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Authors: Hans Christian Andersen

Tags: #Cuentos

Mis cuentos preferidos de Hans Christian Andersen (80 page)

BOOK: Mis cuentos preferidos de Hans Christian Andersen
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Llegaron a la escalera, iluminada por una lamparilla colocada sobre un armario. En el suelo esperaba la corneja domesticada, volviendo la cabeza en todas direcciones. Miró a Margarita, que la saludó con una inclinación, tal como le enseñara la abuelita.

—Mi prometido me ha hablado muy bien de usted, señorita —dijo la corneja domesticada—. Su biografía, como vulgarmente se dice, o sea, la historia de su vida, es, por otra parte, muy conmovedora. Haga el favor de coger la lámpara, y yo guiaré. Lo mejor es ir directamente por aquí, así no encontraremos a nadie.

—Tengo la impresión de que alguien nos sigue —exclamó Margarita; en efecto, algo pasó con un silbido; eran como sombras que se deslizaban por la pared, caballos de flotantes melenas y delgadas patas, cazadores, caballeros y damas cabalgando.

—Son sueños nada más —dijo la corneja—. Vienen a buscar los pensamientos de Su Alteza para llevárselos de caza. Tanto mejor, así podrá usted contemplarla a sus anchas en la cama. Pero confío en que, si es usted elevada a una condición honorífica y distinguida, dará pruebas de ser agradecida.

—No hablemos ahora de eso —intervino la corneja del bosque.

Llegaron al primer salón, tapizado de color de rosa, con hermosas flores en las paredes. Pasaban allí los sueños rumoreando, pero tan vertiginosos, que Margarita no pudo ver a los nobles personajes. Cada salón superaba al anterior en magnificencia; era para perder la cabeza. Al fin llegaron al dormitorio, cuyo techo parecía una gran palmera con hojas de cristal, pero cristal precioso; en el centro, de un grueso tallo de oro, colgaban dos camas, cada una semejante a un lirio. En la primera, blanca, dormía la princesa; en la otra, roja, Margarita debía buscar a Carlos. Separó una de las hojas encarnadas y vio un cuello moreno. ¡Era Carlos! Pronunció su nombre en voz alta, acercando la lámpara —los sueños volvieron a pasar veloces por la habitación—, él se despertó, volvió la cabeza y… ¡no era Carlos!

El príncipe se le parecía sólo por el pescuezo, pero era joven y guapo. La princesa, parpadeando por entre la blanca hoja de lirio, preguntó qué ocurría. Margarita rompió a llorar y le contó toda su historia y lo que por ella habían hecho las cornejas.

¡Pobre pequeña! —exclamaron los príncipes; elogiaron a las cornejas y dijeron que no estaban enfadados, aunque aquello no debía repetirse. Por lo demás, recibirían una recompensa.

¿Prefieren marcharse libremente —preguntó la princesa— o quedarse en palacio en calidad de cornejas de Corte, con derecho a todos los desperdicios de la cocina?

Las dos cornejas se inclinaron respetuosamente y manifestaron que optaban por el empleo fijo, pues pensaban en la vejez y en que sería muy agradable contar con algo positivo para cuando aquélla llegase.

El príncipe se levantó de la cama y la cedió a Margarita; realmente no podía hacer más. Ella cruzó las manos, pensando: «¡Qué buenas son las personas y los animales, después de todo!», y cerrando los ojos, se quedó dormida. Acudieron de nuevo todos los sueños, y creyó ver angelitos de Dios que guiaban un trineo en el que viajaba Carlos, el cual la saludaba con la cabeza. Pero todo aquello fue un sueño, y se desvaneció en el momento de despertarse.

Al día siguiente la vistieron de seda y terciopelo de pies a cabeza. La invitaron a quedarse en palacio, donde lo pasaría muy bien; pero ella pidió sólo un cochecito con un caballo y un par de zapatitos, para seguir corriendo el mundo en busca de Carlos.

