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Authors: Marlena de Blasi

Tags: #Biografía, Relato, Romántico

Mil días en la Toscana (26 page)

BOOK: Mil días en la Toscana
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La atención se dirige otra vez al estrado, donde el alcalde está anunciando los ganadores del sorteo de la noche, cuya recaudación se destinará a sufragar el blanqueado del interior de la capilla de Sant' Agata. Los premios se suben a la tarima sobre los hombros fornidos de ocho hombres y la visión de las cuatro
mortadelle
enteras —cada una debe de pesar veinte kilos— arranca los gritos de frenesí de la multitud. El primer premio son dos
mortadelle
enteras; el segundo premio, una
mortadella
entera; el tercero, media
mortadella
y el cuarto, la otra mitad del tercer premio.

Una mandolina acompaña a una voz aguardentosa que critica los males del amor falso y nos dirigimos hacia el vino, servido casi hirviendo de las jarras de cerámica a los vasos de espuma de poliesrireno. Sujetando la bebida caliente con las dos manos y bebiendo con cautela, nos calentamos. Encontramos asientos en las mesas comunitarias, cada uno de nosotros en un lugar distinto. Por un lado, me arrimo al carnicero, que hoy no lleva ni la cuchilla ni su cinturón de moda; al otro lado tengo a un romano que dice que viene todos los años a esta sagra en autobús con treinta y cinco romanos más. Los que están sentados a la mesa lo censuran por seguir siendo urbanita cuando se vive mucho mejor en Piazze. Nada de juegos de palabras ni de burlas: solo los mueve el deseo sincero de convencer al romano de aquello de lo que están convencidos.

Se hacen circular por las mesas más
bruschette
y jarras de vino de barril y después, en boles de plástico blanco, se sirven las judías, cuyo exquisito aroma especiado despierta nuestros apetitos.


Evviva, i fagioli
—gritan los hombres, como si hubiesen encontrado oro—. ¡Viva! ¡Las alubias!

Después de guisarse en el viejo caldero, donde se han hinchado hasta quedar aterciopeladas, su sabor estalla en la boca y después reconforta, casi como un beso inesperado de unos labios que presionan con fuerza en la nuca. Un trozo de pan, otra cucharada de judías, un poco más de vino; cada alimento exalta los demás. Judías y pan y aceite y vino.

«¿Qué significa ser pobre?», me vuelvo a preguntar.

A las tres de la madrugada del día de Nochebuena, Barlozzo toca el claxon para llevarnos a Norcia a buscar diamantes, negros: trufas. En la zona sudoriental de la Umbría, cerca de la región de los Abruzzos, los míticos hongos no crecen a tanta profundidad por debajo de las raíces de robles, avellanos y abedules. Un lugareño fanático llamado Virgilio, viejo camarada del duque, nos hará de guía en las colinas. Nos encontramos con él en el lugar y a la hora establecidos. Él, que va envuelto en la tradicional capa negra de lana del
trifolau
, el buscador de trufas, y lleva un sombrero de piel de ala corta con una inclinación casi de petimetre, y el duque, con su chaqueta de camuflaje, forman una extraña pareja. Dejamos el camión de Barlozzo en un campo y subimos a la parte posterior de la camioneta de Virgilio, a sentarnos entre rollos de cuerda y damajuanas de vino vacías mientras él y el duque se pasan una botella de grapa de un lado a otro de la cabina. Cuando echamos a andar, Virgilio nos dice que hace sesenta años que sale a buscar trufas y que, a aquellas alturas, es capaz de detectarlas aunque haga frío, siempre que el suelo no esté congelado. Dice que su perra,
Mariarosa
, casi está de más.

—He sobrevivido a varias generaciones de excelentes chuchos truferos, he prestado atención a cada uno y he aprendido de ellos. La última perra que tuve antes de
Mariarosa
tenía dieciocho años cuando murió y, a medida que sus sentidos se debilitaban, los míos parecían agudizarse, como si ella me los fuera cediendo; por eso, cuando murió, pensé que seguiría solo y así fue hasta que un día
Mariarosa
empezó a seguirme. Es pequeña y brillante, como deben ser los perros truferos, y más fiel que una esposa —dice Virgilio, que ya parece cansado de tanto monólogo.

