Read Misterio En El Caribe Online

Authors: Agatha Christie

Misterio En El Caribe (10 page)

BOOK: Misterio En El Caribe
5.18Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Iré a buscarle —insistió miss Marple.

Descubrió a Jackson en el lado opuesto de la terraza del hotel, bebiendo unas copas en compañía de Tim Kendal.

—Mister Rafiel le llama —le dijo.

Jackson hizo una expresiva mueca, vació el contenido de su copa y se puso en pie.

—Reanudemos la lucha —dijo—. No hay paz para los malvados... Dos llamadas telefónicas y la petición de una comida especial... Creí que eso me proporcionaría un cuarto de hora de respiro. ¡Nada de eso! Gracias, miss Marple. Gracias por su invitación, señor Kendal.

Jackson se marchó.

—¡Pobre muchacho! —exclamó Tim—. Tengo que invitarle a echar un trago de vez en cuando aunque sólo sea para que no pierda los ánimos. ¿Quiere usted tomar algo, miss Marple?... ¿Qué tal le iría un buen refresco de limón? Sé que le gustan...

—Ahora no, muchas gracias... Supongo que cuidar de un hombre como mister Rafiel debe ser una tarea agotadora. El trato con los inválidos es difícil casi siempre.

—No me refería únicamente a eso... A Jackson le pagan bien sus servicios y por tal motivo ha de soportarle con paciencia; es lógico, no es de lo más malo que puede darse en su clase. Yo iba más lejos...

Tim pareció vacilar y miss Marple le miró inquisitiva.

—Bueno... ¿Cómo se lo explicaría yo? Socialmente, su situación no es nada fácil. ¡Tiene tantos prejuicios la gente! Aquí no hay nadie de su categoría. Es algo más que un simple criado. En cambio, queda por debajo del tipo de huésped que viene a ser aquí el término medio. Eso al menos cree él. Hasta la secretaria, la señora Walters, se considera por encima de ese joven. Existen posiciones sumamente delicadas... —Tim hizo una pausa, agregando—: Es impresionante. ¡Hay que ver la cantidad de problemas de carácter social que se presentan en un lugar como éste!

El doctor Graham pasó no muy lejos de ellos. Llevaba un libro en la mano, acomodándose frente a una mesa cara al mar.

—El doctor Graham parece preocupado —observó miss Marple.

—¡Oh! Todos lo estamos, realmente.

—¿Usted también? ¿Por causa de la muerte del comandante Palgrave?

—Eso ya no me ocasiona ninguna inquietud. La gente va olvidando tan desagradable episodio... Se ha tomado el mismo como lo que es. A mí la que me preocupa es mi mujer, Molly... ¿Entiende usted algo de sueños ?

—¿Que si entiendo de sueños? —preguntó miss Marple, sorprendida.

—Sí, de malos sueños, de pesadillas... ¿Quién no ha pasado una noche angustiosa por culpa de éstas? Pero lo de Molly es distinto... Es víctima de las pesadillas a diario. Vive sumida en un perpetuo temor. ¿No podría hacerse algo por ella, para evitarle tan desagradables experiencias? ¿No podría tomar algún medicamento especial, si es que existe en el mercado? Actualmente toma unas píldoras para dormir, pero ella asegura que ese remedio la perjudica. En efecto, en ocasiones realiza inconscientemente terribles esfuerzos para despertarse y no puede...

—¿Qué es lo que ve en sus sueños?

—¡Oh! Siempre se trata de alguien que la persigue, que la vigila o está espiando... Ni siquiera después de despertarse logra recuperar la tranquilidad, volver a su estado normal.

—Un médico podría, seguramente...

—Es una mujer reacia a los médicos. No quiere ni oír hablar de ellos. Bueno... Me imagino que todo esto pasará. Pero es una lástima. Nos sentíamos muy felices aquí. Nos hemos estado divirtiendo, incluso, mientras trabajábamos. No obstante, últimamente... Es posible que la muerte de Palgrave la trastornara. Desde entonces mi esposa parece otra persona...

Tim Kendal se puso en pie.

