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Authors: Lindsey Davis

Tags: #Intriga, Histórico

Oda a un banquero (43 page)

BOOK: Oda a un banquero
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—¿Urbano?

—Urbano me cae bien.

—Sí, a mí también me gusta. Es probable que eso quiera decir que es un granuja… —Cruzamos una sonrisa—. Así que tú eras el recadero el día que tu amo fue asesinado. ¿Puedes confirmar la lista de las personas que invitó a la biblioteca?

Temía que eso pusiera en evidencia un nuevo sospechoso que yo no tendría tiempo de investigar. Una vez más, el esclavo repitió exactamente la misma lista anterior.

—Hay un problema —le confié—. Urbano dice que él nunca acudió a la cita, pero según el personal que estaba en la puerta, el número de personas que contaron es el correcto. ¿Alguna idea?

—Urbano dijo que no iba a venir.

—¿Entonces quién vino en su lugar?

—Se presentó el escritor nuevo.

—¿Qué escritor nuevo?

—No sé cómo se llama. Vino por su cuenta. Me lo encontré en la puerta. Como no había estado aquí antes, me preguntó dónde tenía que ir.

—¿Te dijo que era escritor?

—Ya lo sabía.

Solté un gruñido.

—¡Acabas de decir que no lo conocías!

Al mensajero se le iluminó la cara de manera triunfal. Darme cuerda para luego bajarme los humos habría sido su diversión toda la semana.

—No sé cómo se llama, pero sé quién es.

Tomé aire, despacio.

—Está bien.

—¿No quieres saberlo, Falco?

—No. —Yo también me podía hacer el interesante. Ya se me había ocurrido quién podía ser el «escritor nuevo»—. Ahora limítate a esperar en la biblioteca de latín a que empiece la reunión. Quédate allí, y procura no decir ninguna impertinencia hasta que yo te pida que entres.

Una vez fuera de la casa, me quedé un momento en el pórtico flanqueado de columnas, aclarándome las ideas. Gocé del relativo frescor que se disfrutaba bajo la pesada bóveda de piedra antes de volver andando a casa a buscar a Helena y a Petronio. Estaba de pie desde que había amanecido, en cuanto los vendedores del mercado montaron sus tenderetes. En estos momentos era media mañana. Las personas sensatas estaban deseando ponerse a cubierto del sol durante unas horas. Los perros se tumbaban justo contra las paredes de las casas y se encogían para meterse en los últimos centímetros de sombra. Fuera, en las calles, sólo quedábamos aquellos con algún asunto apremiante entre manos y las viejas locas. La anciana que frecuentaba el Clivus Publicius pasó deambulando en ese momento, con su cesto, como era habitual.

En esta ocasión la detuve y la saludé.

—¿Te llevo la cesta, abuela?

—¡Tú, sal de ahí!

—No pasa nada; trabajo para los vigiles.

Fue inútil: la resuelta dama intentó pegarme con su compra. La dura cesta iba bien dirigida.

—Cálmate —ahogué un grito—. No hay necesidad de ser tan salvaje. Mira, tú pareces una mujer sensata, con ojos de lince, me recuerdas a mi querida madre… sólo quiero preguntarte unas cuantas cosas.

—Tú eres el hombre de ese asesinato, ¿no? —Me puso esa etiqueta—. ¡Ya va siendo hora!

Me mantuve fuera del alcance de la cesta y le hice las preguntas. Tal como yo sospechaba, en el día fatal ella había pasado andando sin prisas por delante de la casa de Crísipo alrededor de mediodía. Me quedé decepcionado porque no había visto a nadie salir corriendo con la ropa manchada de sangre. Pero ella había visto al asesino, de eso estaba convencido. De una manera bastante más educada que con mis otras peticiones, le supliqué que se uniera a mi creciente grupo de testigos dentro de una hora. Pareció pensar que la quería capturar como carne de burdel. Era probable que la curiosidad la hubiera hecho venir, pero, para asegurarme, le dije que habría comida gratis.

