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Authors: Mari Jungstedt

Tags: #Intriga, Policíaco

Nadie lo ha visto (13 page)

BOOK: Nadie lo ha visto
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—He visto que tenéis alarma en la casa. ¿Por qué?

—Frida quería tenerla cuando nos mudamos. Le da miedo la oscuridad y no se sentía segura. Yo viajo bastante por mi trabajo, y a veces estoy fuera de casa varios días seguidos. Todo va mucho mejor ahora que tenemos alarma.

Knutas le alargó su tarjeta de visita.

—Si Frida vuelve a casa o te llama, llámame al momento. Te puedes poner en contacto conmigo a cualquier hora llamándome al móvil. Lo llevo siempre encima.

—¿Qué estáis haciendo? —preguntó Stefan Lindh.

—Buscar. Estamos buscando —le respondió Knutas, y se levantó del sofá.

K
nutas volvió directamente a la comisaría. Los demás fueron llegando uno tras otro. Ya eran las nueve pasadas cuando se reunieron todos en el despacho del comisario. Todos habían escuchado más o menos la misma historia. Que Frida se había encontrado con un hombre con quien estuvo hablando más de una hora. Ninguna de las amigas lo había visto antes. Lo describieron como un tipo alto, guapo, con abundante pelo rubio y de unos treinta y cinco años. Una de las amigas apreció una barba incipiente. Frida y aquel desconocido habían estado coqueteando a la vista de todos y algunas veces la había tomado de la mano.

A las amigas aquello les pareció una locura. Casada y madre de tres hijos. ¿Qué diría la gente? Visby no era grande, y había muchas caras conocidas en el local.

Las otras se marcharon juntas a casa, puesto que iban en la misma dirección, pero Frida se fue sola en su bicicleta. Era cierto que le gustaba coquetear, pero no creían que fuera capaz de irse a casa de un desconocido. En eso estaban todas de acuerdo.

Sonó el teléfono móvil de Knutas. En el curso de aquella conversación, que por parte de Knutas consistió sobre todo en juramentos y murmullos circunspectos, al comisario se le mudó el color del rostro, que adquirió un tono grisáceo.

Todas las miradas estaban pendientes de Knutas cuando colgó el teléfono. El silencio en el despacho se podía cortar.

—Han encontrado a una mujer muerta en el cementerio —explicó muy serio mientras se ponía la chaqueta—. Todo apunta a un asesinato.

E
l chico que había encontrado el cuerpo estaba dando un paseo con su perro, que iba sin correa. Al pasar por el cementerio, el animal se fue corriendo hacia la zona de las tumbas, directo a un matorral.

Cuando el equipo de investigación llegó al lugar, ya se había reunido un grupo de personas en el cementerio. Varios policías acordonaban la zona e impedían que los curiosos se acercaran demasiado.

Uno de los policías condujo al grupo hasta el lugar del hallazgo. El cadáver de la mujer se había ocultado con ramas dispuestas de tal manera que no llamaran la atención. Knutas contempló horrorizado el delicado cuerpo tendido en el suelo. Yacía desnuda boca arriba. El cuello aparecía cubierto de sangre que le había escurrido sobre el pecho. Presentaba heridas pequeñas, de unos centímetros de longitud, en el abdomen, en los muslos y en uno de los hombros. Tenía los brazos extendidos a lo largo del cuerpo, sucios de barro. En las piernas se veían con claridad marcas de rasguños. La cara espantosamente cerúlea. «Parece una muñeca de cera», se dijo Knutas. Como si le hubieran sacado toda la sangre. Tenía la piel de un color blanco amarillento y sin brillo alguno. Los ojos, abiertos de par en par y opacos. Cuando Knutas se inclinó sobre su cabeza sintió escalofríos. Cerró los ojos y los abrió de nuevo. Un trozo de encaje negro sobresalía de la boca de la víctima.

—¿Lo ves? —le preguntó a Karin Jacobsson.

