—Supongo que algunos ángeles estarían de acuerdo contigo.

—Sí, algunos se mostraron tan vehementes como yo, pero entonces dijo Miguel: «Confía en Dios, Memnoch, el Creador del universo. Dios conoce el plan divino.»

»Miguel y yo manteníamos largas conversaciones. Rafael, Gabriel y Uriel no nos acompañaban, no tomaron parte en la misión que nos había llevado a la Tierra. La razón es muy sencilla. Esos cuatro ángeles casi nunca van juntos. Digamos que se trata de una regla, una costumbre, una... vocación; dos de ellos suelen permanecer de guardia en el cielo, por si Dios los necesita. En este caso, Miguel fue el único que insistió en acompañarnos.

—¿Todavía existe el arcángel Miguel?

—¡Por supuesto! Ya lo conocerás. Podrías conocerlo ahora mismo si desearas, pero no creo que acceda a presentarse. Está de parte de Dios. Pero si te unes a mí, sin duda llegarás a conocerlo. De hecho, te sorprenderá comprobar que Miguel comprende mi postura, la cual no debe de ser irreconciliable con los designios del cielo, por que, de otro modo, no se me permitiría hacer lo que hago.

Memnoch me miró fijamente.

—Esos espíritus del
bene ha elohim
que te he descrito están vivos. Son inmortales. ¿Acaso lo dudabas? Pero sigamos. Algunas de las almas que por aquel entonces se hallaban en el reino de las tinieblas ya no existen, al menos en una forma que yo conozca, aunque quizá sí en una forma que sólo conoce Dios.

—Entiendo. Fue una pregunta estúpida —confesé—. Mientras presenciabas esos fenómenos, con profunda aprensión, según tú mismo has reconocido, ¿qué relación veías entre ello y la afirmación de Dios acerca de que la humanidad formaba parte de naturaleza?

—Sólo lo entendía como un incesante intercambio de energía y materia. Las almas eran energía, pero conservaban unos conocimientos adquiridos a partir de la materia. Más allá de eso, no era capaz de conciliar ambas cuestiones. Miguel, sin embargo, sostenía otra opinión. Decía que nos hallábamos en una escalera; las moléculas inferiores de materia inorgánica constituían los escalafones inferiores. Esas almas incorpóreas ocupaban el escalafón inmediatamente superior al hombre, pero inferior a los ángeles. Según Miguel, se trataba de una infinita procesión, pero él estaba convencido de que Dios lo había creado todo con una intención y era su voluntad que las cosas fueran así.

»A mí me parecía increíble, porque el sufrimiento de las almas me horrorizaba. A Miguel también le dolía. Se tapaba los oídos para no oír sus lamentos. Y la muerte de las almas me horrorizaba aún más. Si éstas podían vivir, ¿a qué venía tanto secreto? ¿Acaso estaban condenadas a permanecer eternamente en el reino de las tinieblas? ¿Qué otra cosa en la naturaleza se mantenía tan estática? ¿Es que se habían convertido en unos asteroides que sentían y padecían, condenados a girar incesantemente alrededor del planeta, en unas lunas capaces de gritar, gemir y llorar?

»—¿Cómo acabará todo esto? —pregunté a Miguel—. Las tribus rezan a distintas almas. Esas almas pasan a convertirse en sus dioses. Algunas son más poderosas que otras. Las guerras asolan el mundo.

»—Pero Memnoch —respondió Miguel—, los primates ya se comportaban así antes de que tuvieran alma. Todo cuanto existe en la naturaleza devora y es devorado. Es lo que Dios ha tratado de explicarte desde que empezaste a protestar por los lamentos que oías en la Tierra. Esos espíritus-dioses-almas son unas expresiones de los humanos, forman parte de la humanidad, nacen de los humanos y se nutren de ellos, y aunque esos espíritus llegaran a adquirir el poder de manipular a los mortales a su antojo, no dejarían de formar parte de la materia y la naturaleza, tal es lo que afirma Dios.

»—Así pues, la naturaleza consiste en este incesante e indescriptible horror —dije—. Por lo visto, no basta con que un tiburón devore a un joven delfín, o que una mariposa muera triturada entre las fauces de un lobo, indiferente a su belleza. No, la naturaleza debe seguir su curso, crear a partir de la materia esos espíritus atormentados. La naturaleza parece aproximarse al cielo, pero en realidad se halla tan alejada de él que el mundo se ha convertido en el reino de las tinieblas.

»Este discurso fue demasiado para Miguel. Uno no puede hablarle de esa forma al arcángel Miguel. Es un error. Miguel se apartó al instante de mí, no furioso ni temeroso de que le cayera un rayo divino y le partiera el ala izquierda, sino en silencio, como diciendo, Memnoch, tu impaciencia te granjeará un disgusto. Luego se volvió hacia mí y dijo:

»—Memnoch, no profundizas en las cosas. Esas almas acaban de iniciar su evolución. ¿Quién sabe lo poderosas que llegarán a ser? El hombre ha penetrado en lo invisible. ¿Y si se convirtieran en unos seres semejantes a nosotros?

»—¿Cómo quieres que eso suceda, Miguel? —pregunté yo—. ¿Cómo quieres que esas almas sepan lo que son los ángeles o el cielo? ¿Acaso crees que si apareciéramos ante ellos y les dijéramos...? —Pero me detuve. Sabía que aquello era inconcebible. No me hubiera atrevido, ni en un millón de años.

»No bien se nos hubo ocurrido ese pensamiento, empezamos a darle vueltas y a comentarlo con nuestros compañeros. Los otros ángeles dijeron:

»—Las personas vivas saben que estamos aquí.

»—¿Cómo es posible? —pregunté. Aunque sentía una profunda lástima por la humanidad, no consideraba a los mortales muy inteligentes. Uno de los ángeles se apresuró a explicármelo.

»—Algunas personas han intuido nuestra presencia. La intuyen de la misma forma que intuyen la presencia de un alma muerta. Lo hacen con la parte del cerebro con que perciben otras cosas invisibles. No tardarán en imaginar cómo somos, ya lo verás.

»—No creo que eso sea voluntad de Dios —afirmó Miguel—. En todo caso, opino que debemos regresar de inmediato al cielo.

»La mayoría se mostró de acuerdo con él y lo manifestó como suelen hacerlo los ángeles, en silencio. Yo me quedé solo, mirando a la legión de ángeles que me habían acompañado a la Tierra.

»—Dios me ha encomendado una misión. No puedo regresar hasta que la haya cumplido —insistí—. No comprendo lo que está pasando.

»Mi respuesta provocó una tremenda discusión. Al final, Miguel me besó suavemente en los labios y las mejillas, como besan los ángeles, y subió al cielo, seguido de los otros.

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