Le dieron zapatos y un manguito y la vistieron primorosamente, y cuando se dispuso a partir, había en la puerta una carroza nueva de oro puro; los escudos del príncipe y de la princesa brillaban en ella como estrellas. El cochero, criados y postillones —pues no faltaban tampoco los postillones—, llevaban sendas coronas de oro. Los príncipes en persona la ayudaron a subir al coche y le desearon toda clase de venturas. La corneja silvestre, que ya se había casado, la acompañó un trecho de tres millas, posada a su lado, pues no podía soportar ir de espaldas. La otra corneja se quedó en la puerta batiendo de alas; no siguió porque desde que contaba con un empleo fijo, sufría de dolores de cabeza, pues comía con exceso. El interior del coche estaba acolchado con cosquillas de azúcar, y en el asiento había fruta y mazapán.

—¡Adiós, adiós! —gritaron el príncipe y la princesa; y Margarita lloraba, y lloraba también la corneja—. Al cabo de unas millas se despidió también ésta, y resultó muy dura aquella despedida. Se subió volando a un árbol, y permaneció en él agitando las negras alas hasta que desapareció el coche, que relucía como el sol.

QUINTO EPISODIO

La pequeña bandolera.

A
vanzaban a través del bosque tenebroso, y la carroza relucía como una antorcha. Su brillo era tan intenso, que los ojos de los bandidos no podían resistirlo.

—¡Es oro, es oro! —gritaban, y, arremetiendo con furia, detuvieron los caballos, dieron muerte a los postillones, al cochero y a los criados y mandaron apearse a Margarita.

—Está gorda, apetitosa, la alimentaron con nueces —dijo la vieja de los bandidos, que era barbuda y tenía unas cejas que le colgaban por encima de los ojos.

—Será sabrosa como un corderillo bien cebado. ¡Se me hace la boca agua! —y sacó su afilado cuchillo, que daba miedo de brillante que era.

—¡Ay! —gritó al mismo tiempo, pues su propia hija, que se le había subido a la espalda, acababa de pegarle un mordisco en la oreja; era salvaje y endiablada como ella sola.

—Maldita rapaza! —exclamó la madre, renunciando a degollar a Margarita.

—¡Jugará conmigo! —dijo la niña de los bandoleros.

—Me dará su manguito y su lindo vestido, y dormirá en mi cama y pegó a la vieja otro mordisco, que la hizo saltar y dar vueltas, mientras los bandidos reían y decían:

—¡Cómo baila con su golfilla!

—¡Quiero subir al coche! —gritó la pequeña salvaje, y hubo que complacerla, pues era malcriada y terca como ella sola. Ella y Margarita subieron al carruaje y salieron a galope a campo traviesa. La hija de los bandoleros era de la edad de Margarita, pero más robusta, ancha de hombros y de piel morena. Tenía los ojos negros, de mirada casi triste. Rodeando a Margarita por la cintura, le dijo:

—No te matarán mientras yo no me enfade contigo ¿Eres una princesa, verdad?

—No —respondió Margarita, y le contó todas sus aventuras y lo mucho que ansiaba encontrar a su Carlitos.

La otra la miraba muy seriamente; hizo un signo con la cabeza y dijo:

—No te matarán, aunque yo me enfade; entonces lo haré yo misma.

Y secó los ojos de Margarita y metió las manos en el hermoso manguito, tan blando y caliente.

El coche se detuvo; estaban en el patio de un castillo de bandoleros, todo él derruido de arriba abajo. Cuervos y cornejas salían volando de los grandes orificios, y enormes perros mastines, cada uno de los cuales parecía capaz de tragarse un hombre, saltaban sin ladrar, pues les estaba prohibido.

En la espaciosa sala, vieja y ahumada, ardía un gran fuego en el centro del suelo de piedra; el humo se esparcía por debajo del techo, buscando una salida. Cocía un gran caldero de sopa, al mismo tiempo que asaban liebres y conejos.

—Esta noche dormirás sola conmigo y con mis animalitos —dijo la hija de los bandidos.

Le dieron de comer y beber, y luego las dos niñas se apartaron a un rincón donde había paja y alfombras. Encima, posadas en estacas y perchas, había un centenar de palomas, dormidas al parecer, pero que se movieron un poco al acercarse las chicas.

