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Authors: David Sakmyster

Tags: #Aventuras, #Histórico

Objetivo faro de Alejandría (28 page)

BOOK: Objetivo faro de Alejandría
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El corazón de Caleb empezó a palpitar con fuerza.

—Por supuesto. Pero, con todo, la posibilidad de que precisamente ese pergamino, de tantos miles como había…

Phoebe prosiguió:

—Decidí trabajar bajo el supuesto de que había sido separado del resto de la colección. Pedí que se me mostrase el modo en que el pergamino de César había sido extraído de Herculano,
y entonces lo vi.

—¿Qué es lo que viste? —preguntó Caleb. Comenzaba a sentir que iba a desmayarse.

—Vi otra vez a ese hombre, el de la túnica roja y las solapas de piel. Pero esta vez se hallaba ante un montón de máquinas. Varios pergaminos ennegrecidos, revestidos de una sustancia similar a la plata, se esparcían en derredor, colgados, parcialmente desenrollados y pegados entre sí en los lugares en que habían empezado a rasgarse y separarse.

—Las máquinas Piaggio —dijo Caleb, que reconoció al instante la descripción. El erudito vaticano Antonio Piaggio había inventado aquel ingenio en un esfuerzo por detener la displicente destrucción de los pergaminos ocasionada por otros investigadores. Aquel método de conservación poco menos que casero funcionó hasta los años 70, cuando los noruegos idearon una solución basada en la gelatina.

Phoebe asintió, y sus ojos se vidriaron por un momento, como si una vez más estuviera sufriendo aquella visión.

—Alguien se acercó al hombre de la túnica roja y dijo: «Bienvenido, conde Cagliostro, ¿qué trae a tan estimado visitante a inspeccionar nuestro trabajo?».

—Cagliostro —musitó Caleb—. Era un alquimista, un mago cuyas artes se inspiraban en los viejos misterios egipcios. Todo encaja. Podría haberse visto atraído por el pergamino, ¿pero cómo es posible que él…?

—«Un sueño», dijo el conde, paseando de una máquina a otra de las diez que había, en las cuales se alineaban varios pergaminos, unos más desplegados que otros. «He visto en sueños este lugar, y algo me decía que debía visitarlo».

Phoebe pestañeó, y se apresuró a centrar su vista en Caleb:

—Cagliostro se detuvo frente a un pergamino que sólo había sido abierto un centímetro. Se inclinó, y se le cortó el aliento al ver un símbolo desdibujado y unas letras apenas distinguibles.

—¿Qué símbolo? —preguntó Caleb, aunque ya suponía de qué se trataba. La exaltación del Mercurio.

Phoebe se encogió de hombros:

—No pude verlo con mucha claridad. Pero sea como sea, mandó salir a todo el mundo de la sala, y luego, con sumo cuidado, sacó el pergamino de la máquina, lo protegió y lo ocultó bajo sus ropas. Acto seguido, cogió un pergamino al azar, de los cientos que había en una mesa cercana, y lo colocó en la máquina. Torpemente, procedió a desenrollar los primeros centímetros cuando varios sacerdotes entraron en la sala, acompañados por uno de los oficiales encargados de los papiros. Descubierto en el acto, salió a la carrera. Huyó de la biblioteca y desapareció en las sombras de los pasillos de palacio.

«Lo siguiente que vi fue a Cagliostro esposado por unos grilletes, mientras varios hombres lo conducían por el accidentado sendero de rocas que vertebraba un imponente acantilado hasta una fortaleza que dominaba un valle. El castillo, con sus torretas y muros, se alzaba como un baluarte defensivo contra los crudos vientos que lo azotaban. El lugar me hizo pensar en Qaitbey».

Phoebe dejó escapar una bocanada de aire y se frotó las palmas de las manos:

—Y eso es todo. Hice algunas investigaciones y averigüé que Cagliostro había sido encarcelado en un castillo, idéntico al que había visto, bajo los cargos de herejía.

—En realidad fue víctima de un engaño —respondió Caleb—; le pidieron que realizase un antiguo rito egipcio de iniciación para un par de espías vaticanos que pertenecían a la Inquisición, y estos, después, lo arrestaron. La clásica emboscada.

—Entonces lo conoces.

Caleb asintió:

—Primeramente lo encarcelaron en el castillo de Santángelo, en Roma, pero tras intentar fugarse de allí, lo llevaron a la fortaleza que viste.

—San León —replicó Phoebe, torciendo el gesto—. O sea que me he tirado un montón de días, repasando infinidad de guías de viaje para encontrar una imagen que coincidiese con la de mi visión, ¡y resulta que tú ya lo sabías!

—Lo siento, pero al menos lo encontraste. La pregunta es, ¿qué añade tu visión a lo que sabemos del pergamino?

—Eso es lo que tenemos que averiguar —dijo Helen—. Ven, únete a nosotros; ya hemos reservado un vuelo. Parte mañana por la mañana hacia Venecia.

—Pero…

—Vi una cosa más tras aquella visión. —Phoebe se acercó a él, casi aplastándole el pie con la rueda—. Era una iglesia con varios arcos de estilo romano y un campanario. No tardé en encontrarla, en la misma guía, a veintidós kilómetros de la fortaleza de San León, en la ciudad de Rímini.

