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Authors: Cornelia Funke

Tags: #Fantásia, #Aventuras

Muerte de tinta (20 page)

BOOK: Muerte de tinta
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—¿Para las minas? ¡Es una magnífica idea!

Se había hecho un silencio tal que Nariz de Plata no precisó siquiera alzar la voz. El sol poniente proyectaba su sombra larga y negra sobre las mujeres. «Muy efectista», se dijo Fenoglio. Y qué cara de imbécil se le había puesto a Pardillo. Pífano le hacía esperar ante su propia puerta igual que a un criado. Menuda escena. Pero no era suya…

—¡Ah, ya entiendo! Creéis que Cabeza de Víbora me ha enviado aquí por eso —Pífano apoyó las manos en el muro y miró desde las almenas igual que un animal de rapiña preguntándose qué le resultaría más sabroso, una de las mujeres o Pardillo—. Pues no. Estoy aquí para capturar un pájaro, y todas vosotras conocéis el color de su plumaje. Aunque, según he oído decir, en su última desvergüenza era negro como un cuervo. En cuanto haya atrapado a ese pájaro, regresaré al otro lado del Bosque, ¿no es verdad, gobernador?

Pardillo alzó los ojos hacia él y enderezó la espada sangrienta.

—¡Así será si tal decís! —gritó con voz contenida mientras lanzaba una mirada furibunda a las mujeres congregadas ante la puerta como si jamás hubiera presenciado un espectáculo semejante.

—Bien, pues lo digo —Pífano dedicó una sonrisa de superioridad a Pardillo—, Pero si ese pájaro —volvió a dirigir la vista sobre las mujeres, y la pausa que hizo pareció interminable—, si ese pájaro no se deja atrapar —nueva pausa, tan larga como si deseara observar con detenimiento a cada una de las mujeres que esperaban—, si algunas de las aquí presentes lo ocultaran y le dieran cobijo, le avisasen de nuestras patrullas y compusieran canciones sobre cómo nos burla… —el suspiro que profirió salió de lo más hondo de su pecho—, bien, en ese caso me vería obligado a llevarme a vuestros hijos en vez de a él, porque, como comprenderéis, no puedo regresar al Castillo de la Noche con las manos vacías, ¿no es cierto?

¡Oh, maldito bastardo de nariz de plata!

«¿Por qué no lo creaste más estúpido, Fenoglio? Porque los malvados idiotas son mortalmente aburridos», se contestó a sí mismo, y se avergonzó de ello al ver la desesperación reflejada en los rostros de las mujeres.

—Ya lo veis, depende por entero de vosotras —la voz contenida aún mostraba indicios de la dulzura untuosa que antes tanto había gustado a Capricornio—. Ayudadme a capturar al pájaro que a Cabeza de Víbora tanto le gustaría oír en su castillo, y podréis conservar a vuestros hijos. De no ser así —aburrido, hizo una seña a los centinelas y Pardillo cabalgó con el rostro rígido de ira hacia la puerta que se abría—, de no ser así tendré que recordar, por desgracia, que en nuestras minas de plata existe una constante demanda de mano de obra infantil.

Las mujeres alzaban la vista hacia él con rostros tan inexpresivos como si ya no cupiera más desesperación en ellos.

—¿Qué hacéis ahí todavía? —gritó Pífano, mientras debajo de él los criados atravesaban la puerta con las piezas cobradas por Pardillo—. ¡Largaos! O mandaré que os arrojen agua caliente. Lo que sin duda no sería mala idea, ya que seguro que todas vosotras necesitáis un baño.

Las mujeres retrocedieron como atontadas, mirando hacia las almenas temerosas de que ya estuvieran calentando los calderos en ellas.

La última vez que el corazón de Fenoglio había latido tan deprisa fue cuando los soldados aparecieron en el taller de Balbulus para llevarse a Mortimer. Cuando se fijó en las caras de las mujeres, de los mendigos acurrucados junto al cepo ante el muro del castillo y de los niños aterrorizados, el temor se apoderó de él. Todas las recompensas ofrecidas por la cabeza de Mortimer no habían logrado comprar en Umbra un traidor para el Príncipe de Plata. Mas ¿qué sucedería ahora? ¿Qué madre no delataría a Arrendajo para salvar a su hijo?