—Todas son mías —dijo la hija de los bandidos, y, sujetando una por los pies, la sacudió violentamente, haciendo que el animal agitara las alas—. ¡Bésala! —gritó, apretándola contra la cara de Margarita—. Allí están las palomas torcaces, las buenas piezas —y señaló cierto número de barras clavadas ante un agujero en la parte superior de la pared—. También son torcaces aquellas dos; si no las tenemos encerradas, escapan; y éste es mi preferido —y así diciendo, agarró por los cuernos un reno, que estaba atado por un reluciente anillo de cobre en torno al cuello—. No hay más remedio que tenerlo sujeto, de lo contrario huye. Todas las noches le hago cosquillas en el cuello con el cuchillo, y tiene miedo.

Y la chiquilla, sacando un largo cuchillo de una rendija de la pared, lo deslizó por el cuello del reno. El pobre animal todo era patalear, y la chica venga reírse. Luego metió a Margarita en la cama con ella.

—¿Duermes siempre con el cuchillo a tu lado? —preguntó Margarita, mirando el arma un si es no es nerviosa.

—¡Desde luego! —respondió la pequeña bandolera—. Nunca sabe una lo que puede ocurrir. Pero vuelve a contarme lo que me dijiste antes de Carlitos y por qué te fuiste por esos mundos.

Margarita le repitió su historia desde el principio, mientras las palomas torcaces arrullaban en su jaula y las demás dormían. La hija de los bandidos pasó un brazo en torno al cuello de Margarita, y, con el cuchillo en la otra mano, se puso a dormir y a roncar. Margarita, en cambio, no podía pegar los ojos, pues no sabía si seguiría viva o si debía morir. Los bandidos, sentados alrededor del fuego, cantaban y bebían, mientras la vieja no cesaba de dar volteretas. El espectáculo resultaba horrible para Margarita.

En esto dijeron las palomas torcaces:

—¡Ruk, ruk!, hemos visto a Carlitos. Un pollo blanco llevaba su trineo, él iba sentado en la carroza de la Reina de las Nieves, que volaba por encima del bosque cuando nosotras estábamos en el nido. Sopló sobre nosotras y murieron todas menos nosotras dos. ¡Ruk, ruk!

—¿Qué están diciendo ahí arriba? —exclamó Margarit—. ¿Adónde iba la Reina de la Nieves? ¿Sabéis algo?

—Al parecer se dirigía a Laponia, donde hay siempre nieve y hielo. Pregunta al reno atado ahí.

—Allí hay hielo y nieve, ¡qué magnífico es aquello y qué bien se está! —dijo el reno—. Salta uno con libertad por los grandes prados relucientes. Allí tiene la Reina de las Nieves su tienda de verano; pero su palacio está cerca del Polo Norte, en las islas que llaman Spitzberg.

—¡Oh, Carlos, Carlitos! —suspiró Margarita.

—¿No puedes estarte quieta? —la riñó la hija de los bandidos— ¿o quieres que te clave el cuchillo en la barriga?

A la mañana siguiente Margarita le contó todo lo que le habían dicho las palomas torcaces; la muchacha se quedó muy seria, movió la cabeza y dijo:

—¡Qué más da, qué más da! ¿Sabes dónde está Laponia? —preguntó al reno.

—¿Quién lo sabría mejor que yo? —respondió el animal, y sus ojos despedían destellos—. Allí nací y me crié. ¡Cómo he brincado por sus campos de nieve!

—¡Escucha! —dijo la muchacha a Margarita—. Ya ves que todos nuestros hombres se han marchado, pero mi madre sigue en casa. Más tarde empinará el codo y echará su siestecita; entonces haré algo por ti —. Saltando de la cama, cogió a su madre por el cuello y, tirándole de los bigotes, le dijo:

—¡Buenos días, mi dulce chivo!

La vieja correspondió a sus caricias con varios capirotazos que le pusieron toda la nariz amoratada; pero no era sino una muestra de cariño.

