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Authors: Marvin Harris

Tags: #Ciencia

Nuestra especie (2 page)

BOOK: Nuestra especie
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El nacimiento de una quimera

Charles Darwin trató por primera vez del problema de la evolución humana en el libro titulado
The Descent of Man
, que se publicó en 1871, doce años después de escribir
Origin of Species
. En aquel libro Darwin sostenía por primera vez que «el hombre, al igual que las demás especies, desciende de alguna forma preexistente», que la selección natural sirve para explicar del mismo modo los orígenes humanos y los de cualquier otra especie, y que eso se aplica no sólo a nuestros organismos, sino también a nuestras capacidades «superiores», cognoscitivas, estéticas y morales que, a un nivel más rudimentario, se dan incluso entre criaturas tan humildes como los gatos y los perros. La impresión de que entre ellos y nosotros existe un corte profundo fue un malentendido originado por el hecho de que los protohumanos que poseyeron facultades físicas y mentales medianas fueron derrotados en la lucha por la supervivencia y la reproducción, quedando extinguidos hace mucho tiempo.

Los grandes simios supusieron un sólido argumento a favor del origen evolutivo de los seres humanos. Mostraron que la forma humana no vivió un espléndido aislamiento del resto del inundo biológico. En sus esqueletos, su fisiología y su comportamiento, los chimpancés, gorilas y orangutanes presentan un extraño parecido con los seres humanos. Parecen miembros de la misma familia, aunque pobres y retrasados mentales. De hecho, el gran taxonomista sueco Carlos Linneo clasificó a simios y humanos dentro de la misma familia taxonómica mucho antes que Darwin. Hasta los biólogos opuestos al evolucionismo hubieron de admitir no haber podido encontrar razones puramente anatómicas en contra de la idea de considerar a los grandes simios como uno de los diferentes tipos de ser humano o a los humanos como un tipo de simio más. Por consiguiente, Darwin y sus seguidores, tras decidir que los humanos descendían de «una forma preexistente», nunca dudaron de que ésta tuvo que haber sido algún tipo de simio.

Estas conjeturas motivaron la búsqueda de lo que se empezó a llamar «el eslabón perdido» (concepto inadecuado desde el principio por cuanto la evolución implica muchos eslabones, no sólo uno, entre especies emparentadas). Los seguidores de Darwin cayeron en la trampa al tratar de describir el posible aspecto de este ser, mitad mono mitad hombre. Construyeron una bestia quimérica a partir de los rasgos que más asociaba la imaginación popular con la condición de mono y la de humano, respectivamente. La imaginaban dotada de un cerebro humano de gran tamaño y de una mandíbula simiesca con poderosos caninos. El propio Darwin contribuyó involuntariamente a esta creación imaginaria pronosticando que entre los «primeros progenitores del hombre… los machos poseían grandes caninos, que utilizaban como armas formidables». En realidad, Darwin intentaba describir un «eslabón perdido» diferente, una especie que sirviese de antepasado común a simios y humanos. Pero esta distinción quedó difuminada en la consiguiente fiebre por encontrar el «eslabón perdido» entre humanos y simios.

La primera víctima de esta quimera fue un físico sueco llamado Eugene Dubois. Destinado en las Indias Orientales holandesas a principio de la década de 1890, Dubois buscaba fósiles en Java, a orillas del río Solo, cuando se topó con un cráneo chato, de frente pronunciada y aspecto primitivo. En las proximidades encontró un fémur que guardaba gran parecido con el humano. Denominó a su descubrimiento Pithecanthropus erectus («simio de aspecto humano con postura erecta») y anunció que se trataba del «precursor del hombre». Pero, de vuelta a Europa, los expertos no quedaron convencidos: el cráneo presentaba una frente demasiado baja como para contener un cerebro con afinidades humanas; se trataba sólo de un simio. En cuanto al fémur, pertenecía a un humano moderno cuyos restos se habían extraviado por alguna razón. El propio Dubois decidió más tarde que su hallazgo no era un eslabón perdido, sino un gibón gigante extinguido. No vivió lo suficiente para ver al Pithecanthropus reclasificado como uno de los primeros miembros de la especie denominada en la actualidad Homo erectus. Porque, de hecho, había descubierto un importante eslabón perdido entre el Homo sapiens y nuestros antepasados más parecidos al mono. Aunque su cerebro era mayor de lo que admitían los críticos de Dubois, y aunque fabricaba complejas herramientas de piedra, el erectus, como lo llamaré desde ahora, no alcanzaba del todo el nivel humano. Pero esto es otra historia. Al final llegaron las noticias agradables. Se había encontrado el auténtico eslabón perdido, y no en la lejana Java, sino en casa mismo, en Sussex, Inglaterra.