—Sí, lo veo.

Su colega se llevó una mano a la boca. Sohlman apareció detrás de ellos.

—El forense está de camino. Casualmente se encontraba en Visby este fin de semana. A veces, uno tiene que tener suerte. Aún no hemos podido confirmar la identidad de la víctima. No lleva bolso, ni monedero, ni carné de identidad, pero sólo puede tratarse de Frida Lindh. La edad y la descripción coinciden. Además, ha aparecido una bicicleta entre unos arbustos, al otro lado del camino.

—Esto es terrible —dijo Knutas—. Sólo a unos centenares de metros de su casa…

E
l largo pasillo del edificio de TV, en la zona de Gardel, en Estocolmo, estaba lleno de gente. Aquella tarde se celebraba la fiesta anual de verano de la Televisión Sueca y todos los empleados de Estocolmo estaban invitados. Habían acudido más de mil quinientas personas, que daban vueltas por los enormes estudios dispuestos a lo largo del pasillo. Los días laborables se utilizaban para grabar programas de entretenimiento y algunas series, pero ahora estaban preparados para la fiesta y el baile.

El pasillo se había transformado en una enorme zona de cóctel, con la oferta de diferentes bares.

Allí estaba el impertérrito meteorólogo, sonriendo a la periodista de moda. El presentador de un programa daba vueltas con la mirada empañada, como siempre, a la caza de alguna becaria con curvas y poca ropa a la que hincarle el diente. La gente guapa de los programas de entretenimiento se divertía en una de las pistas de baile. Muy a su aire, claramente al margen del resto de la gente que pululaba a su alrededor.

Johan y Peter estaban con sus compañeros de
Noticias Regionales
en uno de los bares, bebían destornilladores mexicanos: tequila con soda, jugo de lima, zumo recién exprimido de lima y limón, y mucho hielo.

Johan bebió un buen trago de aquella mezcla fría. Se había estresado hasta el último momento con el reportaje acerca de la guerra de bandas en Estocolmo. Le costó más tiempo del que calculaba y había tenido que trabajar hasta muy tarde toda la semana. El reportaje no estuvo listo hasta apenas un cuarto de hora antes de su emisión.

El trabajo le había dejado agotado y ahora era agradable relajarse y olvidar la dura semana de esfuerzo. Pese a que había tenido mucho que hacer, había pensado en Emma. Y se enfadó consigo mismo. No tenía ningún derecho a acercarse a ella, y tal vez meterla en algún lío, pero Emma le había causado una agitación que no desaparecía.

El caso de la mujer asesinada ya estaba más o menos resuelto y eso significaba que ya no habría para él más viajes a Gotland. Al menos, no en el futuro inmediato. Lo mejor sería olvidarse de ella. Lo había pensado cien veces a lo largo de aquella semana. Se sabía su número de teléfono de memoria y estuvo varias veces a punto de llamarla, para arrepentirse en el último momento. Era consciente de que la cosa iba mal. Sus expectativas no podían ser peores.

Tomó otro trago de la mezcla y paseó la vista por el mar de gente con ganas de diversión. Algo alejada de allí descubrió a Madeleine Haga. Estaba hablando con unos reporteros de la redacción central. Bajita, morena y guapa, con pantalones vaqueros negros y un top brillante de color lila. Decidió acercarse a ella.

—Hola, ¿qué tal?

—Bien —le sonrió—. Sólo que un poco cansada, he estado todo el día trabajando. Estoy ahora con un trabajo largo. ¿Y tú?

—Bueno… Bien, bien. ¿Quieres bailar?

Había estado interesado por Madeleine desde que empezó a trabajar de reportera en la redacción central. Era guapa, de una belleza atrevida. El pelo corto y grandes ojos castaños. A Johan le irritaba que apenas coincidieran. Normalmente tenían distintos horarios y cuando, por fin, coincidían alguna vez, ella siempre parecía ocupada. En ocasiones, no tenía ni siquiera tiempo para saludarla.

