Read No sin mi hija Online

Authors: Betty Mahmoody,William Hoffer

No sin mi hija (8 page)

BOOK: No sin mi hija
4.12Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Todo apuntaba hacia el progreso, hacia la vaga pero real ambición que yo había establecido para mí misma en la adolescencia. A mi alrededor había una comunidad de hombres y mujeres de mentalidad obreril que estaban satisfechos con los que yo consideraba unos modestos objetivos. Yo quería algo de la vida, quizás un título universitario, quizás una carrera como reportero judicial, quizás mi propio negocio, quizás… ¿quién podía decirlo? Quería algo más que las espantosas vidas que veía a mi alrededor.

Pero entonces empezaron los dolores de cabeza. Durante días, mi única ambición consistió en librarme de aquel desgraciado, debilitador dolor.

Buscando desesperadamente ayuda, visité al doctor Roger Morris, médico de la familia desde hacía mucho tiempo, y aquella misma tarde me hizo examinar en el Carson City Hospital, unas instalaciones osteopáticas situadas al oeste de Elsie, a media hora de automóvil.

Yacía en la cama de una habitación individual con las cortinas corridas y las luces apagadas, enroscada en posición fetal, escuchando con incredulidad cómo los médicos planteaban la posibilidad de que estuviera sufriendo de un tumor cerebral.

Mis padres vinieron desde Bannister en coche a visitarme trayendo a la habitación a Joe y al pequeño John, aunque todavía no tenían la edad autorizada. Me encantó ver a mis hijos, pero este quebrantamiento de las reglas de visita normales del hospital me asustó. Cuando nuestro pastor pasó por allí al día siguiente, le dije que deseaba preparar un testamento.

Mi caso era desconcertante. Los médicos prescribían sesiones diarias de fisioterapia, seguidas de un tratamiento de manipulación tras lo cual era devuelta a mi oscura, tranquila habitación. La terapéutica manipulatoria constituye una de las diferencias más importantes entre la osteopatía y el mucho mejor conocido tratamiento alopático efectuado por un licenciado en medicina. Un médico osteópata con un D.O. tras su nombre posee la misma preparación y autorización que un M.D. (licenciado en medicina), pero existe una clara diferencia en su filosofía. El D.O. está autorizado a practicar la medicina en los cincuenta Estados. Utiliza las mismas modalidades modernas de la medicina que los alópatas: anestesiólogos, cirujanos, obstetras, pediatras y neurólogos, por nombrar algunos. Sin embargo, un médico osteópata asume el enfoque holístico de la medicina, tratando el cuerpo como un conjunto.

La terapéutica manipulatoria trata de aliviar el dolor naturalmente, estimulando los puntos nerviosos afectados y relajando los músculos tensos, doloridos. Había funcionado en mi caso en el pasado, aliviando diversos malestares, y esperaba que funcionara ahora, porque necesitaba desesperadamente alivio.

Me encontraba en una agonía tal que presté poca atención al interno que vino a administrarme el primer tratamiento manipulatorio. Yacía boca abajo, en una mesa sólida, acolchada, absorbiendo la presión de sus manos, que trabajaban los músculos de mi espalda. Su toque era suave y sus modales, corteses.

Me ayudó a ponerme boca arriba para repetir el tratamiento en el cuello y los músculos del hombro. El punto final era un giro rápido, brusco pero cuidadoso, del cuello, que producía un chasquido, liberando la tensión de las vértebras y produciendo una inmediata sensación de alivio.

Mientras yacía boca arriba, eché una mirada más atenta al médico. Parecía tener media docena de años más que yo… lo cual le convertía casi en el más viejo de los internos. Estaba empezando ya a perder algo de cabello. Su madurez era una ventaja; le confería cierto aire de autoridad. No era particularmente guapo, pero su cuerpo fuerte y achaparrado resultaba atractivo. Lucía unas gafas de erudito en su cara de rasgos ligeramente árabes. Su piel era algo más oscura que la mía. Excepto por un leve rastro en su acento, sus maneras y su personalidad eran americanas.

