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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, Policíaco

Muerte en la vicaría (14 page)

BOOK: Muerte en la vicaría
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Había amargura en su voz.

No contesté y ella prosiguió:

—¿No quiere usted sentarse?

Tomé asiento en una silla frente a ella. Vaciló un momento y después empezó a hablar lentamente, pareciendo pensar cada palabra antes de pronunciarla.

—Me encuentro en una posición muy extraña, míster Clement, y quiero pedirle consejo. Es decir, quiero que me aconseje sobre lo que debo hacer. Lo pasado, pasado está y no puede deshacerse. ¿Me comprende?

Antes de que pudiera contestar, la doncella abrió la puerta y habló con cara asustada.

—Perdone, señora, pero ha venido un inspector de policía que quiere hablar con usted.

Se produjo una pausa. La cara de mistress Lestrange no cambió de expresión. Sólo sus ojos se cerraron muy lentamente y volvieron a abrirse. Pareció tragar una a dos veces y después habló en voz absolutamente clara.

—Hazle pasar, Hilda —dijo.

Intenté levantarme, pero ella me indicó con un gesto firme de la mano que permaneciese sentado.

—Le agradeceré que no se vaya.

Volví a tomar asiento.

—Desde luego, si así lo desea —murmuré cuando Slack entraba en la sala.

—Buenas tardes, señora —saludó.

—Buenas tardes, inspector.

Entonces me vio y frunció el ceño. No me cabe la menor duda de que no soy santo de su devoción.

—Espero que no tendrá usted que hacer objeción alguna a la presencia del vicario.

—No —dijo Slack a regañadientes—. Aunque acaso fuera mejor…

Mistress Lestrange no le prestaba atención alguna.

—¿En qué puedo servirle, inspector? —preguntó.

—Es sobre el asesinato del coronel Protheroe, señora. Estoy encargado de llevar a cabo las investigaciones.

Mistress Lestrange asintió.

—Por rutina, pregunto a todo el mundo dónde se encontraba ayer entre las seis y siete de la tarde. Es solamente un formulismo.

Mistress Lestrange no dio señal alguna de agitación.

—¿Quiere usted saber donde estaba yo ayer, entre las seis y las siete de la tarde?

—Sí, señora.

—Vamos a ver —reflexionó un momento—. Estaba aquí en casa.

—¡Oh! —exclamó el inspector—. Supongo que su doncella podrá confirmar sus palabras.

—No. Hilda tenía el día libre.

—Comprendo.

—Por tanto, tendrá usted que creer mis palabras —dijo mistress Lestrange, con voz agradable.

—¿Declara usted firmemente que permaneció en casa toda la tarde?

—Dijo usted entre seis y siete, inspector. Salí a dar un paseo bastante temprano y regresé algo antes de las cinco.

—Entonces, si una señora, miss Hartnell por ejemplo, afirmara que vino alrededor de las seis de la tarde y pulsó el timbre sin que nadie contestara debiendo irse, diría usted que estaba equivocada, ¿no es verdad?

—¡Oh, no! —repuso mistress Lestrange, meneando la cabeza.

—Pero…

—Si la doncella hubiera estado en casa, hubiese podido contestar que había salido. Si una está sola y no quiere recibir visitas, sólo puede dejar que suene el timbre, sin dar señales de vida.

El inspector Slack parecía ligeramente asombrado.

—Las señoras de edad me aburren soberanamente —dijo mistress Lestrange—, y miss Hartnell es muy pesada. Por lo menos llamó media docena de veces y no abrí.

Sonrió con dulzura al inspector Slack.

—Entonces, si alguien afirma haberla visto en la calle…

—Pero nadie me vio —observó sagazmente su punto débil—. Nadie pudo verme en la calle, porque no salí.

—Comprendo, señora.

El inspector acercó algo más la silla.

—Creo que visitó usted al coronel Protheroe en su casa la noche anterior a su muerte, mistress Lestrange.

—Es cierto —repuso ella con calma.

—¿Puede usted indicarme la razón de su visita?

—Hablamos de un asunto particular.

—Temo que debo insistir en conocer la naturaleza de ese asunto particular.

—Y yo siento no poder decírsela. Sólo puedo asegurarle que nada de lo que en ella se dijo podía tener la más remota relación con el asesinato.

—No creo que esté usted en situación de juzgar sobre tal cosa.

—Sin embargo, deberá usted aceptar mi palabra, inspector.

—En realidad, parece que debo aceptarla en todo cuanto a usted se refiere.

—Sí, eso es —asintió ella, sin perder la calma.

El inspector enrojeció.

—Es un asunto muy grave, señora. Quiero la verdad —asestó un puñetazo en la mesa—. Y la tendré.

Mistress Lestrange permaneció en silencio.

—¿No comprende usted, señora, que se pone en situación muy delicada?

Mistress Lestrange no cambió de actitud.

—Se verá usted obligada a declarar en la encuesta.

—Sí.