—El Templo Malatestiano —intervino Waxman, pronunciando muy lentamente aquellas palabras.

—¿Qué tiene eso que ver con el pergamino? —preguntó Caleb.

Waxman suspiró.

—Creemos que Cagliostro podría haber tenido algún tipo de vínculo con esa iglesia. Y dado que sabemos que las autoridades iban tras su busca, podría haber ocultado el pergamino allí, en alguna de sus dependencias.

Caleb se sintió de pronto cansado de todo aquello, y casi echaba de menos la soledad de su celda.

—¿Qué queréis de mí?

—Caleb, debes ocupar mi lugar —le rogó Phoebe, golpeando con fuerza las ruedas de su silla. Se inclinó hacia delante—. Necesitan que les acompañe un buen psíquico, uno que pueda moverse mejor que yo.

Caleb iba a negarse, pero lo único que hizo fue dejar escapar un suspiro. La imaginó en aquella tumba, alargando la mano hacia él, rogándole por que no la soltase. Recordó el tacto de sus dedos al resbalar de su mano, y la forma en que su grito se fue tornando más inaudible antes de que su cuerpo golpease el suelo.

No podía negarle aquello. Tomó aire y pasó la mirada de Phoebe a su madre. En su mente destelló la visión de unas excavadoras operando entre las ruinas de Herculano, reduciendo a añicos la roca volcánica y los sedimentos, recuperando un pergamino tras otro. La posibilidad de que hubieran encontrado justo el que estaban buscando, y que este pudiera contener los secretos del faro —y, por añadidura, la respuesta a la muerte de Lydia—, representaba una irresistible tentación. Vio de nuevo a Julio César, bañado por la luz de las antorchas, de pie ante aquel desafiante caduceo, con el pergamino en la mano.

Era una oportunidad de descubrir lo que César no había podido siquiera entrever, la oportunidad de cruzar más allá del único lugar que el legendario emperador no había alcanzado a conquistar. Tenía al alcance de la mano revelar los secretos de Alejandro el Grande.
Y quizá revelar la verdad sobre nosotros mismos. Por qué mi familia tiene estos poderes, estas visiones.

Pese a su transformación, o tal vez a causa de ella, su camino estaba claro. Seguía deseando las mismas cosas: ver si el faro ocultaba únicamente un fastuoso tesoro, o si, más allá de sus puertas, descansaban todos los enigmas de la raza humana. Los misterios del espíritu y del alma, los secretos que habían sobrevivido a una brutal guerra de dos mil años librada entre esos dos ejércitos gemelos que recibían el nombre de Ignorancia y Maldad.

Su mente se calmó, al tiempo que se afianzaba su pulso.

—¿Y ya has reservado nuestro vuelo?

Waxman sonrió:

—Puede que no sea tan buen psíquico como los Crowes, pero pude prever que vendrías con nosotros. Nos vamos por la mañana.

Así pues, tenían por delante una noche de descanso, pero lamentablemente hubo poco tiempo para ello. Una profunda bocanada del viciado aire del hotel llenó los pulmones de Caleb cuando se unió a los demás en la
suite
principal. Discutían acaloradamente sobre el pergamino.

—Si podemos hacernos con él —decía Helen— y desenrollar lo que queda… La Universidad de Brigham ha desarrollado una nueva técnica con la que es posible restaurar pergaminos dañados. Y la Universidad de Rochester se está volcando en tareas similares: Xerox y Kodak han contribuido a ellas con equipo y fondos destinados a analizar los pergaminos del mar Muerto.

—Las cámaras siguen allí, en caso de que las necesitemos —corroboró Phoebe—. Podemos fotografiar los pergaminos a varias longitudes de onda, por ejemplo, ultravioletas a 200 nanómetros o infrarrojos a 1100, para ver cuál de ellas establece mejores diferencias entre la tinta y el fondo.

—Todo eso suponiendo que aún sea posible abrir el pergamino.

—Cierto.

—Cuando volvamos de Italia, ¿por qué no regresas con nosotros? —preguntó Helen—. Tenemos la casa perfectamente acondicionada para las labores de documentación e investigación, y una habitación tranquila donde uno puede consagrarse sin estorbos a la introspección y el dibujo. El equipo Morfeo se reúne con nosotros un par de veces por semana, así que podemos emplear también sus talentos.

Caleb dejó escapar un gruñido:

—Pensaba que la Iniciativa había sido disuelta.

—Son nuevos miembros —respondió Waxman, dando una calada a su cigarrillo.

—Vamos —le urgió Phoebe—. Así tendrás el placer de unirte a mí en mis merodeos por la Vieja Chatarra. El museo ha vuelto a cerrar, pero aún se pueden ver las piezas expuestas.

Caleb pestañeó:

—¿La convirtieron en un museo?

—¿Es que no leíste mis cartas?

—Estaba un poco ocupado. Pero de todas maneras, no, no voy a volver con vosotros.

Todavía escuchaba aquella voz, procedente de sus sueños:
…Ve a casa…

—Te lo dije —repuso Waxman entre dientes—. Tan inútil como siempre.