Un mendigo se abrió paso entre las mujeres, y cuando pasó cojeando al lado de Fenoglio, éste reconoció en él a un espía del Príncipe Negro. «¡Estupendo!», pensó. Así que Mortimer sabrá pronto qué trato ha ofrecido Pífano a las mujeres de Umbra. Pero después, ¿qué?

La comitiva de caza de Pardillo siguió traspasando la puerta abierta del castillo y las mujeres emprendieron el camino de regreso a casa, las cabezas gachas, como si ya se avergonzasen de la traición a que las había invitado Pífano.

—Fenoglio —una mujer se detuvo ante él, pero no la reconoció hasta que se retiró el pañuelo que llevaba sobre el pelo recogido, igual que una campesina.

—Resa, ¿qué haces aquí? —Fenoglio, sin querer, escudriñó preocupado a su alrededor, pero al parecer la mujer de Mortimer había acudido sin su marido.

—Te he buscado por todas partes.

Despina aferraba la mano de Fenoglio y miraba a la extraña muerta de curiosidad.

—Esta mujer se parece a Meggie —le susurró.

—Sí, porque es su madre.

Fenoglio depositó a Despina en el suelo cuando Minerva se le acercó. Caminaba despacio, como si estuviera mareada, e Ivo corrió hacia ella y la abrazó con gesto protector.

—¡Fenoglio! —Resa lo cogió del brazo—. He de hablar contigo.

¿De qué? Seguro que de nada bueno.

—Minerva, adelántate —le advirtió—. Todo se arreglará, ya lo verás —añadió.

Pero Minerva se limitó a mirarle como si fuera uno de sus hijos. Después tomó a su hija de la mano y siguió a su hijo, que se había adelantado corriendo con paso tan inseguro como si las palabras de Pífano fueran esquirlas de cristal bajo sus pies.

—Dime que tu marido se esconde en lo profundo, en lo más profundo del bosque y que no se propone cometer más estupideces como la visita a Balbulus —musitó Fenoglio a Resa, mientras se adentraba con ella en la calle de los panaderos.

Allí olía a pan recién hecho y a bizcochos, un aroma torturador para la mayoría de los habitantes de Umbra, pues hacía mucho que no probaban semejantes exquisiteces.

Resa volvió a cubrirse el pelo con el pañuelo y acechó a su alrededor, temiendo quizá que Pífano hubiera descendido de las almenas y la hubiera seguido, pero sólo un gato flaco se deslizó, sigiloso, a su lado. Antes también había muchos cerdos en las calles, pero habían sido consumidos hacía mucho, la mayoría arriba, en el castillo.

—¡Necesito tu ayuda! —Dios, qué desesperación traslucía su voz—. ¡Tienes que escribir para mandarnos de regreso! ¡Nos lo debes! Mo está en peligro por culpa de tus canciones, y la situación empeora cada día. Ya has oído lo que ha dicho Pífano.

—¡Alto, alto, alto! —aunque para entonces el mismo Fenoglio se hacía frecuentes reproches, aún le desagradaba escucharlos de labios ajenos. Y la verdad es que era realmente injusto—. ¡Fue Orfeo quien trajo a Mortimer, no yo! La verdad es que no previ que mi modelo para Arrendajo se paseara de pronto por aquí en carne y hueso!

—Pero ha sucedido.

Por la calle bajaba uno de los serenos que encendían las farolas. La oscuridad se abatía pronto sobre Umbra, no tardarían en comenzar las fiestas en el castillo y los fuegos de Pájaro Tiznado se alzarían al cielo malolientes.

—Si no lo haces por mí —Resa se esforzaba al máximo por aparentar calma, pero Fenoglio percibía las lágrimas en sus ojos—, entonces hazlo por Meggie… y por el hermano o hermana que tendrá pronto.

¿Otro hijo? Fenoglio miró sin querer el vientre de Resa, como si ya pudiera contemplar al nuevo actor. ¿Es que los embrollos no tenían fin?