Barlozzo adopta el carácter de Virgilio: responde a nuestras preguntas con gruñidos y a veces se queda con la mirada perdida cuando hablamos y no escucha nada de lo que decimos. ¿O será que reconozco mejor los modales de Barlozzo cuando resuenan en Virgilio? No tiene ninguna importancia en este momento: en el amanecer azul empolvado de una Navidad. Recorremos aquellas colinas místicas, pobladas en otra época por santos y serpientes, y lo único que interrumpe los susurros de la nieve son nuestras botas, nuestra respiración y el graznido de algún pájaro.
Mariarosa
frena en seco junto a las raíces de un roble y las olisquea. Ladra y después aúlla, pega brincos frenéticos con las orejas dobladas hacia atrás al viento y el hocico en el aire: ha encontrado una trufa. Virgilio la tranquiliza hasta que queda jadeando y lloriqueando, se arrodilla junto al árbol y rasca con suavidad, con una especie de paleta, una punta que asoma debajo de una de las raíces más pequeñas. Entonces usa el instrumento como una pala, pero solo saca algunas cucharadas de tierra por vez; toca el lugar con los largos dedos escrutadores, sin guantes, y arranca la trufa, le sacude solo un poco de la tierra negra y tupida y la guarda con cuidado dentro del saco de lona que lleva cruzado sobre el pecho. Vuelve a tantear la zona una vez más y después la cubre y le da palmaditas, como dándole las gracias, y sigue andando. Acerca el hocico de
Mariarosa
para que huela el lugar donde estaba la trufa, la rodea con sus brazos para abrazarla y extrae una galleta del bolsillo: su recompensa. Con tan solo ligeras variaciones,
Mariarosa
y Virgilio repiten esta representación mágica cuatro, cinco, seis veces, hasta que él anuncia que es hora de desayunar y nos invita a acompañarlo. Entrega a Barlozzo el saco para que lo huela y lo revise y nos apiñamos a su alrededor, dando gañidos y gruñidos por la alegría que nos produce tanta abundancia, mientras nombramos los platos que adornarán en las próximas semanas.


Calmatevi
—dice el duque—, calmaos. Ya veremos cuántas nos acompañan a casa después de pesarlas y tasarlas.

Nos instalamos en torno a una mesa en una pequeña
osteria
. En realidad, es la última que queda, porque el lugar bulle de buscadores. La mayoría de ellos se han quedado solo con sus camisetas de lana, se han puesto cómodos en aquel recinto lleno de humo y calentado al vapor, donde descansan de sus batallas y beben litros de vino tinto delante de sus bistecs o sus platos de sopa espesa o llenos de pasta. Son poco más de las ocho de la mañana, pero nosotros también estamos en la carretera desde las tres, como ellos estaban a esa hora en los bosques o en las colinas, de modo que este tipo de banquete temprano parece justo.

Comenzamos con una
frittata di tartufi
, una tortilla francesa tan fina como el papel y casi anaranjada —ese es el color de las yemas de los huevos que producen las gallinas que comen maíz—, salpicada de gruesos discos negros de trufa almizclada. En realidad, parece que los huevos son solo un transporte, un medio dorado y mantecoso para llevar las trufas a la mesa. Me dispongo a beber el primer sorbo de vino, pero el duque me frena, me dice que espere. Corta el gran círculo en cuatro cuartos, sirve a Virgilio, después a nosotros y coloca el último en su propio plato con habilidad y pompa.

—Comed esto enseguida y con los ojos cerrados —dice.

Me resbalo un poquito en la silla, embelesada y casi incrédula ante las sensaciones que provocan un huevo, un hongo silvestre y una nuez de mantequilla dulce. Fernando sigue, obediente, con los ojos cerrados hasta que el duque rompe el hechizo y dice, alzando el vaso:


Buon Natate, ragazzi
. Feliz Navidad, chavales.

Hasta Virgilio parece satisfecho con nuestra reacción ante el primer plato del desayuno.

—Esta es la única forma realmente perfecta de comer una trufa —dice—. Los huevos se cuecen a fuego lento, solo para ablandarlos, en una mantequilla clara buena y, cuando están a punto de cuajar, se echa por encima la trufa en rebanadas, toda la que uno pueda comprar o robar. Se tapa la sartén unos cuantos segundos para calentar la trufa, para que suelte su poder, y se la lleva a la mesa. Sin embargo, la receta no acaba allí: todo lo demás también tiene que ser perfecto. Nada de vino, el estómago vacío y un hambre feroz, buena compañía o ninguna. Es como hacer el amor: si hay algo fuera de su sitio, todo pasa a ser mecánico, tan poco emocionante como unas patatas con huevos.

Tal vez no sea tanto que Virgilio tienda a guardar silencio, como que se reserva para ir directo al meollo de las cuestiones.

Es casi de noche cuando detenemos el vehículo delante del Palazzo Barlozzo. El pueblo está en penumbras, dormido entre las nieblas. Me detengo al borde del jardín para mirarlo y observo que las ventanas se vuelven doradas una a una. Fernando y Barlozzo están haciendo algún plan para más tarde, pero no presto atención. Tiro al duque un beso con la mano y subo las escaleras: suspiro por un baño caliente.

Hay un árbol en la bañera. Hay árboles de hoja perenne de casi dos metros de altura en sacos de yute apoyados en el dormitorio, a la entrada, en el rellano y hay cinco más en el establo y todo huele y da la impresión de un bosque: me encanta. Fernando ríe a mis espaldas, a medida que voy descubriendo sus regalos.

—Le pedí al
vivaio
que los trajera esta mañana. Le dejé la llave y una botella de vino. ¿No son hermosos? Después de Reyes los plantaremos a lo largo del extremo más alejado del jardín y quedarán hermosos. Fue el mejor regalo que se me ocurrió para nosotros.
Un gesto simbolico
, supongo. Los transplantaremos como hemos hecho con nosotros mismos —me dice.

