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Authors: Lindsey Davis

Tags: #Intriga, Histórico

Oda a un banquero (18 page)

BOOK: Oda a un banquero
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No respondí y dejé la conversación encallada.

—Mira, Falco, yo sé que tú estás muy unido a tu familia. —Falso; si mis parientes se estaban aliando con Anacrites, nunca me podría distanciar de ellos lo suficiente—. Sólo quiero aclarar esto contigo; tu madre cree que sería de ayuda para que tu hermana se recuperara de su dolor si empezara a salir algunas veces…

—¡Vaya! ¿Maya también?

—¿Puedo terminar?

Ya había dicho bastante.

—¿Qué es esto entonces? —Conseguí contener mi ira y me fié de una sonrisa desdeñosa—. ¿Te ofreces para cuidar de los hijos de Maya mientras ella va dando vueltas por los festivales? Eso es respetable en extremo, Anacrites, aunque cuatro a la vez son una buena pandilla para vigilar. No te ganes la antipatía de Mario, es un consejo… y por supuesto necesitas asegurarte de que la gente no piense que tienes un interés inmoral por las niñas.

Anacrites se ruborizó levemente. Abandonó los intentos de interrumpir. Su plan no era actuar de niñera, sino escoltar a Maya, de eso estaba seguro. Me lo quedé mirando fijamente, intentando descifrar cuántos años tenía. Nunca me había parecido algo relevante: mayor que yo; más joven de lo que habría tenido que ser para ocupar una posición de tan alto rango como era la de jefe de los Servicios Secretos; con seguridad mayor que Maya… aunque no mucho más. Sus extraños ojos pálidos sostuvieron mi mirada con una naturalidad molesta. Creía que era uno más de la familia. Me entraron ganas de estrangularle.

—Tendrás que aprovechar tu oportunidad —me oí gruñir—. Maya Favonia tiene sus propias ideas sobre lo que hará… o dejará de hacer.

—No quiero molestarte, eso es todo.

Cuando pretendía algo con respecto a mí, hubiera querido tumbarlo de un puñetazo y saltar sobre él.

—No me molesto con tanta facilidad.

Durante todo el rato que duró la confrontación, él estuvo sopesando su monedero con una mano.

—Acabo de salir del banco —dijo cuando advirtió mi mirada fija en él (fija en lo hinchado que se veía su maldito portamonedas).

—¿Ah sí? ¿Cuál utilizas? —pregunté, haciendo que sonara como una petición técnica de un consejo de amigo sobre qué establecimiento era el mejor.

—Unos síndicos privados con los que he estado durante años, Falco. Tu vas al Alejandrino que hay en el Pórtico de Cayo y Lucio, ¿no?

¿Cómo sabía dónde tenía yo mi caja de ahorros? Es probable que hubiera reservado esta información como parte de alguna estrategia para cuando quisiera meterse conmigo. Incluso durante el período en que fuimos compañeros, yo mantuve todos los detalles personales fuera del alcance de sus miradas indiscretas y, de manera instintiva, evité una respuesta directa hasta en este momento.

—El mío es un hombre con una caja de seguridad esencial. ¿Cómo es el tuyo?

—Cargan comisiones sobre los depósitos, pero obtengo auténtica seguridad. El servicio es un poco anticuado, e incluso un poco reservado.

—Suena un poco griego.

—Bueno, resulta que lo son.

—¿En serio? ¿Tus reservados síndicos no acecharán con la marca del Caballo Dorado? —Pareció sobresaltado. Era una conjetura, porque yo tenía en la cabeza el banco Aurelio, pero sonreí con finura y cortesía y dejé que Anacrites pensara que había llevado a cabo alguna oscura vigilancia en su propio estilo.

—¿Cómo sabías…?

—¡No digas nada! —Me di unos golpecitos a un lado de la nariz; me divertía y esperaba ponerlo nervioso. Ese día estábamos bailando muy bien el uno con el otro—. Un jefe del Servicio Secreto necesita absoluta discreción, me doy cuenta. —Esto era igual que la villa en la Campania, de la que a Anacrites no le gustaba hablar como tampoco, probablemente, de otros secretos tesoros escondidos y propiedades adquiridas a través de intermediarios. Como esclavo bien situado en el Palacio, cuyo trabajo implicaba descubrir hechos que la gente quería esconder, debía encontrarse con frecuencia con órdenes de banqueros no buscadas, apoyadas en su caja de estilos favorita. Debían ser anónimos, pero él sabría exactamente quien le estaba pidiendo que no les presionara.

Bueno, a veces quedaría desconcertado, como espía siempre había sido un incompetente. Quizá tenía que serlo para poder sobrevivir dentro de la burocracia. A los que eran buenos los descartaban con rapidez, no fuera a darse el caso que corrompieran la administración con peligrosos métodos e ideas.

—Siempre han cuidado bien de mí en el Caballo Dorado —fanfarroneó—. Lucrio es un viejo compinche… —En ese momento los pálidos ojos se volvieron recelosos de pronto, mientras se preguntaba por qué le estaba interrogando—. ¿Hay algo que me tengas que contar sobre el banco Aurelio, Falco?