—No —dijeron a la vez su madre y su hermana.

Helen se acercó a Caleb y le miró a los ojos. Examinó atentamente su rostro, cada arruga y cada pliegue que enmascaraban su belleza, y ya se disponía Caleb a apartarse cuando reparó en que los ojos de su madre estaban llenos de lágrimas.

—Te pareces a él —dijo, y posó una mano en la barbilla de Caleb. Hizo que la mirase a los ojos, y sus labios se movieron, aunque casi imperceptiblemente—. Echo de menos a tu padre —susurró, de forma que sólo Caleb pudiera oír sus palabras—. Y lo siento.

—¿Qué quieres decir?

La habitación se oscureció ligeramente, como si las luces hubieran parpadeado, y el aire se estremeció, y todo parecía menos tangible, menos real.

—Ya lo sabes. Yo…

De pronto calló, frunció el ceño, y su rostro se asemejó de pronto al de un animal al que alguien quisiera dar caza. Sus ojos se movieron de un lado a otro y finalmente se posaron en una esquina, cerca de la televisión.

Caleb siguió su mirada, y por un instante lo vio: allí estaba el hombre alto de la chaqueta verde y el cabello enmarañado sobre el rostro. Clavado allí, temblando entre las sombras. Y luego, desapareció.

—¿Lo has…?

Helen levantó bruscamente la cabeza y miró despavorida a Caleb, los ojos abiertos de par en par.

Waxman se interpuso entre ellos y apartó a Helen a un lado:

—Escucha, chico. Queremos enseñarte una cosa, algo acerca de tu difunta esposa. Tras eso, si aún quieres mandarnos al garete, es cosa tuya. Pero antes tienes que ver lo que hemos descubierto.

Phoebe dirigió su silla a un lado de una mesa rectangular de roble donde Waxman se sentó frente a un portátil de color negro. Helen se inclinó sobre su hombro y giró la pantalla en dirección a Caleb. En el monitor apareció una borrosa fotografía en blanco y negro, el retrato de un grupo de gente posando entre las zarpas de la Esfinge.

—Esta foto —explicó Waxman— la hemos extraído de un libro inédito titulado
Los Guardianes de la Nada
. Lo escribió un hombre llamado Alex Prout, conocido por sus tendencias paranoicas y sus inconexas y, por otro lado, poco convincentes creencias acerca de un buen montón de chifladuras.

Phoebe se aclaró la garganta.

—Su primer libro se titula
George Bush y cómo América colaboró en la futura conquista alienígena.

Helen dedicó una sonrisa a Caleb:

—Bueno, ya te haces a la idea, ¿no? En su último libro, sin embargo, Pout parece haber dado en el clavo en lo tocante a ciertos sucesos actuales.

Waxman dio unos golpecitos a la pantalla:

—Tras saber de tu encarcelación, y de los cargos que pesaban sobre ti, comenzamos a investigar el pasado de Lydia Jones.

—¿Qué sabes de su vida anterior? —le preguntó Phoebe.

—No mucho —reconoció Caleb—. No tenía ganas de contarle mi vida, así que no me parecía bien interrogarle por la suya.

Apartando la vista, Helen dijo:

—Supimos de sus logros como publicista, y comenzamos a investigarla desde ahí. Uno de los libros en cuya promoción colaboró era obra de un reputado profesor de Egiptología de la Universidad Americana de El Cairo. Cuando tuvimos la oportunidad de escarbar en su historia, nos topamos con algunas críticas bastante duras a su obra, todas procedentes de la página web de Alex Prout. —Helen alzó las cejas—. Da la impresión de que el profesor era uno de los objetivos más frecuentes de Prout.

Waxman encendió un cigarrillo:

—Descargamos esta foto de la web de Prout. El tipo tenía consigo el manuscrito de su nuevo libro cuando fue asaltado en Central Park, a finales del año pasado.

—Murió estrangulado —explicó Phoebe—. Rompieron sus papeles en pedazos y los echaron al East River.

—Por suerte —agregó Waxman—, era tan paranoico que guardaba una copia de seguridad de su texto en una página web protegida cada vez que trabajaba en el libro.

Caleb frunció el ceño.

—¿Entonces, cómo lo conseguisteis?

Se inclinó un poco más y observó la foto. Allí estaba Lydia, vestida con un traje gris, la cabeza reverentemente inclinada, apoyada contra la zarpa izquierda de la Esfinge. La rodeaban otras tres mujeres y trece hombres. Pero Caleb se fijó especialmente en uno de ellos. Era el mismo rostro. El mismo cabello. Lydia había hablado con él en la Plaza de San Marcos. Era el individuo que vio en el hospital.

Lo señaló, y antes de que Waxman pudiera responder a la pregunta anterior, Caleb exclamó:

—¡Yo he visto a ese hombre!

Waxman asintió:

—Es el padre de Lydia.

—¿Qué?

—Nolan Gregory. El profesor de Egiptología, el autor. Sesenta y dos años. Jones es un pseudónimo. El nombre de tu esposa era Lydia Angeline Gregory, nacida en Alejandría.

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