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Authors: Marguerite Yourcenar

Tags: #Histórico, Relato

Opus Nigrum (11 page)

BOOK: Opus Nigrum
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La noche en que las tropas del obispo entraron en la ciudad, Hilzonde se despertó a medianoche, al oír el aullido de un centinela al que degollaban. Doscientos lansquenetes, conducidos por un traidor, se habían introducido por una de las poternas. Bernard Rottmann, uno de los primeros en alarmarse, se tiró de la cama y salió a la calle, con los faldones de la camisa azotando grotescamente sus piernas flacas; un húngaro lo mató misericordiosamente, por no haber comprendido las órdenes del obispo, que quería coger vivos a los jefes de la rebelión. El Rey, sorprendido mientras dormía, combatió de aposento en aposento, de pasillo en pasillo, con un valor y una agilidad de gato perseguido por unos dogos; al apuntar el día, Hilzonde lo vio pasar por la plaza, despojado de sus oropeles de teatro, desnudo hasta la cintura y doblándose en dos bajo el látigo. Le hicieron entrar a patadas en la gran jaula en donde él acostumbraba encerrar a los descontentos y a los tibios antes de juzgarlos. Knipperdolling, derribado a golpes y medio muerto, fue abandonado en un banco. Durante todo el día, los pesados pasos de los soldados repercutieron en la ciudad; aquel ruido acompasado significaba que, en la plaza fuerte de los locos, el sentido común había recuperado su imperio en la figura de aquellos hombres, que venden su vida por una paga determinada, comen y beben a horas fijas, roban y violan de vez en cuando, pero que, en alguna parte, tienen a una anciana madre y a una mujer ahorradora, así como una pequeña alquería en donde vivirán cuando estén lisiados y viejos. Van a misa cuando les obligan, y creen moderadamente en Dios. Volvieron los suplicios, mas esta vez era la autoridad legítima la que los decretaba y eran aprobados igualmente por el Papa y por Lutero. Aquellas gentes cubiertas de harapos, macilentas, con las encías gangrenadas por el hambre, les parecían, a los reitres bien alimentados, unos asquerosos insectos a los que era fácil y justo aplastar.

Una vez pasado el primer desorden, la vindicta pública asentó sus reales en la plaza de la Catedral, en la parte baja del estrado en donde el Rey había celebrado sus sesiones.

Los moribundos comprendían oscuramente que las promesas del Profeta se realizaban para ellos de manera distinta a lo que habían creído, como siempre sucede con las profecías: el mundo de sus tribulaciones acababa; por fin, iban a entrar de lleno en un cielo amplio y rojo. Muy pocos eran los que maldecían al hombre que los había arrastrado a aquella zarabanda de redención. Algunos, en lo más hondo de sí mismos, no ignoraban que deseaban la muerte desde hacía mucho tiempo, como la cuerda demasiado tensa desea probablemente romperse.

Hilzonde esperó su turno hasta llegar la noche. Se había puesto el traje más bonito que le quedaba; se había engalanado las trenzas con horquillas de plata. Cuatro soldados aparecieron por fin; eran unos honrados brutos que cumplían con su oficio. Cogió ella de la mano a la pequeña Martha, que se puso a gritar, y le dijo:

—Ven mi niña, vamos a la casa de Dios.

Uno de los hombres le arrancó a la inocente y se la tiró a Johanna, quien la recibió contra su corpiño negro. Hilzonde los siguió sin decir nada más. Andaba tan deprisa que sus verdugos tuvieron que acelerar el paso. Para no tropezar, se cogía con las dos manos las orlas de su vestido de seda verde y parecía andar sobre las olas. Una vez en el estrado, reconoció confusamente entre los muertos a varias personas que ella conocía, y a una de las antiguas reinas. Se dejó caer en el montón aún caliente y ofreció el cuello al verdugo.