—¡Te lo ruego, Fenoglio!

¿Qué podía contestarle? ¿Debía hablarle de la hoja de papel que aún reposaba vacía sobre su escritorio o reconocer que le gustaba cómo su marido interpretaba el papel que había escrito para él, que Arrendajo era su único consuelo en esos tiempos sombríos, la única de sus ideas que funcionaba de verdad? No, mejor no.

—¿Te envía Mortimer?

Ella rehuyó su mirada.

—Resa, ¿él también desea irse?

«¿Marcharse de mi mundo?», añadió en su mente. «¿De mi mundo fabuloso, aunque de momento ande algo revuelto?» Sí, demasiado bien lo sabía Fenoglio; él todavía lo amaba, a pesar de su oscuridad. A lo mejor precisamente por eso. No. Por eso, no… ¿o sí?

—¡Él
tiene
que marcharse! ¿Es que no lo comprendes? —en las calles moría la última luz del día. Hacía frío entre las casas muy pegadas y reinaba el silencio como si todo Umbra meditase en la amenaza de Pífano. Resa, tiritando, se cerró el manto que llevaba—. Tus palabras… ¡lo cambian!

—¡Bah, las palabras no cambian a las personas! —la voz de Fenoglio sonó más alta de lo que pretendía—. A lo mejor gracias a mis palabras tu marido se entera de cosas sobre sí mismo que ignora, pero ya están ahí, y si ahora le gustan, ¡no es mi culpa! Cabalga, pues, de regreso, cuéntale lo que ha dicho Pífano, dile que será mejor que en los próximos tiempos se olvide de visitar a gente como Balbulus y, por los clavos de Cristo, no te preocupes. ¡Interpreta su papel a las mil maravillas! Mucho mejor que todos los demás personajes que inventé, excepto quizá el Príncipe Negro. ¡Tu marido es un héroe en este mundo! ¿Qué hombre no desearía eso?

Resa lo miró como si fuera un viejo idiota e ignorante.

—Sabes de sobra cómo acaban los héroes —le dijo conteniéndose a duras penas—. No tienen mujeres ni hijos y no llegan a viejos. Búscate a otro que haga el papel de héroe en tu historia, y deja en paz a mi marido. ¡Tienes que escribir para que todos regresemos a nuestro mundo! ¡Esta misma noche!

Él no sabía dónde mirar. La mirada de Resa era tan clara… igual que la de su hija. Meggie también lo miraba siempre de ese modo. En la ventana que estaba encima de ellos se encendió una vela. Su mundo se hundió en la oscuridad. Se hizo de noche… abajo el telón, mañana continuará.

—Lo siento, pero no puedo ayudarte. Nunca volveré a escribir. No trae más que desgracias, y a decir verdad lo que sobra aquí son desgracias.

¡Qué cobarde era! Demasiado para confesar la verdad. ¿Por qué no le decía que las palabras lo habían abandonado, que se estaba dirigiendo a la persona equivocada? Pero Resa parecía saberlo de todos modos. Cuántos sentimientos se mezclaban en su rostro despejado: furia, desilusión, miedo… y obstinación. «Igual que su hija», volvió a pensar Fenoglio. Tan inquebrantable, tan fuerte. Las mujeres eran diferentes. Sí, sin duda. Los hombres se quebraban mucho antes. A las mujeres no las quebraba la pena. Las desgastaba, las vaciaba, muy despacio, como a Minerva.

—De acuerdo —repuso Resa con voz contenida, aunque temblorosa—. En ese caso acudiré a Orfeo. Ha traído con la escritura unicornios, nos trajo a todos nosotros. ¿Por qué no iba ser capaz de enviarnos a casa?

«Si puedes pagarle…», pensó Fenoglio, mas se contuvo. Orfeo la echaría. El guardaba sus palabras para los señores del castillo, que pagaban sus ropas caras y sus criadas. No, ella tendría que quedarse, con Mortimer y con Meggie… y eso estaba bien así, pues ¿quién si no leería sus palabras si volvían a obedecerle algún día? ¿Quién mataría a Cabeza de Víbora, sino Arrendajo?