Era el doctor Sayyed Bozorg Mahmoody, pero los demás médicos le llamaban simplemente por su apodo, Moody.

Las sesiones de tratamiento del doctor Mahmoody se convirtieron en los momentos más felices de mi estancia en el hospital. Aliviaban temporalmente el dolor, y la presencia del médico, por sí sola, era terapéutica. Era el médico más cuidadoso que jamás había conocido. Le veía diariamente para el tratamiento, pero también iba con frecuencia durante el día, sólo a preguntarme «¿Cómo vamos?», y a última hora para decirme buenas noches.

Montones de pruebas descartaron la posibilidad de un tumor cerebral, y los médicos llegaron a la conclusión de que yo sufría una grave forma de migraña que acabaría por desaparecer sola. El diagnóstico era vago, pero al parecer correcto, porque muchas semanas después el dolor comenzó a ceder. El incidente no me dejó efectos secundarios, pero alteró el curso de mi vida dramáticamente.

En mi último día de estancia en el hospital, el doctor Mahmoody, en medio de mi sesión terapéutica final, me dijo: «Me gusta su perfume. Asocio este agradable aroma con usted. —Se refería a Charlie, el perfume que siempre llevo—. Cuando vuelvo a casa por la noche aún sigo oliendo su perfume en mis manos».

Me preguntó si podía llamarme cuando yo regresara a mi domicilio, para ver cómo me encontraba. «Claro», le dije. Apuntó cuidadosamente mi dirección y mi número de teléfono.

Y luego, al terminar la sesión, tranquila y suavemente se inclinó y me besó en los labios. Yo no tenía forma de saber a dónde iba a conducir aquel simple beso.

A Moody no le gustaba hablar de Irán. «No deseo volver jamás allí —decía—. He cambiado. Mi familia ya no me comprende. No encajo con ellos».

Aunque le gustaba el estilo de vida americano, Moody detestaba al sha por haber americanizado Irán. Como uno de los motivos de su enfado aducía el que ya no se pudiese comprar
chelokebabs
—una especialidad de comida rápida iraní hecha de cordero servido sobre un montoncito de arroz— en todas las esquinas. En vez de ello, los MacDonald's y otros establecimientos de comida rápida occidental se extendían por todas partes. No era el mismo país en que él se había criado.

Había nacido en Shushtar, en el Irán sudoccidental, pero a la muerte de sus padres se mudó a casa de su hermana, en Jorramshahr, en la misma provincia. Irán constituye un típico ejemplo de nación del tercer mundo en que existe una pronunciada disparidad entre las clases superiores e inferiores. De haber nacido en el seno de una familia modesta, Moody podría haberse pasado la vida entre los incontables indigentes de Teherán, habitando en una diminuta e improvisada choza construida con materiales de desecho, reducido a pedir limosna o, a lo sumo, efectuar pequeños trabajos manuales. Pero su familia había sido bendecida con dinero y cierta importancia social; así que, poco después de terminar sus estudios secundarios, recibió el apoyo financiero necesario para buscar su destino. También él estaba buscando algo más.

Hordas de ricos jóvenes iraníes viajaban al extranjero en aquellos años. El gobierno del sha alentaba los estudios en el extranjero, esperando que ello contribuyera a la occidentalización del país. Al final, esta estrategia produjo el efecto opuesto. Los iraníes demostraron ser muy reacios a asimilar la cultura occidental. Incluso los que vivían en América durante decenios, solían permanecer aislados y vincularse principalmente con otros expatriados iraníes. Conservaban su fe islámica y sus costumbres persas. Conocí una vez a una mujer iraní que había vivido en los Estados Unidos durante veinte años y no sabía qué era un paño de cocina. Cuando se lo mostré, le pareció un maravilloso invento.