El viaje de Simón se estaba convirtiendo en un viacrucis. Sus principales acreedores lo echaban sin pagar, por miedo a llenar el bolsillo o las alforjas anabaptistas. Llovían las amonestaciones en boca de los sinvergüenzas y de los avaros. Su cuñado, Juste Ligre, se declaró incapaz de resolver por el momento las importantes cantidades que Simón había invertido en su negocio de Amberes; además, se jactaba de mirar mucho más por los bienes de Hilzonde y de su hija que aquel pobre necio que se aliaba con los enemigos del Estado. Simón salió con la cabeza gacha, como un mendigo expulsado, por el pórtico esculpido y dorado como un relicario del comercio que él había contribuido a fundar. Fracasó igualmente en su misión de postulante: sólo unos cuantos pobretones consintieron en sangrar su bolsa en beneficio de sus Hermanos. Hostigado en dos ocasiones por la autoridad eclesiástica, tuvo que pagar para escapar de la cárcel. Seguía siendo hasta el final un hombre rico a quien protegen sus florines. Una parte de las escasas cantidades recolectadas se la robó un posadero de Lübeck, en cuya casa cayó enfermo de congestión cerebral.

Como su estado de salud le obligaba a caminar a pequeñas etapas, no llegó a Münster hasta la antevíspera del asalto. Fue vana su esperanza de introducirse en la ciudad sitiada. Mal recibido, aunque no importunado, en el campo del príncipe-obispo, a quien antaño había hecho algunos favores, consiguió alojarse en una granja, muy cerca de los fosos y de las grises murallas que le ocultaban a Hilzonde y a la niña. Comía en la mesa de madera de la mujer del granjero en compañía de un juez, convocado con vistas al proceso eclesiástico que habría de celebrarse en breve, de un oficial del obispo y de varios tránsfugas que habían logrado escapar de Münster. Estos últimos jamás se cansaban de denunciar las locuras de los fieles y los crímenes del Rey. Mas Simón sólo escuchaba a medias los chismes de aquellos traidores que vilipendiaban a los mártires. Tres días después de la caída de la ciudad, consiguió al fin permiso para entrar en Münster.

Caminaba con dificultad a lo largo de las calles por donde patrullaban las tropas, luchando contra el sol y el viento de aquella mañana de junio, buscando confusamente el camino en una ciudad que sólo conocía de oídas. Bajo un arco del Gran Mercado reconoció a Johanna, sentada en el escalón de una puerta y con la niña en sus rodillas. La chiquilla se puso a gritar cuando el extranjero se le acercó para darle un beso; sin decir una palabra, Johanna le hizo su reverencia de sirvienta. Simón empujó la puerta, cuya cerradura estaba rota, y recorrió las habitaciones vacías de la planta baja, luego pasó a las de los otros pisos.

Volvió a salir a la plaza y se dirigió hacia la explanada en donde se celebraban las ejecuciones. Una punta de brocado verde colgaba del estrado; reconoció a Hilzonde desde lejos gracias a aquel trozo de tela. Se hallaba atrapada bajo un montón de cadáveres. Sin detenerse por curiosidad cerca de aquel cuerpo, cuya alma se había liberado ya, fue a reunirse con la criada y con la niña.

Pasó un lechero por la calle, vendiendo leche, tirando de su animal y con un cubo y un taburete para ordeñar la vaca. Se abría de nuevo una taberna en la casa de enfrente. Johanna entregó las pocas monedas que le había dado Simón para que le llenaran de leche unos cubiletes de estaño. Crepitó el fuego en el hogar; pronto se oyó el tintineo de una cucharilla en manos de la pequeña. La vida doméstica se reanudaba lentamente a su alrededor, llenando poco a poco la casa asolada, como la marea alta cuando cubre una playa donde se hallan dispersos los restos de un naufragio, diversos tesoros y unos cuantos cangrejos de las profundidades marinas. La sirvienta preparó a su amo la cama de Knipperdolling para evitarle la molestia de subir otra vez las escaleras. Al principio sólo respondió con un agrio silencio a las preguntas del anciano que bebía lentamente su cerveza caliente. Cuando por fin habló, salió de su boca un torrente de obscenidades que olían a fregadero y a Biblia. El Rey, para la vieja husita, nunca fue más que un sinvergüenza, que hubiera debido comer en la cocina, y que se atrevía a acostarse con la mujer del amo. Cuando ya lo hubo soltado todo, se puso a fregar el suelo con gran ruido de cepillos y de aclarar de bayetas.