Sí, tenían que quedarse. Era mejor así.

—Bien, ve a ver a Orfeo —le contestó—. Que tengas suerte —le dio la espalda para no ver por más tiempo la desesperación reflejada en sus ojos. ¿No descubrió también en su mirada un asomo de desprecio?—. Pero será mejor que no regreses cabalgando en la oscuridad —añadió—. Los caminos son cada vez más inseguros.

Después se marchó. Seguro que Minerva aguardaba ya con la cena. Ni siquiera se volvió. Sabía de sobra que Resa lo seguiría con la vista. Igual que su hija.

EL FALSO MIEDO

Deseas algo distinto de lo que quieres, dice el sueño. Sueño malo. Castígalo. Échalo de casa. Átalo a los caballos, haz que corra tras ellos. Ahórcalo. Se lo ha merecido. Aliméntalo con setas venenosas.

Paavo Haavikko
,
La respiración leve de los árboles

Durante dos días y dos noches, Mo, en compañía de Baptista y del Príncipe Negro, buscó un lugar donde esconder a cien o más niños. Con ayuda del oso hallaron al fin una cueva. Pero había un largo trecho hasta ella. El flanco de la montaña donde se escondía la cueva era empinado e intransitable, sobre todo para pies infantiles, y en la garganta más próxima moraba una manada de lobos; pero de hecho cabía esperar que ni los perros de Pardillo ni Pífano los encontrarían allí. Aunque no era una esperanza grande.

Por primera vez desde hacía muchos días el corazón de Mo sentía cierto alivio. Esperanza. Nada embriagaba más. Y no conocía esperanza más dulce que la de dar a Pífano una desagradable sorpresa y humillarlo ante su inmortal señor.

No podrían esconder a todos los niños, por supuesto que no, pero sí a muchos, muchísimos. Si todo transcurría de acuerdo con el plan, Umbra estaría muy pronto desprovista no sólo de hombres sino también de niños, y para robar niños Pífano tendría que recorrer las granjas apartadas, esperando que los hombres del Príncipe Negro no hubieran llegado allí antes que él y ayudado a las mujeres a ocultar a sus hijos. Sí. Si conseguían poner a salvo a los niños de Umbra habrían ganado mucho, y durante el regreso al campamento Mo casi no cabía en sí de gozo. Pero cuando Meggie corrió a su encuentro con expresión preocupada ese estado de ánimo se disipó al instante. Saltaba a la vista que traía malas noticias.

La voz de Meggie temblaba cuando le habló del trato que Pífano había propuesto a las mujeres de Umbra.
Arrendajo a cambio de vuestros hijos…
El Príncipe no necesitó explicar a Mo lo que eso significaba. En lugar de ayudar a esconder a los niños tendría que esconderse él mismo de cada mujer que tuviera un hijo en la edad adecuada.

—¡Lo mejor será que a partir de ahora vivas encima de los árboles! —le dijo balbuceando Ardacho. Estaba borracho, seguramente del vino que la semana anterior habían robado a unos amigos de Pardillo que estaban cazando—. Puedes subir volando sin más. ¿No dicen que huiste así del taller de Balbulus?

A Mo le habría encantado golpear su boca de borracho, pero Meggie lo cogió de la mano y la furia, que por entonces se apoderaba de él enseguida, se aplacó al ver el rostro temeroso de su hija.

—¿Qué vas a hacer ahora, Mo? —susurró la niña.

Eso, ¿qué? No conocía la respuesta. Sólo sabía que prefería cabalgar al Castillo de la Noche antes que esconderse. Apartó deprisa la cara para que Meggie no pudiera leer sus pensamientos, pero ella lo conocía bien. Demasiado bien.

—¡A lo mejor Resa tiene razón! —le susurró su hija, mientras Ardacho lo miraba con los ojos inyectados en sangre; ni el mismo Príncipe Negro podía ocultar su preocupación—. A lo mejor —añadió con voz apenas audible— es verdad que tenemos que regresar, Mo.

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