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Authors: Marlena de Blasi

Tags: #Biografía, Relato, Romántico

Mil días en la Toscana (19 page)

BOOK: Mil días en la Toscana
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—Ciao, bambina
—dice y me abraza contra él y así pasamos el agua de su sudadera a la mía.

Rebosa de las historias de la mañana, mientras se quita las botas, aviva el fuego y se calienta las manos. Se mueve inquieto por la habitación, se posa durante unos segundos en el sofá, regresa como una flecha a la chimenea y me besa el pelo o el hombro cada vez que pasa a mi lado. Yo estoy sentada delante del ordenador. Él quiere hablar.

—Estoy a punto de acabar el trabajo de la mañana. ¿Quieres que prepare un poco de té? —le pregunto.

—No, es casi la hora de comer; además, me he tomado dos
cappuccini
y un
espresso
para el camino. Hay algo que te quiero enseñar —me dice.

Abre el armario con una fuerza capaz de dejar tambaleando un centenar de copas de vino de cristal. Abre un cajón y saca los papeles en los que ha estado trabajando las últimas noches.

Como parte de nuestro posible plan de reinvención, hace unos meses venimos dándole vueltas a la idea de organizar excursiones para grupitos de turistas que quieran recorrer los alrededores. Hemos hablado de esto largo y tendido muchas noches y, a la mañana siguiente, al despertar, hemos continuado la conversación justo en donde la habíamos dejado. Después de haber agotado muchas de las guías satinadas que habíamos encontrado en las librerías de Florencia y Roma, Barlozzo nos llevó a ver a un caballero —se trataba de un académico que vive en Siena, para el cual él había trabajado hace años, cuando aquel hombre aún tenía una casa solariega cerca de San Casciano— que se mostró dispuesto a prestarnos textos de su magnífica colección de obras históricas, tanto culinarios como artísticos. Desde entonces, Barlozzo, Fernando y yo y en ocasiones Flor! nos hemos turnado para leer en voz alta por la noche. El duque me tiene más paciencia que los demás cuando me trabo en un trozo o interrumpo una historia porque no entiendo el texto. Lenta y pausadamente, vamos leyendo estos libros. La recompensa más maravillosa para el trabajo consiste en darnos cuenta de que aquello acerca de lo que leemos queda delante mismo de nuestra casa. No somos viajeros de sillón ni nos estamos preparando para viajar por lugares lejanos, sino que vivimos aquí.

Trazamos rutas y organizamos sesiones con vitivinicultores, cocineros y fabricantes de comida artesanal, buscando colaboración. Registrando los
borghi
más minúsculos, encontramos verdaderos tesoros: un panadero que usa trigo molido en un viejo molino de agua, una quesera renegada que tiene un hijo pastor. Como no cumple los requisitos del Ministerio de Salud Pública, tiene que. vender sus productos en un camión aparcado detrás de la iglesia de su pueblo; algunas veces, durante la misa de once, pasa sus piezas de kilo tiernas y mantecosas, envueltas en un paño de cocina, por los bancos de la iglesia y, en silencio, le devuelven pequeños sobres. Los sacerdotes de la parroquia observan este comercio con benevolencia y se contentan con el
marzolino
, queso fresco de leche de oveja, que reciben gratis.

Frecuentamos el museo etrusco de Chiusi, así como también el de Tarquinia, que queda en el Lacio, del otro lado de la frontera regional, y otro que hay en Orvieto, en la Umbría. Estudiamos el arte en las iglesias, el arte en los callejones, el arte que está en todas partes, el santificado y también —como los frescos del siglo X que se conservan en el muro de un patio en la consulta de un dentista— el que se da por sentado, por ser considerado un derecho propio e inalienable. Analizamos las ofertas de las guías de turismo, recorremos las escuelas de cocina de todo el Chianti y clasificamos por categorías las camas y los desayunos que ofrecen los hotelitos y las casas rurales. Lo que queremos hacer es crear un recorrido, tanto gastronómico como cultural, por la zona rural de la Toscana y la Umbría, un camino para
appassionati
dispuestos a embarrarse los pies y a cerrar los ojos, valientes e impávidos, mientras pasamos rápidamente por delante de la tienda de Gucci.

Decidimos que no vamos a recibir a más de seis personas por cada viaje de una semana y que habrá un programa para cada época del año. En septiembre vendimiaremos y nos sentaremos a la luz de las antorchas frente a mesas con manteles blancos dispuestas entre las viñas, en los prados de Federico. En octubre seguiremos el camino del Amiata en busca de castañas y
porcini
, cenaremos con Adele e Isolina, dos viejas amigas de Barlozzo a las que visitamos durante la búsqueda de castañas, y tal vez invitemos a nuestros huéspedes a cocinar con nosotros en la cocina de Adele. En diciembre treparemos por las ramas de los olivos o, antes del amanecer, saldremos a buscar diamantes negros por los bosques por encima de Norcia, en compañía de perros localizadores de trufas y una petaca de grapa. Sabemos lo poco que sabemos. Alivian esta verdad la visión de los libros que todavía tenemos que leer, nuestra propia curiosidad —tenemos ansias de aprender— y la lista cada vez más larga de expertos que ya consideramos colegas: profesores de historia del arte procedentes de Perugia, Florencia, Siena e incluso de Urbino, que queda al otro lado de las montañas, en las Marcas; conservadores de museos, cronistas de los pueblos, sacristanes de iglesias; cocineros, panaderos y vitivinicultores. Estamos reuniendo dentro del círculo de nuestro proyecto a aquellos que son
simpatici
, camaradas en cierto modo, cada uno de ellos apasionado a su manera por los esplendores de esta campiña.