—Tengo que marcharme, miss Marple. Me esperan mis obligaciones de todos los días. ¿Seguro que no le apetece ese refresco de limón que le he ofrecido?

Miss Marple, sonriente, hizo un movimiento denegatorio de cabeza. Tomó asiento allí mismo. Meditaba. La expresión de su rostro era grave, preocupada.

Luego volvió la cabeza, mirando al doctor Graham.

Adoptó una decisión inmediatamente.

Se levantó, acercándose a su mesa.

—Debo disculparme ante usted, doctor Graham —le dijo.

—¿Sí?

El doctor la miró con cierto asombro. Ella cogió una silla, acomodándose a su lado.

—Creo haber hecho una cosa censurable—manifestó miss Marple—. Le he mentido a usted deliberadamente, doctor.

Éste no parecía escandalizado. Un poco sorprendido, todo lo más...

—¿Qué me dice? Bueno, supongo que se tratará de algo desprovisto por completo de importancia.

¿Qué hacía miss Marple allí, expresándose en aquellos términos? No era posible que a sus años se dedicara a ir de acá para allá diciendo mentiras. Claro que él no recordaba que la dama que estaba a su lado le hubiese confesado en algún momento su edad... —Veamos qué es, miss Marple. Hable usted con claridad —prosiguió, puesto que ella, evidentemente, quería confesar.

—Usted recordará que le referí algo relativo a la fotografía de uno de mis sobrinos, ¿verdad? Le indiqué que habiéndola puesto en manos del comandante Palgrave éste olvidó devolvérmela.

—Sí, sí, ya me acuerdo. ¡Cuánto lamento no haberla podido encontrar entre sus efectos personales!

—No pudo encontrarla usted porque no se hallaba entre ellos —declaró miss Marple, bajando la voz, atemorizada.

—¿Cómo?

—No. Esa fotografía no existió nunca. Al menos en poder de ese hombre. Todo fue un cuento de mi invención.

—¿Que inventó usted eso ? ¿ Por qué razón ? —inquirió el doctor Graham, ligeramente enojado.

Miss Marple se lo explicó. Con toda claridad, sin rodeos. Aludió a la historia de Palgrave y su asesino; habló de cómo el comandante había estado a punto de enseñarle la instantánea que extrajera de su cartera; mencionó su posterior y repentina confusión... Más adelante, ella había decidido intentar cuanto estuviera en su mano para procurarse la fotografía.

—Para que usted se tomara interés y buscara la pequeña cartulina tenía que valerme, forzosamente, de una mentira —añadió miss Marple—. Confío en que sabrá perdonarme.

—De modo que usted pensó que él se disponía a enseñarle la imagen de un asesino, ¿eh?

—Eso fue lo que dijo Palgrave. Y me indicó que la fotografía se la había dado el conocido que le refiriera la historia de aquel criminal.

—Ya, ya... Y, perdone, usted le creyó, ¿verdad?

—A ciencia cierta no sé si le creí o no entonces —repuso miss Marple—. Ahora bien, usted sabe que
Palgrave murió al día siguiente...

—Sí —dijo el doctor Graham, impresionado por la fuerza reveladora de aquella frase:
Palgrave murió al día siguiente...

—Produciéndose la desaparición de la instantánea —remachó miss Marple.

El doctor Graham guardó silencio. No sabía qué decir. Por fin manifestó:

—Perdóneme, miss Marple, pero esto que me cuenta usted ahora, ¿es verdad o mentira?

—Está usted más que justificado al dudar de mí —contestó ella—. En su lugar yo me conduciría igual. Sí, es verdad lo que ahora le he dicho. Tiene que creerme, doctor. Además, independientemente de la actitud que fuera a adoptar, yo me dije que era mi obligación contarle esto.

—¿Por qué?

—Comprendía que usted debía disponer de una información lo más amplia posible... Por si...

—Por si... ¿qué?

—Por si decidía utilizarla en algún sentido.

Capítulo X
 
-
Entrevista En Jamestown

El doctor Graham se encontraba en Jamestown, en el despacho del administrador. Sentado frente a él, tras una mesa, estaba su amigo Daventry, hombre de unos treinta y cinco años de edad, de expresión grave.

