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Authors: Marlena de Blasi

Tags: #Relato, Romántico

Mil días en Venecia (25 page)

BOOK: Mil días en Venecia
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Nos invita a pasar el fin de semana siguiente en su finca y aceptamos. Tiene una casa de campo del siglo XVIII con media docena de casitas,
paddocks
y establos dispersos por las tierras suaves y aterciopeladas que en otros tiempos pertenecieron a los Gonzaga. El conde nos invita una y otra vez. Nos dice que vayamos a pasar el fin de semana para montar a caballo y para ir a cazar, para cocinar, si queremos, que iremos a los mercados y a ver a los queseros y los fabricantes de vino y compraremos provisiones para darnos un banquete durante cuatro días. Miro a Fernando, que me sorprende tanto a mí como al conde, al responder con un enérgico y contundente «
Perché no?
¿Por qué no?»

La mayoría de los invitados del conde son ingleses, además de una pareja de alemanes y dos escoceses. Con delantales y bien restregados, Fernando y yo estiramos la masa para hacer
tortelli
del tamaño de platillos para el té y los rellenamos con calabaza asada y
amaretti
(crujientes macarrones de almendras) triturados y rodajas de
mostarda
, fruta conservada en aceite de mostaza. Ponemos la carne de ternera a marinar en una vieja vasija de barro gris y la cubrimos de Amarone; hacemos polenta de trigo sarraceno con codornices estofadas y
risotto
, como lo preparaban antes en los campos los campesinos que cultivaban el arroz. Todos los días damos por terminada la comida con el culín de algún Francia-corta y con una cuña gruesa y blanda de Gorgonzola, con un chorro de la miel de tomillo silvestre del conde por encima.

Los invitados montan, comen y beben. Al tercer día, todos, salvo los escoceses, dejan de cabalgar y se dedican a dormir todo el día, menos cuando los llaman a la mesa. Todo es tan seductor. Cuando el conde nos ofrece casa y un trabajo lucrativo, prestamos atención, pero le decimos que vamos en pos de nuestra propia aventura y no de una porción de la suya. Me da la impresión de que estos últimos días han fortalecido mucho a Fernando, que habla de aprender a manejar los cuchillos y pregunta por la diferencia entre un Gorgonzola que haya madurado en una cueva de forma natural y el falso, al que llenan de alambres de cobre para acelerar la formación de sus vetas verdes y olorosas. Parece lleno de energía.

Durante tres y a veces cuatro días de cada semana, recorremos a toda prisa la
autostrada
, subimos por los caminos sinuosos de las montañas y los volvemos a bajar para pasar junto a viñedos y olivares, plantaciones de tabaco, apriscos y girasoles, hasta la siguiente ciudad, pueblo en las montañas o aldea medieval. Atravesamos las montañas toscanas de Botticelli, Leonardo da Vinci y Piero della Francesca, las laderas rosada arenosas, tachonadas de cipreses negros, la tierra roja de Siena recién removida y a la espera, la luz pulverulenta, un paisaje de acuarela de moreras, higueras, olivos y vides. Si no puedo ver el mar, esto es lo que quiero ver. Lamentablemente, no encontramos ninguna casa en la Toscana.

Hablamos con todos los agentes de la propiedad inmobiliaria y con todos los funcionarios de turismo que encontramos, todos los fruteros, panaderos y camareros que vemos. Asediamos, merodeamos y seguimos de cerca a aquellos que nos parece que pueden informarnos. Con señas, hacemos bajar a los campesinos de sus tractores y, por encima del rechinar de sus motores, nos señalan ruinas en campos lejanos y, justo cuando nos sentimos cansados y tan hambrientos que estamos a punto de echarnos a llorar, encontramos una
osteria
pequeña al borde de un sendero de grava sin luces que atraviesa un trigal, donde una mujer que amasa dos veces por día desde hace medio siglo nos sirve un gran plato de pasta dorada, toda enmarañada.