Lo que aquella caterva de estudiantes iraníes asimiló bien fue la idea de que el pueblo podía tener voz a la hora de decidir la forma de su gobierno, y fue este desarrollo de su comprensión política lo que a la larga provocó la caída del sha.

La experiencia de Moody fue en cierto sentido atípica. Durante casi veinte años adoptó muchas de las costumbres de la sociedad occidental, y, a diferencia de la mayoría de sus pares, se separó de la política. Encontró un mundo muy diferente del de su infancia, un mundo que ofrecía una opulencia, una cultura y una dignidad humana básica que superaban todo lo existente en la sociedad iraní. Moody deseaba realmente ser un occidental.

Residió primero en Londres, donde estudió inglés durante dos años. Llegó a los Estados Unidos con un visado de estudiante el 11 de julio de 1961, terminó sus estudios en la Northeast Missouri State University y pasó unos años enseñando matemáticas en la escuela secundaria. Hombre brillante, capaz de dominar cualquier tema, descubrió que sus diversos intereses le impulsaban a mayores realizaciones. Se desarrolló en él una inclinación por la ingeniería, regresó a los estudios y más tarde trabajó para una empresa dirigida por un hombre de negocios turco. Subcontratista de la NASA, la empresa estuvo metida en las misiones lunares del Apolo. «Ayudé a poner un hombre en la luna», solía decir Moody con orgullo.

Al iniciar el tercer decenio de su vida, sintió una vez más la inquietud. Su atención se centró ahora en la profesión que sus compatriotas reverenciaban más, y que sus difuntos padres habían practicado. Decidió ser médico. Pese a su magnífico expediente académico, varias escuelas de medicina le negaron su admisión a causa de su edad. Finalmente, el Kansas City College of Osteopathic Medicine le aceptó.

En la época en que empezamos a salir, él se encontraba ya cerca del final de su período como interno en Carson City, y pronto iba a empezar una residencia de tres años en el Hospital Osteopático de Detroit, donde tenía pensado llegar a ser anestesiólogo.

—Realmente, deberías dedicarte a la medicina general —le dije—. Eres muy bueno con los pacientes.

—El dinero está en la anestesiología —replicó él, dando pruebas de que, realmente, se había americanizado. Obtuvo su carnet verde, que le permitía ejercer la medicina en los Estados Unidos y le facilitaba el camino para solicitar la ciudadanía.

Daba la impresión de querer cortar por completo sus lazos familiares. Raras veces escribía a sus parientes, ni siquiera a su hermana Ameh Bozorg, que se había mudado de Jorramshahr a Teherán, y esta falta de contacto familiar me entristecía un poco. Yo tenía problemas con mis propias relaciones familiares, por supuesto, pero seguía creyendo firmemente en la importancia de los vínculos naturales.

—Deberías al menos llamarlos —le dije—. Eres médico. Puedes permitirte llamar a Irán una vez al mes.

Fui yo quien le animó a visitar su tierra natal. Después de terminar su internado, en julio, se marchó de mala gana para una visita de dos meses a Ameh Bozorg.

Mientras estaba allí, me escribió cada día, diciéndome cuánto me echaba de menos. Y yo me sorprendí al comprobar lo mucho que le echaba en falta. Fue entonces cuando me di cuenta de que estaba empezando a enamorarme.

Estuvimos saliendo juntos durante los tres años de la residencia de Moody, y él me cortejó formalmente. Siempre había golosinas para Joe y John, y flores, joyas o perfumes para mí.

Sus regalos tenían un sello personal. Mi primer marido jamás prestó atención a las festividades, pero Moody recordaba siempre el más pequeño acontecimiento, creando a menudo su propia tarjeta de felicitación. Por mi cumpleaños, me regaló una delicada caja de música con una elaborada escultura de una madre que acunaba a su hijo en sus brazos. «Porque eres una madre tan buena», dijo. Yo solía mecer a John para que se durmiera por la noche, cantando la
Canción de Cuna
de Brahms. Mi vida estaba llena de rosas.