—Por teléfono se me antojaron sus palabras un tanto misteriosas, Graham —dijo aquél—. ¿Ha sucedido algo especial?

—No sé —respondió el doctor—, pero la verdad es que estoy preocupado.

Mientras les servían unas bebidas, Daventry pasó a contar las incidencias habidas en la última expedición de pesca en que había participado. En cuanto el criado se hubo marchado, se recostó en su sillón, fijando la mirada en el rostro del visitante.

—Ya puede usted empezar, Graham.

El médico enumeró los detalles motivadores de sus reflexiones. Daventry acogió los mismos con un leve silbido.

—Ya me hago cargo. Usted cree que hay algo extraño en la muerte de Palgrave, ¿no? Ya no está seguro de que la misma fue debida a causas naturales, ¿eh? ¿Quién extendió el certificado de defunción? Bueno, Robertson, supongo. Tengo entendido que éste no formuló ninguna duda...

—No. Pero yo estimo que influyó en él una circunstancia: el hallazgo de las tabletas de «Serenite» en el estante de un lavabo. Me preguntó si yo le había oído decir a Palgrave que padecía de hipertensión. Mi respuesta fue negativa. No sostuve nunca una conversación de tipo médico con el comandante, pero, por lo que he podido deducir, trató de aquel asunto con diversas personas residentes en el hotel. Lo del frasco de tabletas y las declaraciones de Palgrave se avenían perfectamente. ¿Quién podía sospechar que allí se escondía algo raro? Sin embargo, me doy cuenta ahora de que cabía la posibilidad del hecho anómalo. Tengo que reconocer, no obstante, que si hubiera sido cometido mío extender el certificado de defunción lo habría firmado sin reparos. Aparentemente no había por qué desconfiar. Yo no habría vuelto a pensar en ese asunto de no haber sido por la sorprendente desaparición de la fotografía...

—Veamos, Graham —dijo Daventry, interrumpiendo a su amigo—. Permítame que me exprese así... ¿No habrá prestado una atención excesiva a esa historia fantástica (puede serlo, ¿no?) que le refirió una dama, ya de edad, de imaginación bastante viva? Ya sabe cómo son las mujeres entradas en años. Acostumbran exagerar lo que ven, o lo que creen ver, inventando cosas de paso.

—Sí, lo sé... —contestó el doctor Graham, con cierto desasosiego—No he perdido de vista esa posibilidad. Pero no he logrado convencerme a mí mismo. Miss Marple me habló con toda claridad y precisión.

—Yo, en cambio, dudo —aseguró Daventry—. Dejemos a un lado la historia que cuenta la vieja dama de la fotografía... Un buen punto de partida para la investigación, el único, sería la declaración de la sirvienta indígena. Ésta sostiene que un frasco de píldoras tenido por las autoridades como prueba no se hallaba en la habitación del comandante Palgrave el día anterior a su muerte. Pero había mil maneras de explicar esto también. Existe la posibilidad de que la víctima acostumbrase guardar en cualquiera de sus bolsillos ese medicamento, que le resultaba imprescindible.

El doctor asintió.

—Sí, desde luego, su razonamiento no es nada disparatado.

—Puede tratarse, asimismo, de un error de la criada. Quizá no hubiese reparado nunca en aquel frasco.

—También eso es posible.

—Entonces, ¿qué?

Graham bajó la voz, respondiendo lentamente:

—La chica se mostró muy segura de sus afirmaciones.

—Bueno. Usted tenga en cuenta que la gente de St. Honoré suele ser muy excitable y emotiva. Les cuesta muy poco trabajo inventar cosas. ¿Acaso piensa que ella sabe... más de lo que ha dado a entender?

—Pues..., sí.

—En tal caso intente sonsacarla. No podemos provocar cierta agitación innecesariamente. Hemos de disponer de datos concretos para proceder así. Si el comandante Palgrave no murió a consecuencia de su hipertensión, ¿cuál cree usted que fue la causa determinada de su muerte?

—¡Pueden ser tantas realmente! —exclamó el doctor Graham.

