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Authors: Daniel Tammet

Tags: #Autoayuda, #Biografía

Nacido en un día azul (13 page)

BOOK: Nacido en un día azul
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La enfermedad de mi padre vino presagiada a través de los cambios graduales que se operaron en su comportamiento a raíz del nacimiento de mis hermanas gemelas. Dejó de trabajar en el jardín y se negó a ver a sus viejos amigos. Oscilaba entre largos períodos de locuacidad y otros de un silencio casi completo. Físicamente, pareció envejecer diez años en el espacio de unos pocos meses. Perdió mucho peso y se quedó muy delgado, moviéndose cada vez con más lentitud e indecisión que nunca. Las líneas y pliegues de su rostro se hicieron más profundos.

Yo tenía diez años cuando me convertí en testigo accidental del primer colapso mental de mi padre. En los meses previos, mi madre hizo todo lo que pudo para protegernos del espectáculo y de los sonidos de su errático declive. No obstante, ese día entré inadvertidamente en la sala de estar y le hallé dando traspiés por la habitación, con los ojos muy abiertos y saltones, murmurando para sí mismo algo ininteligible. Yo no hice nada excepto observarle en silencio, sin estar seguro acerca de qué sentir, pero al mismo tiempo sin querer dejarle solo. El ruido que hizo mi padre al caer hizo venir rápidamente a mi madre, que me alejó de allí con dulzura, pidiéndome que subiese a mi habitación. Me explicó que mi padre no se encontraba bien y que estaban esperando que llegase el médico. Al cabo de diez minutos se presentó una ambulancia, con las sirenas apagadas. Desde lo alto de la escalera observé cómo ponían a mi padre en una camilla, le cubrían con una manta y se lo llevaban los enfermeros.

Al día siguiente la casa estaba más tranquila y de alguna manera parecía más fría. Recuerdo que estaba sentado en mi cuarto e intentaba pensar en mis sentimientos hacia mi padre, porque era consciente de que debía de sentir algo, pero no sabía qué. Al final me di cuenta de que a la casa parecía faltarle algo sin él y que deseaba que regresase.

Nos dijeron que papá necesitaba tiempo para descansar y que se lo habían llevado a un hospital donde se pondría bien. Estuvo fuera de casa varias semanas, y en ese tiempo sus hijos no pudimos verle, aunque mi madre iba a visitarle en autobús. El hospital era una institución psiquiátrica de internamiento, pero en esa época éramos demasiado pequeños para saber lo que significaba «enfermedad mental».

Mi madre no habló de la condición de mi padre con ninguno de nosotros y lo único que nos decía era que se estaba poniendo bien y que volvería a casa pronto. Mientras tanto, con siete hijos (cinco de ellos menores de cuatro años) de los que ocuparse, mi madre dependió mucho de la ayuda de sus padres, así como de los amigos de la familia y los asistentes sociales. También se esperaba que mi hermano y yo ayudásemos todo lo posible, ordenando, secando los platos y yendo a comprar.

Cuando mi padre regresó de su hospitalización, no lo celebramos. En lugar de ello, intentamos volver a la normalidad, con mi padre tratando de hacer las tareas cotidianas —cambiar pañales y preparar la cena— que constituían el núcleo de su rutina diaria antes de la aparición de su enfermedad. Pero ya nada era igual y creo que yo ya supe entonces que nunca volvería a serlo. El hombre que antes me había protegido y cuidado con toda su fuerza y energía había desaparecido, reemplazado por otro que necesitaba protección y cuidados. Debía medicarse regularmente y los médicos del hospital le aconsejaron descanso. Cada día, después del almuerzo, subía a su habitación y dormía varias horas. Mi madre nos pidió a los niños que jugásemos sin hacer ruido, como yo solía hacer, para no molestar el descanso de nuestro padre. Siempre que una o ambas bebés empezaban a llorar, mi madre se apresuraba a sacarlas de casa, al jardín, antes de ocuparse de ellas.