Le doy un beso largo y fuerte y después lo vuelvo a besar. Nos damos un baño, descansamos un rato y después nos vestimos y bajamos a abrir una botella de vino, pero ya está allí el duque, con el fuego encendido y un cubo con una botella de ese horrible vino espumoso que él llama
vino da festa
. Delante de la puerta de la cocina, en un soporte de metal negro, hay un abeto plateado alto y grueso, con la punta doblada porque las vigas son demasiado bajas.

—No sabía dónde ponerlo, así que lo he puesto allí mientras tanto. Ya sé que me vais a gritar por haber matado un árbol, pero esta es la primera N a vi dad en mucho tiempo en la que me he sentido como si fuese Navidad y en realidad lo corté para mí, pero lo he traído porque vuestra casa es más grande que la mía —dice con una sonrisa de oreja a oreja.

Le digo que es soberbio y de repente yo también me siento como en Navidad y lo mismo le debe de ocurrir a Fernando, que sale corriendo al granero a buscar la caja de adornos que hemos traído de Venecia, pero la búsqueda es inútil y pensamos que debe de haber quedado en el camión de los albaneses, aunque no importa demasiado, porque el árbol, los árboles mismos, son perfectos.

Nos sentamos en medio de nuestro propio bosque particular, los tres solos para custodiar el vino agrio y el gran abeto plateado y sus parientes —lo único que los adorna a todos es el fuego—, cuyo aroma embriaga nuestro pequeño territorio y también a nosotros. Nos quedamos así sentados, observando fascinados y sin hablar demasiado. Ahora pienso que no he preparado ni un solo dulce, ni tartas de jengibre, ni galletas de ciruelas, ni pasteles, ni ponches con especias, ni ninguna otra comida o bebida navideñas. Salvo los árboles y las trufas, no ha habido regalos. Tampoco ha habido desesperación, ni mal humor, ni fatiga, ni ningún refinamiento bebido a sorbos con el ponche de huevo. Es una buena Navidad.

Me esfuerzo por pasar detrás del árbol grande para tratar de entrar eh la cocina a buscar alguna exquisitez para presentar a los dos hombres, pero Barlozzo dice:

—Como tenemos que estar en casa de Pupa a las ocho y ya son casi las siete, ¿no es mejor que vayamos .al bar? ¡Ah! Antes de que me olvide, Floriana os manda saludos y dice que está bien.
Merry Christmas
—dice en su inglés orgulloso, con acento beduino.

Creo que me empieza a gustar que solo me diga la mitad de sus sentimientos y que se limite a comunicarme otra parte de ellos.

La auténtica
bruschetta
(brusqueta)
Qué es y cómo se pronuncia

Que los turistas extranjeros que vienen a Italia casi nunca sepan pronunciar la palabra
bruschetta
algunas veces da grima pero casi siempre produce hilaridad en los camareros y los italianos que comen cerca. De todos modos, la llamemos como la llamemos, esta rebanada no demasiado gruesa de honesto pan rústico, tostada un poco sobre las brasas de un fuego de leña, rociada con aceite de oliva virgen extra y con un poco de sal marina fina por encima, es un placer gastronómico primitivo, toscano hasta la médula. Queda fantástico si le añadimos tomate fresco picado, sobre todo en pleno verano, y también con el aroma de un buen diente de ajo restregado contra el pan caliente. Sin embargo, los puristas toscanos dirán que las mejores
bruschette
son las que se hacen con pan, aceite y sal.

Para preparar las
bruschette
en casa, hay que comprar o hacer un pan compacto y con corteza, cortarlo en rebanadas de no mucho más de un centímetro y ponerlas bajo el gratinador o sobre carbón o un fuego de leña para que se tuesten ligeramente por las dos caras. Cuando el pan está caliente, se le echa un chorro de aceite por encima, se espolvorea con sal marina y se sirve enseguida, como parte del
antipasto
o, mejor aún, por sí solo, acompañado con un vaso de vino tinto.

12

U
NA
C
ENA
P
REPARADA
C
ASI
S
IN
N
ADA

Llega enero, perturbador, pero ya nos hemos arrellanado en el invierno y ponemos en práctica nuestros trucos para combatir el frío, para crear al menos la ilusión de que en casa hace calor. Fernando sigue leyendo y trabajando en la planificación de lo que ha dado en llamar «proyectos de viajes», mientras yo escribo, corrijo y escribo un poco más. El pueblo está quieto como el vapor. Hasta el bar parece adormecido y casi no hay movimiento, salvo por una hora o algo así a la mañana temprano y otro tanto a la hora del aperitivo. Todo el mundo se está recuperando de los excesos que comenzaron en septiembre con la
vendemmia
, aumentaron en octubre con las fiestas de las castañas y las setas silvestres y después se incrementaron aún más, en noviembre y principios de diciembre, con la recolección de la aceituna, todo esto remachado con el mantenimiento de los rituales dulces y serenos de una Navidad rústica. Ahora toca un descanso prolongado y delicioso.

BOOK: Mil días en la Toscana
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