No encontramos una casa, pero vemos un letrero escrito a mano en el que pone:
Oggi cinghiale al buglione
. Seguimos las indicaciones hasta un establo renovado, donde una campesina nos acomoda en unos bancos de madera, mientras va estofando una pierna de jabalí con ajo, tomates y vino blanco, en un fuego hecho con leña de olivo. Comemos y bebemos con personas que jamás han estado en Venecia ni en Roma, que nunca han vivido fuera del lugar donde han nacido. No encontramos una casa, pero vemos, en un bosquecillo de castaños, un molino con una rueda hidráulica de paletas impulsada por una corriente, que viene de la época de los mastodontes. Encontramos campesinos que cultivan uvas y siguen celebrando la vendimia y el prensado con cenas entre las vides, a la luz de las antorchas, y otros que tienen olivos y recolectan a mano la fruta verde, morada y negra, casi madura, y la prensan entre piedras antiguas a las que una mula hace dar vueltas y más vueltas. El aceite es verde como la hierba y está lleno de burbujitas picantes. Huele a avellanas tostadas y, cuando se vierte sobre rebanadas de pan caliente tostadas en horno de leña y salpicadas con sal marina, sabe como la única comida posible en un mundo perfecto.

Molidos después de tantas caminatas con lluvia y con calor y de trepar por escaleras que se vienen abajo, seguimos andando, semana tras semana, hasta que transcurre más de un año, sin encontrar ningún hotelito, ninguna casa de campo para renovar, ningún lugar donde trabajar ni ningún lugar donde vivir. Es Nochebuena y nos dirigimos de vuelta a Venecia después de otro de nuestros viajes, cuando Fernando se desvía de la carretera.

—¿Qué te parece si pasamos la Navidad en Austria? —me pregunta, mientras echa mano a uno de los seiscientos libros de mapas que tenemos—. Podríamos llegar a Salzburgo antes de las seis.

Estamos preparados: siempre llevamos un bolso de viaje en el maletero. ¿Y nuestros regalos y los
tortellini
y el pavo relleno de pesto de nueces que nos esperan en Venecia? Dice que celebraremos la Navidad durante toda la semana. Menos mal que llevo mis botas nuevas y mi sombrero verde de terciopelo. Me dice que seguro que hay nieve y le digo: «Vamos». Cuando llegamos al Weisses Rössl, en la acera de enfrente un cuarteto de cuerdas interpreta
Noche de paz
delante de un belén y está nevando.

«Fernando tenía razón», pienso mientras regresamos a pie al hotel después de la misa de gallo. Seguro que con estos viajes estamos buscando la etapa siguiente de nuestras vidas, pero, sobre todo, han sido viajes hacia el centro. Llevamos casados dos años. Intento recordar mi vida sin él y es como tratar de recordar una película vieja que creo haber visto, pero puede que no. Le pregunto si lamenta que no nos hayamos encontrado el uno al otro cuando éramos jóvenes y dice que no me habría reconocido cuando él era joven y, además, era demasiado viejo cuando era joven, me dice.

—A mí me pasa lo mismo —le digo y recuerdo cuando yo también era mucho mayor.

Decidimos ir a Nueva York a ver a mis hijos y a visitar amigos. El día antes de la partida, vamos al Rialto y Fernando dice:

—Vayamos a ver a Gambara y le decimos que ponga el apartamento en venta. Tal vez el cambio tenga que venir de otro lado.

Anotamos el apartamento y regresamos a casa a terminar de hacer las maletas.

