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Authors: Betty Mahmoody,Arnold D. Dunchock

Tags: #Biografía, Drama

No sin mi hija 2 (5 page)

BOOK: No sin mi hija 2
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Las dos vamos allí a pasear, libres, en coche, por un paisaje familiar. El aire está lleno del agradable perfume de los aserraderos. Al respirarlo, mi hija exclama:

—¡Se siente la casa y los cantos de los pájaros!

Cuando era pequeña, bandadas de pájaros se reunían alrededor del comedero en el fondo del jardín. Y las primeras palabras que ella pronunció fueron «petirrojo» y «arrendajo azul». Oír nuevamente el canto de los pájaros, sus pequeñas batallas en los árboles, es encontrar a viejos amigos.

Y la casa sigue allí. Recuerdo haber visto llorar a mi padre en esta casa. Él, que jamás había llorado. Acababan de informarle de que el pronóstico de su cáncer de intestino era malo. Tenía que llevar una bolsa de colostomía permanentemente. Y mamá se negaba a ocuparse de aquella «cosa» que había que cambiar, limpiar… Tenía miedo de ella. Moody lo hizo. Moody se esforzó por tranquilizar a mi padre, por convencerle de que podía llevar una vida normal. Y lo convenció también de que aceptara la quimioterapia. Hablamos largo y tendido de ello, en esta casa, y finalmente papá lo aceptó todo, no tenía otro remedio. Pero, psicológicamente, la intervención de Moody fue importante en aquel momento. Y también la de mamá, que a continuación hizo todo lo necesario por mi padre. Lo lavaba, lo cambiaba, se ocupaba enteramente de él. En el fondo, Moody les había enseñado a los dos a vivir con aquel cáncer. Cómo, entonces, ese mismo hombre fue capaz de decirme en Irán: «¡Tu padre mató al mío; pagarás por ello!» Mi padre había servido en Irán durante la Segunda Guerra Mundial. Era el modo de Moody de recordármelo…

No se lo he contado a papá; era demasiado espantoso. Tenía buenos recuerdos de Moody; le había creído cuando le dijo que íbamos a volver todos. Mi padre es optimista, cree lo que se le dice, como yo, por lo demás. Sigue sus propias reglas de honestidad, y supongo que los demás lo hacen también. Como yo, también. En esta casa, yo creía todo lo que Moody decía y hacía… Era feliz…

Mahtob contempla los pájaros, y yo los fantasmas.

Unos días después de la llamada de Barbara Walters, nos encontramos con Mahtob y John en un avión, en vuelo a Nueva York. Tenemos que reunimos allí con Barbara. Sólo mi hijo mayor, Joe, se ha negado a participar. No solamente rehúsa verse implicado en este calvario iraní que hemos sufrido, sino que teme toda la publicidad hecha a nuestro alrededor.

Sobrevolamos la estatua de la Libertad; jamás me había parecido tan bella, orgullosa y recta. Nos instalan en el Park Lañe, el célebre hotel que domina Central Park. La entrevista debe ser grabada en el hotel Mayflower, en la esquina de la misma calle.

A nuestra llegada, Mahtob se aferra a mi falda con todas sus fuerzas, y un cámara trata en vano de engatusarla. Para distraerla, el hombre quiere que mire por el ojo de la cámara:

—Ven… tu mamá tiene que instalarse allí…

Pero Mahtob se niega a que la separen de mí. Se aferra a mi cuerpo llorando más que nunca. Nos cuesta trabajo calmarla para comenzar la grabación. Desde nuestra llegada, se diría que tiene miedo de perderme, cuando lo cierto es que ahora el peligro está lejos. Mira a los extraños, los hombres sobre todo, como secuestradores potenciales. Personas susceptibles de separarla de su madre.

