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Authors: Ana María Matute

Olvidado Rey Gudú (117 page)

BOOK: Olvidado Rey Gudú
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En aquel momento, el Vigía anunciaba el regreso de Gudú. Despavoridos, los seguidores de Raigo abandonaron el lugar. Únicamente, los Hermanos del Bosque permanecieron allí. Levantaron a Raigo con gran dulzura del suelo y lo depositaron en un lecho de hierba, musgo y flores. Antes de morir, Raigo, conmovido por lo que acababa de descubrir, les dijo:

—Ponedme junto a mi hermana Gudrilkja, y revelad a mi padre que era mujer e hija suya, y entre nosotros dos colocad la espada de nuestro abuelo. Ofrecednos al Rey Gudú como presente, y decidle que ésta es su descendencia, ésta es la estirpe que le sucederá...

Así murió, y los Hermanos redoblaron sus tambores de llanto. Al oírlos toda la ciudad quedó sumida en la consternación. Algunos intentaron huir, pero la entrada del Rey les paralizó; otros se postraron de hinojos, y los más se encerraron en sus casas.

6

Un aire lúgubre y luctuoso se extendió por Olar. Al fin y al cabo, con Raigo la ciudad había renacido de forma extraña. No era la riqueza de los tiempos de Ardid, pero encandilaba a la gente. Mercaderes y artistas de toda especie llegaban del Sur, modas y costumbres que en otros tiempos hubieran parecido inaceptables, ahora se adueñaron de todos los corazones. Crearon entre todos nuevas riquezas, nuevos conceptos de vida. Los viejos dominios renacían, se renovaban y se extendían por doquier.

Con su sola presencia, Gudú pareció retornar a las gentes de una especie de locura. Después de todo, era el mejor Rey que habían tenido. Y Gudú, impávido, recibió a las puertas de su Castillo el presente que Raigo había encomendado a sus inocentes y feroces Hermanos.

Los Hermanos lloraron; no entendían en su profunda verdad cuanto ocurría. Sólo sabían una cosa, que habían hecho un pacto de sangre con el Niño de Oro y con su Padre. Por lo tanto, ni huían ni temían ni odiaban. El único sentimiento que les movía era el de una primitiva, pero muy arraigada fidelidad a la palabra dicha. Así que llevaron a Raigo y a Gudrilkja, tendidos sobre parihuelas, con la espada de Volodioso entre los dos, y repitieron al Rey las terribles palabras de Raigo: «Éste es el último presente de tu Hijo. Ésta es tu Dinastía. Éste es el futuro de Olar...».

Gudú permaneció un rato en silencio, mirando los cadáveres de sus hijos. Luego, con lacónicas palabras se limitó a ordenar que fueran enterrados junto a su abuela y su padre. Después, dirigiéndose a los Hermanos, dijo:

—Habéis dado muerte a mi hija, y eso es un gran delito, por lo cual os destierro por varios años al bosque: reuníos con vuestras mujeres, y cuando los hijos que ahora engendréis crezcan, enviádmelos a la Corte Negra, que sin duda alguna renacerá: sólo a ellos les perdonaré. Pero a vosotros, ni os perseguiré ni os daré muerte. No olvido que soy vuestro Padre.

Con gran tristeza, los Hermanos del Bosque se inclinaron ante el Rey, y luego, retomando sus cayados, sus rebaños y sus pieles, regresaron a las montañas y se perdieron en la niebla.

La herida del Rey no cicatrizaba, antes bien, empeoraba. Inútilmente los vasallos fieles trajeron Físicos extranjeros, con la esperanza de curarle, pero no lo consiguieron.

El invierno se mostraba crudo, y el Rey se retiró a meditar. A veces llamaba a sus nobles y reunía a los consejeros, no desatendía el renacer y la prosperidad de su Reino, especialmente de la ciudad de Olar. Dictó nuevas leyes y se preocupó más que antes por mejorar la vida de los lugareños. A veces, alguno de sus consejeros le decía:

—Deberíais tomar esposa, Señor. Os lo ruego, debéis dar un nuevo heredero a Olar y consolidar así la sucesión del Trono. Pero Gudú lo tomaba a broma. Una broma un tanto amarga por el tono de su voz y su sonrisa:

—No es preciso que tome esposa para eso -respondía-. Además, de entre los nuevos Cachorros, y no necesariamente de mi sangre, saldrá el nuevo Rey de Olar.

Pero la Corte Negra ya no existía, era sólo una leyenda, y no precisamente alegre.