Ahora disfrutaba teniéndola delante. Bailaba siguiendo el ritmo de la música, con los ojos entrecerrados y contoneándose. Decidieron pedir una cerveza y sentarse en algún sitio. Algo apartado, esperaba Johan.

Mientras retiraba las dos cervezas frías de la barra del bar, sonó el móvil. Dudó antes de contestar, pero por último lo hizo. Reconoció al momento aquella voz silbante.

—Han encontrado a otra mujer muerta en Gotland. En el cementerio de Visby. Ha sido asesinada.

—¿Cuándo? —preguntó, buscando con la vista a Madeleine, quien ya se había dado la vuelta y estaba hablando con otro.

—Esta tarde, sobre las nueve —silbó el confidente—. Sólo sé que ha aparecido muerta y que no podía llevar mucho tiempo allí. Y ahora, agárrate: también tenía las bragas en la boca.

—¿Estás seguro?

—Absolutamente. La policía ya empieza a hablar de un asesino en serie.

—¿Sabes cómo la han asesinado?

—No, pero me imagino que habrá sido de una forma parecida al asesinato de la mujer de Fröjel.

—Está bien. Gracias.

Por su parte, la fiesta había terminado.

E
mma estaba sentada a la mesa de la cocina; se tomaba un plato de leche agria de modo maquinal. Esa era la expresión. Se llevaba la cuchara a la boca, la abría automáticamente, volcaba dentro la leche y luego volvía a llenar la cuchara en el plato. Pequeñas manchas de leche salpicaban la mesa redonda de la cocina. Arriba hasta la boca y abajo al plato, arriba y abajo. Una y otra vez, de forma mecánica y con el mismo ritmo todo el rato. Miraba fijamente hacia abajo, al plato, sin verlo. Los niños estaban dormidos. Olle había salido a tomar una cerveza con unos amigos. Estaba cansado de ella y de su distanciamiento, se lo había dicho aquel mismo día. Era sábado por la noche y no tenía ganas de poner la tele.

Fuera soplaba el viento suave del oeste. No vio cómo los frágiles abedules se agitaban y se inclinaban fuera de la ventana.

No notaba nada aquellos días. Se pasó la última semana dando vueltas encerrada en su propio mundo. Se había distanciado. Abrazaba y besaba a los niños, sin sentir nada en realidad. Observaba sus caras alegres y sentía sus bracitos suaves. Preparaba la comida, limpiaba, les sonaba los mocos, preparaba mochilas, hacía las camas, doblaba la ropa, les leía cuentos y les daba el beso de buenas noches, pero no estaba con ellos. No estaba allí.

Menos presente aún estaba con Olle, que intentó hablar con ella. Consolarla. Abrazarla. Todo lo que le decía le parecía ridículo, sin sentido, y no le llegaba. Intentó incluso hacerle el amor. Se sintió ofendida y lo rechazó. Se sentía a años luz de distancia. ¿Cómo iba a poder dedicarse al sexo en aquellos momentos?

Pensaba en Helena en todo momento. En lo que habían hecho juntas. En lo que solía decir. En cómo se echaba el pelo hacia atrás. En su manera de sorber el café. En cómo se habían distanciado desde que Helena se fue de la isla, aunque mantuvieron el contacto. Ya no sabía tanto de Helena. ¿Cómo pensaba? ¿Cómo se sentía? ¿Cómo era de verdad su relación con Per? Con todo, a pesar de esas cavilaciones, estaba convencida de la inocencia de Per.

Discutió con su marido también por eso. A Olle le parecía que la aparición de sus huellas dactilares era una prueba decisiva, en especial después de la pelea que tuvieron durante la fiesta. Aquel hombre estaba desquiciado, afirmó Olle con rabia, mirándola con tristeza, mientras ella aseguraba que Per nunca habría podido hacer una cosa así.

Como si no tuviera ya suficientes problemas, aparecía aquel periodista en sus pensamientos. Johan.