Bajé caminando hasta la esquina. En la taberna, el joven camarero larguirucho estaba destapando un ánfora y la sostenía en equilibrio sobre el extremo mientras quitaba el tapón encerado. Había trabajado en este sitio lo suficiente como para tener buena práctica. Sin ningún problema, apoyó el ánfora contra su rodilla izquierda mientras que con una mano sacaba rápidamente el cierre; luego, pasó un trapo por el borde para limpiar los trozos sueltos de la cera de sellar. Estaba de espaldas a mí.

—¡Filomelo!

Se dio la vuelta al instante. Nuestros ojos se encontraron. El camarero no hizo ningún intento de negar que fuera el hijo más joven de Pisarco.

Bueno, ¿por qué tendría que hacerlo? Sólo era un aspirante a escritor que había encontrado un trabajo para pagar el alquiler mientras hacía algún garabato; un trabajo que le permitía rondar por ahí con nostalgia y que estaba convenientemente cerca del scriptorium del Caballo Dorado.

LII

En casa, Petronio Longo ya parecía un poco más en sus cabales, aunque estaba callado. Helena y yo lo arrastramos con nosotros y pasamos por casa de mi hermana Maya. Yo quería que Helena estuviera presente en la confrontación del caso, en el papel de mi testigo experto en literatura; no podía tener a nuestra hija pululando por ahí con su andador, así que teníamos la intención de pedirle a Maya que cuidara de Julia, pero al llegar la encontramos en la calle despidiendo a sus hijos, que se marchaban de excursión a la costa con mi otra hermana, Junia.

Los estaban cargando a todos con fardos antes de que emprendieran una larga caminata hasta la Puerta de Ostia, donde Cayo Baebio estaría esperándolos con una carreta tirada por bueyes. Los cuatro hijos de Maya tenían un aspecto hosco, y sospechaban con razón que este capricho que les concedían se había planeado con segundas intenciones. Mario y Cloelia, los dos mayores, llevaban de la mano a Anco y a Rea, como si asumieran la responsabilidad de unos pobres niños que enviaban a Ostia a morir ahogados, liberando así a su incapaz madre para que pudiera llevar una vida de bailes y libertinaje.

Y era Anacrites quien la iba a liberar. El lo sabía, y estaba allí, ayudando a despedir a toda la prole. Por la manera en que les sujetaba las bolsas casi parecía capaz. El espía seguramente había aprendido cómo vigilar niños mientras torturaba a inocentes para que delataran a sus padres a Nerón, pero Maya y Helena parecían impresionadas. Petronio y yo nos quedamos a un lado y observamos la situación con gravedad.

—Me he tomado un tiempo de permiso para el festival de Vertumno —me contó Anacrites, casi como si se disculpara. No comentó nada sobre el golpe de mi padre, pero me alegré al ver que su oído se había hinchado como una hoja de calabaza. Lo cierto es que, en cuanto alguno de nosotros se daba cuenta, era difícil apartar la mirada de su oreja. Me preguntaba qué le explicaría a Maya, que en este momento estaba diciendo adiós con la mano a los niños. Mario y Cloelia, de manera pertinaz, se negaron a devolver el saludo. Mario incluso rehusó corresponderme cuando le hice un guiño. Me sentí como un traidor, que era lo que él quería.

—¿Vertumno? Eso no es hasta mañana. —Por el Hades. Eso implicaba que mi hermana y el espía pasarían todo ese tiempo juntos; en la cama, por ejemplo.

—¡Me gusta mucho la jardinería! —gorjeó Maya con alegría.

Cuando le preguntamos si le venía bien quedarse con Julia las próximas horas, respondió con una fuerza inusual:

—¡La verdad es que no, Marco!