Así pasó el invierno y retornó la primavera. Un día hermoso, con la hierba cubierta de gotas de agua, el cielo despejado y azul, donde sólo una pequeña nube muy blanca huía hacia otros países, Gudú montó nuevamente en su caballo. Todos decían que el sol había regresado de sus refugios invernales y el calor se expandía por todas partes. Pero Gudú tenía frío, un frío del que no se podía proteger. La primavera era aún muy tierna, apenas había terminado el deshielo, y Gudú se encaminó hacia el Castillo Negro.

Cuando llegó, sólo encontró allí ruinas, desolación y malas hierbas por doquier. El galope de su caballo espantaba a los murciélagos, a las enormes ratas, a las importunas aves. Cabalgó por el recinto, y el eco de los cascos resonaba en sus oídos como un antiguo tambor llamando a combate. «Todos dicen que la vida ha regresado -se repitió Gudú una y otra vez-. La vida siempre vuelve a empezar.»

Súbitamente enardecido, planeó el renacer de una nueva Corte Negra, enriquecida por la experiencia y la traición. Pero el frío era tan grande para él, que no podía dominarlo. Tiritaba, y no sólo era eso, se daba cuenta de que no podía retener nombres ni fechas, gloriosas o nefastas. Y por contra, regresaba a su memoria la imagen de su viejo maestro, el Hechicero, de sus odiados hermanos Furcio y Ancio, de su fiel Yahek y de Randal. No de Rakjel, en quien tanto había confiado, y quien tan mal le había respondido. Porque las últimas palabras de Rakjel antes de morir, su desprecio por lo que no fueran su Reino o sus gentes, no habían rozado siquiera su conciencia, y no tenía memoria para él. Y se dijo: «No es mi descendencia legítima la que me honra: quien verdaderamente podía hacerlo fue una muchacha. Ella supo morir por mí y, sin embargo, yo la desprecié antes de nacer».

Vagando entre las ruinas se detuvo al fin en un rincón donde el viento parecía rememorar antiguas palabras.

Allí, olvidado de todos, y más aún por los de su raza, entre la maleza, las jaras y las ortigas, habitaba ahora el Trasgo del Sur. Le habían repudiado, no sólo la Dama del Lago, sus hermanos trasgos, los gnomos del Subsuelo y las luciérnagas, sino toda criatura que despierta con la luna y muere con el sol. Sólo, de tarde en tarde, le visitaban los silfos, porque los silfos están hechos de viento, vuelan en el viento y sólo guardan viento en sus cabezas.

Ya era visible hasta para el más torpe viñador. Sin embargo, Gudú, su amado Gudú, al que llegó a confundir con Gudulín, y por el que perdió la protección de Ardid, seguía sin distinguirle. Como la contaminación humana es la peor de todas las contaminaciones, a él no le veía Gudú, pero sí a lo que fue racimo un día, y causa de su perdición. Y en aquel racimo crecido en el amor, donde los humanos albergan el corazón, ya no quedaba más que un grano. Sí lo vio Gudú, aunque ni veía ni oía al Trasgo que, lleno de dolor, se abría el pecho para enseñarle la causa de su desgracia. El último grano de uva, ya muy maduro, brillaba al sol del verano como un topacio. En aquel instante, el Trasgo le reconoció, y con postrero reproche dijo: «Mira lo que hiciste conmigo, mira lo que hiciste conmigo». Gudú tomó el grano entre sus dedos, lo arrancó y lo devoró. El Trasgo desapareció así para siempre con un largo lamento, y se convirtió -tal como le había advertido la Dama del Lago-, en hojas de otoño, pisadas de ciervos en la hierba, cri-cri de mariposas cantoras en la noche.

Se hundió el sol en el Lago y aunque Gudú avanzó en pos de su calor, lo perdió.

De regreso al Castillo halló un grupo de niños que merodeaban por los alrededores en busca de bayas. Tras observarles de lejos, les llamó. Ellos se asustaron y echaron a correr, pero alcanzó a uno que se había enredado la ropa en una zarza. Le tomó por la muñeca y le arrastró tras él. Le preguntó:

—¿Sabes quién soy yo?

El niño no respondía, temblando de miedo. Entonces, Gudú le habló de la pasada gloria de Olar, de la Reina Ardid y de la Corte Negra. Y así, enardecido en sus recuerdos, rememoró las hazañas de pasados y futuros Cachorros, de los que allí crecieron y de los que en lo venidero crecerían.