Grandeza y decadencia del hombre primigenio de Dawson

Durante una conferencia pronunciada en 1912 ante la Sociedad Geológica, un paleontólogo aficionado llamado Charles Dawson explicó que había desenterrado varios fragmentos de cráneo y media mandíbula inferior rota, mezclados con huesos de mamíferos extinguidos, en las gravas pleistocénicas próximas a Piltdown Commons (Sussex). Para corroborar el relato de Dawson, intervino el brillante anatomista y conservador del Museo Británico de Historia Natural, Smith Woodward. Este presentó a la audiencia una reconstrucción en escayola de lo que en su opinión debió de ser el aspecto de la extinta criatura, y sugirió que desde entonces se le conociese por el nombre de EoanthropusDawsoni (hombre primigenio de Dawson). Este eslabón perdido tenía un cráneo de aspecto auténticamente moderno: voluminoso, globular y con frente alta; en cambio, presentaba una mandíbula inferior simiesca y desprovista de mentón. No se encontraron los caninos, pero Woodward invocó aDarwin. Predijo que, cuando los encontrasen, tendrían oportunamente forma de colmillo. En el plazode un año, el científico y sacerdote Teilhard de Chardin, que colaboraba como voluntario en las excavaciones de Piltdown (por entonces la Iglesia católica había aceptado ya los hechos materiales dela evolución), encontró un canino exactamente igual al predicho por Woodward: «apuntado, prominente y con la misma forma que los de los simios antropoides».

No era de extrañar. Se trataba del canino de un mono y la mandíbula del hombre primigenio era la de un mono. Alguien —cuya identidad aún se desconoce— había maquinado un inteligente engaño. Había conseguido un cráneo humano moderno de huesos inusualmente gruesos, lo había partido en pedacitos, había teñido los pedazos de color pardo para que pareciesen fósiles y los había dispuesto en el yacimiento de Piltdown, entremezclados con algunos fósiles auténticos y otros falsos de mamíferos extinguidos en el Pleistoceno. Asimismo, se había hecho con media mandíbula inferior de orangután moderno, a la que faltaban los caninos; le había quebrado la abombada porción superior posterior para que nadie pudiese apreciar que no encajaba con el cráneo humano, había limado los molares de la mandíbula para imitar el tipo de desgaste que origina la masticación humana; había teñido de oscuro todo el fósil; y lo había enterrado cerca de los pedazos de cráneo. El impostor sabía que la prueba definitiva para confirmar a su creación como eslabón perdido sería el descubrimiento del canino en forma de colmillo, para cuya aparición Darwin había predispuesto a todo el mundo. Una vez que Woodward cayó en la trampa e hizo la predicción sobre el canino que faltaba, el impostor remató su obra maestra limando en parte un canino de chimpancé, pintándolo con el consabido tinte pardo y poniéndolo en un lugar donde lo encontrase con toda seguridad un clérigo digno de toda confianza. Algunos estudiosos expresaron su incredulidad. Había demasiadas diferencias entre el cerebro y la mandíbula del hombre primigenio. Pero a la mayoría le parecía irresistible el cabezón. Después de todo, el cerebro es el órgano que más nos distingue de los animales. ¿Cómo podría la mano tener maña si no existiese el cerebro para guiarla? Sin duda, el cerebro tuvo que haber evolucionado primero como condición previa para liberar la habilidad de la mano.

Y, ¿qué más apropiado que el primer habitante humano de las Islas Británicas tuviese la frente más alta, fuese más inteligente y, por tanto, estuviese más preparado para dominar el mundo que el erectus de frente baja y retrasado de Java? El hombre primigenio se convirtió en una nueva especie de joya de la corona británica. Lo encerraron bajo llave en el Museo de Historia Natural, y los científicos que querían examinar los inestimables restos del primer inglés tenían que conformarse con trabajar con modelos de escayola. Esto explica por qué tardó tanto tiempo en descubrirse el engaño. Hasta 1953,año en que los huesos se estudiaron de cerca. Dentro de un programa rutinario de comprobación de las edades de los fósiles realizado en el Museo Británico, los originales fueron sometidos al método de datación del flúor, de reciente invención. La prueba indicó que ni el cráneo ni la mandíbula poseían gran antigüedad. Los huesos infames fueron sacados de sus cajas y llevados al laboratorio del incrédulo antropólogo de Oxford, J. S. Weiner. Un microscopio corriente bastó para revelar las limaduras de los dientes. Al mismo tiempo, los agujeros practicados en los dientes y la mandíbula mostraron la diferencia entre la blancura natural de los interiores y sus superficies artificialmente descoloridas. Mientras la quimera que había obsesionado a la paleontología durante ochenta años se desvanecía en el aire, quedaba por fin despejado el camino para que la evolución humana caminase por su propio pie.