Sólo pronunció este monosílabo, sin énfasis, sin ningún interés.

—¿Conocía usted al coronel Protheroe?

—Sí, le conocía.

—¿Mucho?

Mistress Lestrange pareció pensar un momento, antes de contestar.

—No le había visto durante varios años.

—¿Conocía también a mistress Protheroe?

—No.

—¿No le parece haber elegido una hora intempestiva para su visita?

—Desde mi punto de vista no.

—¿Qué quiere usted decir?

—Quería ver al coronel Protheroe a solas —repuso clara y distintamente—. No deseaba ver a mistress Protheroe ni tampoco a su hija. Por lo tanto, consideré que aquélla sería la mejor hora.

—¿Por qué evitaba ver a la esposa e hija del coronel?

—Eso es sólo de mi incumbencia, inspector.

—¿Se niega usted a ser más explícita?

—Sí, me niego.

Slack se levantó.

—Corre usted el riesgo de colocarse en una posición muy difícil, señora.

Mistress Lestrange rió. Yo hubiera podido informar al inspector que ella no era de la clase de mujeres que se asustan fácilmente.

—Bien —prosiguió, tratando de hacer una retirada digna—, no diga que no la avisé. Buenas tardes, señora, y recuerde que sabremos la verdad.

Salió. Mistress Lestrange se levantó y me alargó la mano.

—Debo pedirle que se marche ya. Será mejor así. Ya es demasiado tarde para que me aconseje. He escogido mi papel.

Y repitió con voz inaudible:

—He escogido mi papel.

C
APÍTULO
XVI

A
L salir me crucé con Haydock en el umbral. Miró fijamente a Slack, que salía de la puerta del jardín.

—¿Ha estado interrogándola? —preguntó.

—Sí.

—Espero que lo habrá hecho en forma cortés.

En mi opinión, la cortesía es un arte que el inspector Slack desconoce, pero presumí que, en su propia opinión, se había comportado debidamente. De todas maneras, no quería que Haydock se molestara. Parecía bastante preocupado y, por tanto, le tranquilicé al respecto.

Haydock asintió y entró en la casa. Tomé por la calle y pronto alcancé al inspector, que creo caminaba despacio a propósito. Aunque no soy persona de su agrado, no es nombre capaz de dejar que sus sentimientos le impidan obtener la información que necesita.

—¿Sabe usted algo acerca de esa señora? —preguntó abruptamente.

Le afirmé que nada sabía.

—¿Le ha manifestado los motivos de su residencia en este pueblo?

—No.

—Sin embargo, usted la visita.

—Lo hago con todos mis feligreses. Es mi deber —contesté, evitando observar que había sido llamado.

—Sí, supongo que sí —permaneció en silencio durante unos instantes, y luego, incapaz de evitar charlar de su fracaso, prosiguió—. Me parece un asunto muy sucio.

—¿Lo cree usted así?

—En mi opinión, se trata de chantaje. No deja de parecer muy raro, teniendo en cuenta la opinión en que se tenía a Protheroe. Pero ya sabe usted que no se puede poner la mano en el fuego por nadie. No sería el primer hombre que llevara doble vida.

Recordé las observaciones que sobre el mismo tema había hecho miss Marple.

—¿Cree usted realmente que se trata de eso?

—Los hechos parecen indicarlo así, señor. ¿Por qué había de venir a vivir a este pueblucho una señora elegante y hermosa? ¿Por qué le visitó a hora tan intempestiva? ¿Por qué no fue a la luz del día? ¿Por qué evitó ver a la esposa e hija del coronel? Todo ello parece encajar. Claro que ella no lo admitirá. El chantaje es un delito. Pero lograremos sacarle la verdad. Puede guardar estrecha relación con el asesinato. Si el coronel hubiera tenido algún secreto pecaminoso en su vida imagínese las perspectivas que se abrirían ante nosotros.

Pensé que tenía razón.

—He tratado de hacer hablar al mayordomo. Acaso haya oído algo de la conversación entre el coronel y mistress Lestrange. Los mayordomos suelen siempre estar bien enterados de lo que sucede en las casas en que trabajan, pero éste jura que no tiene la menor idea de lo hablado. Por cierto que a causa de ello pierde su empleo. El coronel se irritó por haber permitido la entrada de mistress Lestrange, y él replicó avisando que dejaba el servicio. Dice que de todas maneras no le gustaba la casa y que hacía ya algún tiempo que había pensado en despedirse.

—¡Ajá!

—Por tanto, eso nos da otra persona que tenía un resentimiento contra el coronel.

—Supongo que no irá usted a sospechar de él, como quiera que se llame.

—Su nombre es Reeves y no digo que sospeche de él. Sin embargo, nunca se sabe. No me gustan sus modales untuosos.

Me pregunté cuál sería la opinión de Reeves acerca de los modales del inspector.

—Ahora interrogaré al chófer.

—Puesto que va usted a Old Hall, quizá quiera usted llevarme en su coche. Quiero hablar con mistress Protheroe.