Sin duda, Maya y Anacrites no hacían planes para desenterrar unos arbustos con palas de mano. Maldije a Vertumno. Los festivales de jardín y los comportamientos lamentables siempre habían ido de la mano. Sólo con ponerse una guirnalda de hojas espinosas y manzanas alrededor del cuello, la gente empezaba a pensar que la vida emanaba de todos los lugares equivocados. La idea de Anacrites haciendo ofrendas al espíritu del cambio y la renovación era demasiado espantosa para contemplarla.

Tuvimos que llevar a Julia a casa de mi madre. Helena entró a suplicarle el favor. Para mí todavía era demasiado pronto como para aparecer por allí después de haberla disgustado.

Petronio y yo nos quedamos en la calle y observamos a un grupo de esclavos que sacaban unos fardos del apartamento de mi madre y los cargaban en una corta reata de mulas. Me interesé por quién se iba y me dijeron que Anacrites. Ya había tenido bastante ese día, pero eso lo pude aguantar. Pensé para mis adentros dónde llevarían sus pertenencias; Petro lo preguntó directamente: al Palatino.

—Tiene una casa allí arriba —me contó Petronio con voz sombría—. Es una ostentación. Una vieja mansión republicana. Va con su trabajo.

Eso era una novedad. Yo sólo conocía la oficina de Anacrites en el Palatino y su villa de la Campania.

—¿Cómo lo sabes?

—Ha estado viviendo en mi territorio —respondió Petronio, como un gran profesional. Frunció el ceño con aborrecimiento. Los vigiles detestaban el servicio de inteligencia—. No pierdo de vista a los espías locales.

Helena salió, esta vez sin la niña. Me lanzó una mirada de alivio porque todo se había arreglado de forma pacífica y luego se fijó también en los esclavos que estaban empaquetando las pertenencias del espía. Era el turno de Helena para hacernos un guiño a Petronio y a mí.

—¿Cómo estaba mi madre? —me aventuré a preguntar, nervioso; tendría que entrar y verla cuando volviéramos a recoger a la niña más tarde.

—Parecía estar bien. —Helena saludó con la mano a alguien; había visto al viejo vecino, Aristágoras. Se había unido a un grupo de mirones que observaban boquiabiertos a la cuadrilla que trasteaba—. Sin embargo —nos comentó a Petro y a mí con una voz extraña—, siempre cabe la posibilidad de que, mientras Anacrites pensaba que él engañaba a tu madre con Maya, la excelente y enérgica Junila Tácita le estuviera engañando a él.

Excesiva imaginación. Leía demasiadas historias de amor sensacionalistas. Se lo dije.

Ofendida, Helena optó por ignorarme durante el corto paseo hasta el Clivus Publicius. Enlazó su brazo con el de Petronio Longo.

—Lucio, quiero preguntarte algo sobre la otra noche. Si hubieras estado dormido en la cama, ese gigante te hubiera matado antes de que pudieras dar la alarma. Pero tiraste el banco y las macetas a la calle. ¿Estabas en el balcón cuando irrumpió?

—¡Con una copa! —bramé. Si fue así y si había estado allí hasta casi amanecer, no me importaba saberlo. Ya tenía bastantes preocupaciones. Yo quería como mejor amigo a alguien que tuviera una actitud despreocupada, pero no a uno que fuera un absoluto desastre.

No obstante, seguro que no estaba borracho. Si lo hubiera estado, a estas alturas sería cadáver.

—Tengo el turno de noche esta semana —explicó—. Acababa de llegar a casa.

—¿Y qué estabas haciendo? —se entrometió Helena.

—Pensaba. Miraba las estrellas.

—Por todos los dioses —refunfuñé—. Todo el mundo está con lo mismo; seguro que tienes otra mujer con la que sueñas.

—Ni hablar —dijo. Nos metimos por una callejuela y así pudo concentrarse en evitar los adoquines del pavimento que estaban rotos.

—Mentiroso. ¿Puedo recordarte que yo te lo conté todo cuando me enamoré?