También cambió la relación entre mis padres. Mi madre, que antes dependía mucho de mi padre, tanto práctica como emocionalmente, ahora debía remodelar su vida en común y en cierto modo empezar de nuevo. Sus conversaciones eran cortas y la cooperación entre ellos, antes perfecta, parecía haberse perdido. Era como si tuvieran que reaprender a estar juntos. Mis padres discutían cada vez con mayor frecuencia; sus voces se hicieron más estridentes y oscuras, y a mí no me gustaba oírlos discutir, así que me tapaba los oídos con las manos. Tras una discusión especialmente encendida, mi madre subía y se sentaba conmigo en la quietud de mi habitación. Yo quería envolverla con aquel suave silencio, como si fuese una manta.

El estado de salud de mi padre fluctuaba según los días y las semanas. Había largos períodos en los que hablaba y se comportaba como antes, aunque de vez en cuando eran interrumpidos por súbitos lapsos de lenguaje entrecortado y repetitivo, de confusión y alejamiento de la familia. Le hospitalizaron más veces a lo largo de los años, durante unas semanas en cada ocasión. Y un día, tan repentinamente como apareció su enfermedad, mi padre pareció recuperarse. Empezó a comer y a dormir mucho mejor, adquirió fortaleza física y emocional, y recuperó su confianza e iniciativa. La relación entre mis padres mejoró, y como resultado de ello nació un octavo hijo, mi hermana Anna-Marie, en el verano de 1990. Diecisiete meses después llegó el último hijo, Shelley, nacida cuatro días antes de mi décimo tercer cumpleaños.

La mejoría de mi padre y el aumento continuo de la familia implicó otro traslado, en 1991, a una casa de cuatro dormitorios en Marston Avenue. Se trataba de una casa adosada que tenía tiendas cerca y también un parque. Además, contaba con un jardín trasero. Como todos los hogares anteriores, sólo tenía un cuarto de baño para toda la familia de once miembros. Las colas frente al cuarto de baño eran el pan de cada día. La sala de estar y el comedor estaban separados mediante un juego de puertas, que a menudo permanecían abiertas, por lo que las habitaciones de abajo parecían solaparse. Siempre que se me ocurría algún pensamiento o idea en la cabeza, caminaba por esas estancias, de la sala de estar al comedor, a la cocina, al pasillo y otra vez a la sala de estar, realizando un circuito completo, dando vueltas y vueltas, con la cabeza agachada y los brazos pegados a los costados, absorto en mis pensamientos y totalmente ajeno a los que estuviesen a mi alrededor.

Empecé la escuela secundaria en septiembre de 1990. Ese verano, mi madre me llevó al centro para comprarme mi primer uniforme escolar: chaqueta y pantalones negros, camisa blanca, y corbata a rayas rojas y negras. Mi padre intentó enseñarme cómo hacer el nudo de la corbata, pero tras repetidos intentos seguía sin tener idea de cómo hacerlo, por lo que sugirió que simplemente aflojase y volviese a utilizar el mismo nudo durante la semana. Me puse muy nervioso mientras me probaba el uniforme. La chaqueta era de un tejido grueso y la notaba pesada, y los nuevos zapatos de cuero negros me quedaban muy justos y me apretaban los dedos. También necesitaba una bolsa en la que llevar los libros de texto y toda una variedad de material escolar: bolígrafos, lápices, bloc de notas, sacapuntas, goma, compás, regla, transportador de ángulos y bloc de dibujo.

La escuela era Barking Abbey (cerca de la iglesia de St. Margaret, donde se casó el capitán James Cook en 1762). Mi primer día allí empezó con mi padre ayudándome a anudarme la corbata y los botones de los puños de la camisa. Fuimos en autobús hasta la puerta del colegio, donde me dijo que fuese valiente, que el primer día en un colegio nuevo siempre es un gran desafío y que debía intentar pasarlo bien. Me quedé mirándole mientras se alejaba, hasta que desapareció de mi vista. Luego, un tanto dubitativo, seguí a los demás niños, que eran conducidos hacia el gimnasio cercano, donde el director iba a dirigirse a los nuevos alumnos. La sala era lo suficientemente grande como para acomodar a todos los niños sentados en el suelo, mientras que varios profesores permanecieron de pie apoyados en la pared. El suelo estaba sucio, y mientras me sentaba en la parte de atrás, el director —el señor Maxwell— pedía silencio y empezó a hablar. Me resultó difícil concentrarme y escuchar lo que decía, así que me puse a mirar al suelo, froté el polvo con las yemas de los dedos y esperé a que la reunión finalizase. Nos asignaron un número de clase y el nombre de nuestro tutor, y nos pidieron que nos dirigiésemos en silencio a nuestras aulas. Me emocionó descubrir que mi clase estaba junto a la biblioteca del colegio. Tras registrarnos, nos dieron el programa de las lecciones semanales. Cada materia la enseñaba un profesor diferente en clases separadas en diversas zonas de la escuela. Cambiar de una hora a otra, de asignatura en asignatura, de aula en aula y de un profesor a otro fue una de las cosas a las que más me costó adaptarme en la transición de la escuela primaria a la secundaria.