Él durmió poco aquella noche, pero, contra lo que creía su sirvienta, se sentía invadido por un sentimiento que no era de indignación ni de vergüenza, sino más bien de ese tierno mal que se llama compasión. Simón, ahogándose en la noche cálida, pensaba en Hilzonde como en una hija a quien hubiera perdido. Sentía rencor hacia sí mismo por haberla dejado sola en aquel trance, mas luego se decía que cada cual alcanza su parte, que es sólo suya, del pan de vida y de muerte, y que era justo que Hilzonde hubiera comido de ese pan a su manera y a su hora. También se le adelantaba ella esta vez; había pasado antes que él por las últimas congojas. Él continuaba dando la razón a los fieles contra la Iglesia y el Estado que los habían aplastado; Hans y Knipperdolling habían derramado sangre; ¿podía uno esperar otra cosa en un mundo de sangre? Ya hacía más de quince siglos que el Reino de Dios (que Juan, Pedro y Tomás hubieran debido ver con sus ojos de hombres vivos) había sido perezosamente relegado hasta el final de los tiempos por los cobardes, los indiferentes y los taimados. El Profeta había osado proclamar aquí mismo ese Reino del Cielo. Enseñaba el camino, aun cuando se hubiera equivocado. Hans, para Simón, seguía siendo un Cristo, en el sentido en que cada hombre puede ser un Cristo. Sus locuras le parecían menos viles que los prudentes pecados de los fariseos y de los sabios. El viudo no se indignaba de que Hilzonde hubiera buscado en brazos del Rey un goce que él, desde hacía mucho tiempo, no podía ya darle: los Santos entregados a sí mismos habían gozado hasta el abuso de la dicha que nace de la unión de los cuerpos, pero aquellos cuerpos liberados de las ataduras del mundo, ya muertos a todo, habían conocido sin duda en sus abrazos una forma más cálida de la unión de las almas. La cerveza, al descongestionar el pecho del anciano, le facilitaba aquella mansedumbre en donde se mezclaban el cansancio y una sensual y punzante bondad. Hilzonde, por lo menos, descansaba en paz. Veía volar, por encima de su lecho, a la luz de la vela que ardía a la cabecera, las abundantes moscas que en aquellos momentos invadían Münster. Tal vez se habían posado sobre su blanco rostro. Se hallaba de acuerdo con aquella podredumbre. De repente, la idea de que las carnes del nuevo Cristo eran víctimas cada mañana de las pinzas y el hierro al rojo vivo del tormento extraordinario se adueñó de él, removiéndole las entrañas. Encadenado al risible Hombre de los Dolores, caía en ese infierno de los cuerpos destinados a tan escasas alegrías y a tantos sufrimientos. Sufría con Hans igual que Hilzonde había gozado con él. Durante toda la noche, debajo de aquella sábana, en aquella habitación en donde reinaba una comodidad irrisoria, tropezó con la imagen del Rey enjaulado vivo en la plaza, lo mismo que un hombre con el pie gangrenado tropieza constantemente sin querer, dañándose el miembro enfermo. Sus oraciones ya no distinguían entre el sufrimiento que poco a poco le iba apretando el corazón, dándole tirones de las fibras del hombro bajando hasta la muñeca izquierda, y las tenazas que tiraban de la grasa del brazo y de las tetillas de Hans.

En cuanto hubo recuperado fuerzas suficientes para dar unos pasos, se arrastró hasta la jaula del Rey. Las gentes de Münster se habían cansado ya del espectáculo, pero los niños que se apretaban contra los barrotes persistían en arrojarle dentro de la jaula alfileres, boñigas, huesos puntiagudos, y el cautivo se veía obligado a andar por encima de todo aquello con los pies descalzos. Unos cuantos guardias, como en otros tiempos en la sala de fiestas, rechazaban blandamente a aquella chusma: Monseñor von Waldeck tenía interés en que el Rey durase con vida hasta su ejecución, prevista como muy pronto para mediados del verano.