Barbara nos gusta. Parece sinceramente interesada por nuestra historia. De hecho, es la periodista más popular de Estados Unidos. Su programa de una hora es difundido cada semana por la cadena nacional ABC. Mi hermana Carolyn está especialmente impresionada de verme participar, pero es casi la única. Mi madre, mi hijo mayor, mi hermano, todos piensan que hago correr un riesgo a Mahtob, que estoy cometiendo un grave error… como al escribir el libro, por lo demás.

De acuerdo con mi padre, yo pienso lo contrario, es decir, que los proyectores enfocados hacia nosotras son de momento la mejor de las protecciones.

Al terminar la grabación, Mahtob se precipita nuevamente sobre mis rodillas, sus brazos a mi alrededor, abrazándome como si tuviera miedo de perderme una vez más.

El programa es emitido el 20 de junio de 1986, una casualidad, el día en que Moody cumple años.

Mis amigos Karen y Doug han organizado una pequeña recepción en nuestro honor en Alpena para ver el programa juntos. Pero, aquella noche, hay que trasladar nuevamente de urgencia a papá al hospital.

Las enfermeras tienen la amabilidad de encender la televisión para él, pero no tiene fuerzas para mirarla.

Luchará así toda la primavera y todo el verano. Soportará numerosas operaciones y sufrimientos. Una vez, se trata de un edema pulmonar. Su respiración se vuelve sibilante, está en la agonía. Estamos seguros de que se ahogará. Otra vez, cae en coma durante tres días. Mi hermana Carolyn y yo nos quedamos a su cabecera, cuando él de pronto abre los ojos. Parece restablecido, su voz es más firme, tiene un aspecto feliz, apaciguado, y habla durante horas, contándonos lo que ha visto durante ese período de coma: un cielo y un sol resplandeciente, verdes valles lujuriantes de flores. Se paseaba con su hermano gemelo muerto seis años antes… Y sonríe al contárnoslo.

Verle así, el alma serena, hace estos instantes menos difíciles de soportar. Espero verle morir en paz. Mi fe se encuentra reforzada por ello… No será un fin para él, sino un preludio, la antesala de la vida eterna.

Al principio, los médicos le habían dado de seis meses a tres años de vida. Lleva triunfando sobre la enfermedad cinco años. Su fuerza, su voluntad nos han permitido vivir preciosos momentos juntos.

Por la noche, duermo cerca de él en un diván, atenta a la menor llamada, a la menor necesidad. Está débil como un niño, y sin embargo, hasta el final sigue siendo el pilar de la familia.

Cuando Barbara Walters había pedido autorización para filmar en casa de mis padres algunas secuencias del programa, mamá respondió con firmeza:

—¡Me niego a que vengan aquí!

Pero papá, desde su cama, tan cansado y casi sin fuerzas, murmuró con voz ronca:

—Es necesario que vengan.

Y nadie dijo nada más.

A veces contemplo a Mahtob cerca de mi padre. Les separan sesenta años, que no cuentan. Ella le importuna con cuidado, se encarama al lecho con delicadeza, su manecita se desliza por el pobre rostro enflaquecido, pajarillo lleno de dulzura. De vez en cuando la niña murmura:

—¿Qué tal? ¿Todo va bien, papi?

Y él inclina la cabeza, dichoso.

No puedo aún enviar a Mahtob a la escuela; sería demasiado peligroso, y de todos modos le resultaría difícil readaptarse. La escuela islámica le ha marcado; habla el parsi, aun cuando no lo emplea en casa, salvo a veces para hacerme una pequeña observación, como una complicidad entre ambas.

Su seguridad es mi mayor preocupación. Vamos a todas partes juntas, y ella nunca sale de casa sola. No estoy tranquila más que cuando está conmigo o con sus hermanos.

Hemos vuelto a nuestro país, pero nada resulta sencillo, nada resulta fácil. Y día tras día, acecho la muerte en el rostro de papá.

El 3 de agosto de 1986, exactamente dos años después de nuestra llegada a Teherán, y cerca de seis meses desde nuestro regreso, papá muere en el hospital de Carson. Tenía sesenta y seis años.