Comprendemos que harían falta treinta vidas para estudiar siquiera una pizca de estas tierras y de sus historias, pero hemos comenzado. Lo importante es haber comenzado.

Como buena optimista, soy ca paz de andar por bancos de arena. Si por mí fuera, puede que me arriesgase a ganarme el pan escribiendo o que pusiese algún tipo de
osteria
rústica en la que pudiera cocinar y hacer pan todos los días para unos cuantos lugareños y personas de paso, pero somos dos y a Fernando no se le da muy bien comer arcoíris. Por eso, estos preparativos me parecen bien —son adecuados—, aunque también hay momentos en los que pienso que no son más que menudencias, una reposición de
The Boxear Children
en versión toscana. Pienso en algunas de las personas que han pasado por mi vida: algunas lo hicieron con delicadeza, otras la pisotearon. Algunas de estas últimas se sacudirían nuestros planes como cenizas de las espaldas cuadradas de su traje de Zegna o les darían una patada voladora con la puntera cosida a mano de un mocasín Bogan. Dirían que estamos comprando entradas vitalicias para el teatro del absurdo, pero no importa; Mientras tanto, tengo mi trabajo de asesora y tengo que corregir mi primer libro de cocina y escribir el segundo. El banquero que Fernando tiene dentro ha llevado un registro inmaculado de cada lira que hemos gastado y anuncia, de vez en cuando, que la vida aquí —la vida como la vivimos aquí— no cuesta ni una quinta parte de lo que nos costaba vivir en Venecia, de modo que, aunque no se pueda decir que vayamos bien de dinero, tenemos lo suficiente para comprar un poco de tiempo.

—A ver, enséñamelo —le digo, tal vez demasiado a la ligera para él.

—Siéntate y presta atención —me reprende y despliega sus papeles.

Sigue con los dedos los itinerarios que ha trazado para tres giras diferentes de una semana de duración. Ha marcado los pueblos que vamos a visitar, las
trattorie
, las
enoteche
y las
osterie
en las que vamos a comer, las casas de campo y las solariegas en las que nos vamos a hospedar. Ha calculado la distancia que hay que viajar cada día de la ruta, ha equilibrado las excursiones culturales con las gastronómicas, ha conseguido una armonía entre las actividades del campo y las del pueblo y ha indicado dónde y cuándo vamos a confiar en nuestros expertos. Sin esperar más a que un hada turca lo haga por él, Fernando está construyendo un camino.

Miro los programas bien definidos y organizados, desprovistos de toda la paja y con la recompensa transparente, puesta de manifiesto como una uva recién pelada.

—Bravo, Fernando —le digo y sé que no hace falta que diga más.

Nos sentamos hasta bien entrada la tarde ante la mesa sin poner, con la comida aún por preparar. Hablamos del canal a través del cual vamos a lanzar nuestro programa. Como vamos a desarrollar una ruta específica para cada grupo que recibamos, sabemos que la cantidad de giras tiene que ser muy limitada —diez semanas al año para empezar—, pero ¿a quiénes nos dirigimos? ¿A quién le va a interesar, le va a entusiasmar, venir aquí con nosotros? Es posible que sean más aventureros que turistas, personas que ya han seguido las rutas previsibles y que ahora quieren estar en Italia, en lugar de ·pasarle rápidamente por encima. Ya veremos.

Más tarde vamos en coche al otro lado de las montañas, hasta Sarteano; es una excursión para ver cómo cambia el cielo cuando acaba el día. Un poco más allá del punto más alto de la carretera veo que hay un montón de zarzamoras y que sus frutos lavados por la lluvia se pavonean bajo la luz que se despide.

—¿Podemos parar a coger algunas moras? —pregunto.

Bajamos hasta una zanja llena de barro. Nos llegan efluvios de los frutos. Las ramas y los zarcillos se enroscan entre sí, se entretejen y se unen con las espinas, y las moras demasiado maduras chorrean en cuanto las tocas. Las cogemos, al principio con cuidado, y las vamos poniendo de una en una en el cubo que llevamos en el maletero para ocasiones como esta, hasta que probamos una y es tan dulce, está tan ebria de dulzor —nunca había probado una mora tan dulce como aquella—, que dejamos de lado el cubo y pasan directamente de la mano a la boca; vamos cogiendo cada vez más rápido y maldecimos las púas de las zarzas, reímos tanto que el jugo se nos escapa de entre los labios, nos chorrea por la barbilla y se nos mezcla con la sangre de los dedos pinchados por las espinas.