En mi clase había varios rostros familiares, de mi antiguo colegio, el Dorothy Barley. Babak, mi buen amigo, había ido a otro colegio en otra zona de la ciudad. Me sentía muy nervioso y no hablé con nadie de mi nueva clase, ni siquiera para presentarme. En lugar de ello, no dejé de mirar el reloj y de querer que las manecillas girasen con más rapidez y que se acabase la jornada. Cuando sonó ruidosamente la campanilla, los niños salieron al patio en tropel. Yo me quedé atrás, esperando a que todos se fuesen, temeroso de que me empujasen o atropellasen mientras salían de clase. Me dirigí a la biblioteca, saqué una enciclopedia de las estanterías de referencia y me senté solo en una mesa, para leer. Controlé el tiempo con el reloj de la biblioteca que colgaba de la pared, porque no quería llegar tarde a la vuelta a clase. Pensar en la posibilidad de llegar y que lodos mis compañeros estuviesen sentados y mirándome me aterraba. Cuando sonó la campana para comer, volví a dirigirme a la biblioteca, para leer en la misma mesa.

A la escuela primaria llevaba fiambreras con lo que me había preparado mi madre la noche anterior. Pero ahora mis padres querían que comiese en el colegio, pues al formar parte de una familia con bajos ingresos tenía derecho a vales de comida. Después de estar media hora leyendo me dirigí a la entrada del comedor. Las colas habían desaparecido y pude llevar una bandeja hasta el mostrador por mí mismo y seleccionar la comida que quería. Señalé los palitos de pescado, patatas fritas y judías. Tenía hambre, así que incluí en mi bandeja un donut de la sección de postres. Me dirigí a la caja y le alargué el vale a la mujer que la atendía, que presionó varias teclas. Me dijo que el vale no llegaba para el donut y que debería pagar un suplemento. No lo esperaba, me sentí enrojecer y me entró una gran ansiedad; creía que iba a romper a llorar en cualquier momento. Al darse cuenta de mi situación, la mujer me dijo que no me preocupase, ya que era mi primer día en el colegio, y que podía quedarme con el donut. Encontré una mesa libre y me senté. El comedor estaba medio vacío pero comí todo lo deprisa que pude, antes de que pudiese llegar alguien y sentarse en la mesa conmigo. Luego me marché.

A la hora de volver a casa, esperé hasta que la marabunta de niños se hubiese diluido en la calle antes de dirigirme a la parada del autobús, que reconocí, porque era la misma en la que me había bajado por la mañana. Era la primera vez que utilizaba el transporte público solo y no me di cuenta de que para ir hacia casa debía tomar el autobús en dirección contraria al de la mañana. Cuando llegó el autobús me subí a él y dije mi destino, algo que había ensayado una y otra vez mentalmente. El conductor me indicó algo pero no le oí con claridad y automáticamente saqué el dinero para pagar el billete. El conductor volvió a repetir lo que acababa de decir, pero no pude procesar sus palabras en mi cabeza porque estaba muy concentrado para no asustarme por estar solo en un autobús. Me quedé allí hasta que finalmente el conductor dio un suspiro y tomó el dinero. Tiré del billete y me senté en el asiento vacío más cercano. Esperé a que el autobús diese la vuelta en cualquier momento para ir en dirección a casa, pero no lo hizo y cada vez me llevaba más lejos de donde yo quería ir. Empecé a angustiarme y corrí hacia la puerta, esperando impacientemente a que el vehículo se detuviese y las puertas se abriesen. Comprendiendo mi error, salté del autobús y crucé la calle para llegar a otra parada. En esta ocasión, cuando llegó, le dije al conductor el nombre de mi destino. Éste no dijo nada más que el precio del billete, que yo ya sabía, y me sentí aliviado al ver que estaba en el autobús correcto y todavía más cuando al cabo de veinte minutos avisté mi calle desde la ventanilla y supe que había regresado sano y salvo a casa.