Pero dejé claro que no quería volver a casarme. «Quiero mi libertad —le dije—. No deseo estar ligada a nadie». Así era como se sentía, él también, en aquella época.

Moody combinó su residencia en el Hospital Osteopático de Detroit con el pluriempleo como médico generalista en la clínica de la calle Catorce. Mientras tanto, en Elsie, yo me dedicaba con más diligencia que nunca a mis tareas de cabeza de mi propio hogar. Empecé también a realizar el sueño de toda mi vida de matricularme en las clases ofrecidas por el Lansing Community College en su sucursal de Owosso. En mis estudios de dirección industrial, acumulé una serie de sobresalientes.

Los fines de semana en que podía escaparse, Moody conducía tres horas y media para vernos a mí y a los chicos, y siempre llegaba cargado de regalos. Los fines de semana en que estaba de guardia, era yo la que llegaba en coche a Detroit, y dormía en su apartamento.

Los besos de Moody me hacían olvidarlo todo. Era un amante gentil, que se preocupaba tanto de mi placer como del suyo. Nunca había experimentado yo una atracción física tan fuerte. Jamás nos hartábamos uno del otro. Pasábamos toda la noche dormidos en un estrecho abrazo.

Nuestra vida era atareada y dichosa. Era un buen padre a media jornada para mis hijos. Juntos llevábamos a Joe y John a visitas al zoológico o meriendas en el campo, y a menudo a festivales étnicos en Detroit, donde se nos introducía en la cultura oriental.

Moody me enseñó la cocina islámica, a base de cordero, arroz sazonado con salsas exóticas, y montones de verduras y frutas frescas. Mis hijos, mis amigos y yo nos aficionamos pronto a esa comida.

Sin darme cuenta, empecé a concentrar todos mis esfuerzos en agradarle. Disfrutaba organizando su casa, cocinando y haciendo las compras para él. Su apartamento de soltero necesitaba claramente un toque femenino.

Moody tenía sus propios amigos, pero los míos no tardaron en ser los suyos. Poseía una extensa colección de libros de bromas y de trucos de magia, y apelaba a estos recursos para convertirse de forma natural y discretamente, en el centro de atención de cualquier reunión social.

Con el tiempo, Moody me hizo conocer algunos de los dogmas del Islam, y quedé impresionada al ver que éste compartía muchos principios básicos con la tradición judeocristiana. El Alá musulmán es el mismo ser supremo al que yo, y los demás miembros de mi Iglesia Metodista Libre, adorábamos como Dios. Los musulmanes creen que Moisés fue un profeta enviado por Dios y que la Torah es la ley de Dios tal como fue presentada a los judíos. Creen que Jesús fue también un profeta de Dios y que el Nuevo Testamento es un libro santo. Mahoma, creen, es el último y más grande de los profetas, elegido directamente por Dios. Su Corán, al ser el libro sagrado más reciente, tiene precedencia sobre el Antiguo y el Nuevo Testamentos.

Moody me explicó que el Islam está dividido en numerosas sectas. Así como un cristiano puede ser baptista, católico o luterano, el conjunto de principios de un musulmán puede diferir ampliamente del de otro. Los familiares de Moody eran chiítas, de los que el mundo occidental sabía muy poco. Eran fundamentalistas acérrimos, explicó. Aunque constituían una secta dominante en Irán, no tenían poder alguno en el occidentalizado gobierno del sha. Moody ya no practicaba la forma extrema del Islam en la que se había educado.

BOOK: No sin mi hija
4.12Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Bone Dust White by Karin Salvalaggio
El mozárabe by Jesús Sánchez Adalid
The Last Time I Saw Her by Karen Robards
Psychic Junkie by Sarah Lassez
Imperium (Caulborn) by Olivo, Nicholas
Undermind: Nine Stories by Edward M Wolfe