—¡Cada una de las veces que eso pasó! —se quejó. Hice caso omiso de esa calumnia.

Seguía estando demasiado callado. Empecé a pensar si no habría sido un gran error dejarle ver cómo se iban a Ostia los hijos de Maya. Sus tres jóvenes hijas vivían allí entonces; su mujer se las había llevado para allá con su amante, el borracho vendedor de ensaladas, que intentaba levantar un negocio de comidas rápidas en los muelles del puerto. En estos momentos me sentía culpable. Si hubiera terminado antes con el caso de Crísipo, Petronio podría haber ido con Junia y Cayo Baebio en su carro de bueyes y visitado a sus propios hijos.

Había algo en su expresión que me advirtió que no mencionara eso, que ni siquiera me disculpara.

Fúsculo y Paso, con algunos vigiles de túnica roja, nos esperaban en la puerta de la casa en el Clivus Publicius. El hermano de Helena, Eliano, hablaba con ellos. Yo había mandado a buscarle. Esto tenía poco que ver con sus investigaciones a los clientes del banco, pero sería una buena experiencia.

Entramos todos juntos. Paso y Helena enseguida se quedaron al margen consultando sobre los pergaminos que habían leído. Yo comprobé que Fúsculo hubiera conseguido contactar con el fletero, Pisarco, y ordenarle que se uniera a nosotros aquí.

Petronio caminaba despacio alrededor de una gran carretilla que estaba en la primera gran antesala. Ese día todo el mundo se mudaba de su alojamiento: éste, nos contaron mientras lo husmeábamos como si fuéramos perros callejeros, era el carro que Diómedes había traído para trasladar todas sus pertenencias. Vaciaba la habitación que solía tener en esta casa.

Eliano examinó la carga de la carretilla con envidia. La niñez, una adolescencia consentida y una primera edad adulta ociosa se podían catalogar a partir de esta alta pila de trastos. Alfombras, túnicas, capas, cajas de sándalo, jarras de vino medio vacías, una silla plegable, un juego de lanzas, candelabros, un caramillo, un enredado arnés de caballo, artículos para vestir la casa y, ya que su difunto padre había sido un rico vendedor de pergaminos, un par de veintenas de fundas de pergamino de plata muy decoradas. El transporte estaba cargado de manera peligrosa, pero seguramente no volcaría. Era esa clase de carretillas pedestres que son demasiado pequeñas para considerarlas «vehículos rodados» y así eluden las leyes del toque de queda. Un esclavo empujaría y tiraría del carro, que era más alto que él, centímetro a centímetro, molestando a los residentes allí por donde pasara.

—¿Dónde está Diómedes? —le pregunté a uno de los esclavos. Estaba arriba, supervisando la recuperación de sus cosas—. Pídele que baje ahora mismo y que venga a encontrarse conmigo en la biblioteca de griego, por favor.

También me preguntaba dónde estaría Vibia, aunque no por mucho tiempo: bajó las escaleras con afectación, vestida con una toga de verano sumamente atractiva y lo bastante fina como para hacer soportable el calor de agosto. La cortina que solía disimular las escaleras estaba atada para facilitar el traslado de las cosas de Diómedes. Los hombres miramos cómo Vibia Merula bajaba todas las escaleras mientras disfrutaba fingiendo que no se daba cuenta. Helena levantó la mirada de su discusión con Paso y adoptó una leve pero clara expresión desdeñosa.

—¿Estabas encerrada con tu novio? —pregunté.

—Si te refieres a Diómedes —respondió Vibia con frialdad—, hace semanas que no lo veo ni hablo con él.

Sus ojos le parpadearon a Eliano. Él sonrió con educación, juzgándola sólo por su casa y sus ropas caras. Mi trabajo se vino abajo. Veinticinco años y todavía no era capaz de distinguir cuándo una mujer era una ordinaria. Pero ella sí se dio cuenta de que él era joven, estaba aburrido, y poseía mucha más educación que los vigiles.

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