—No que yo sepa —respondí de manera jovial. Lo cual era sincero en ese momento. Si en un futuro sus finanzas estuvieran amenazadas, entonces yo ya decidiría si sacaba más provecho contándoselo como un favor… o callándomelo.

—¿Por qué te interesaba? —Anacrites estaba seguro de que debía preocuparse.

—Acabo de estar con Notócleptes —dije con tiento—. Eso siempre hace que me pregunte qué alternativas existen. Dime, cuando necesitas consultar a Lucrio, ¿dónde lo encuentras?

—En el Jano Medio. —Ese era un pasaje cubierto situado en el extremo posterior del Pórtico de Emilio, un lugar de encuentro de agentes financieros de toda índole—. ¿Puedo ayudar presentándote, Falco?

—¿Al noble Lucrio? No, gracias. —Ni loco. Sabía que Anacrites quería escuchar lo que le tenía que decir al agente.

Prefería dar con los sospechosos por mí mismo. Por otro lado, si el liberto del banco Aurelio tenía algún instinto de conservación de los negocios, pronto se aseguraría de presentarse él a mí.

XXI

Pasé por el cuartel de la Cohorte IV. Los miembros del equipo de investigación habían salido todos y el empleado que estaba de servicio calculó que estaría solo con el caso de Crísipo. Luego se presentó Petronio y lo confirmó.

Lo puse al día.

—Así que, puede que no sea la literatura, sino la banca. ¿Quieres echarte atrás y llevar el caso tú mismo?

Petro me mostró los dientes.

—¿Por qué debería hacerlo? Tú eres el experto en tasas del Censo. Con el dinero estás como pez en el agua, Falco.

—Ojala hubiera retirado de circulación tu declaración del Censo y te hubiera auditado de aquí al Hades, ida y vuelta.

—La mía era impecable… al menos, lo fue desde el momento en que oí que podías ser tú quien la examinara.

—Debería haberles complicado la vida a los que dicen ser amigos míos —refunfuñé.

Petro movió la cabeza con pesimismo.

—Te pasas el día soñando, ¡tú eres un buenazo, chico!

—De todos modos, me alegro de que Anacrites deposite dinero con Crísipo. Me reiría si ese banco se hundiera, llevándoselo con él.

—Los bancos no quiebran —me contestó Petro—, se limitan a hacer dinero con las deudas de sus clientes.

—Bien, yo apuesto a que este banco tiene alguna relación con el asesinato —dije—, aunque sólo sea por quién va a heredar los lustrosos fondos.

—Suponiendo que los tengan —advirtió Petro—. Una vez mi banquero, aunque de hecho estaba muy borracho, me confesó que todo era un mito. Ellos confían en la apariencia de sólida seguridad, pero creía que sólo comerciaban con aire.

Con nuestra habitual buena relación, cotilleamos un poco más sobre el banquero muerto, sin olvidarnos de sus mujeres. Luego Petro sacó una tablilla de notas.

—Paso dejó esto para ti: las direcciones de los escritores que Crísipo había convocado para entrevistarse con ellos ayer. Paso dio órdenes de que se les dijera a todos que debían presentarse ante ti esta mañana. Requisó una habitación allí para que la usaras. Te va a gustar esto —dijo Petronio Longo, con cara resplandeciente—: se te permitirá ocupar una de las bibliotecas.

—¿La de griego? —pregunté con aspereza.

—No, la de latín —fue la réplica de Petro—. Sabíamos que una persona sensible como tú no podría soportar estar sentado y ver unas horribles manchas de sangre en el suelo.

Antes de dirigirme al Clivus Publicius, le lloré un poco sobre lo de Anacrites intentando conquistar a Maya. Petro me escuchó impasible, sin decir gran cosa.

En esta ocasión no entré en la morada de Crísipo por el scriptorium, sino que di la vuelta por el pórtico de la entrada formal como debía haber hecho el asesino. Era magnífico desde el punto de vista arquitectónico, aunque desprendía un leve olor a ratones. ¿Era la joven Vibia Merula una pobre ama de casa? Podía imaginarme lo que la destronada Lisa pensaría de eso.

Al menos hoy había un portero sentado en un cubículo, como si después de la muerte del dueño de la casa la seguridad se hubiera hecho más estricta. No mucho, no obstante. El displicente esclavo a duras penas se molestó en preguntar mi nombre y el asunto que me traía allí. Agitó las manos para decirme que entrara y dejó que encontrara el camino a la biblioteca.

—Estoy esperando a los escritores cuyos libros vendía tu amo. ¿Ha llegado ya alguno?

—No. —Y eso que yo ya había llegado bastante tarde. Malas noticias. De todas formas, los escritores tienen sus pequeñas rutinas. Por lo que yo sabía, o todavía estaban en la cama, o habían ido pronto a comer. Una comida larga y pausada era lo más probable.

—Quiero verlos de uno en uno, así que, si se presentan más, diles que aguarden, por favor. No dejes que hablen entre ellos; que se esperen en algún sitio por separado.