—Tú -le dijo- eres fuerte y pareces listo. No me importa si eres plebeyo o pobre. En la Corte Negra hay sitio para todos los muchachos fuertes, valientes y leales. Dime niño, ¿quieres reanudar aquella famosa y gloriosa escuela? ser el primero en ella ¿De dónde eres? Y el niño dijo:

—De Por Ahí.

—Ah, sí -dijo el Rey, que en alguna parte había oído hablar de ese pueblo-. Pues bien, ven conmigo, que yo te hablaré del Rey Gudú y de sus proezas, y puedes unirte a sus soldados.

Se sentó en una piedra, pues cada vez se sentía más cansado, y continuó hablando al niño. Estaban muy cerca del Lago y, de cuando en cuando, miraba el agua y se olvidaba de la historia, incluso la confundía y hubo de recomenzarla varias veces. El niño seguía callado. Pero Gudú confundía su estupor silencioso con admiración. Hasta que el pequeño, desasiendo su mano, le miró a los ojos y dijo, con voz aguda y clara:

—Viejo tonto y feo.

Y echó a correr entre las zarzas en busca de sus compañeros. En ese momento el frío se hizo insoportable, y el Rey notó que algo dentro de él zozobraba: como había oído decir a su madre en tiempos de la Reina Leonia, se hundían las naves piratas en el mar del Sur.

Corrió al Lago, se miró en él, y en lugar de ver reflejado al Rey de Olar, contempló a un viejo andrajoso y torpe. Los pobres aficionados que fueron Ardid, el Trasgo y el Hechicero no habían previsto que el Rey no podía amar a nadie, excepto a sí mismo. En aquel momento un antiguo y conocido Dragón emergía del agua: un Dragón que llegaba a él desde la oscura memoria de su sangre, desde el terror de Sikrosio. Con un débil grito, lloró por primera vez. Por él, por toda su vida, por su perdida juventud y, sobre todo, por la gran ignorancia de cuanto le rodeaba.

Creyó distinguir en el último momento a aquel extraño muchacho que acompañaba a Tontina. Ahora por fin liberaba su brazo del manto que lo cubría, y le mostraba su ala de cisne. Pero no supo nunca Gudú, porque no tuvo tiempo, quién era; no supo nunca Gudú si sobrevolaba al Dragón o, como todo, como todos, se hundía también en el inmenso e irreparable olvido de su vida y de todas las vidas.

Y el llanto del Rey cayó al Lago, y éste creció. Creció de tal forma que anegó la ciudad, el Reino y el país entero, hasta más allá de las lindes donde Gudú había pisado. Y tanto él como su Reino, como cuantos con él vivieron, desaparecieron en el Olvido.

Ana María Matute Ausejo (Barcelona, 26 de julio de 1925), novelista española, miembro de la Real Academia Española, donde ocupa el asiento K y la tercera mujer que recibe el Premio Cervantes, obtenido en 2010. Ha sido profesora invitada en las universidades de Oklahoma, Indiana y Virginia. Matute es una de las voces más personales de la literatura española del siglo XX y es considerada por muchos como una de las mejores novelistas de la posguerra española.

Ana María Matute trata muchos aspectos políticos, sociales y morales de España durante el periodo de la posguerra. Su prosa es muy frecuentemente lírica y práctica. En sus novelas, Matute incorpora técnicas literarias asociadas con la novela modernista o surrealista. Con todas estas cualidades y talento literario, Matute es considerada "una escritora esencialmente realista". Muchos de sus libros tratan del periodo de la vida que abarcan desde la niñez y la adolescencia hasta la vida adulta.

Matute utiliza mucho, como fuente primaria, al pesimismo, lo cual da a sus novelas una sensatez más clara que la realidad de la vida. "La enajenación, la hipocresía, la desmoralización y la malicia", son características que comúnmente son fáciles de encontrar en la ficción de sus obras. Una de sus características más comunes es el uso de la trilogía: una obra literaria que está compuesta por tres novelas o cuentos que tienen tanto características en común como diferentes. Muchos críticos consideran que su mejor obra es la trilogía Los Mercaderes, la cual está conformada por Primera memoria, Los soldados lloran de noche y La trampa. Sobre su obra se dice que "aunque los argumentos de cada una de sus novelas son independientes, las une el tema general de la Guerra Civil y el retrato de una sociedad dominada por el materialismo y el interés propio".

El 12 de marzo de 2009, la escritora deposita en la Caja de las Letras del Instituto Cervantes la primera edición del libro Olvidado Rey Gudú.

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