Emma no entendía lo que le había sucedido en el café. Aquellos ojos. Peligrosísimos. Aquellas manos… Secas y cálidas. La había besado. No pasó de ser sino un beso fugaz, pero suficiente para que le cosquilleara todo el cuerpo. Un recuerdo del pasado. Así podía ser.

Ya le había ocurrido con anterioridad. Antes de encontrar a Olle, estuvo con un montón de tíos. Siempre era ella la que se cansaba. En cuanto la relación se volvía más seria y empezaba a sentirse dependiente, se echaba atrás.

Olle había sido un amigo, uno de la vieja pandilla. Al principio, cuando él hizo algunos intentos torpes para invitarla a salir, no le interesó lo más mínimo. Sin embargo, empezaron a verse y cuando quiso darse cuenta había pasado un año. Fue agradable y relajante estar juntos. Los dos solos.

Se había cansado de jugar al amor. De esperar a que sonara el teléfono, o de llamar ella misma con el corazón desbocado. Encuentros en restaurantes acogedores, irse a la cama, el tema de la entrepierna. «¿Qué le habrá parecido? ¿Le gustaré? ¿Le parecerán mis tetas demasiado pequeñas?».

Luego, la continuación con ratos cortos de felicidad, exigencias, decepciones y al final indiferencia, antes de que todo se fuera más o menos al garete.

Con Olle se divertía. Y se sentía segura. Con el tiempo, llegó a enamorarse de él. Enamorarse de verdad. Y habían sido muy felices. Durante muchos años. Últimamente sus sentimientos se habían enfriado. No tenía ganas de hacer el amor con él. Lo consideraba más como un amigo. Johan le había hecho sentir otra cosa.

Conectó la radio y del aparato brotaron las suaves melodías de Aretha Franklin. Tenía deseos de fumar, pero no se sentía con fuerzas para salir a hacerlo a la escalera de la entrada. Volvió a pensar en Johan. Un chico de Estocolmo que tal vez no volvería a aparecer por la isla. Mejor así. Ella quizá había estado especialmente sensible aquel día justo porque estaba tan agotada. El primer día en la escuela después del asesinato. Y casi el último. Regresó al trabajo otro par de días, para despachar lo que tenía pendiente, antes de las vacaciones de verano.

Ahora sólo quería tener tiempo para sí misma. Tener la posibilidad de recuperar el equilibrio de algún modo y ordenar sus pensamientos. Por suerte, los niños querían asistir un par de semanas más al centro de actividades extraescolares.

Aquella apatía la atormentaba. Antes, aquel tiempo solía ser estupendo. Ahora no era sino una sombra de lo que era. Su energía había desaparecido. Se cansaba sólo con salir a sacar la bolsa de la basura.

Consultó el reloj que había en la pared. Casi las once. «Tengo que poner una lavadora antes de acostarme. ¡Joder, anímate!», se dijo enojada.

Con los brazos llenos de ropa sucia se agachó para cargar la lavadora, pero se quedó paralizada a medio movimiento. El locutor de radio acababa de comunicar que había aparecido una mujer asesinada en el cementerio de Visby.

DOMINGO 17 DE JUNIO

C
uando Johan y Peter bajaron del taxi ante el hotel Strand de Visby el domingo por la mañana, les azotó un viento frío. El tiempo había empeorado considerablemente. Notaron incluso cómo vibraba el taxi cuando venían desde el aeropuerto. Tiritando, entraron a toda prisa en la recepción. La resaca no contribuía a mejorar la situación.

Les asignaron la misma habitación que la vez anterior. «Me pregunto si es casualidad o atención», pensó Johan mientras introducía la tarjeta en la puerta. Marcó el número de teléfono de Knutas, quien le explicó que estaban colapsados de tantos periodistas como llamaban y que darían una rueda de prensa a las tres de la tarde. No pensaba hacer declaraciones antes de que tuviera lugar esa rueda de prensa.

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