Lucy in the sky with diamonds

Las revelaciones de Weiner no decepcionaron a todo el mundo. De hecho, hicieron completamente felices a un pequeño grupo de científicos que había estado buscando eslabones perdidos en Sudáfrica. Estos científicos llevaban estudiando desde 1924 los restos fosilizados de un primate joven que había encontrado Raymond Dart, de la Universidad de Witwatersrand. La criatura tenía rostro simiesco y un cerebro de volumen sólo ligeramente superior al de los chimpancés, pero las mandíbulas y los caninos presentaban forma y dimensiones humanas. Además, la abertura de la base del cráneo donde se juntan la cabeza y la columna vertebral estaba situada mucho más adelante que en los demás simios conocidos, lo que indicaba que la criatura se mantenía erguida tanto en posición estática como en movimiento. Dart se apresuró a declarar que era él, y no Dubois ni Dawson, quienhabía descubierto al primer homínido, al verdadero «hombre mono», al cual puso el nombre de Australopithecus africanus (simio meridional africano). Pero al seguir el hombre de Piltdown en la vitrina del Museo Británico, pocos científicos le prestaron atención.

En 1950 las pruebas a favor de la opinión de Dart adquirieron mucha más fuerza. En varias cuevas y yacimientos de la región de Transvaal, Robert Broom, del Museo de Transvaal, había encontrado más restos de australopitecos, entre ellos un cráneo muy bien conservado perteneciente a la forma adulta del joven «simio meridional» de Dart. Broom descubrió también una segunda especie de australopiteco, caracterizada por grandes incisivos y molares, rostro macizo, pómulos muy prominentes y una pronunciada quilla o cresta, que atravesaba de punta a punta la parte superior del cráneo y en la que se sujetaban en vida enormes maseteros. En la actualidad se llama generalmente a esta segunda especie Australopithecus robustus para diferenciarla del africano, más grácil y pequeño.

Al caer el hombre primigenio, pasaron a primer plano los descubrimientos de Dart y Broom, y África se convirtió en el lugar idóneo para buscar más eslabones perdidos. África oriental, sobre todo, donde el gran elemento tectónico denominado valle del Rift, que se extiende desde Tanzania, al sur, hasta Etiopía, al norte, contiene algunos de los yacimientos más ricos del mundo de fósiles al descubierto. En la actualidad sabemos, gracias a la profusión de cráneos, dientes, mandíbulas, piernas, pelvis y muchas otras partes de esqueleto excavadas en los yacimientos del valle del Rift, que África estuvo antaño habitada por dos especies al menos de simios con aspecto humano: una, robusta y con grandes molares, tal vez especializados en partir nueces y triturar alimentos vegetales muy fibrosos; la otra, grácil y provista de dientes adecuados a una dieta más omnívora. Ambas permanecían o se desplazaban sobre dos pies, no tenían un cerebro mucho mayor que el de los chimpancés o los gorilas ni caninos protuberantes. Gracias a las diversas técnicas de datación, basadas en principios como la inversión del campo magnético terrestre y la proporción cambiante de potasio radiactivo respecto del argón radiactivo en los yacimientos volcánicos, puede situarse la vida y época de ambas especies entre hace 3 y 1,3 millones de años. Pero pronto iban a producirse descubrimientos más espectaculares.

En 1973, Donald Johanson descubrió un australopitécido todavía más antiguo en la región de Afar (Etiopía), que vivió hace unos 3,25 millones de años. Entre los restos se encontró el esqueleto —milagrosamente completo en un 40 por ciento— de un diminuto homínido adulto, de sexo femenino, que medía sólo 107 centímetros aproximadamente. Para reflejar el efecto de la reunión surrealista entre esta antiquísima criatura y algunos de sus descendientes del siglo XX, Johanson le llamó Lucy, evocando la entonces popular canción de los Beatles Lucy in the sky with diamonds, que era a su vez un criptograma del alucinógeno LSD. De modo más prosaico, Johanson llamó a su descubrimiento Australopithecus afarensis, a quien me tomaré la libertad de llamar afarensis a secas.

Otros restos de afarensis encontrados cerca de Lucy eran considerablemente más altos.

Probablemente eran los machos (aunque podrían representar la presencia de otras especies). Un año después de que Johanson descubriese a Lucy, Mary Leakey y sus colaboradores encontraron más restos de afarensis en Laetoli, cerca de la llanura del Serengeti (norte de Tanzania). Los afarensis de Johanson y de Leakey florecieron entre hace 3 y 4 millones de años, si bien una mandíbula descubierta por Steven Ward y Andrew Hill cerca del lago Baringa (Kenia) indica que los homínidos se irguieron por primera vez hace 5 millones de años. El afarensis poseía características que le habrían sido útiles si hubiese tenido que trepar árboles en caso de emergencia. Tenía los huesos de los dedos algo curvos, como para asir los troncos y ramas de los árboles con pies y manos. Además, medir menos de 122centímetros es bueno si hay que trepar a un árbol a toda prisa. Para terminar, el brazo tenía un 95 por ciento de la longitud de la pierna, porcentaje muy parecido al de los chimpancés, que tienen brazos y piernas del mismo tamaño. En cambio, el brazo humano sólo tiene un 70 por ciento de la longitud de la pierna. Brazos largos y piernas cortas constituyen también una ventaja para trepar árboles.

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