Cuando le comunico la noticia a Mahtob, ella dice:

—Gracias, Dios mío, por habernos permitido volver a verle.

Papá se había mostrado como un enfermo excepcional, de los que se inquietan por el trabajo suplementario que proporcionan a las enfermeras, preocupándose por otros enfermos, por todo el mundo, salvo por sí mismo. A pesar de sus sufrimientos, jamás se quejó. Muchas enfermeras y médicos vinieron a decirle adiós el día de su entierro. Durante mucho tiempo he oído hablar de él y de su capacidad para iluminar la vida de los demás.

Durante las semanas siguientes monté en cólera silenciosamente contra Moody. Me había robado muchos instantes preciosos de la vida de mi padre, y tampoco tenía yo marido en el momento en que el consuelo de un esposo más falta me hacía.

Recibí, empero, mucho consuelo moral, de parte especialmente del cirujano que había operado a papá en cinco ocasiones. Un día me dijo:

—Su padre tenía una voluntad de vivir excepcional. Una persona normal no hubiera sobrevivido a la primera operación. Cuando su padre se encontró en el quirófano, le dijo a todo el mundo: «Ellas van a volver. He hablado con Moody, y me ha dicho que todos volverán juntos a casa.» Quiero que sepa usted que tenía el deseo intenso de vivir para volver a verla. Nos contaba siempre las jornadas de pesca con su hija… Jamás he visto un vínculo de amor tan fuerte entre un padre y su hija.

He tenido la oportunidad de crecer con el amor de mi padre, y de poder reanimar ese amor antes de que nos dejara. Papá ha muerto, pero no sin la presencia de su hija.

En el transcurso de los dos primeros meses en Irán, tuve que luchar contra la depresión y la disentería. Perdí veinticuatro kilos, y nunca había estado tan delgada desde mi infancia. Mi rostro era una especie de máscara descarnada. Ya no era la misma persona.

Pero hube de tomar conciencia de una cosa: si quería proteger a mi hija, tenía que sobrevivir.

Recuperé, pues, peso poco a poco hasta estabilizarme. Al volver a Estados Unidos, me dejé seducir por todo lo que me había faltado en Irán: la comida de nuestro país, nuestras bebidas, el queso, los condimentos, y de vez en cuando un vaso de vino. ¡Y, sobre todo, los postres! Yo no era muy aficionada a las golosinas. En mi calidad de veterana del club de adelgazamiento Weight Watchers, sabía muy bien que mi metabolismo no soportaba estos excesos. Pero ¡ay!, me sentía tentada de mimarme ahora, tras todas aquellas privaciones, y mi familia más bien me alentaba a ello: «¡Venga, es bueno, allá no tenías de estas cosas!»

Resistí aún menos durante el período en que papá, que se recobraba valerosamente de su última operación, cultivó un apetito insaciable por los helados. Se negaba a comerlos solo, y yo me sentía obligada a acompañarle.

En resumen, por decir la triste realidad, recuperé el peso mucho más de prisa de lo que lo había perdido, y más aún. Desde entonces no dejo de luchar para moderarme.

Lo más asombroso fue mi reticencia a desembarazarme de ese detestable
chador
, símbolo eminente de la opresión de las mujeres en Irán. En el coche que nos llevaba a Ankara, recuerdo haber tenido una reacción curiosa. Mahtob había notado que el modo de vestirse en Turquía era mucho más permisivo.

—Mamá, mira, todas las mujeres van descubiertas, ya puedes quitarte el pañuelo.

Pero no quise hacerlo. Hacía tanto tiempo que lo llevaba, y tanto que mis cabellos no conocían un champú adecuado o un peluquero…

Al partir de Estados Unidos para Irán, mis cabellos eran cortos, morenos y estaban cuidadosamente peinados. Al volver, eran largos, rígidos y, sobre todo… ¡grises!