Nos la pasamos haciendo y deshaciendo maletas, como una compañía teatral itinerante. Mi secreto para viajar tranquila es ponerme todo lo que no quiero perder y, puesto que es febrero, no cuesta mucho. Me estoy poniendo una capa de un chaleco de
tweed
sobre dos jerséis finos de cachemira sobre una camisa de seda y una falda larga y ancha de ante sobre unos pantalones de cuero estrechos, cuando telefonea Gambara para decirnos que vendrá a las once con un posible comprador, un milanés llamado Giancarlo Maietto que quiere una casa en la playa para su padre, que está jubilado. Le digo que a las once estaremos volando sobre el Tirreno y me pide que le deje las llaves a la trol y que lo llamemos al día siguiente desde Nueva York.

No lo llamamos al día siguiente ni al otro. El tercer día de nuestra estancia en Nueva York, estamos en Le Quercy y nos disponemos a comer confit de pato, acompañado de unas patatas que han adquirido un color dorado oscuro tras sus escarceos rápidos y calientes con medio litro de grasa de pato, y tenemos una botella de Vieux Cahors al alcance de la mano. Fernando dice que se siente culpable por no haber llamado y quiere hacerlo en aquel momento, aunque en Venecia son las siete y media de la mañana. Estoy totalmente absorta en los muslos de pato y el vino y, con los ojos entrecerrados, le hago señas con la mano para que vaya a telefonear. Tengo el rostro y las manos brillantes de grasa de pato cuando vuelve a la mesa y dice:

—Giancarlo Maietto ha comprado el apartamento. —Cambio mi plato limpio por el suyo, que todavía está lleno de confit, y sigo comiendo—. ¿Qué haces? ¿Cómo puedes seguir comiendo, cuando no tenemos un lugar donde vivir? —lloriquea.

—Vivo el presente —le digo—. Es posible que no tenga un lugar donde vivir, pero ahora mismo tengo este pato y me lo voy a comer antes de que lo pongas en venta. De todos modos, fuiste tú quien dijo que tal vez el cambio tuviera que venir de otro lado y así ha sido. Todo va a salir bien —dice Pollyanna, a través de unos labios adornados con dos puntos púrpura, un bigote sensual que ha adquirido después de embeberse en el Cahors. La vuelta de Don Impulsivo. ¿Resistirá siempre más de dos días gloriosos seguidos?

Al final de nuestra primera semana en Nueva York, la oferta, la contraoferta y la respuesta a la contraoferta han sido propuestas y aceptadas. Maietto pagará apenas un poquito menos que el precio que pedíamos, que era despiadadamente alto. Como sabía que no teníamos ninguna prisa en vender la casa, Gambara le sugirió a Fernando que pidiéramos la Luna y eso fue lo que hizo. A nuestro regreso a Venecia, vamos a ver a Gambara, que nos dice que Maietto quiere tomar posesión dentro de sesenta días; pedimos noventa y Maietto está de acuerdo. Nos iremos el quince de junio. Todavía tenemos que dilucidar adónde vamos a ir. Nos decimos que hemos de actuar con diligencia y seguir buscando. Si no encontramos nada, pondremos nuestras cosas en depósito y alquilaremos algún lugar amueblado en Venecia hasta que se nos acabe el dinero. Esto es lo que decimos, pero Fernando suspira y se angustia y, la mañana que tiene que volver al banco, me pide que vaya con él en el barco y lo acompañe a pie al trabajo.

Pasamos de largo delante del edificio, como si hubiese olvidado que estaba allí, y, cuando nos cruzamos con uno de los cajeros, le arroja las llaves de la caja fuerte y le dice:


Arrivo subito
. Voy enseguida.

Salimos de San Bartolomeo, pasamos por la oficina de Correos y llegamos al Ponte dell'Olio y sigue sin decir nada. La princesa está hermosa aquella mañana, observando desde detrás de sus velos de marzo. Cuando le pregunto si él no opina lo mismo, no me hace caso. Paramos en el Zanon a tomar un
espresso
y cruzamos a toda prisa el Ponte San Giovanni Crisostomo, como si por allí se fuera hacia el banco, cuando en realidad nos estamos alejando. Seguimos casi corriendo por la Calle Dolfin, cruzamos otro puente y pasamos por el Campo Santi Apostoli, lleno de niños que van gritando a la escuela, y después por el Campo Santa Sofia y por la Strada Nuova. Guarda silencio hasta que llegamos al
vicolo
que conduce al embarcadero de la Ca' d'Oro.