Con tiempo y experiencia, fui capaz de ir al colegio y volver solo en autobús. Desde la casa de Marston Avenue hasta la parada había un corto paseo y como siempre recordaba el horario del autobús, nunca llegaba tarde excepto, claro está, cuando era él el que se retrasaba. Cada mañana empezaba registrándome en el curso, seguido de las lecciones de ese día en diferentes aulas y edificios del recinto escolar. Por desgracia, como carecía de cualquier sentido natural de la orientación, me perdía con facilidad, incluso en lugares en los que llevaba viviendo años, excepto en las rutas que había aprendido especialmente mediante repetición. La solución para mí era seguir a mis compañeros a cada una de las lecciones.

Las matemáticas eran, claro está, una de mis asignaturas favoritas en el colegio. El primer día del curso, cada alumno debía completar un examen de esta materia a partir del que se le clasificaba según su capacidad y se le concedía un lugar en el grupo uno (el más alto), dos, tres o cuatro. A mí me pusieron en el uno. Desde mi primera experiencia en la clase me di cuenta de que las lecciones iban mucho más rápidas que las de la escuela primaria. Todo el mundo en el aula parecía implicado e interesado y se enseñaba un abanico muy amplio de temas, entre los que yo tenía mis favoritos: secuencias numéricas como la Fibonacci (1, 1, 2, 3, 5, 8, 13, 21, 34, 55…), donde cada nuevo término en la serie proviene de la suma de los dos precedentes; gestión de datos (como calcular la media y la mediana de un grupo de números), y problemas de probabilidad.

La probabilidad es algo que a mucha gente le parece poco lógica. Por ejemplo, la solución al problema: «Una mujer tiene dos hijos, uno de los cuales es una niña. ¿Cuál es la probabilidad de que el otro hijo sea también chica?». No es la mitad, sino un tercio. Y es así porque sabiendo que la mujer ya tiene una niña y por lo tanto no puede tener dos niños, las posibilidades restantes son:
NC
(niño y chica),
CN
(chica y niño) y
CC
(chica y chica).

El «problema de las tres tarjetas» es otro ejemplo de problema de probabilidad que produce una solución aparentemente ilógica. Imagina que tienes tres tarjetas: una es roja por ambos lados, otra es blanca por ambos lados, y la otra es roja por un lado y blanca por el otro. Una persona las coloca en una bolsa y las mezcla, antes de extraer una y ponerla boca arriba sobre la mesa. Aparece una cara roja. ¿Qué probabilidad existe de que la otra cara también sea roja? Algunas versiones de este problema señalan que como sólo hay dos tarjetas con lados rojos, una con un segundo lado rojo y la otra con una cara blanca, las posibilidades de que la tarjeta en el ejemplo fuese igualmente roja o blanca por debajo serían de la mitad. No obstante, la probabilidad real de que la tarjeta sea roja por el otro lado es de dos tercios. Para comprenderlo, imagina que se escribe la letra «A» en una de las caras de la tarjeta con dos caras rojas, y «B» en la otra. En la tarjeta con un lado rojo y otro blanco, se escribe la letra «C» en el lado rojo. Ahora imagina la situación en la que se saca una tarjeta mostrando un lado rojo. Las posibilidades son que sea el lado rojo de A, B o C. Si es A, el otro lado es B (rojo); si es B, el otro lado es A (rojo), y si es C, el otro lado es blanco. Por lo tanto, las probabilidades de que bajo la tarjeta a la vista esté un lado rojo son de dos tercios.

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