A mi hijo John le costó creerlo el primer día:

—Mamá, ya no pareces una mamá…

Al día siguiente de mi regreso, mi hermana Carolyn me ayudó a recuperar el aspecto humano. Resueltamente, mandó venir a una
estheticienne
. Me cortaron el cabello, me lo tiñeron, luego me hicieron una permanente, y finalmente una buena limpieza de cutis. Parecía haber rejuvenecido muchos años. Si se hubieran tomado fotos «antes» y «después», habrían podido servir para anuncios de publicidad.

Había recuperado, pues, una cabeza normal, y sin embargo, curiosamente, me sentía incómoda saliendo con la cabeza descubierta. Me azoraba tanto no llevar nada sobre la cabeza en Michigan como me había azorado ir con la cabeza cubierta en Irán. Llevar el pañuelo y el
chador
se había convertido en una segunda naturaleza para mí.

Recuerdo, por desgracia demasiado bien, aquel día en que un maldito mechón de cabellos rebeldes me reportó una histérica arenga de veinte minutos por parte de un guardia de la
pasdar
, la brigada de las costumbres islámicas que patrullaba por las calles de Teherán en blancas camionetas Nissan o Pakon.

Cada vez que me cruzo con un policía americano, o con alguien con un uniforme cualquiera, incluso el cartero, levanto instintivamente los brazos para comprobar que llevo la cabeza cubierta y que mi
chador
está bien colocado. Mi corazón se me sale del pecho durante varios minutos. ¡Es completamente absurdo! Tardaré un año al menos en perder este reflejo.

Mahtob tiene también su parte de recuerdos penosos.

Unas semanas después de nuestro regreso, un avión sobrevuela a baja altitud la casa de mis padres. Nadie le presta demasiada atención, pero a Mahtob este anodino zumbido le recuerda el terror de las incursiones aéreas sobre Irán. Nuestra casa allí, hecha de estuco, era sacudida hasta los cimientos, el aire olía a carne quemada. El horror… Encuentro a Mahtob acurrucada en un rincón del salón, hecha un mar de lágrimas y temblando de miedo. Tardo bastante en calmarla, después del paso del avión.

Pero la vida debe volver a empezar. El trabajo me aguarda.

En marzo de 1986, un mes después de nuestro regreso, me encuentro, así pues, con el presidente de la agencia William Morris para mi proyecto de libro.

Tengo un miedo espantoso a penetrar en este mundo que va a transformar mi vida completamente. Por supuesto, no poseo ninguna experiencia literaria, y la empresa de un libro como éste exige un colaborador. Ya tengo mi idea al respecto: Bill Hoffer, coautor del célebre
Expreso de medianoche
, la dramática historia de un americano fugado de una prisión turca donde estaba detenido por tráfico de droga.

Había oído hablar de manifestaciones contra esta película en las calles de Teherán, y me consta que el libro y el film habían sido prohibidos en Irán. Me iba a gustar escribir con el hombre que tanto había perturbado a los iraníes. Esta gente ha ejercido tal control sobre mí y pesado tanto en mi propia vida…

Michael Carlisle, designado como mi asesor literario y que se convertirá en un verdadero amigo, me advierte que Bill Hoffer es un autor célebre, y que es muy probable que rehúse.

No obstante, insisto. Me parece que si el autor en cuestión ha sido capaz de hacer reaccionar hasta ese punto a los integristas, es porque posee una gran fuerza de convicción. Tal vez diga no, pero debo intentarlo. ¡Aquellos manifestantes de Irán nunca sabrán hasta qué punto influyeron en mi decisión!

De hecho, al contactar por teléfono con él en su casa de Virginia, Bill se muestra muy interesado en mi propuesta y está dispuesto a tomar ese mismo día un avión de Washington a Nueva York para entrevistarse conmigo. Oferta extremadamente amable, señala Michael, teniendo en cuenta que Bill detesta los aviones.

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