—Regresemos —es todo lo que dice.

Volvemos en barco, pero no desembarcamos en la parada siguiente, que es la del banco, de modo que pienso que vamos a casa; no obstante, bajamos en Santa Maria del Giglio.

—Vamos a tomar un café al Gritti —dice, como si tuviéramos la costumbre de gastar diez mil liras en tomarnos un
espresso
en el hotel más lujoso de Venecia.

No se sienta conmigo a la mesita del bar, sino que deposita una cajetilla entera de cigarrillos y el mechero y pide al camarero que traiga un coñac.

—¿Uno solo, señor? —pregunta el camarero.

—Sí, solo uno —le responde, aún de pie, y a mí me dice suavemente—: Fúmate esto, bébete esto y espérame aquí.

¡Parece haber olvidado que no fumo y que me gusta beber coñac después de cenar y no a las nueve y media de la mañana! De golpe ha desaparecido. ¿Adónde ha ido? ¿Habrá ido a llamar a Gambara para suspender la venta? ¿Podría hacerlo, si quisiera?

Transcurre media hora, tal vez treinta y cinco minutos, y reaparece. Está aturdido y tiene el aspecto de haber llorado.


Ho fatto
. Lo he hecho. Regresé a pie a la Via XXII Marzo, a la sede central, subí las escaleras hasta el despacho del director, entré, me senté y le dije que me iba —dice y repasa cada paso para asegurarse de que realmente ha dado cada uno de ellos. Él, que siempre ha controlado su
bella figura
, actúa con naturalidad en el espacio liliputiense que queda entre el camarero y el conserje, donde tres hombres beben cerveza y una mujer da caladas a un cigarro muy grande. Continúa con su historia—: ¿Y sabes lo que me dijo el
signor
D'Angelantonio? Me dijo: «¿Quiere escribir la carta aquí y ahora o prefiere traérmela mañana? Como usted quiera». «Como usted quiera» fue todo lo que se le ocurrió decirme después de veintiséis años. Pues bien, hice lo que quise —dice y me cuenta que se sentó delante de una Olivetti manual y mecanografió su salva, la arrancó de los rodillos, la dobló en tres partes y pidió un sobre, en el que escribió los datos de D'Angelantonio, que seguía estando a un metro de distancia, detrás de un escritorio.

Ya he aprendido que estas tormentas suyas en realidad no son tormentas en absoluto, sino solo los últimos relámpagos rápidos que se producen después de una reflexión violenta y prolongada. Las reacciones de Fernando son casi siempre silenciosas y casi siempre privadas. Lo comprendo, pero, de todos modos, me deja estupefacta. Extiendo la mano para coger el coñac intacto y trato de empezar a ordenarlo todo en mi cabeza. Creo que la historia va más o menos así: Vengo a Venecia y conozco a un desconocido que trabaja en un banco y vive en la playa. El desconocido se enamora de mí y viene a Saint Louis a pedirme que me case con él, a pedirme que deje mi casa y mi trabajo y venga a vivir feliz y a comer perdices con él en la periferia de una islita del mar Adriático. Yo también me enamoro y le digo que sí y vengo. Entonces, el desconocido, que ahora es mi esposo, decide que ya no quiere vivir en la periferia de una islita en el mar Adriático ni trabajar en un banco, de modo que ahora ni él ni yo tenemos casa ni trabajo y los dos estamos empezando por el principio. Aunque parezca increíble, estoy tranquila; lo único que me escuece es esta manera suya de moverse a latigazos. ¿Qué ha sido de la paciencia? Sigue sin haber ni un solo acto prudente en toda esta historia.

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