La casa estaba muy tranquila. Había esclavos pululando con paso suave, aunque no pude decidir si es que tenían encargos definidos de su dueña o es que hacían un poco de esto y aquello por su cuenta. La biblioteca de latín estaba desierta. La griega interior se encontraba todavía más silenciosa. Ya habían sacado de allí el cadáver, pero la limpieza todavía estaba en marcha. Un par de cubos con esponjas estaban contra una pared. Y los pergaminos que le había encargado catalogar a Paso estaban amontonados sobre la mesa en ese momento. Parecía como si ya se hubiera ocupado de algunos, que había desechado en una gran cesta de basura, aunque otros todavía se tenían que incluir en la lista. Paso, de una manera sensata, no había dejado su lista por ahí encima; aunque no me hubiera importado echarle yo mismo una miradita anticipada.

Paso no estaba. No había nadie.

Durante más de una hora nadie visitó la biblioteca de latín. Yo me sumergí en las
Geórgicas
de Virgilio y me imbuí de un talante pastoril.

Al cabo, un hombre entró sigilosamente.

—¡Vaya! ¡Buenas tardes! ¿O debería decir buenas noches? —Yo podía estar en plan bucólico, pero como carecía de la influencia paliativa de una pastora de sangre caliente, también estaba un poco sarcástico—. ¿Estás aquí para ver a Didio Falco? ¡Por Júpiter! ¡Qué puntual!

—Por regla general soy el primero —dijo, satisfecho de sí mismo. La tomé con él de inmediato.

Tendría unos treinta o cuarenta años, era moderadamente alto y muy delgado, con brazos y piernas largos y flacos, y hombros encorvados. Te entraban ganas de decirle a gritos, como un centurión, que se enderezara. Tenía un aspecto taciturno y cetrino e iba vestido de negro gastado. No esperaba ver moda de calidad en un puñado de autores, pero sus ropas eran del peor mal gusto. El negro destiñe. Y en la lavandería gotea encima de la ropa blanca de otras personas. Para encontrar algo negro en los puestos de ropa de segunda mano tienes que estar en un mundo propio y ser una amenaza pública.

—¿Cómo te llamas?

—Avieno.

—Yo soy Falco. Estoy investigando la muerte que hubo ayer. —Saqué mis notas y dejé que me viera empezar una tablilla encerada nueva en un alarde de competencia.

—¿Ayer también fuiste la primera visita?

—Que yo sepa.

Discutimos con brevedad sobre la hora, y calculé que Avieno se había presentado poco después de mi polémica sobre las condiciones de publicación. Casi seguro que fue el primero en aparecer después de que Crísipo entrara en la casa desde el scriptorium, así que, si los demás confirmaban que habían visto vivo a su patrono más tarde, eso lo libraba de sospecha. Perdí el interés, pero ya que no había nadie más, me quedé con él.

—¿Qué escribes, Avieno?

—Soy historiador.

—¡Aja! Cosas turbias del pasado. —Me puse impertinente de manera deliberada.

—Yo limito mis intereses a los tiempos modernos —dijo.

—¿Un nuevo emperador, una nueva versión de los hechos? —sugerí.

—Una nueva perspectiva —se obligó a asentir—. Vespasiano está escribiendo él mismo sus memorias, según dicen.

—¿No corre el rumor de que trajo un escritorzuelo domesticado de Judea que haría de forma encubierta la versión oficial de los Flavios?

Esta vez Avieno se quedó pasmado ante mi enérgica interrupción. No se esperaba que el oficial de la investigación reparara en lo que era su materia.

—Una lapa llamada José que se ha pegado a Vespasiano como biógrafo acreditado —dijo—. Ha acaparado bastante el mercado.

—Un líder rebelde —fui rápido—. Lo hicieron prisionero. Tenía que ser ejecutado allí mismo o llevado a Roma con grilletes para el Triunfo. Hizo una o dos profecías halagüeñas, basándose en lo que era condenadamente obvio y entonces puso al traidor de su propio lado con una encomiable rapidez mental. —Traté de que esto no sonara demasiado insultante para los historiadores profesionales en general. Me gustaba mantener un barniz de cortesía, al menos mientras el sospechoso parecía inocente—. Mi hermano sirvió en Judea —le dije a Avieno de forma amigable, para explicar mis conocimientos sobre el tema—. He oído que este adulador judío ha estado viviendo en la antigua residencia de Vespasiano.

—¡Eso debería alentar un punto de vista imparcial! —Apretó la boca con una mueca, por debajo de una nariz aguileña con la cual habría tenido un aspecto bastante altanero si hubiera poseído carácter suficiente. En lugar de eso, su afán de venganza era de esos puntillosos e inútiles.

Sonreí.

—Vespasiano ya le cobrará el alquiler que corresponda. Dime, ¿cuál es tu punto de vista sobre nuestra vida y nuestros tiempos?

—Me gusta ser imparcial.

—¡Ah! ¿No tienes punto de vista?

Avieno pareció dolido.

—Yo catalogo los acontecimientos. No espero ningún renombre, pero puedo ser una fuente de información para futuros autores. Eso me satisfará. —Estaría muerto. No se enteraría de nada. O bien era un idiota o bien un hipócrita.

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