—Se refiere usted a medios susceptibles de no dejar huella alguna, ¿verdad?

—En efecto. Podríamos considerar, por ejemplo, el empleo del arsénico.

—Pongámoslo todo en claro... ¿Qué sugiere usted? ¿Que fue utilizado un frasco que contenía falsas tabletas? ¿Que alguien se valió de ese medio para envenenar al comandante Palgrave?

—No... No es eso. Eso es lo que Victoria No-sé-qué-más piensa. Pero la joven ha enfocado mal la cuestión. De haber habido alguien decidido a eliminar a Palgrave rápidamente, el asesino habríase inclinado por un método rápido: una bebida preparada, por ejemplo. Luego, para hacer aparecer su muerte como una cosa natural habría colocado en su cuarto un frasco de tabletas prescritas para el tratamiento de la hipertensión. Seguidamente, el criminal se habría preocupado de poner en circulación el rumor referente a su enfermedad.

—¿Y quién ha sido el que ha llevado a cabo esa tarea en el hotel?

—He hecho averiguaciones, sin éxito... Todo ha sido inteligentemente planeado. «A», interrogado, manifiesta: «Creo que me lo dijo "B"...» «B», interrogado a su vez, declara: «No, yo nunca he hablado de eso, pero sí recuerdo haberle oído mencionar a "C" tal detalle.» «C» informa: «Son varias personas que han formulado comentarios acerca de ello... Una de ellas me parece que fue "A".» Así es cómo volvemos al punto de arranque de las indagaciones, sin haber obtenido ningún fruto de ellas.

Daventry apuntó:

—Hay que pensar en que el autor de la treta no tiene nada de tonto.

—Desde luego. Tan pronto se supo la muerte del comandante Palgrave todo el mundo pareció ponerse de acuerdo para hablar de la hipertensión sanguínea de la víctima, con conceptos propios o valiéndose de otros, oídos al prójimo.

—¿No habría sido más sencillo para el criminal envenenarle y no preocuparse de más?

—En modo alguno. Un envenenamiento habría dado lugar a las pesquisas consiguientes por parte de la Policía, a una autopsia... Por aquel procedimiento se lograba que un médico extendiera, sin más complicaciones, el certificado legal de defunción. Esto fue lo que ocurrió en realidad.

—¿Y qué quiere que haga yo? ¿Recurrir a la Brigada de Investigación Criminal? ¿Sugerir que sea desenterrado el cadáver de Palgrave? Se armará un escándalo terrible...

—Podría ser mantenido todo en secreto.

—¿Un secreto dentro de St. Honoré? ¿Qué dice usted, Graham? —Daventry suspiró—. Sea lo que sea, habrá que tomar una decisión. Ahora bien, si desea saber lo que pienso le diré que todo esto es un lío terrible.

—Estoy absolutamente convencido de ello —manifestó el doctor Graham.

Capítulo XI
 
-
De Noche, En El «Golden Palm»

Molly repasó varias de las mesas del comedor. Quitaba aquí un cuchillo que sobraba, ponía allí derecho un tenedor o alineaba correctamente unos vasos para, a continuación, dar un paso atrás y contemplar el efecto del conjunto... Después salió a la terraza. No vio a nadie y la joven se encaminó al punto opuesto, apoyándose unos instantes en la balaustrada. Pronto se iniciaría otra velada. Sus huéspedes se entregarían despreocupadamente a la charla, al chismorreo, a la bebida... Era aquel tipo de vida que había ansiado llevar y, en verdad, que hasta unos días antes había disfrutado mucho. Ahora incluso Tim daba la impresión de estar preocupado. Era natural que ella anduviese igual. La aventura en que se habían embarcado tenía que terminar bien. No podía regatear esfuerzos en ese sentido. Tim había invertido cuanto poseía en aquella empresa.

BOOK: Misterio En El Caribe
5.18Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Select by F. Paul Wilson
Dark Desires by Adriana Hunter
Come To Me by Thompson, LaVerne
An Honourable Defeat by Anton Gill
Glass Collector by Anna Perera
The Business by Martina Cole