Acababan de enjaular al prisionero tras una sesión de tortura; encogido en un rincón, todavía temblaba. Un olor fétido se desprendía de su casaca y de sus llagas, pero el hombrecillo conservaba aún sus ojos vivos y su voz seductora de actor.

—Coso, corto, hilvano... —canturreaba el torturado—. No soy más que un pobre aprendiz de sastre... Trajes de piel... El dobladillo de un vestido sin costura... No acuchilléis la obra de...

Se paró en seco, echando a su alrededor una mirada furtiva como un hombre que quiere a la vez salvaguardar su secreto y divulgarlo a medias. Simón Adriansen apartó a los guardias y consiguió meter el brazo por entre los barrotes.

—Dios te guarde, Hans —le dijo tendiéndole la mano.

Simón volvió a su casa tan extenuado como si hubiera hecho un largo viaje. Desde su última salida se habían producido grandes cambios, devolviendo poco a poco a Münster su insípido aspecto habitual. La catedral retumbaba de cantos litúrgicos. El obispo había vuelto a instalar, a dos pasos del palacio episcopal, a la bella Julia Alt, su amante, mas aquella discreta mujer no escandalizaba a nadie. Simón se tomaba todo aquello con la indiferencia de un hombre a punto de abandonar una ciudad y que ya no se preocupa por lo que en ella acaece. Pero su gran bondad de otros tiempos se había secado como una fuente. En cuanto entró en casa, estalló en denuestos contra Johanna, que se había olvidado de conseguir una pluma, un frasco de tinta y papel, como él le había ordenado. Cuando por fin reunió aquellos objetos, escribió a su hermana.

No se había comunicado con ella desde hacía casi quince años. La buena Salomé se había casado con el hijo menor de la poderosa casa de banqueros Fugger. Martin, aunque desfavorecido por los suyos, había conseguido hacerse por sí solo una fortuna; vivían en Colonia desde principios de siglo. Simón les pidió que se encargaran de la niña.

Salomé recibió esta carta en su casa de campo de Lunsdorf, en donde ella misma vigilaba cómo tendían su colada. Dejando a sus sirvientas el cuidado de las sábanas y de la ropa fina, pidió inmediatamente un carruaje —sin preguntarle siquiera su opinión— al banquero, que no pintaba gran cosa en su casa, amontonó provisiones y mantas y se puso en camino hacia Münster, atravesando una región asolada por los disturbios.

Encontró a Simón en la cama, apoyada la cabeza en un abrigo viejo doblado en cuatro, que ella reemplazó al momento por un cojín. Con la obtusa buena voluntad de las mujeres, que se empeñan en reducir la enfermedad y la muerte a una serie de pequeños males sin importancia creados para ser aliviados por sus cuidados maternales, la visitante y la sirvienta intercambiaron un montón de palabras sobre el régimen, la ropa de cama y el orinal del enfermo. La mirada fría del moribundo había reconocido a su hermana, mas Simón se aprovechaba de su enfermedad para retrasar por un instante el cansancio de las bienvenidas habituales. Por fin se incorporó, besando a Salomé como es costumbre entre hermanos. Seguidamente, recobró su claridad de hombre de negocios para enumerar los fondos que le correspondían a Martha y aquellos que era importante recuperar para ella lo antes posible. Los recibos estaban envueltos en una tela de hule, al alcance de la mano. Sus hijos mayores, que se hallaban instalados quién en Lisboa, quién en Londres, quién a la cabeza de una imprenta de Amsterdam, no necesitaban los pocos bienes terrestres que aún le quedaban, ni tampoco su bendición. Simón se lo dejaba todo a la hija de Hilzonde. El anciano parecía haber olvidado sus promesas al Gran Restituidor para someterse de nuevo a las costumbres del mundo que iba a abandonar y que ya no trataba de reformar. O acaso, al renunciar así a unos principios más amados por él que la vida misma, paladeaba hasta el final el amargo placer de desprenderse de todo.

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