Cuando la vieja, tras unos copiosos tragos, se entregó a la consabida siestecita, la hija llamó al reno y le dijo: —Podría divertirme aún unas cuantas veces cosquilleándote el cuello con la punta de mi afilado cuchillo; ¡estás entonces tan gracioso! Pero es igual, te desataré y te ayudaré a escapar, para que te marches a Laponia. Pero cuida de brincar con ánimos y de conducir a esta niña al palacio de la Reina de las Nieves, donde está su compañero de juegos. Ya oíste su relato, pues hablaba bastante alto y tú escuchabas.

El reno pegó un brinco de alegría. La muchacha montó a Margarita sobre su espalda, cuidando de sujetarla fuertemente y dándole una almohada para sentarse.

—Así estás bien —dijo—, ahí tienes tus botas de piel, pues hace frío; pero yo me quedo con el manguito; es demasiado precioso. No te vas a helar por eso. Te daré los grandes mitones de mi madre que te llegarán hasta el codo; póntelos… así; ahora tus manos parecen las de mi madre.

Margarita lloraba de alegría.

—No puedo verte lloriquear —dijo la hija de los bandidos—. Debes estar contenta; ahí tienes dos panes y un jamón para que no pases hambre.

Ató las vituallas a la grupa del reno, abrió la puerta, hizo entrar todos los perros y, cortando la cuerda con su cuchillo, dijo al reno:

—¡A galope, pero mucho cuidado con la niña!

Margarita alargó las manos, cubiertas con los grandes mitones, hacia la muchachita, para despedirse de ella, y enseguida el reno emprendió la carrera a campo traviesa, por el inmenso bosque, por pantanos y estepas, a toda velocidad. Aullaban los lobos y graznaban los cuervos; del cielo llegaba un sonido de «¡p-ff, p-ff!», como si estornudasen.

—¡Son mis auroras boreales! —dijo el reno—. Mira cómo brillan.

Y redobló la velocidad, día y noche. Se acabaron los panes y el jamón, y al fin llegaron a Laponia.

SEXTO EPISODIO

La lapona y la finesa.

H
icieron alto frente a una casita de aspecto muy pobre. El tejado llegaba hasta el suelo, y la puerta era tan baja que, para entrar y salir, la familia tenía que arrastrarse. Nadie había en la casa, aparte una vieja lapona que cocía pescado en una lámpara de aceite. El reno contó toda la historia de Margarita, aunque después de haber relatado la propia, que estimaba mucho más importante. La niña estaba tan aterida de frío, que no podía hablar.

—¡Pobres! —dijo la mujer lapona—. ¡Lo que les queda aún por andar! Tienen que correr centenares de millas antes de llegar a Finlandia, que es donde vive la Reina de las Nieves, y todas las noches enciende un castillo de fuegos artificiales. Escribiré unas líneas sobre un bacalao seco, pues papel no tengo, y lo entregaréis a la finesa de allá arriba. Ella podrá informaros mejor que yo.

Y cuando Margarita se hubo calentado y saciado el hambre y la sed, la mujer escribió unas palabras en un bacalao seco y, recomendando a la niña que cuidase de no perderlo, lo ató al reno, el cual reemprendió la carrera. «¡P-ff! ¡P-ff!», seguía rechinando en el cielo; y durante toda la noche lucieron magníficas auroras boreales azules. Luego llegaron a Finlandia, y llamaron a la chimenea de la mujer finesa, ya que puerta no había.

La temperatura del interior era tan elevada, que la misma finesa iba casi desnuda; era menuda y en extremo sucia. Se apresuró a quitar los vestidos a Margarita, así como los mitones y botas, ya que de otro modo el calor se le habría hecho insoportable; puso un pedazo de hielo sobre la cabeza del reno y luego leyó las líneas escritas en el bacalao. Las leyó por tres veces, hasta que se las hubo aprendido de memoria, y a continuación echó el pescado en el caldero de la sopa, pues era perfectamente comestible, y aquella mujer a todo le hallaba su aplicación.

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