Truenos. Suenan como grandes grietas lentas y pesadas. Gotas de lluvia. Son enormes y caen haciendo plaf, curativas como la ternura. Salimos de la zanja y vamos hacia el coche: tenemos muchas posibilidades de llegar antes que la tormenta, pero no quiero el refugio seco del coche: quiero la lluvia. Quiero que me lave esta agua que huele a hierba, a tierra y a esperanza. Quiero empaparme, volverme flexible como una fruta seca en el vino tibio. Quiero quedarme allí de pie hasta asegurarme de que mi cuerpo y mi corazón recordarán el privilegio de esta vida. Sin importarnos que haga frío y estemos empapados, marchamos pesadamente a través del furor de la tormenta y vuelvo a pensar en lo mucho que quiero lo que ya tengo.

—Te quiero —le grito a Fernando, que está recolectando en el barranco que sigue.

Mi voz no atraviesa su versión en falsete de «Té para tres y tres para el té». Ya sabe que no es «tres» sino «dos», pero prefiere decir «tres»: dice que rima mejor.

«
Oggi sano belligerante. Lasciatemi in pace
. Hoy estoy beligerante. Dejadme en paz.»

Este es el mensaje que, escrito al sesgo con tinta bien oscura sobre un papel blanco grueso que lleva prendido a la camisa, trae Barlozzo una mañana al bar. La
signora
Vera sacude la cabeza y sus ojos se deslizan hacia arriba, con lo que su color perla casi se pierde de vista.

—Preciso come un orologgio svizzero, lui ha una crisi
due volte all'anno
. Con la precisión de un reloj suizo, tiene dos crisis por año —dice Vera: una disculpa salpicada de admiración.

Sin embargo, como esta es una conducta del duque con la que todavía no nos habíamos topado, permanecemos en silencio a su lado, bebiendo a sorbos, lanzándole sonrisas furtivas a través de la línea divisoria, con el anhelo de que alguna aterrice en su territorio exclusivo, pero es en vano. Lo miro con disimulo y después miro atentamente a mi esposo: pienso que lo que hace el duque también lo hace Fernando, solo que este no tiene la amabilidad de utilizar una etiqueta de advertencia. Cambiamos de lugar, pedimos otro capuchino y esperamos a que pase el
momentaccio,
el mal momento —nos da por pensar que debe de ser alguna afectación absurda—, pero el
momentaccio
no pasa. Cuando más tarde lo adelantamos en la carretera —sigue llevando la nota de advertencia— apenas deja de trotar. Al día siguiente ni lo vemos y al otro, tampoco. Transcurre casi una semana hasta que da los golpecitos de las cuatro en la puerta del establo y entra. Parece harapiento, destrozado, y quiero abrazarlo y darle de comer. Quiero lavarlo. Se sienta a la mesa, le pongo delante una copita de coñac y me quedo de pie cerca. Ninguno de nosotros ha lanzado ni siquiera un suspiro.

—La gente, sobre todo la que vive en manadas pequeñas, como nosotros, suele formar una especie de coro en el que todos entonan la misma canción, aunque con distintas tonalidades. Aquí todo el mundo aprueba lo que piensan los demás y eso, en gran parte, desbarata cualquier esperanza que uno tenga de encontrarse consigo mismo y mucho menos con la paz que hace falta para alimentar uno o dos de sus apetitos particulares
:
Intimar con la causa de nuestro propio sufrimiento es la única manera de acabar con él, de impedir que nos siga persiguiendo. Es lo más difícil de todo y cada uno de nosotros ha de hacerlo por sí mismo. En la vida, la mayor parte del dolor se debe a nuestra insistencia en negarlo. Hay ocasiones en las que tengo que estar solo, en las que no puedo soportar ni un minuto más de la cháchara de nadie y mucho menos que me hablen con suficiencia —dice, adoptando él mismo un tono de suficiencia y con la barba de una semana.

Barlozzo pinta mientras habla. Prepara el lienzo, echa el color y a veces renuncia a los pinceles y prefiere el trazo más grueso que se consigue con una espátula. Esta es una de esas veces.

—Estos días me he estado paseando por el pasado como si fuese un camino rural, entrecerrando los ojos para ver mi propia historia, pieza por pieza.

—¿Y?

—Y aquí estoy, frágil y desnudo, como si hubiese perdido mi saco de trucos, como si acabara de despertar de un largo sueño, aunque creo que lo que soñaba era mi vida. Es como si hubiera dormido en un tren y de pronto llegara a mi destino sin haber visto nada del trayecto. Hay muchos alaridos en mi interior, pero no estoy seguro de seguir sintiendo algo. ¿Te parece que soy un viejo loco?

—Claro que sí: un viejo loco que atraviesa su crisis otoñal, como dice Vera. Eres un viejo loco y un duque y un maestro y un niño y un sátiro. ¿Para qué vas a querer ser algo menos de lo que eres?

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