—¿Acerca de qué?

—Del entierro.

—¡Oh! —el inspector se sintió sorprendido—. La encuesta se celebrara mañana sábado.

—Eso supongo. El funeral tendrá lugar el martes.

El inspector pareció avergonzado de su brusquedad. Me alargó un ramo de olivo en señal de paz en forma de una invitación para asistir al interrogatorio del chófer Manning.

Manning era un muchacho agradable, de unos veinticinco años de edad.

—Quiero que me dé alguna información, muchacho —dijo el inspector.

—Sí, señor —tartamudeó el chófer, algo asustado, por encontrarse en presencia del policía—. Desde luego, pregunte, señor.

No hubiera estado más alarmado si hubiera cometido él mismo el crimen.

—¿Llevó a su señor al pueblo ayer?

—¿Sí, señor?

—¿A qué hora?

—A las cinco y media.

—¿Fue mistress Protheroe?

—Sí, señor.

—¿Se detuvieron en alguna parte?

—No, señor

—¿Qué hicieron al llegar?

—El coronel dijo que no me necesitaría más y que regresaría a casa a pie. Mistress Protheroe debía hacer algunas compras. Dejó los paquetes en el coche y dijo que también volvería a pie. Entonces regresé aquí.

—¿La dejó en el pueblo?

—Sí, señor.

—¿Qué hora era entonces?

—Las seis y cuarto, señor.

—¿Dónde la dejó?

—Junto a la iglesia, señor.

—¿Dijo el coronel a dónde se dirigía?

—Mencionó algo acerca de que tenia que ver al veterinario para que examinara a uno de los caballos.

—Comprendo. ¿Regresó usted directamente a Old Hall?

—Sí, señor.

—Se puede llegar a Old Hall por dos partes: el pabellón del norte y del sur. Supongo que al ir al pueblo tomaron por el pabellón del sur.

—Sí, señor. Siempre vamos por ese camino.

—¿Regresó también por allí?

—Sí, señor.

—Bien. Eso es todo. ¡Ah! Aquí está miss Protheroe.

Lettice se dirigía lentamente hacia nosotros.

—Necesito el Fiat, Manning —dijo—. Póngalo en marcha, ¿quiere?

—Muy bien, señorita.

Se dirigió hacia un coche de dos asientos y levantó el capó.

—Un momento, miss Protheroe —dijo Slack—. Es necesario que conozca los movimientos de todo el mundo ayer por la tarde. Le ruego no tome mis preguntas a mal.

Lettice le miró fijamente.

—Yo nunca sé la hora que es —repuso.

—Creo que usted salió ayer poco después de comer, ¿no es verdad?

Lettice asintió con la cabeza.

—¿A dónde fue?

—A jugar al tenis.

—¿Con quién?

—Con los Hartley Napier.

—¿En Much Benham?

—Sí.

—¿A qué hora volvió?

—No lo sé. Nunca sé la hora.

—Regresó hacia las siete y media —dijo él.

—Creo que sí —repuso Lettice—. En plena algarabía. Anne tenía un ataque de nervios y Griselda la sostenía.

—Gracias, señorita —dijo el inspector—. Eso es todo cuanto quiero saber.

—¡Qué extraño! —repuso Lettice—. Lo que le he dicho no tiene ningún interés a mi parecer.

Se dirigió hacia el Fiat.

El inspector se llevó un dedo a las sienes en inequívoca señal.

—¿Algo ida, quizá? —sugirió.

—En absoluto —dije—. Pero le gusta que la gente lo crea.

—Voy a interrogar a las doncellas, ahora.

Aunque Slack no sea ciertamente simpático, uno no puede menos que admirar su energía.

Nos separamos y pregunté a Reeves si podía ver a mistress Protheroe.

—Está acostada, señor.

—Entonces será mejor no molestarla.

—Quizá, si quiere usted esperarse, señor, mistress Protheroe le reciba. Creo que quiere verle. Durante la comida habló de ello.

Me introdujo en la sala y encendió las luces, pues las ventanas estaban cerradas.

—Es un asunto muy triste —dije.

—Sí, señor.

Su voz era fría y respetuosa.

Le miré. ¿Qué sentimientos se escondían bajo aquella impasibilidad? ¿Qué era lo que sabía y qué pudo habernos dicho? Nada hay menos humano que la máscara de un buen criado.

—¿Desea algo el señor?

¿Había acaso una ligera nota de ansiedad por salir, detrás de aquella correcta expresión?

—No, gracias —dije.

Tuve que esperar un poco. Anne Protheroe se presentó y hablamos de los arreglos para el funeral.

—¡El doctor Haydock es una persona magnífica!

—No conozco a nadie mejor que él —corroboré.

—Ha sido extremadamente bondadoso conmigo, pero parece muy triste, ¿verdad?

Jamás se me había ocurrido que Haydock pudiera estar triste y medité un instante aquellas palabras.

—No creo haberme dado nunca cuenta de ello —repuse.

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